Quedaron en la plaza de la taberna a las seis, casi dos horas antes del espectáculo. Fueron hasta Vigo en el Toyota de Christian y aun así llegaron al auditorio con el tiempo justo para buscar sus asientos antes de que empezara la función, pues se perdieron un par de veces y luego no encontraban lugar para aparcar.
—¿Cómo has conseguido estos sitios? —preguntó Vlad sin dar crédito cuando se dirigieron a la platea central, en la tercera fila.
—Tengo buenos contactos. —Y era verdad, Christian había movido todos los hilos de los que podía tirar en el mundo de la moda para conseguir esas entradas—. Son las entradas que se reserva la compañía para sus familiares…, así que pon cara de que conoces a alguien de la compañía —le susurró al oído, y Vlad sonrió con complicidad.
Fue lo último de lo que hablaron, porque las siguientes dos horas y media, Vlad permaneció absorto al borde de su butaca, con la espalda erguida y un suspiro contenido, como si estuviese a punto de saltar sobre el escenario para unirse al grupo de baile. Era un espectáculo de danza contemporánea; decenas de bailarines, hombres o mujeres, vestidos todos con mallas de color piel, casi como si estuviesen desnudos, entraban, salían, hacían figuras sobre el espacio, se movían con ritmos acompasados o escalonados, con giros y saltos espectaculares, perfectamente ensamblados, coordinados al milímetro siguiendo la música minimalista y compleja que llenaba el auditorio, con las luces que giraban y cambiaban creando sombras, espacios reducidos o espacios deformados, según el momento. Era interesante, moderno, abstracto, asombroso a ratos, emocionante en alguna ocasión, pero a todas luces largo, excesivamente largo. Al menos para Christian, que no entendía nada de danza contemporánea —o clásica— y que tras los cuarenta primeros minutos, ya había tenido bastante de bailarines moviéndose por el espacio de un lado a otro de forma repetitiva y coordinada. Así que se entretuvo observando a Vlad, que por el contrario parecía abducido por lo que ocurría sobre las tablas; en alguna ocasión hasta creyó intuir que se le saltaban las lágrimas. Cuando terminó, cesaron los aplausos y volvieron las luces en el patio de butacas, Vlad aún tardó unos diez minutos en recuperarse.
—Ha sido una pasada… —dijo en algún momento, como si recordara de pronto que Christian estaba ahí—. ¿Te has aburrido mucho?…
—No, para nada…, ha estado muy bien… —Y en realidad pensó que si para conseguir ver a ese hombre tan feliz como estaba en ese momento tenía que volver a ver diez de esos, lo haría encantado.
Casi una hora después estaban sentados en un bar de tapas en el centro de la ciudad, charlando relajadamente por una vez, y sin prisas.
—O sea que vegetariano… —bromeaba Christian—. Creía que eso era solo para los del mundo del espectáculo…
—Bueno, mi plan inicial era ese, pero no me salió bien, y ya me acostumbré a comer lechuga… No sé cómo puedes comerte los caracoles y los percebes y esas cosas tan raras y… babosas…
—De pequeño me enseñaron a comerme lo que me echaran al plato, sin quejarme. Mis abuelos tenían ese rollo de la guerra civil… —Entre ensaladas, tapas y copas de vino tinto hablaban un poco de todo y de nada en concreto, pero por primera vez hablaban y él no estaba a la defensiva—. Entonces ¿bailas?
—Bailaba…, hace mucho… Por eso vivía en Moscú y mi familia en Siberia… Los grandes ballets escogen a sus bailarines desde muy pequeños para entrenarlos, y es genial, te lo pagan todo, como un internado, solo que la mayor parte del día tienes clases de ballet.
—Suena importante, debes ser muy bueno…
—En realidad escogen a muchos, no todos llegan a ser miembros del ballet ruso…
—Y ¿por qué no sigues?
—Ya soy muy mayor…
—¿Mayor? ¿Estás de coña? ¿Qué edad tienes?
—Voy a cumplir treinta… El ballet es como el deporte, si no haces carrera a los veinte, ya puedes olvidarte para siempre…
—¿Podría verte bailar alguna vez?…
Y el ruso volvió a su gesto de autosuficiencia que congelaba cualquier posibilidad de acercamiento.
—Ya veremos…
—Vale, explícame qué es lo que te pasa conmigo. No es por presumir, pero normalmente tengo que quitarme a los tíos de encima… —Y él rio captando el tono jocoso de Christian—. ¿Por qué no quieres salir conmigo? No soy tan mala persona, te lo juro…
Siguiéndole el juego, él se puso serio.
—Bueno, hablemos seriamente: ¿por qué te casaste con esa actriz?
—¿Es por eso?
—Es parte…
—Pues porque estaba enamorado…
—Noooo…, mierda… —Su gesto cambió por completo—. ¿Eres bi?
—¿Es un problema?
Ahora él se tapaba la cara, como dándose cuenta del error tan común que había cometido.
—No, claro que no, es que… los bisexuales me inquietan…
—¿Eres de esos que creen que los bisexuales en realidad somos gais encubiertos?
—No, para nada. Pero… si puedes elegir, al final ¿no resulta más sencillo escoger a una mujer?
—Ya, solo que uno no elige de quién se enamora…
Y las miradas quedaron congeladas unos instantes, y le contaban aquello que él no decía en palabras.
—¿Y por qué os separasteis tan pronto? —preguntó entonces mientras sus ojos seguían atravesándolo.
—¿No lo sabes? Vaya, creía que todo el país estaba al tanto de mi humillación pública… A veces parece que eso es lo único que todo el mundo recuerda de mí… Ella me dejó por otro. Le salió un trabajo en Los Ángeles, en Hollywood; era un papel muy pequeño en una película malísima, pero ella estaba muy emocionada. Se lio con el director y me dejó.
—¡Menuda zorra!
—Bueno, aún está casada con él, tienen dos hijos… Y ya no trabaja como actriz, de lo que deduzco que: a, no estaba enamorada de mí, y be, nunca quiso ser actriz en realidad, solo quería llegar a Hollywood y lo consiguió. Espero que sea feliz.
—¿En serio? ¿No la odias?
Christian evaluó la pregunta y sonrió.
—Bueno, la odié un tiempo…
Dos horas más tarde llegaban a la pequeña ciudad de casas de piedra que formaba parte del camino de Santiago, con su puente medieval que recordaba batallas lejanas, una ciudad que combinaba el encanto del pasado con las viviendas modernas de tejados rojos y empinados que asomaban sobre la colina.
—¿Dónde te dejo? —preguntó Christian.
—Si te apetece… podemos ir a tu hotel…
Al oírlo la polla de Christian le dio un pequeño aviso de alerta. Pero no era ese su plan.
—No, no. Quedamos en que no era una cita. No quiero que luego digas que te engaño para llevarte al huerto…, aunque tú y yo… ya hemos plantado de todo en el huerto… ¿Siempre follas así? —Y le pareció percibir que él se ruborizaba. No era buena idea pensar en la noche en su hotel follando en el pasillo con Vlad…
Lo acercó hasta su casa, o al menos a una zona residencial de callejuelas empinadas y estrechas alejada del centro medieval y turístico en el que trabajaba.
—Puedes dejarme aquí —indicó él—. Bueno. Gracias por la invitación. Me ha gustado mucho.
Por unos instantes se quedaron en silencio en el coche, podía intuir su mirada en la oscuridad. Se moría por darle un beso, y supo que él sentía lo mismo, pero no pensaba estropearlo ahora.
—Entonces ¿podemos quedar mañana? Me encantaría enseñarte mi nueva casa… —Podía escuchar sus dudas, su respiración.
—No es buena idea… Es… complicado para mí.
—Venga, solo es un paseo por el campo, es completamente inofensivo.
—Ya. Lo inofensivo es precisamente lo que me da miedo.
Volvieron a quedar callados entre las sombras. Christian ahora un poco más hundido que antes.
—Bueno, no pasa nada, tranquilo… Entonces… nos vemos por ahí…
—Sí, eso… Nos vemos… —Él se bajó del coche; antes de cerrar la puerta le agradeció una última vez la invitación al ballet, y una noche más se le volvió a escapar engullido por la oscuridad.