El día del concierto, Nathan se encontró sentado en su palco junto a Leonardo —a quien Kei había rogado que no dejase de acudir para arropar al joven actor— y una silla vacía. El pianista de origen africano poco pudo decir para sosegar la mirada, entre furiosa y esperanzada, que oscilaba del sitio libre al escenario, pasando por las puertas de acceso al palco. Cuando la orquesta tomó posiciones y el artista principal ocupó su lugar en el taburete del piano, Nathan comprendió que, como en tantas ocasiones en el pasado, el ocupado señor Bradley no se presentaría, excepto que… Aquella debía ser la definitiva, ¿verdad? Se habían acabado las segundas oportunidades. Por un instante, sus ojos se cruzaron con los de su pareja. ¿Por qué estaba tan lejos cuando lo necesitaba? No, no fastidiaría su gran momento con caras tristes, ya se lo había olido desde un principio, no era el fin del mundo. Sonrió y le tiró un beso con los labios. Kei colocó los dedos sobre el teclado y marcó el inicio de su recital.
Una por una, las piezas más famosas que lo habían consagrado como compositor fueron desgranadas por aquellas teclas, ya fuese en solitario, ya acompañadas por una orquesta que incluía instrumentos muy poco clásicos, como la batería, la guitarra eléctrica o el bajo. Asimismo, la voz rica y profunda del músico aportó aún más matices a algunas composiciones que Nathan conocía al dedillo, pero que jamás había disfrutado con una acústica tan magnífica. Mientras cantaba, él apoyaba los brazos en la barandilla y se adelantaba cuanto podía para colocarse más cerca, como si esas pulgadas de diferencia le aportasen algún consuelo a la amargura que escondía tras un gesto de arrobo y admiración sinceros.
A mitad del concierto, Kei interpretó su pieza más famosa hasta la fecha, el tema principal de la banda sonora creada para El día que dejé de esperar. El videoclip lo protagonizaba él en persona y a Nathan se le erizaba el vello de los brazos cada vez que lo veía; no podía existir, se decía, una música más sublime. Aquella noche no fue una excepción: respiró hondo, se desconectó del resto del universo y se quedó prendido en los gestos de Kei, en sus labios, en sus ojos.
Nunca he dejado que me venzan tus silencios.
Rabietas de crío, desesperación de años vacíos…
Siempre he callado contigo y he escuchado tus gritos.
Nunca he dejado que me ahuyenten tus errores.
Dicen que el fuego del amor purifica cualquier sacrilegio.
Para tapar tus culpas, he pecado aún con más vileza.
He sido ancla, he ido a la deriva.
He encadenado y he visto mis manos atadas.
He caído aún más hondo para escapar de la caída.
No permitiré que mi santa estupidez se convierta en un recuerdo estéril.
A cada uno de tus golpes responderé alzando la barbilla.
A cada una de tus ausencias responderé velando la puerta.
Nathan experimentó un fortísimo vínculo con Kei a medida que se sucedían los versos. No porque estuvieran escritos pensando en él —simplemente respondían al argumento de la película—, ni porque fuesen una extraña canción romántica; los unían igual que se entrelazaban sus miradas, igual que se conectaban sus pensamientos. De todas las personas en el recinto, de los miles de oídos que escuchaban, solo un par sabían con certeza que cada acorde y cada palabra estaban dirigidos a ellos, y a ningunos otros.
Ya sabes que te quiero,
no necesitas que te lo diga.
Es simple soberbia lo que te impulsa a venir a preguntar.
Ya sabes que te quiero
aunque tú jamás me correspondas,
y este dolor que sientes es mi forma de demostrártelo.
El sonido del piano se diluyó en el crescendo de la orquesta y en las notas de las campanas tubulares. Nadie pestañeó, la sala entera quedó sumida en una especie de trance hipnótico. O así, al menos, lo sintió Nathan, aturdido por una embriagadora sinestesia que confundía su propio rapto místico con el de todos y cada uno de los presentes.
De repente, los iris azules de Kei asomaron por completo entre las pestañas oscuras. Ya no trató de seguir la partitura, sino que mantuvo el rostro alzado y fijo en el palco.
Ya sabes que te queremos,
no necesitas que te lo digamos.
Es simple soberbia lo que te impulsa a venir a preguntar.
Ya sabes que te queremos
aunque tú jamás nos correspondas,
y este dolor que sientes es nuestra forma de demostrártelo.
El joven rubio alzó las cejas. ¿Desde cuándo el estribillo había pasado al plural? Y esos ojos, que parecían ver más allá… Se giró de golpe.
La figura de Niko se reclinaba contra la pared, escuchando en silencio. Tan queda había sido su aparición que los ocupantes del palco no se percataron hasta que Kei la hizo notar con toda la sutileza de sus cuerdas vocales. Aunque Nathan suspiró de alivio, luego frunció los labios, como queriendo reprimir el aliento de fuego que, de buena gana, habría lanzado al recién llegado. Porque la mirada de Niko, llena de ternura, de expiación y de esperanza —la misma esperanza que el actor depositara al inicio del espectáculo en la silla vacía junto a él—, no compensaba su tardanza. El día que dejé de esperar… ¿Sabía aquel bastardo sin entrañas lo cerca que había estado de hacer profético aquel título? ¿De ser condenado al infierno? Adivinando sus pensamientos por una vez, Niko se sentó y asistió al resto del concierto sin moverse.
La percepción de Nathan sufrió una pequeña alteración. El lazo que, hasta entonces, lo había mantenido atado a Kei, produjo una segunda banda que englobó a Niko para formar un triángulo. Su voz no le pertenecía ya a él solo; se derramaba sobre el silencio atento de tres conciencias que aguardaban, expectantes.