5. Barrotes
Libertad.
No la necesito, pues te pertenezco por completo.
CHRIS
—¿Seguro que es aquí?
Eric me miró con serias dudas, aparcando el coche frente a un pequeño y elegante parque. Yo siempre había creído que los jardines públicos los construían pensando en los niños, pero ese precisamente no tenía columpios.
—Ya haré el resto andando, no queda lejos —le contesté despreocupado.
Tenía que resolver los dichosos problemas de Termología para entregar el ejercicio al día siguiente, de modo que no quería que se me hiciese muy tarde. Se lo dije a Eric cuando todavía estábamos remoloneando en la cama, así que nos vestimos deprisa y se ofreció a traerme. Justo cuando yo iba a abrir la puerta se inclinó hacia mí, acercándose a una imprudente distancia. Eric aún olía un poco a sudor. Me gustaba.
—No me vas a decir dónde vives, ¿no? —Esbozó una sonrisilla elocuente.
—No —le confirmé a mi vez, devolviéndole la sonrisa.
—Eres el chico de los misterios.
—Más bien, digamos que estoy intentando librarme de un posible acosador. —Seguí sonriendo, para indicarle que hablaba en broma.
En parte.
Con mi difícil situación de entonces ni se me había pasado por la cabeza el jugar a los romances. En muchos aspectos Eric era el hombre de los sueños de cualquier homosexual mentalmente estable, pero yo tenía otras obligaciones y no podía permitirme el lujo de pensar en lo que, quizá, me habría hecho feliz. Ya os he dicho que soy todo un masoquista, en el sentido más amplio de la palabra.
—¿Ni siquiera una pista? ¿Pequeñita? —Eric hizo un puchero lastimoso y se las apañó para componer un perfecto gesto de cachorrito abandonado.
Nada me habría gustado más que volver a verlo, pero no quería buscarme más complicaciones de las estrictamente necesarias. Siempre he sabido a tiempo cuándo es aconsejable echar el freno.
—Lo siento, pero es mejor así.
Sentí un agradable cosquilleo cuando Eric ladeó el cuello para darme un suave beso detrás de la oreja. Parecía que le había gustado aquel sitio. No se rendía fácilmente, y admito que me sentí halagado.
—¿Tienes miedo de que asalte tu inexpugnable castillo y te secuestre en plena noche? —me susurró al oído, de forma claramente sensual.
Me aparté para darle un manotazo amistoso, rebajando la tensión. Si seguíamos por aquellos derroteros seguramente volvería a empalmarme.
—Gracias por traerme.
—De nada. ¿Tu número de teléfono?
—No tengo.
—¡Oh, vamos! —Eric soltó una incrédula carcajada—. Ese truco es más viejo que el infierno. Ni el más estúpido se lo creería.
—Si te lo digo, ¿me dirás tú a quién le has robado el coche? —Contraataqué.
—¿Tanto se me nota?
—Un poco.
Había visto su pequeño apartamento, y le había visto a él. Aquel cochazo ostentoso no encajaba para nada con su humilde estilo de vida.
—Es de mi jefe y, ya que lo mencionas, a esta hora debe de estar cagándose en buena parte de mis antepasados.
—¿Estás trabajando?
—Teóricamente sí. Técnicamente, acabo de echar un polvo fantástico. Seguro que lo comprende.
—Espero que no te despidan por mi culpa.
—No, qué va. —Hizo un gesto displicente con la mano—. Soy su insustituible asistente. Sin mí, casi ni podría agarrársela solo cuando mea.
—¿En qué trabajas? —le pregunté con curiosidad.
—En Garrison & Cía., una pequeña asesoría financiera de Queens. ¿Me das tu teléfono? —insistió alegremente otorgándole un brusco giro a la conversación.
Recité unos números mientras él los tecleaba en su propio móvil, como un niño al que de pronto le hubiesen dado un caramelo. Casi me sentí culpable por habérmelo inventado.
—Que conste que no suelo hacer esto todos los días —me advirtió con aire travieso.
—¿Tener un polvo fantástico? —repetí sonriendo.
Eric negó con la cabeza, para después mirarme fijamente a los ojos.
—Querer volver a ver al culpable de ese polvo.
Se me aceleró el corazón.
Qué estúpido.
—Bueno, no creo que haya sido para tanto. —Me apresuré a restarle importancia, encogiéndome de hombros.
Eric me cogió la cara con sus grandes manos, sin que yo lo esperara. Las yemas de sus pulgares me acariciaron las mejillas y, tonto de mí, me ruboricé bruscamente y de forma ridícula sin poder evitarlo.
—Me gustas mucho, Chris.
Fueron los tres segundos más intensos de toda mi vida.
—Tengo que irme.
Huí, como un cobarde.
Escapé, muerto de miedo.
Y enseguida me arrepentí, como un imbécil.
Abrí la puerta del coche y salté a la acera como si el asiento me quemara, dejando a Eric con una expresión desilusionada y confusa. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para permanecer impasible, caminando con paso firme y rápido hasta perderme de vista por un estrecho callejón entre dos enormes casas de planta baja. Su inocente sinceridad me hacía daño, pero era un tipo diferente de dolor que no me gustaba. Era dolor de dentro, del que nunca se curaba del todo. Me sentía vulnerable y avergonzado, peligrosamente expuesto. Esas cuatro simples palabras habían resquebrajado hasta la última piedra de mis férreas defensas y, de haber permanecido junto a Eric, este las habría destrozado a salvajes dentelladas.
Llegué a mi casa en un estado de nerviosismo bastante aceptable, saludé a la vieja Berta y me fui directo a meterme en la ducha. El agua caliente borraría su olor, sus huellas. El gélido y huraño Chris de siempre regresaría entonces y todo el cosmos volvería a establecer de nuevo su orden natural. Envuelto en el grueso albornoz, dejé caer una toalla en mi cabeza empapada y me refugié en mi habitación. Durante los meses de frío, a mi tío Rusell le gustaba tener la calefacción encendida, así que solo me puse una camiseta de manga corta y el pantalón del pijama. Llamaron a la puerta cuando me estaba frotando el pelo para hacer que se secara.
—¿Señorito Chris?
Era Berta.
—Pasa, por favor —le pedí mientras me giraba en su dirección.
Su amable rostro mulato, lleno de arrugas, asomó sonriente por el marco de la puerta.
—He pensado que quizá le apetecería un trozo de tarta de chocolate, señorito. Acabo de sacarla del horno y está calentita.
—¿Chocolate? —Me esforcé en sonreír—. Suena estupendo.
—Le haré también un café, o mejor un vaso de leche. —Decidió Berta sacudiendo la cabeza—. Tiene que alimentarse como es debido, o cuando crezca del todo se quedará así de esmirriado.
Asentí obediente y la miré con cariño. Desde que me había quedado huérfano, Berta había sido para mí lo más parecido a una refunfuñona y sobreprotectora madre. Dejé la toalla húmeda sobre mi cama y la seguí hasta la impecable cocina, acomodándome en un taburete alto junto a la barra americana. Se me hizo la boca agua nada más aspirar el olor a bizcocho recién hecho que inundaba la estancia, teniendo en cuenta que en todo el día no había tomado nada más que un café mediocre y unos cuantos bocados de tostada. En menos de un minuto ya tenía a mi entera disposición un reconfortante vaso de leche hirviendo y un generoso trozo de pastel.
—No quiero ver ni una sola migaja —me advirtió amenazante, secándose las manos en su floreado delantal.
Le di un pequeño mordisco al pastel, esperando a que la leche se enfriara.
—Está increíble, Berta. Eres la mejor. —Esbocé mi mejor sonrisa angelical.
—Menos peloteo, señorito, y más entusiasmo para masticar.
Aquella tarde, entre unas cosas y otras, mi estado de ánimo no estaba demasiado boyante. Sin embargo, al ver su cara tan seria se me escapó una leve carcajada. Su semblante ceñudo pareció relajarse de golpe, sonriendo a su vez y mostrando una hilera de blancos dientes que contrastaban enormemente con la morena tonalidad de su cara.
—Así quiero verlo yo, señorito Chris, riendo. Siempre contento.
Qué lista era, qué sabia.
Me admiraba profundamente el vasto conocimiento que tenía sobre mí, aunque desconociera la mayoría de mis secretos. Por ejemplo, Berta no tenía ni la menor idea de a qué lucrativas actividades dedicaba mi tiempo libre la mayoría de las noches todos los fines de semana. El saberlo seguramente la habría destrozado.
Charlamos un rato de cosas insustanciales, me contó los últimos cotilleos de los vecinos y yo la puse al día de cómo iban mis estudios en la universidad. No me extrañó para nada cuando, en un tono claramente reprobatorio y confidencial, Berta me informó de que la hija de los Applelton estaba embarazada. Siempre había sido un poco zorrón. Me bebí la leche tibia a pequeños sorbos y, tal y como le había prometido, dejé tan reluciente el plato de la tarta que casi no tendría ni que fregarlo. Quedó satisfecha y me dejó marchar después de agradecerle sinceramente aquella estupenda merienda. De vuelta en mi cuarto, me senté en mi escritorio y me puse las gafas. Abrí la guía de problemas que había sacado de la biblioteca y empecé a leer:
«Un gas perfecto monoatómico (γ=1,67) está contenido en un cilindro cerrado por un pistón móvil. La presión inicial es 1 atm y el volumen inicial es 1 litro. El gas se calienta a presión constante hasta duplicar su volumen; después se calienta a volumen constante hasta que se duplica la presión, y finalmente, se expande adiabáticamente hasta que la temperatura desciende a su valor inicial. Represéntese el proceso en un diagrama p-V».
Bueno, no parecía muy difícil. Al menos, aquello me mantendría lo bastante ocupado como para no pensar en otras cosas. Hice unos rápidos cálculos y empecé a dibujar el diagrama en un folio.
«Me gustas mucho, Chris».
Eso no salía en el problema, pero era un problema en sí.
La mano me tembló, y la curva que estaba dibujando trazó un par de picos desiguales y completamente incorrectos. Taché con rabia el diagrama y me propuse seriamente empezar de nuevo, pero fue imposible.
Cometí el primer error al levantarme, darme la vuelta y caminar airadamente hasta quedar frente a mi odiado espejo, mirándome con rencor.
¿Que yo le gustaba? ¿Por qué? Eric había visto lo mismo que yo veía en mi insignificante reflejo.
Segundo error.
¿Qué más podía ofrecerle, aparte de un buen polvo?
Eric era insoportablemente guapo, le echaba morro a la vida y su carácter impetuoso arrasaba con cualquier escollo que se cruzase en su camino. Al parecer, tenía un buen trabajo y follaba con alarmante regularidad, así que pretendientes no debían de faltarle.
¿Y se fijaba en alguien tan vulgar como yo? Tenía que ser una broma.
Tercer error: compadecerme de mí mismo.
Suspiré, frotándome los ojos cerrados con las yemas de los dedos. Aborrecía ese maldito espejo más que a nada en el mundo. Además, se me había olvidado pedirle dinero.
Cuarto error.
Me lo había pasado estupendamente follando con él.
Quinto error.
Un leve atisbo. La débil certeza de algo impreciso. En lo más profundo yo deseaba más.
Sexto error.
La Física es una ciencia exacta, demostrable y amplia, llena de teorías y principios. Con los datos adecuados se escribe la fórmula, se calculan las variables y siempre se obtiene un resultado final.
Eric no me había besado ni una sola vez en los labios.
Ese fue el mayor error de todos.
ERIC
Entré a la oficina pasadas las seis, cuando ya había oscurecido. Había recogido a Adam de la guardería y, como se me había hecho tarde para volver a la oficina, lo había dejado al cuidado de mi vecina Morgan la escasa hora que tardaría en dejar en orden los papeles del trabajo y planear las tareas del día siguiente. Sorprendentemente, Dallas aún continuaba allí. Alzó la vista y me miró expectante, alzando levemente una ceja. Señaló el despacho de Drew con una esclarecedora sacudida de cabeza.
—Creo que te van a cortar los huevos, chaval.
Esbocé una sonrisa nerviosa y agarré mis preciados genitales por encima del pantalón, de forma plenamente inconsciente. Mi vida sin ellos ya no tendría sentido.
—¿Está muy cabreado?
—Sobrevivirás.
—Ya sabes que puedes quedarte con todas mis revistas guarras si me pasa algo.
—A mí no me van las pollas.
—Lo sé, pero serán un bonito recuerdo.
Allí dentro hacia calor, con el radiador encendido. Me quité la cazadora y la dejé sobre el gastado respaldo de la silla de mi escritorio. Algo inquieto me pasé una mano por el pelo, ligeramente húmedo a causa de la rápida ducha que me había dado en mi apartamento justo antes de volver. Estornudé.
—No vas a darle pena —me advirtió Dallas, haciendo gala de una enorme sabiduría.
Sorbiendo los mocos, le di la razón en silencio y decidí enfrentarme a mi destino. Drew solía amenazarme a menudo con variadas formas de castración, todas ellas muy dolorosas. Hasta ese día yo aún seguía conservando intacta mi estimada capacidad reproductora y, francamente, tampoco creía que Drew ocultase bajo la alfombra la entrada secreta a unas tétricas mazmorras.
Compuse mi mejor sonrisa de inocencia, carita de adorable angelito pillado en falta y, una vez me sentí preparado, llamé a la puerta.
—¿Drew? —Asomé la cabeza con cautela.
Estaba en su mesa, fumándose un puro dominicano mientras llenaba un folio de cuentas con la inestimable ayuda de su calculadora de contable. Dejó a medio hacer una suma y soltó una densa y apestosa bocanada de humo, observándome atentamente por debajo de sus gruesas y enmarañadas cejas grisáceas. Ni siquiera emitió un gruñido.
Empecé a ponerme nervioso.
—¿Llego muy tarde? —Me lucí. Era una pregunta realmente estúpida.
—Pasa. Siéntate.
«Aquí, Eric. Sit. Buen chico».
Cerré la puerta a mis espaldas para dejarme caer en una de las dos sillas nuevas que había parapetadas frente a su caótico escritorio. Me tendió la mano casi de forma automática y, sabiendo perfectamente lo que quería, le entregué las relucientes llaves del Bentley.
—No le he hecho nada. NADA —enfaticé.
—¿Encontraste toda la información en la biblioteca?
Nos adentrábamos en terreno pantanoso.
—Eh… sí. Alguna. La mayor parte.
—Que no lo has terminado, quieres decir.
—Básicamente.
Drew permaneció impasible, pasando a ocuparse de otros menesteres. Carraspeó, sostuvo el puro con los dientes y archivó en un registro lo que parecían unas cuantas facturas ya revisadas. Me estaba ignorando deliberadamente, sabiendo que aquello me sentaría mucho peor que unos cuantos gritos. No creo que estuviese realmente molesto, pero en cuestiones laborales yo debía cumplir mi parte y le había fallado. Empecé a sentirme ligeramente culpable.
—Drew…
—Hnn —hizo un ruidito impreciso, sin mirarme.
—Lo siento —me disculpé con total sinceridad—. Soy un gilipollas irresponsable.
Terminó de colocar las facturas en una funda transparente, cerró el registro y volvió a dejarlo a un lado de la mesa, encima de un vaso vacío de café y los restos de un dónut glaseado con sirope de fresa. Se sacudió las manos, cogió el puro y se reclinó sobre su asiento para ponerse cómodo.
—Has follado —dictaminó de repente.
—No me jodas, Drew —salté, más sorprendido que otra cosa.
—No, no te jodo. De eso ya te has encargado tú.
Reprimí a duras penas una histérica carcajada. ¿Cómo coño lo sabía? Ni que lo hubiese llevado escrito en la frente. Inventé a toda prisa unas mil excusas, ninguna lo suficientemente buena. Drew me observaba con calma, esperando la oportuna confirmación. Tras barruntar un poco más el delicado asunto, dejé escapar un audible suspiro y acabé confesando.
—Sí, he follado.
—Eres demasiado previsible.
—¿Pero…?
Drew sacudió perentoriamente la cabeza, sin dejarme acabar la pregunta.
—Te conozco más que a mi madre, Eric, y eso es preocupante. Sabes mejor que nadie que no te tengo aquí porque me des lástima, sino porque trabajas bien. Siempre eres muy consecuente con tus tareas y si hay algo que interfiera en ellas, sin duda se trata de algún culo prieto que ronde los confusos límites de la mayoría de edad.
—Este ya va a la universidad —le aseguré.
Estaba convencido de que aún se acordaría del espectáculo que presenciamos la última noche en la que fuimos a cenar al Koi y, por extensión, de aquel jovenzuelo masoquista que hizo sus propias delicias y las de todos los presentes. Por alguna extraña razón, decidí no contarle que precisamente me había acostado con él.
—Mañana tendrás que volver y terminar de buscar la documentación.
—Había pensado en ponerme unos pañales e ir tirando pétalos de rosa adonde quiera que fueses caminando, pero ese castigo tampoco me parece mal.
—No te estoy castigando, Eric. —Drew sonrió, por fin—. Ya no eres ningún niño.
Bajé la cabeza y me miré las manos, inmóviles sobre el regazo.
—Bueno, cuando nos encontramos casi tampoco lo era.
—Estabas en la edad del pavo, algo infinitamente peor.
—Joder, fue terrible —reconocí—. Aún no consigo explicarme cómo no acabaste echándome de tu casa de una buena patada en el culo.
—En realidad pensaba vender tu rebelde cuerpecito adolescente a algún viejo pervertido y podrido de dinero, porque estaba seguro de que haría un buen negocio. Pero, mira por dónde, terminé cogiéndote cariño.
Intenté soltarle una amistosa patada por debajo de la mesa.
—Serás capullo…
CHRIS
—¿Se puede saber a dónde va a estas horas, señorito Chris?
Puse los ojos en blanco y contuve un grosero gemido de frustración. Ya casi tenía la mano sobre el lujoso picaporte dorado de la puerta principal. Había faltado muy poco. Marley, el mayordomo de mi tío y, ocasionalmente, mi perro guardián, había emergido de entre las sombras del vestíbulo como un entrometido fantasma.
—Voy a dar un paseo, necesito despejarme. —Era una verdad a medias.
—Ya es casi la hora de cenar —me recordó con una exasperante sonrisita de suficiencia—. ¿Su tío considerará adecuado que se ausente?
En realidad, me importaba una mierda lo que pensara mi tío, pero ni era una buena respuesta ni encajaba para nada con mis correctos modales. Hice como si meditara un poco el asunto y acabé encogiéndome de hombros.
—No tardaré, Marley.
Se rindió, aunque sin dejar de observarme con aquel nauseabundo gesto de astucia. Me dedicó una burlona e innecesaria reverencia y él mismo se ocupó de abrirme la puerta.
—Tenga cuidado, señorito Chris. Aunque este sea un barrio respetable, por la noche las calles no son seguras. No obstante, informaré a su tío de su breve salida para que no se preocupe.
«Cabrón…».
Me calé la capucha de mi parka azul eléctrico, dándole dignamente la espalda. En el cielo oscuro se veían enormes cúmulos de nubarrones. Había llovido un poco hacía rato, de modo que las aceras estaban mojadas y las blanquecinas luces de las farolas se reflejaban en los charcos con molesta intensidad. Me había cambiado los pantalones del pijama por unos gruesos de chándal, me había puesto una sudadera de felpa y la calentita parka impermeable. Comprobé aliviado que apenas sí sentía un poco de fresco.
La calle estaba desierta, tanto mejor. Solo me deslumbraban los faros de algún solitario coche de vez en cuando. Me hice el distraído, como si en verdad estuviese dándome un inocente paseo, hasta que estuve seguro de que Marley se habría cansado de espiarme por la ventana. Doblé la esquina con las manos en los bolsillos y entonces apreté el paso hasta cruzar la calle y llegar por fin a mi objetivo. Había comprobado que la cabina telefónica no se veía desde mi casa, así que la perspectiva de que Marley pudiese averiguar mis intenciones no me preocupaba en exceso. Saqué unas cuantas monedas de cincuenta centavos del cálido bolsillo de mi abrigo. Hacía un poco de viento, así que me arrebujé en la gastada mampara que protegía el teléfono. Eché las monedas en la pequeña ranura, descolgué el auricular y marqué de memoria el número sintiendo cómo me latía fuertemente el corazón.
—Rikers Island, penitenciaría de Nueva York.
—Buenas noches —saludé formalmente, pese a que casi me temblaba la voz—. Quisiera hablar con uno de los internos.
No dije reclusos, pues la sola palabra ya me producía un asco indescriptible.
—¿Sabe si el destinatario en cuestión tiene restringidas las llamadas o disfruta de algún régimen especial?
—No estoy seguro —contesté fingiendo incertidumbre.
—¿Es usted familiar?
—Sí.
—Muy bien, dígame el nombre de la persona con la que desea comunicarse.
Me atraganté, nervioso, y tosí de forma ridícula un par de veces. Carraspeé con impaciencia y noté que, pese al frío, habían comenzado a sudarme las manos.
—Jeremy Coldstone —murmuré.
Silencio. Quizá solo fueron unos cinco interminables segundos.
—Lo siento, pero no puedo comunicarle.
Sentí crecer una rabiosa impotencia desde lo más hondo de mi ser, exactamente la misma que me envolvía como un gélido puño de hierro cada vez que llamaba a escondidas y recibía aquella idéntica e infructuosa respuesta. No me quedaba otra opción posible más que la de empezar a suplicar, y ni siquiera eso me funcionaba.
—Por favor, solo será un momento.
—No es posible, señor, lo lamento.
—Por favor —repetí, y sentí que mi voz se quebraba—. Por favor, un minuto. Solo un minuto. Se lo ruego…
—Lo siento.
—¿Podría decirme al menos si se encuentra bien? ¿Darle un recado?
—No nos está permitido, señor, disculp…
—¡JODER!
Sin esperar a que terminara, colgué el teléfono de un violento golpe. Aporreé furiosamente la mampara con el puño cerrado, lanzando unas cuantas maldiciones. El grueso plástico se resquebrajó, pero no llegó a romperse. Supongo que fue una suerte porque, de haberlo hecho, me habría destrozado la mano. Reprimí un salvaje sollozo de frustración, tomándola entonces con el propio teléfono. Los puñetazos me dejaron el brazo insensible, los nudillos despellejados y los ojos llenos de lágrimas.
Siempre, siempre igual.
Desde hacía seis años.
Tan cerca, pero tan sumamente lejos a la vez. Y estaba harto. Ya no era ningún niño estúpido al que podían convencer con una incomprensible negativa. ¡¿Por qué tanto misterio?! ¡¿Por qué no podía hablar con él?! ¡¿Por qué no podía verlo?!
¡¿POR QUÉ?!
El último impacto hizo saltar el auricular, el cual se quedó colgando por el cable y balanceándose a una escasa distancia del suelo. Tosí aparatosamente al intentar llenar de aire mis oprimidos pulmones y me llevé la mano al pecho pugnando por respirar. Busqué con urgencia mi inseparable inhalador en uno de los bolsillos de mis pantalones. Sentí un ligero temblor por todo el cuerpo a medida que remitió aquella crisis e iba disipándose mi feroz arrebato. Cerré los ojos y me apoyé en la cabina intentando calmarme, para poder pensar con claridad. Rikers Island estaba al norte de Queens y, aunque ya era tarde, seguramente todavía quedaría en funcionamiento algún autobús nocturno que me dejase relativamente cerca. Aún me quedaban unos pocos dólares en el bolsillo.
Me pregunté por qué jamás me había decidido a hacerlo antes.
Sí, era una locura.
Sabía que no me dejarían entrar. Sabía que estaba cometiendo una estupidez. Sabía que era una pérdida de tiempo. Sabía que mi tío acabaría enterándose y que yo me metería en un lío tremendo. Había puesto en orden mis descabelladas ideas y, un poco más relajado, la ira se había disuelto dejando paso a una peligrosa determinación. Me apostaría en la puerta toda la noche si hacía falta, insistiría hasta que acabasen hartos de mí. No pensaba moverme ni un ápice hasta que acudiese la policía y me arrancaran de la puerta, aunque fuese a pedazos.
Afortunadamente, no hizo falta llegar a tanto.
ERIC
«Lo sentimos, pero el número marcado no existe…».
Era la tercera vez que llamaba, para asegurarme de que aquella incomunicación forzosa no se debía a ningún fallo en la línea o a una inoportuna falta de cobertura. Tres veces en las que me había sentido como un completo idiota. Chris me había utilizado para echar un buen polvo y después había procurado desaparecer de mi ansiosa vista sin dejar el más leve rastro. En resumidas cuentas, aquel era exactamente el mismo método que yo solía emplear con todas mis esporádicas conquistas, solo que nunca te paras a pensarlo detenidamente hasta que te lo hacen a ti. Y ya no era tanto la incómoda sensación de sentirme desengañado como la imperiosa e inexplicable necesidad de volver a verlo. Me sentía atrapado y frustrado en mi pequeño apartamento, así que había decidido salir a despejarme un poco aprovechando que Morgan se había ofrecido amablemente a quedarse un poco más con mi pequeño diablillo. Se trataba simplemente de dar un relajante paseo nocturno.
«Más, Eric, más…».
A la mierda la jodida relajación.
Los recuerdos me provocaron unos ligeros y comprometidos disturbios internos. Si cerraba los ojos incluso podía verlo de nuevo, retorciéndose agónicamente bajo mi cuerpo sudoroso y jadeante, gimiendo provocativamente mi nombre entre aquellos perfectos labios. Era un desconcertante compendio de contradicciones, tan tímido y recatado al principio y tan desvergonzado y atrevido al final. Era lo más excitante y erótico que había conocido en toda mi vida. Era una criatura sensual, desde la punta de los pies hasta el último pelo de su hermosa cabeza. Chris era puro sexo, como una droga.
Y yo me había enganchado a ella.
—Hola, guapo. ¿Estás solo?
Tardé unos cruciales segundos en reaccionar, hasta que alguien se colgó despreocupadamente de mi brazo y siguió caminando a mi lado. La observé sin disimulo y calculé que tendría unos cuantos años menos que yo. Era una belleza afroamericana, con el largo pelo peinado en trencitas y unos ojos turquesas que no reflejaban la radiante sonrisa que en aquellos momentos exhibían sus gruesos labios. Hacía frío y llevaba un abrigo blanco de brillante satén, sobre una escasa minifalda de lentejuelas azules que relucían alegremente a cada paso que daba. No me sorprendí demasiado. Las noches de Queens servían de sustento a un gran número de prostitutas.
—Lo siento, preciosa, pero me temo que conmigo no te va a funcionar.
—Eso dicen todos al principio, pero después… —Ella hizo un gesto lo bastante claro como para que no hiciese falta cualquier otro tipo de explicación.
Decidí ir al grano.
—Nada de almejas, ricura. No me gusta el marisco.
—¡No jodas! —Me miró boquiabierta, incrédula—. Coño, pues vaya desperdicio…
—Gracias, supongo —le contesté con una franca sonrisa.
—¿Ni siquiera me dejarías intentarlo?
—Mmm… Me temo que no. Y que conste que no es por ti.
—Vaya, y yo que pensaba que había encontrado a un tío bueno que me alegraría la noche.
—No te creas, que soy más pobre que las ratas.
—¿Cuarenta pavos te parece mucho?
—Con lo guapa que eres, yo de ti cobraría mucho más.
De repente se sonrojó, imperceptiblemente bajo aquella gruesa capa de excesivo maquillaje. Era casi una niña, y sentí lástima. Yo podía haber acabado igual que ella.
—¿Tu chulo anda cerca? —le pregunté en un susurro confidencial.
La prostituta se me acercó, mimosa. Disimulaba realmente bien.
—Ahora mismo está con Jenny y las demás, justo antes de cruzar el puente de Rikers Island. Aunque calculo que no tardará en venir.
—Toma. —Le puse en su pequeña mano un arrugado billete de diez dólares—. Date prisa y cómprate algo para cenar.
Al principio me miró muy seria, sin saber si yo le estaba gastando alguna especie de broma. La mayoría eran mujeres jóvenes, valientes y resabiadas, expuestas a los constantes peligros que les exigía su arriesgada profesión. Pero, sobre todo, eran desconfiadas por naturaleza. Y no se lo reprochaba.
—Me llamo Stephanie.
—Eric.
—Gracias.
A pesar de los altos tacones, tuvo que ponerse de puntillas para poder alzarse y estamparme un sonoro beso en la mejilla. Me dijo adiós con la mano y desapareció enseguida al doblar una esquina.
Mi tierno encuentro había sido una conmovedora muestra de altruismo, por lo que me sentía bastante orgulloso de mí mismo. Esos diez dólares me suponían la comida de un par de días, pero ya me las apañaría con lo que hubiera en casa. Con la conciencia tranquila y satisfecha, decidí volver. Si me dejaban, claro.
—Vas a tener que acompañarnos, chico —dijo una voz a mis espaldas.
No opuse la menor resistencia, porque hubiese sido mucho peor. Yo no tenía ni idea de que mi emocionante aventura nocturna no había hecho más que empezar.
CHRIS
—Vamos, baja del coche. Y que no se te ocurra hacer ninguna tontería.
Obedecí, mirando al hombre uniformado que me sujetaba la puerta. Me habían esposado las manos a la espalda, con lo que tuve que hacer un par de torpes maniobras con las piernas para poder impulsarme. Salí del coche patrulla y sentí enseguida que me agarraban fuertemente de un brazo, por si acaso se me ocurría escaparme.
Estaba esposado, sí, y con dos policías cachas escoltándome hasta la comisaría más cercana. Pensé con sarcasmo que solo me faltaba un látigo. O las porras, en su defecto.
Las dos.
Entramos al lóbrego edificio, que no era demasiado grande. La típica comisaría de barrio. Un policía calvo y con aspecto aburrido estaba sentado tras el mostrador.
—¿Qué me traéis esta noche, chicos?
Uno de mis halterófilos guardianes me zarandeó, como si yo no fuese más que un simple muñeco de trapo.
—Un niñato alborotador. Nos han llamado hace un rato de Rikers Island. Al parecer, no paraba de llamar al portero automático y aporrear la puerta, armando escándalo.
—¿Tantas ganas tienes de que te enchironen? —El calvo se rio de su propio chiste—. Pues sigue así, chico, que vas por buen camino. ¿Cuál es tu nombre?
—Christopher Coldstone —le contesté, desafiante.
Al oír mi apellido enarcó una ceja y miró interrogante a uno de los agentes que me acompañaban.
—No lleva encima ninguna identificación, ya le hemos registrado.
—¿Coldstone? —repitió el calvo, dirigiéndose nuevamente hacia mí—. ¿Por casualidad no serás familia de Rusell Coldstone?
—Es mi tío —exclamé indiferente. Me lo pensé unos segundos y añadí—: Pero yo ya soy mayor de edad.
—Claro, por supuesto. ¿También serás tú el que pague la fianza?
—¿Fianza? —repetí alarmado.
—Alteración del orden público, tentativa de asalto a una institución penitenciaria y no sé si podremos sacar algo más por ahí. Si tú no tienes dinero, por muy mayor de edad que seas, no nos quedará más remedio que avisar a tus padres o te quedarás aquí hasta que el juez decida si debemos trasladarte a prisión.
—Vivo con mi tío —le informé de mala gana—. Es mi tutor legal.
—Muy bien. —El calvo miró a sus compañeros y alzó una mano para señalar las sombrías dependencias a sus espaldas—. Ya podéis llevarlo a la celda.
—¿No vas a ficharlo? —le preguntó uno de ellos, extrañado.
—Déjame este asunto a mí, ¿vale? Conozco perfectamente a estos malditos ricachones elitistas. Lo que menos gracia les hace es un escándalo público relacionado con el buen nombre de sus familias. Rusell Coldstone y yo tendremos que llegar a un pequeño acuerdo.
Aquello prometía ser interesante. Sentía una curiosidad extrema por ver lo que haría mi tío para evitar el desastre, aparte de matarme. También pensé en la universidad, en lo que pasaría con mi beca si la noticia de que el brillante alumno Christopher Coldstone había estado detenido llegaba a los susceptibles oídos del rectorado.
Después de todo aquel jaleo, seguía sin tener la más mínima noticia sobre Jeremy.
—Venga, chaval, espabila.
Me condujeron a la habitación que estaba al fondo y me quitaron las esposas. Era una estancia grande, ocupada en su gran mayoría por una celda de anchos barrotes. Dentro había solo un banco viejo, y las paredes estaban llenas de pintarrajos y groseros dibujos de evidente connotación sexual.
No estaba solo.
—Te traemos compañía, cariñoso —anunció con sorna uno de los guardias.
La puerta se cerró a mis espaldas y me quedé allí de pie, petrificado. Atrapado. Ambos nos miramos incrédulos en mitad de un silencio incómodo.
«Puta casualidad», pensé, y mira que yo no solía decir palabrotas.