13
«Suéltalo»
Después de apenas pegar ojo fue el primero en levantarse, harto de dar vueltas sobre su futón que, casualmente, había pasado a estar en un extremo del dormitorio y no en el medio como la noche anterior. Aún no servían el desayuno, así que prefirió salir a dar un paseo para intentar sacudirse el sueño y, de paso, ahorrar a sus amigos el mal trago de tener que despertarse con él bajo el mismo techo.
Siguió el mismo trayecto de la noche anterior y se detuvo en el punto en que escuchó la conversación de Rose y Touya. No supo cuánto tiempo estuvo allí ni cuánto pasó sentado junto al pequeño estanque observando a las carpas nadar en su interior, pero supuso que bastante ya que, al salir allí, la luz matutina era aún tenue y hacía algo de fresco mientras que, cuando reparó en ello, el sol ya brillaba alto. Supuso que todos estarían desayunando cuando escuchó el golpeteo lejano de unas geta que se acercaban a él a bastante velocidad pero con ritmo torpe. Un par de pisadas especialmente fuertes y una exclamación lo hicieron mirar al lugar del que provenía el sonido y lo que vio logró sacarlo por un momento de su estado apático.
Arian había trastabillado e intentaba mantener el equilibrio sin dejar de caminar en su dirección mientras luchaba porque el yukata, que no llevaba correctamente anudado, no se le abriera.
—¡Matsu, estás aquí! —exclamó cuando sus ojos se encontraron, y volvió a tropezar una vez más.
El mencionado se levantó dispuesto a correr hasta él y evitarle la caída, pero esta, de nuevo, fue evitada con muy poca elegancia.
—Pareces un pato mareado —se burló él con una risilla.
—¡Es por culpa de estas sandalias! ¿Cómo podéis caminar con ellas, dan clases en la escuela? —se quejó Arian, que de una patada acabó tirando su geta derecha hacia delante y se quitó la izquierda con un gruñido—. ¡Y el yukata! ¿Por qué no usáis pijamas como el resto del mundo? No, tenéis que ir todos por ahí en bata. ¡Y encima a mí me han dado uno grande!
Matsubara no pudo aguantarse más y estalló en carcajadas al ver la desesperación de su amigo, que lo fulminó con la mirada al instante siguiente. No se había aventurado a usar la prenda más que para dormir, y de hecho algo le decía que Arian, al despertarse y no verlo a su lado, había salido a buscarlo sin cambiarse de ropa.
—No te lo han dado grande, es que lo llevas mal. Para empezar, átatelo al revés antes de que te pase algo horrible.
—He estado a punto de matarme con las dichosas geta, no creo que vaya a pasarme nada peor —dijo Arian, ya estable mientras intentaba por todos los medios alistar bien la prenda que, en efecto, parecía demasiado grande sobre su cuerpo.
—No, pero ahora mismo vas vestido como un muerto. —Y, sin pensar realmente en lo que hacía, Matsubara deshizo el obi de Arian, le abrió la prenda y le tiró de las solapas del cuello para emparejarlas—. Nunca pongas el lado derecho por encima del izquierdo: esa es la forma de vestir a un difunto en su funeral y da mala suerte.
Terminó de ajustar la prenda para que ambos lados quedaran a igual altura y solo entonces sus ojos se posaron en lo que había bajo la tela. Se preguntó qué demonios estaba haciendo.
Arian tenía el estómago plano y blanco salpicado de pecas, adornado con un pequeño ombligo que quiso tocar nada más verlo. La piel cubría unos músculos abdominales poco desarrollados y, bajo estos, una fina pelusilla naranja se perdía en la prenda interior.
—No va a salir ningún alien, ¿eh?
Su voz le hizo estremecer y Matsubara cerró con rapidez los lados del yukata, esta vez en el orden correcto.
—Qué delgado estás —dijo con la esperanza de que eso sirviera de excusa al descarado repaso visual que acababa de darle.
Y es que habían estado en el onsen juntos, pero Matsubara no se había atrevido a mirarlo ni medio segundo delante de sus amigos, por lo que podía decirse que aquella era la primera vez que veía al detalle su torso desnudo.
Como toda respuesta obtuvo un encogimiento de hombros, y aprovechó que Arian no pareció haberse molestado para terminar de cerrarle la prenda veraniega en condiciones.
—¿Ves como no te está grande? De hecho, te queda muy bien.
—Gracias.
Arian se quedó en silencio un momento, sonriendo, pero no tardó demasiado en volver a pronunciarse.
—No hemos podido hablar y anoche te dejé a tu aire; querías estar solo, ¿verdad? —Matsubara asintió—. ¿Cómo estás?
—Bien.
—No, Matsu. ¿Cómo estás?
Esta vez formuló la pregunta con más énfasis, mirándolo a los ojos con esos suyos del color del océano poco profundo. Este suspiró y volvió a acercarse a donde había estado sentado hasta hacía un rato. De paso, recogió del suelo el calzado que Arian se acababa de quitar.
—Creí que sería más fácil.
—Yo también —admitió este sentado a su lado—. Ahora mismo me siento un poco como cuando llegué, odio toda esta cultura. ¿Por qué tenéis que ser tan estrictos?
—No es que seamos estrictos, es que aquí es un tema tabú. No se ve como una orientación, sino como una elección: si eliges no casarte y no perpetuar tu linaje, no estás cumpliendo con los estándares de la sociedad y, por tanto, no eres un miembro respetable de ella, ¿entiendes?
—¡No, no lo entiendo! No es más que un montón de mierda.
—Vaya, sí que has aprendido a usar jerga en condiciones, hasta te sale el acento de Kansai.
—No te burles de mí, Matsu. Estoy muy ofendido, ¡no es justo!
—Ya sé que no lo es. Anda, deja de darle vueltas, al que le afecta de los dos es a mí, no a ti.
—Pero podría afectarme.
—¿Perdón?
Matsubara miró a su amigo como si se hubiera transformado en un robot extraterrestre y sintió un acceso de pánico mezclado con excitación. Creyó que se marearía de tan aprisa que le había empezado a latir el corazón.
—Que si fuera gay me afectaría.
—P-pero no lo eres, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿por qué dices eso?
Arian se encogió de hombros y, con un malhumorado «trae», le quitó las geta que aún sostenía. Se las calzó y, al levantarse, se quejó nuevamente por la incomodidad de las mismas.
—Vamos a desayunar —sugirió, sin darle opción a regresar al tema que acababa de zanjar tan abruptamente—, y te juro que como se metan contigo me lío a tortazos.
—Arian…, te estás convirtiendo en todo un macarra.
—Tú ten cuidado a ver si con quien me voy a liar a tortazos es contigo.
Arian echó a andar hacia el hostal con pasos tan airados como su torpe andar le permitía. Mientras, Matsubara reía de nuevo, aunque no tanto como antes, ya que tenía demasiado grabada en la mente la ambigua frase que pronunciara hacía un momento y que Arian parecía querer que olvidara.
Como cabía esperar, cuando regresaron la mayoría de sus compañeros ya habían desayunado. Solo los más dormilones seguían en la sala común charlando mientras se terminaban su sopa de miso, su cuenco de arroz y su pescado a la parrilla. Pero esa charla se volvió a cortar al aparecer Matsubara por allí, igual que sucediera la noche anterior. El chico suspiró por lo bajo y lanzó una mirada a Arian, que pareció a punto de cumplir la promesa de liarse a tortazos.
Nadie habló durante un rato. Por suerte, el más problemático, que era Takeda, ya no estaba por allí. Pero Saeda y Aomine se mantenían en un prudente segundo plano mientras que Touya, Ueda y Akio hacían lo posible para no dirigir la mirada hacia el punto donde los recién llegados se habían sentado. La vieja empleada del hospedaje no tardó en servirles y no dudó ni por un momento en reprenderlos por su falta de puntualidad, a lo que ambos muchachos respondieron con una leve inclinación antes de empezar a comer en silencio.
Arian ya casi había acabado con su bol de arroz cuando empezó a agitarse. Su postura trataba de imitar la tradicional japonesa: de rodillas y sentado sobre los talones, pero se veía a la legua que no se sentía cómodo.
—¿Por qué te empeñas en sentarte en seiza si ninguno lo hacemos?
—Saeda sí.
—P-pero yo estoy más acostumbrada —habló al final la muchacha, y al hacerlo su mirada se cruzó con la de Matsubara. La apartó de inmediato.
—Se te dormirán las piernas —advirtió este, tratando de no hacer caso a lo sucedido. Arian meneó la cabeza.
—No lo creo.
De nuevo silencio. Desde la mañana anterior, todas las reuniones fueron como aquella: incómodas y tensas. Matsubara se culpaba por ello, pero no por completo, ya que también lo achacaba a la cabezonería y a los prejuicios de sus amigos. Comió casi con rabia al pensar en ello, aunque el mutismo de los demás ya no tardó en volver a romperse.
—Uhm, ¿iréis a la excursión? —preguntó Ueda con voz tímida.
—¿Nosotros? ¿O yo? —fue la respuesta de Matsubara, que ya volvía a estar a la defensiva.
Tenían programada una caminata de un par de horas por el monte todos juntos, pero, dados los acontecimientos, no veía prudente ir. Ni siquiera le apetecía.
—No le hables así —le reprochó Akio, aunque Ueda le hizo saber que no había problema.
—Perdona. No, no creo que vaya.
Tuvo que morderse la lengua para no volver a soltar un comentario cargado de bilis.
—Podrías venir —sugirió Hasegawa, pero Saeda le mandó una mirada bastante significativa—. ¿Qué, es por Takeda? Que se aguante.
—¿Qué pasa con Takeda? —preguntó Arian. Ninguno quiso responder de inmediato y al final fue Akio quien lo hizo al dirigirse directamente a Matsubara.
—Dice que si vienes tú, él no irá.
—Lo que imaginaba. Id vosotros, ya me quedaré yo haciendo nada.
—¡Ni hablar! No te la vas a perder, no me da la gana —aludió Arian, haciendo honor de nuevo a su ya más que conocida terquedad.
—Vamos, solo es un paseo por el campo. Me ahorraré muchas picaduras de mosquitos.
—No me engañas, tú querías ir. ¿Qué pasa, es que vosotros también os vais a quedar si viene él?
La respuesta general fue negativa, aunque poco contundente.
—No tiene nada contagioso, ¿sabéis?
—No es eso, Arian —habló una vez más Saeda—, es que…
Pero no terminó de hablar. Era obvio que no podía inventar ninguna excusa: casi nadie estaba cómodo en su presencia y, una vez más, tal y como ya hiciera en el onsen, Matsubara prefirió no imponérsela.
—Dejadlo estar, me quedaré.
—Eres tonto, Matsu.
—No quiero forzar las cosas, no te preocupes por mí.
—Pues… si tú te quedas, yo también.
—Y yo, no vamos a dejarte solo —coincidió Hasegawa, pero Matsubara se volvió a negar.
—No, por favor. Lo último que quiero es dividir aún más al grupo. Soy consciente de que estáis tirantes los unos con los otros, no solo conmigo, y no quiero que os peleéis por poneros de mi parte o por no hacerlo. Ninguno debería tomar partido. Al fin y al cabo, a ninguno os concierne.
—Eso que has dicho no es cierto. Y a mí por lo menos me duele, ¿sabes? —dijo Arian, observándolo con semblante serio.
—¿Por qué? Es la verdad, no os concierne en el sentido de que ninguno va a salir conmigo, ¿o sí?
Los ojos aguamarina de Arian se centraron en los negros de Matsubara un solo segundo. Y durante ese corto espacio de tiempo su gesto pareció contraerse, sus mejillas encenderse y su mirada humedecerse como si de un momento a otro fuera a explotar de pura rabia. Pero no lo hizo.
—Por lo visto no entiendes una mierda.
Tras sus palabras, se levantó dispuesto a salir de allí. Cosa que no consiguió: tal y como vaticinara su amigo, las piernas se le habían dormido y no pudo dar un paso sin que le fallaran. Cayó estrepitosamente de vuelta al tatami.
—¡Arian! —exclamó Matsubara alarmado al verlo caer, y se acercó sin levantarse—. ¿Estás bien, te has hecho daño?
—No, no. Estoy bien —aseguró.
Sentado y con las piernas extendidas, intentaba ahora recuperar el riego sanguíneo. Matsubara acabó riéndose y contagiándolo a él.
—En serio, vete con ellos —insistió en voz baja—. No quiero que dejes de pasártelo bien y yo preferiría estar solo otro rato.
—Pero me lo paso mejor contigo, Matsu —insistió el muchacho con un mohín.
—Bueno, ahora mismo no soy precisamente la alegría de la huerta —Arian rio con suavidad ante sus palabras, aunque el significado no fuera para reírse—. No te preocupes por mí, de verdad.
Todavía tuvo que insistir un poco más, incluso cuando Arian ya llevaba la ropa adecuada para caminar por el monte y, esta vez sí, se había protegido con crema para el sol. Matsubara hubiera querido salir a la puerta del hostal para despedirse, pero el ambiente no era el más propicio, por lo que prefirió aprovechar que el lugar se quedaba desierto e ir directo a tomar un baño en las aguas termales.
Allí, relajado casi por completo por primera vez en el fin de semana, con la cabeza apoyada en el exterior y cubierta por un paño frío para no marearse, pudo empezar a poner en orden sus pensamientos. Y el primero que acudió a su mente era el porqué de la reacción de Arian al decir que no iba a salir con nadie del grupo. ¿Acaso esperaba lo contrario?
Solo pudo pensar en una respuesta: «Pues claro que no, grandísimo idiota».
Al subir al tren que los dejaría de vuelta en Kioto a última hora de esa tarde, Matsubara pensó que podría respirar tranquilo al fin. Se equivocó.
Ocuparon la parte trasera del vagón. Matsubara y Arian se sentaban juntos al lado de la puerta y, cansado como estaba y sin apenas haber pegado ojo en todo el fin de semana, el mayor no supo en qué momento se quedó dormido. Fue una cabezada fugaz, de unos quince minutos a lo sumo, pero durante la cual su cerebro desconectó del todo: un descanso que por otro lado necesitaba completamente.
Cuando reconectó con la realidad, sobresaltado por el llanto del bebé de otra de las pasajeras, tuvo la ligera sensación de que tenía algo en la mano derecha. Movió la cabeza y bajó la vista para observarla, pero la encontró vacía en el reposabrazos, tal y como la había dejado mientras Arian, sentado a ese lado, pasaba lentamente la página del libro que estaba leyendo.
—Vamos, díselo —escuchó que alguien susurraba.
—No sé…
—No seas gallina.
Un bufido, un quejido y el frufrú de ropa precedieron a la cabeza de Touya asomando desde el asiento de delante.
—Eh, Tadaji —lo llamó.
Le rehuía la mirada y Matsubara no quiso que se sintiera presionado, por lo que se limitó a levantar las cejas y dejar que fuera él quien comenzara la conversación, si es que era eso lo que pretendía.
—Yo… Tío, lo siento.
Se quedó callado y al cabo de un par de segundos dio un respingo: Rose lo había pellizcado para instarlo a continuar.
—Debí haberte defendido o algo.
—No te esfuerces, Touya —pidió—, no quiero que hagas esto porque te lo diga tu novia; lo siento, Rose.
La cabeza de la mencionada apareció sobre su asiento al lado del muchacho; una maraña de pelo negro y encrespado recogido por una cinta de alegres colores.
—Yo solo le he dado un empujón porque él no se atrevía a mirarte a la cara; baja el escudo y escucha, Tadaji.
—Perdona…, estoy un poco a la defensiva, supongo.
—No importa; tienes razón. Hm, mira, me da igual que seas… marica o gay o como quieras llamarlo, solo… me ha impactado un poco. Nunca he conocido a uno, ya sabes.
—A lo mejor sí y no te has dado cuenta.
—Vale, a lo mejor sí. Pero nunca uno que lo dijera, ¿entiendes? Es…, no sé, raro —explicó, con la barbilla apoyada sobre el reposacabezas—. Pero quiero que sepas que para mí no cambia nada. Aunque me haya sorprendido y aunque no sepa muy bien cómo hablarte a partir de ahora, en realidad no necesito tener en cuenta si te gustan las chicas o los chicos: somos amigos, así que una cosa u otra es irrelevante entre nosotros.
Matsubara sonrió sinceramente cuando Touya terminó de hablar.
—¿Amigos?
—Claro que sí.
Su compañero de clase alargó el brazo y Matsubara se lo estrechó. Al fin sentía algo de alivio. A pesar de la aceptación incondicional de Rose y de Hasegawa, el comportamiento de los demás ya le estaba pesando demasiado, y había llegado a creer que nunca lo aceptarían.
—Pero te lo advierto: sé que soy irresistible, pero no te enamores de mí. Eso daría mal rollo.
El chico se llevó el premio gordo en forma de colleja. Y Rose las daba fuertes y con la mano abierta: aquella, por necesidad, había tenido que picar. Matsubara estalló en carcajadas.
—Tranquilo, eres muy bajito para mi gusto.
—¡Pero serás cabrón! Ven aquí, que te vas a enterar.
Ante las risas ya no solo de Matsubara, sino también de Arian y de Rose, Touya intentó alcanzar la cabeza de su amigo por encima del asiento con toda la intención de golpeársela, pero este solo necesitó plantarle una mano en la cara con el brazo estirado para evitarlo. Casi había podido olvidarse del mal ambiente, pero ya estaba allí Takeda para recordárselo:
—¿Os queréis callar? Estáis molestando. Y tú sigue engañándote, Touya. Sabes que sí que es relevante que sea marica y por encima de todo te has dejado tomar el pelo y lo aceptas tan contento. Muy bien por ti: yo no pienso igual.
—A ti nadie te ha pedido la opinión —lo increpó Rose girándose hacia él.
—La digo de todas formas. ¿Qué pasa, todos vais a acabar aceptándolo? ¿Os parecerá bien si un buen día aparece haciéndose arrumacos con otro tío?
—Takeda, sabes que eso no…
—¡No sé nada! —interrumpió a Matsubara cuando intentaba defenderse—, ni quiero saberlo, no estoy dispuesto a ser testigo de… de… de tus mierdas.
—Takeda, te estás pasando —le recriminó Akio, que se mantenía en un prudente segundo plano.
—¡No vas a ser testigo de nada! —exclamó Matsubara.
—¡Me da igual! Me da igual lo que digas, yo ya…
Matsubara lo interrumpió con un gruñido y se levantó de su asiento. En voz baja y tratando de mantener la calma, pidió a Arian que se apartara para dejarlo salir, a lo que este obedeció sin mediar palabra.
—Vamos —pidió caminando hasta el asiento que Takeda ocupaba mientras, agitando levemente la cabeza, señalaba a la puerta del vagón—. Quiero hablar contigo a solas.
—Estás loco si crees que voy a quedarme a solas ahí contigo.
—¡Vamos!
Su antiguo compañero del instituto se levantó de mala gana y, con mirada altiva, pasó delante de él hasta donde le había indicado. Accionó el botón para abrir y se detuvo en el espacio entre ambos compartimentos, esperando a que Matsubara lo siguiera. Ninguno dijo una palabra hasta que este último cerró la puerta.
—Ni se te ocurra ponerme un dedo encima.
—Ambos sabemos que no es eso lo que te cabrea.
—¡En parte sí! Íbamos a la piscina juntos, joder, ¡nos hemos bañado en el onsen!
Takeda se frotó ambos brazos con las manos, como si quisiera superar un escalofrío repentino. Matsubara rodó los ojos; aquello le parecía tan trillado que era ridículo.
—Estás siendo demasiado injusto: soy gay, nada más. No un pervertido ni un violador, y que sea gay no quiere decir que me quiera arrimar a cualquier tío, ¿o tú sí que quieres hacerlo con cualquier chica, eh?
—Lo mío es diferente.
—¿Por qué?
—Porque es lo normal, porque está bien y porque las tengo al alcance. Si quiero ligarme a una tía, no tengo que dar explicaciones a nadie ni tengo que ocultarme. Tú, por otro lado, estás reprimido.
—Pues mira, sí. Estoy reprimido por culpa de gente como tú; no tienes ni idea de lo que es vivir ocultando una parte importante de ti, el tener que estar siempre en guardia, midiendo las palabras, mintiéndote a ti mismo y a los demás. Es agotador y doloroso y por un momento creí que podría relajarme un poco si os lo decía, que no merecíais que os mintiera y que me apoyaríais. Sobre todo tú.
—¿Yo? ¿Por qué no Arian o Hasegawa? ¿Por qué me tienes que meter a mí en el lío?
—Porque eres mi mejor amigo, joder. O lo eras. Arian es diferente y Hasegawa es una chica, pero siempre he creído que tú y yo teníamos una gran amistad.
—¿Y por qué Arian es diferente, eh? ¿En qué sentido lo es? Es un tío, quedáis juntos, os lleváis bien, ¿no ha pasado él a ser tu mejor…? Oh, joder.
De repente pareció darse cuenta de algo y las mejillas de Matsubara, al adquirir cierta tonalidad rosácea, se lo confirmaron; claro que lo que ambos tenían en mente era distinto.
—Mierda, debería habérmelo imaginado. Salís juntos, ¿no?
—¿Qué? ¡No!
—Por eso te has puesto rojo. ¿Vas a decirme que no tengo razón?
—¡No la tienes! Entre él y yo no hay nada ni lo habrá, no metas a Arian en esto.
Temía que Takeda descubriera lo que sentía por Arian, ya que no estaba tan seguro de que él también fuera a guardarle el secreto; fue una suerte que se hubiera equivocado.
—En cualquier caso, si no es él será otro. ¿Y qué harás, presentarnos a tu ligue y pensar que nos quedaremos tan ricamente?
—Pues sí, es lo que me gustaría. No tengo intención de salir con nadie por el momento, pero si alguna vez lo hiciera, querría saber que puedo confiar lo suficientemente en vosotros como para presentároslo.
—¿Tanto como confiaste en mí cuando te liaste con la chica que me gustaba para que te hiciera de tapadera?
—… ¿Qué?
—Ahí lo tienes.
—A ti… ¿te gustaba Hirano?
—Y te lo dije. Te lo insinué.
—¡No me dijiste una mierda! Joder, Takeda, no sabía nada.
—Pues ya lo sabes.
—¿Por eso estás así?
—Estoy así por muchas razones y esa es una. No me gusta la gente como tú por cómo engañan a todo el mundo. Sois unos cobardes, nada más, y no sabéis lo que es la sinceridad.
—¡No es cierto! Estoy siendo sincero ahora mismo, llevo haciéndolo todo el fin de semana.
—Pues ya es tarde. Es cuatro años tarde.
—¿Y qué me dices de ti? ¿Crees que tienes derecho a recriminarme algo así cuando tú mismo te callaste con respecto a Hirano?
—¡Porque valoraba nuestra amistad por encima de eso! Jamás habría permitido que una tía nos separara; ahora siento que todo fue en vano.
—Yo… lo siento.
—Ya, supongo que es lo único que puedes decir.
Tenía razón: el mal ya estaba hecho. Era inútil buscar una solución al problema cuando el problema en sí ya ni siquiera existía.
—No me gustan los gais, pero podría llegar a tolerarlo si hubieras sido franco desde el principio. Ahora ya no me fío de ti, Tadaji, no creo que lo haga nunca.
—Nunca más os voy a engañar; nunca he querido hacerlo para empezar.
—Pero lo has hecho y ni siquiera tu palabra de no volver a hacerlo me sirve ya. Hasta aquí hemos llegado: no me busques.
Y, sin darle la oportunidad de una réplica, Takeda lo apartó con un suave empujón en el hombro y volvió al interior del vagón, a su asiento.
Cuando Matsubara siguió sus pasos para ocupar el suyo, notó que todos los demás disimulaban. Seguramente habrían escuchado algo de la conversación y se sintió miserable una vez más. El único que, lejos de intentar poner cierta distancia, quiso reconfortarlo de algún modo fue Arian, que lo miró a los ojos con preocupación y le tomó la mano entre las suyas.
—¿Estás bien? —le susurró.
Y Matsubara solo negó con la cabeza sin decir ni una palabra, con un nudo en el estómago y los ojos escociéndole.
No dijo nada en lo que quedaba de trayecto. Posó su vista en la ventana y no la apartó de ahí hasta que llegaron a Kioto; no se despidió de nadie y nadie lo hizo de él, y, una vez más, el único que se mantuvo a su lado fue Arian que, sin que tuviera que pedirlo a pesar de estar deseándolo, lo acompañó hasta su casa sin mediar palabra.
—Suéltalo.
Fue lo único que necesitó oír para que el muro que mantenía en precario equilibrio alrededor de su alma se deshiciera como un castillo de naipes. Todo lo acontecido durante el fin de semana acudió a sus recuerdos como si hubiera sucedido en escasos cinco minutos: su confesión, el vacío que le habían hecho todos los chicos, los susurros, las miradas, las conversaciones interrumpidas al advertir su presencia, el viaje en tren, la discusión con Takeda, las irrefrenables ganas de llorar y de gritar que se había estado guardando…; todo aquello hacía que le dolieran el pecho y la garganta como si alguien hubiera hecho un agujero y estuviera estrujándole el corazón y la laringe.
—No, mierda, no…
—Que lo sueltes.
Sin saber cómo, se vio rodeado por unos brazos delgados, llenos de pecas y enrojecidos por el sol. Habían caminado en el más absoluto mutismo hasta llegar a su casa, habían subido a su habitación amparándose en la soledad de la vivienda y se habían encerrado ahí, creando un espacio hermético e infranqueable, aislado del resto del mundo por una puerta y una ventana cerradas, donde nada ni nadie pudiera verlos ni oírlos.
Y finalmente, sabiéndose observado solo por unos ojos que no lo juzgarían jamás, se deshizo entre esos brazos.
No quería llorar. Llorar no era cosa de hombres; a su edad, lo que debía hacer era aguantar el tipo estoicamente, respirar hondo, coger una borrachera y olvidar que alguna vez algo o alguien le hubiera hecho daño. Pero estaba agotado emocionalmente: había llegado a su límite. Así que lloró. No fue un llanto desgarrado, no gritó de desesperación entre lágrimas, pero no logró mantener las mejillas secas ni su garganta libre de sollozos.
Sí, se sentía miserable por dividir el grupo como lo había hecho y por haberle levantado a la chica a su amigo sin saberlo, y rechazado por algo de lo que él no era responsable, contra lo que no podía luchar porque ya lo había hecho hasta la extenuación; por algo tan simple como que le gustaran los chicos y no las chicas. Y el único al que no le importaba nada de todo aquello era el que ahora le permitía refugiarse en sus brazos, aquel que, sin saberlo, también le estaba haciendo daño porque, todo comprensión y aceptación, no correspondía a unos sentimientos que empezaban a desbordarlo.
—Eso es, déjalo salir todo.
—Pero no es justo, Arian. No es justo.
—Shh, no lo es. Pero olvídalo por ahora. Ahora solo estás tú y puedes llorar todo lo que quieras.
Su voz era un susurro, todo su cuerpo lo acunaba y Matsubara se sintió tan pequeño en su abrazo que se llegó a olvidar de que en realidad él era el más alto. Lo embargó su aroma —una mezcla de sol, after-sun y acondicionador para el pelo— y sus palabras lo arrullaron hasta relajarlo. Hasta que sus sollozos remitieron, sus lágrimas cesaron y acusó el cansancio y la tranquilidad que Arian había conseguido brindarle.
—¿Mejor?
Asintió con la cabeza.
—Gracias.
—No hay que darlas.
No se había dado cuenta de lo cerca que estaban. No reparó en las manos cálidas sobre sus mejillas ni en esos ojos aguamarina clavados en él. No se preguntó el porqué de la intimidad de su voz hasta que los labios de Arian estuvieron sobre los suyos.
Un segundo, dos. Tenía los ojos cerrados y el beso resonó en el silencio del dormitorio antes de perder el contacto durante un momento para recuperarlo dos segundos más. Y la estupefacción fue tal que Matsubara no llegó ni a cuestionarse el porqué de esos besos hasta haber correspondido a ambos.
«¿¿Por qué lo has hecho, Arian??», fue lo único que atinó a pensar.
Y no dejó de preguntárselo desde entonces pero ya era tarde. Sin dar explicaciones, como si nada hubiera pasado en realidad, aquel chico de cabello naranja le brindó una sonrisa y, sin decir ni una palabra, lo abandonó allí con la cabeza hecha un lío.