Ocho mil kilómetros •Capítulo 7•

7
Capuchinos y números de teléfono

 

No podía evitar ponerse nervioso. Según la semana había avanzado, sus pensamientos habían ido centrándose más y más en el final de la misma y cuantas más vueltas le daba, más ganas tenía de darle a Arian cualquier excusa para que no acudiera a la cita.

Pero no podía ser tan egoísta. No debía serlo. Era irracional querer que su amigo solo lo tuviera a él, que solo lo buscara a él para salir a dar una vuelta, para desahogarse o contarle sus inseguridades, sus miedos, sus penas… No sabía de dónde salía esa actitud posesiva ni cómo la había desarrollado porque, al fin y al cabo, eran solo dos amigos. No tenía derecho a impedirle que eligiera, ni tan solo a evitar que ampliara su círculo de amistades cuando estaba en su mano conseguirlo.

Pero es que Matsubara suponía que, para Arian, ampliar ese círculo iba a llevar inequívocamente a establecer sus propios lazos, unos lazos que a él lo dejarían fuera y que tarde o temprano llevarían a Arian hasta alguna chica que le gustara tanto o más que la que dejó atrás en su país. Pensarlo hacía que le ardiera el pecho y que los celos lo consumieran, y se odiaba a sí mismo por ello porque eran unos celos irracionales y basados solo en aire, en una suposición, premonición tal vez, pero aire al fin y al cabo. Por eso se pasó la semana manteniendo una lucha encarnizada consigo mismo y tratando de decidirse entre la persona generosa que siempre había sido y el nuevo Matsubara más oscuro que estaba empezando a descubrir y que no le gustaba nada. Al final ganó el de siempre y no llegó a estar seguro de si eso le complacía del todo, ni siquiera cuando vio desde lejos la inconfundible cabellera naranja acercándosele desde un extremo de la calle.

Arian lucía ansioso. Y guapísimo. Su alergia había mejorado notablemente gracias al tratamiento del doctor Ogura, así que no solo ya no usaba mascarilla, sino que tenía muchísimo mejor aspecto. Se había recogido los indomables rizos bajo una cinta elástica ancha. Así, su rostro plagado de pecas quedaba totalmente al descubierto. Llevaba un fino jersey de punto en tonos verde y beige que combinaba a la perfección con su piel pálida, un pañuelo en torno al cuello, que lo tapaba prácticamente hasta la barbilla, y unos pantalones marrones que se ajustaban justo por debajo de la rodilla. Se los había visto en otras ocasiones y siempre había pensado que le quedaban maravillosamente bien. Lo saludó animadamente tras recorrer los últimos metros con un trotecillo ligero.

—¡Hola, Matsu! ¿Llego tarde?

Le brindó una de esas sonrisas que iluminaban el día y Matsubara no pudo sino devolvérsela mientras negaba con la cabeza a modo de respuesta.

—Justo a tiempo —respondió—. Te has arreglado, ¿no?

—¿Es mucho?

Arian pareció preocupado, pero observó entonces el atuendo de su amigo y constató que no era así. Matsubara vestía unos vaqueros blancos de corte recto, una camiseta de algodón también blanca con algunos motivos abstractos dibujados en el pecho y una americana negra. El toque informal se lo daban las mangas de la americana, recogidas a la altura del codo.

—Estás muy guapo.

—Gracias, tú… tú también.

No era la primera vez que Arian le otorgaba un cumplido como aquel, pero Matsubara aún se sentía turbado por ello. No estaba acostumbrado a que un chico hablara sobre su aspecto, al menos no en esos términos y, aunque le complacía enormemente —se trataba de Arian al fin y al cabo, del chico que le aceleraba el pulso con solo mirarlo—, apenas sabía cómo reaccionar a ello.

La primera vez se lo reprochó. Le dio una breve charla acerca de las confianzas entre dos chicos, de lo que era y no era apropiado decir, de las cosas que debían insinuarse, las que debían decirse directamente y las que debían omitirse. En aquella ocasión solo consiguió que Arian se enfadara y que finalmente fuera él quien le diera una lección:

—¡No seas tan estirado! —había dicho—. Si te digo que estás guapo es porque estás guapo. Es un cumplido y los cumplidos se aceptan. Tú dices «gracias» y ya está, ¡no pasa nada! ¿Un chico no puede decírselo a otro, eh? No es nada gay si es lo que te asusta, y que no te moleste que te lo digan no significa que por eso digas que lo eres. ¡Seguro que no todos los japoneses piensan como tú! Así que di «gracias» y cállate.

Tuvo que considerar ciertas aquellas palabras dichas aún con pronunciación tosca y errática y reconocer que era él quien, habiéndole confesado su homosexualidad, había pasado a malinterpretar casi cualquier gesto amable que Arian tuviera. El problema radicaba en que se sentía demasiado confundido. No sabía qué pensar cuando el muchacho alababa su aspecto o cuando hacía cosas que, en rigor, ningún amigo haría por otro, como regalarle su primer beso a través de una mascarilla higiénica. Esa confusión era la que lo llevaba a no entender casi nada de su comportamiento y a tratar de cambiarlo a lo que él consideraba cómodo y lógico. Pero Arian era imposible de cambiar, tan indomable como ese cabello rizado y alborotado que no consentía en cortar, y cuando Matsubara quería enseñarle su propia interpretación de las normas sociales japonesas, montaba en cólera.

 

Caminaron por las calles del centro, abarrotadas a esa hora. Arian parecía encantado y curioso a la vez al verse rodeado por tanta gente, y es que aún no se acostumbraba a ello. En Trondheim, su ciudad natal, no se respiraba ese ambiente ajetreado, en parte por culpa del intenso frío que todavía hacía en esa época del año. Además, los espacios eran más abiertos y menos agobiantes: en Kioto a veces sentía que la ciudad se le iba a caer encima. Pero si conseguía dejar a un lado aquella sensación de agobio, le encantaba mirar a su alrededor y observar a las personas que vivían sus vidas al ritmo frenético que la sociedad marcaba, la sincronía con que parecían moverse aun sin tener la más mínima constancia de la presencia de los demás a su alrededor. Desde fuera, Arian podía observar el trajín de las calles como una enorme maquinaria que hacía funcionar la ciudad, con sus pequeñas piezas y engranajes.

No iban mal de tiempo, pero Matsubara prefería no entretenerse. Caminaban el uno junto al otro y el bueno de Arian mantenía una intensa perorata acerca de una divertida anécdota allá en Noruega. Matsubara le prestaba total atención y reía no solo por el relato en sí, sino por la forma tan expresiva en que el otro lo contaba todo. Pero en determinado momento, algo hizo que, durante una fracción de segundo, la charla de Arian quedara en segundo plano.

Se detuvo a observar un chaleco de corte informal que se exhibía en un escaparate junto a un precio demasiado alto para tan poca tela. Arian, sin darse cuenta, continuó caminando sin dejar de hablar.

—¡Eh, no me dejes con la palabra en la boca! —exclamó, tras volver sobre sus pasos nada más verse solo.

Matsubara gesticuló una disculpa y volvió a mirar la prenda con cierta expresión de duda en el rostro.

—¡Es bonito!

—Sí que lo es —reconoció.

Imaginaba con qué podría combinarlo mientras se rascaba la barbilla. Era de un color blanco roto y estaba confeccionado en un tejido de aspecto arrugado. Muy sencillo, liso a excepción de un bolsillo falso en el lado izquierdo y dos botones discretos.

—¡Matsu, cómpralo!

Pero Matsubara negó rotundamente. Esa prenda rompía por completo su estética y le suponía la tentación de abrirse a un nuevo estilo. No sería tan atrevido; nunca lo era.

—Estarías sexy.

Aquella idea fue la que terminó de desmotivarlo y, rojo como un tomate, reemprendió el camino hacia la cafetería.

Tras cruzar por un paso peatonal elevado, zambullirse en un grupo enorme de colegiales, otro de hombres y mujeres de negocios con sus trajes y maletines y que Matsubara tuviera que agarrarlo del brazo en varias ocasiones para que no fuera arrollado por algún que otro ciclista —«¡No te apartes tú, Arian, ya lo harán ellos!», decía— al fin llegaron al lugar donde debían encontrarse con sus amigos.

Matsubara tuvo que respirar hondo antes de entrar al local. Ya no había vuelta atrás, debía dejar sus inseguridades y sus nervios en la puerta.

Habían quedado en una cafetería que estaba bastante de moda entre los jóvenes. Se hizo muy buena publicidad en su día al saber extenderse entre las redes sociales y por medio de un sistema de ofertas y cupones bastante atractivo. Además, el lugar bien lo valía: era un local amplio y bien iluminado situado en la zona comercial de la ciudad, con sofás y mesas bajas, un ambiente relajante y una atractiva oferta en cafés, tartas e infusiones. Nada más acceder al lugar, Arian pudo constatar que no eran los primeros, pues Matsubara levantó la mano en dirección a una de las mesas, la cual se encontraba ya ocupada por un chico y una chica. Él, de expresión despierta y risueña, alzó el brazo para responder al saludo.

De cara angulosa, pómulos altos, cejas generosas y nariz aún más aguileña que la de Matsubara, mostraba un saludable bronceado que contrastaba bastante con la palidez de ella. Ese rasgo, de hecho, era el que más saltaba a la vista en la chica y no porque fuera extremo, sino porque tanto su peinado como su expresión corporal conseguían que llamara la atención poco o nada. El cabello lacio, peinado sin forma y carente de brillo, le cubría medio rostro. Tras él escondía una tímida sonrisa, la cara redonda y la nariz chata en un conjunto no muy agraciado.

Habían elegido una de las mesas más amplias, baja como el resto de las del local, con dos cómodos sofás de tres plazas flanqueándola a lo largo y un puf en el extremo. Los amigos de Matsubara se encontraban sentados frente a frente y, al verlos llegar, se levantaron del sofá para saludarlos.

—Falta Hasegawa, ¿no? —preguntó Matsubara tras los pertinentes saludos y presentaciones.

—Sí, pero llegará enseguida: me ha enviado un mail hace un rato —respondió el chico, el cual se había presentado a Arian como Touya—. Dice que viene con una amiga.

—Rose —puntualizó la muchacha, Saeda, que había preferido que fuera Matsubara quien la presentara—, yo la conozco. Viene con nosotras a baloncesto.

A pesar de su timidez y de la forma en que hablaba, sin apenas levantar la voz, a Arian le pareció simpática. Touya también le cayó bien desde el primer momento, y es que no podía parecerse menos al estereotipo japonés: lo saludó chocando el puño con él y a Matsubara, con una colleja.

Terminaron de ocupar sus asientos: Matsubara y Arian se sentaron juntos al lado de Saeda mientras que Touya quedó en el mismo sitio que ocupaba cuando ellos llegaron: en el sofá de enfrente. Los cuatro dejaron el puf desocupado y lo emplearon para los bolsos y chaquetas y, de inmediato, acudió un camarero para tomarles nota. Matsubara y Arian pidieron un capuchino cada uno, mientras que Saeda prefirió un matcha latte y Touya se decantó por un refresco.

—Tadaji ya nos ha hablado de ti —comenzó entonces Touya, dirigiéndose a Arian—, no llevas mucho tiempo en Japón, ¿verdad?

—No, solo unos meses —respondió él mientras agitaba la cabeza—: desde noviembre.

—¿Estudias?

—Aún no. Lo dejé en Noruega, hasta el año que viene no volveré al instituto.

—¿Todo un año sin estudiar? Te envidio —intervino Saeda, que se había mantenido callada hasta el momento—. Si yo me saltara una sola clase, mis padres me matarían.

—Afróntalo: tus padres te matarían solo por sacar menos de noventa en tus calificaciones —bromeó Matsubara, que sabía que eran incluso más severos que los de él.

—Técnicamente no me estoy saltando clases —comentó Arian, que ya empezaba a mostrar su naturaleza abierta.

Nunca le había costado entablar conversación con la gente aunque fueran completos desconocidos y, en los pocos minutos que llevaba en compañía de aquellos dos, ya se comportaba como si formara parte del grupo.

—Ellos saben que no estoy matriculado y que voy a perder un año. Culpa suya, por mudarse en tan mala época.

En realidad, podría haber comenzado el curso ese mismo marzo, aprovechando la diferencia de fechas con respecto al año escolar. Pero entre las dificultades de encontrar plaza disponible antes de que el visado de la familia estuviese normalizado, su nulo manejo del idioma cuando llegaron y el poco tiempo que habían tenido para establecerse, sus progenitores le consintieron ese año sabático a cambio de prometerles buenos resultados académicos en cuanto retomara los estudios y de acudir a una academia privada en cuanto dominara mejor el japonés. De hecho, ya estaba buscando una que fuera apropiada y que no quedara muy lejos de su casa.

No pudieron seguir hablando, ya que en ese momento la atención de la única chica se centró en la puerta, que se abría dejando pasar a dos nuevas clientas: precisamente las que faltaban para completar aquella reunión.

Las dos chicas, tras localizarlos con la mirada, se acercaron a la mesa con visible arrepentimiento. Y no fueron ellos los únicos del local que alzaron la vista para centrarla en las recién llegadas: Rose y Hasegawa atraían miradas allá por donde pasaban, una por su color de piel y la otra por su inmenso atractivo.

Rose fue la primera en acercarse y lo hizo con paso vivaz y una gran sonrisa en la cara. Su tono era tostado, algo claro para ser una chica negra pero definitivamente más oscuro que el de sus amigos, Touya incluido. Tenía una cabellera que hacía que la de Arian, a su lado, pareciera fácil de peinar: sus rizos, castaños, eran pequeños y muy muy abundantes, y le poblaban la cabeza sin orden ni concierto, con tanto volumen que cualquiera podría imaginar que ocultaba algo allá abajo. Llevaba los ojos pintados de negro y los labios, anchos, adornados con algo de brillo. Su expresión, aunque alegre, era dura y revelaba una buena parte de su personalidad: fuerte, decidida y carismática. Vestía más informal que Hasegawa; tan solo unos vaqueros y un jersey amarillo amplio, que llevaba caído hacia un lado de tal forma que le quedaba el hombro al descubierto.

Respecto a Hasegawa, Matsubara ya estaba acostumbrado a su aspecto: impecable hasta en los peores días. Vestía una falda vaquera muy corta y de cintura alta, con una ajustada camiseta blanca a rayas azules y una chaqueta de punto grueso sobre la misma, color beige. Llevaba unas sandalias con, al menos, tres dedos de plataforma y cinco de tacón y el pelo, ligeramente ondulado, suelto sobre los hombros. Su tono de piel casi rivalizaba con el de Arian, aunque no era tan pálida, y se había maquillado los ojos de forma suave y los labios muy rojos. Su rostro, redondo y sin una sola imperfección, parecía más el de una adolescente que el de una chica de diecinueve años. Ninguno de sus amigos se sorprendió al verla tan arreglada: para ella, su conjunto de esa tarde era más bien básico.

—¡Sentimos llegar tarde! —exclamó—. Se nos escapó el tren y tuvimos que esperar al siguiente.

—Toda la culpa es mía, perdonadme —se disculpó Rose.

Arian no necesitó que nadie se las presentara para saber quién era quién: por si el color de piel y la altura de Rose, mayor a la de Matsubara que con su metro setenta y tres era el único que sobresalía por encima de las cabezas de los demás, no eran suficientes, su acento la terminó de delatar.

—No pasa nada —intervino Saeda en un tono velado—, no llevamos mucho y avisasteis. Ah, ella es Rose.

Tras las presentaciones, las dos recién llegadas tomaron asiento en el sofá junto a Touya: Rose frente a Arian, Hasegawa frente a Matsubara y, pegados a la pared, Touya frente a Saeda.

Y al fin, ya acomodados, Matsubara se dio cuenta de que sus temores podían cumplirse más pronto de lo que creía; no podía negar que la presencia de Arian captó la atención de Rose desde el primer momento. Lo peor era que parecía recíproco. Tuvo que ser testigo de cómo Rose buscaba con la mirada a Arian de cuando en cuando mientras ambos participaban en la conversación y, al recibir ella el chocolate con nubes que había pedido, inició la suya propia con él, al margen de los otros cuatro.

—Yo llevo cinco años —comentaba tras haberle hecho repetir a Arian el tiempo que llevaba viviendo en Kioto.

Rose se mostraba abierta, parlanchina y alegre, y Arian respondía a su espontaneidad del mismo modo. Conectaron en cuestión de segundos.

—Casi seis en realidad. ¿Tú por qué te mudaste?

—Trasladaron a mi padre en su empresa. Es el director de la sucursal aquí en Kioto de Izumi Pharmaceuticals.

—¡Vaya! Un pez gordo, supongo.

—Algo así —rio Arian—, ¿y tú?

—Vine con mi madre.

—¿También la trasladaron? —intervino Hasegawa, que todavía no conocía ese detalle acerca de la vida de su amiga.

Al igual que el resto, intentaba que los dos extranjeros no los excluyeran en su conversación, y es que Matsubara no era el único que había sentido la conexión instantánea de aquellos dos.

—No, qué va, se casó aquí.

—Entonces cuando nos hablas de tu padre… —murmuró Saeda.

—Bueno, legalmente lo es. Pero no, cuando os hablo de mi padre no me refiero a mi padre de verdad, perdonadme si os he confundido.

—¿Y qué hay de tu padre de verdad? —preguntó Arian.

—Un cabrón. Por mí puede quedarse en Detroit.

El único que rio con sinceridad fue Arian, y es que los demás no estaban acostumbrados a escuchar palabras tan duras dirigidas a un progenitor, ni siquiera las chicas a pesar de la amistad que las unía. Pero según fue pasando el tiempo, su alegría terminó por contagiar a todos los presentes, incluido Matsubara, que consiguió dejar en segundo plano la punzada de celos que le provocaba la rapidez con que Arian y ella habían cogido confianza.

Inevitablemente, la conversación giró en torno a las dos recientes incorporaciones al grupo: ambos despertaban la curiosidad entre sus cuatro acompañantes japoneses; y aunque Hasegawa y Saeda sí conocían más detalles sobre Rose, no así los tres chicos, cuyas preguntas respondía sin reparo alguno. Respecto a Arian, no cabía duda de que había calado hondo entre las tres féminas, que solo necesitaron empezar a sentirse cómodas en su presencia para alabar su aspecto físico. Hasta la tímida Saeda expresó la sana envidia que le despertaban sus rizos, teniendo ella que conformarse con su cabellera lisa y negra, cuyo estilo no cambiaba por prohibición expresa de sus padres.

—Tus padres parecen sacados de la Restauración Meiji. Hasta me extraña que te paguen la universidad en vez de buscarte marido.

—Ya lo hacen, ¿os creéis que no?

—¿Y qué harás al respecto? —le preguntó Arian casi espantado.

En general esa había sido la reacción de todos, pero fueron él y Rose quienes expresaron su disconformidad más abiertamente.

—No pienso casarme con quien no quiera.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Rose.

—El mes que viene cumplo los veinte —continuó—, podré buscar trabajo por mi cuenta y alquilar una habitación, así que si las cosas se ponen muy feas…

—Bien dicho, Saeda. Yo te ayudaré —prometió Hasegawa.

—Pero ¿llegarías a ese extremo? Irte de casa así, sin más…

—¡Venga ya, Tadaji! —exclamó la última con evidente disgusto—. Tú, más que nadie, deberías saber cómo se siente. Tus padres no son los más permisivos del mundo, que digamos.

—Ya, pero no me planteo fugarme, ¿sabes?

—Tú espera a que arreglen tu primer omiai y luego nos cuentas.

—¿Qué es un omiai? —preguntó Arian con inocencia.

—Algo así como un matrimonio concertado —le explicó Rose, y él adoptó una expresión de terror—. No es exactamente eso porque nadie tiene la obligación de casarse, pero es una especie de cita a ciegas con los futuros suegros presentes, y si la pareja se gusta y conectan, entonces se arregla el matrimonio.

—¡Una costumbre retrógrada en mi opinión! —aseguró Touya—. Uno debería casarse por amor, no por presión de los padres, la sociedad o lo que sea.

—Touya tiene razón —coincidió Hasegawa—. No se ve con buenos ojos que una persona esté soltera a los treinta, y menos una mujer. Lo peor de todo es que somos nosotras mismas las que buscamos marido por eso. ¿Cómo vamos a conseguir una sociedad más igualitaria si las mujeres somos las primeras que aceptamos estar en segundo plano?

—Ya salió la revolucionaria.

A pesar de la burla de Rose, estaba más que claro que coincidía con ella. Había sufrido de primera mano la discriminación desde que vivía en Kioto, ya no solo por su género sino también por su color de piel. Aun así, no perdía la oportunidad de hacer uso de su sentido del humor.

—Pues tiene razón —defendió Touya, que aprovechó que estaba sentado junto a Hasegawa para rodearla con un brazo—. Cuando te cases conmigo no te obligaré a dejar el trabajo, compartiré contigo las tareas de casa y hasta me ocuparé yo de nuestros hijos.

—Eso será en tus sueños —replicó ella, apartándole el brazo con un fuerte pellizco en el dorso de la mano—. ¡Pulpo!

—¿Sois novios? —preguntó Arian al verlos.

De inmediato, las otras dos chicas estallaron en carcajadas.

—El día que estos dos salgan juntos yo me haré monja en un templo budista —aseguró Rose.

—Una monja negra, desde luego atraerías turistas.

—Vete a la mierda, Touya.

Arian sonrió mientras todos volvían a reír. No cabía duda: estaba encantado de haber conocido a todos y cada uno de los asistentes a la reunión. Le gustó la espontaneidad de Rose, el humor gamberro de Touya, la timidez de Saeda y la sinceridad de Hasegawa. Entendía por qué Matsubara era su amigo, pues en todos veía una parte de él, incluso en Rose, a la que acababa de conocer.

El resto de la tarde pasó tan rápido que al salir todos juntos de la cafetería, coincidieron en que volverían a verse pronto, pues el par de horas que habían compartido se quedaron cortas. Rose y Arian se despidieron con un abrazo ante la atónita mirada de Matsubara, que no podía arrepentirse más de haberlo llevado, a pesar de darse cuenta de lo mucho que había disfrutado. Y por si ese abrazo no fuera suficiente, tuvo que ser testigo también de cómo intercambiaban sus números de teléfono.

Cuando comenzaron a caminar hacia la estación sentía que los celos lo carcomían.

—¿Qué te han parecido? —le preguntó, tratando de aparentar normalidad.

—Son geniales, ¡gracias por invitarme! —respondió él, y poco le faltaba para dar saltos de alegría—. ¿Todos estudiáis Psicología?

—Menos Rose.

—Ya, ella hace Magisterio.

—¿Te lo ha dicho? ¿Cuándo?

—Antes, mientras vosotros hablabais de cosas de vuestra carrera.

—Habéis hecho buenas migas, ¿no? —preguntó Matsubara tras titubear, temeroso de la respuesta de Arian.

—Sí, pero es normal. Somos extranjeros y, aunque ella lleva mucho más tiempo que yo, es un punto en común. Además, ¡es muy simpática! Hemos sentido como si nos conociéramos de toda la vida. Aunque creo que se comporta así con todos, fíjate cómo le hablaba a Touya.

—Cierto, supongo que es muy sociable.

—Sí que lo es. ¡Y muy guapa! ¿Sabes que trabaja como modelo? No es muy conocida y además no es su vocación, pero me ha dicho que a veces sale en una revista de moda.

—¿Te… te gusta?

Lo preguntó sin pensar antes. Había dejado que su miedo tomara el control durante un momento. Arian gruñó.

—¿Qué te dije? Cualquiera puede parecerme guapo y eso no significa…

—No, no lo digo por eso. Es en general, no sé. Habéis conectado tanto y os he visto tan bien juntos que da esa sensación.

—Bueno, me recuerda un poco a mi ex —empezó Arian, y Matsubara sintió que se hundía—. Sí que es verdad que hemos conectado, y cuando nos hemos dado los teléfonos ha insinuado que quedemos a veces por nuestra cuenta. Pero no me gusta.

Matsubara tuvo que luchar para que el suspiro de alivio no sonara demasiado alto. Relajó los puños, los cuales acababa de darse cuenta de que había apretado con fuerza al igual que la mandíbula, y sonrió lo más disimuladamente que pudo. Aunque ese estado nervioso regresó de inmediato, esta vez en forma de una total confusión cuando completó su respuesta con dos palabras demasiado ambiguas:

—Ella no.

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