—Es indignante, completamente indignante. —Un hombre corpulento y de traje distinguido se levantaba al otro lado de la mesa de Víctor en un arranque de ira—. Están sacando todo este asunto fuera de lugar. Se trata solo de una chiquillada. ¡No me dirás que no has hecho tú alguna vez algo así en tu vida! Todos lo hemos hecho… Mi hijo tiene que estar en Pensilvania para empezar la universidad en septiembre, no puede seguir perdiendo el tiempo con este asunto, es absurdo. —A su lado, un adolescente atlético y bien vestido observaba el gesto de Víctor con ojos suplicantes—. Tiene que haber algún juez con dos dedos de frente, alguno con sentido común con el que se pueda hablar…
Víctor escuchaba pacientemente la retahíla colérica de su cliente. Estaba acostumbrado a esa forma de actuar de los hombres con poder que se sienten por encima de las normas, intocables, porque su posición en el escalafón social les garantiza que no tendrán que pasar por las pequeñas inmundicias de la normativa general por la que se rigen las insignificantes vidas de los demás. Eran, precisamente, estos clientes los que pagaban las facturas, los que lo convertían a él también en un hombre de cierto poder. Pero estaba de sobra familiarizado con estas formas por otro motivo, y es que él se había criado en una familia que pertenecía a ese mundo, ese en el que todos conocen a alguien que a su vez conoce a alguien, y en el que todo puede arreglarse levantando un teléfono y hablando con la persona adecuada. Tampoco era la primera vez que tenía que hacer entender a uno de estos hombres que todo tiene un límite, y que la ley también está hecha para los hombres con poder. Quizás aún más para ellos, que pertenecen al mundo de las opciones, los que en efecto pueden elegir con libertad. La ley está hecha antes que nada para los reyes, le recordaba también Creón a Antígona en una de sus tragedias favoritas.
—Entiendo tu frustración, Hernán, pero tu hijo no puede evitar el auto del juez. Y creo que deberíais ir haciéndoos a la idea de que es bastante difícil que se libre de esta…
—Para eso te pago, Víctor, para que te libres de las cosas difíciles.
—Tu hijo estaba conduciendo en dirección contraria, sin carnet y con dos menores en el coche, y tan borracho que acabó estampándose contra la patrulla que intentaba detenerlo, y para colmo se negó a hacerse la prueba de alcoholemia…
—Hizo muy bien, nadie va a hacerle una prueba de ningún tipo a mi hijo sin mi autorización…
—Era la policía, a eso se le llama desacato a la autoridad, y es un delito. —Y ahora estaba regañando a su cliente con la misma vehemencia con la que él había estado exigiendo su propia versión de la justicia—. Tu hijo ha cometido tantas infracciones que lo único que tiene a su favor para no acabar en la cárcel es que es menor de edad. Y te aseguro que haré lo posible para que le caiga la pena mínima, pero me temo que tendréis que cambiar vuestros planes. Jaime no podrá empezar el curso con sus compañeros, ni irse de vacaciones, ni hacer ninguna de las cosas que tenía planeadas en los próximos meses porque tiene un juicio al que asistir, y de eso no podrá librarse ni siquiera con una dispensa papal.
Tras su reunión dedicó algo de tiempo a uno de los casos que llevaba de forma altruista. Resultaba algo irónico que en los últimos años tuviese más contacto con el marido de Ramiro que con su examante. Iván dirigía una ONG en África que ayudaba a miembros de la comunidad LGTBI a conseguir asilo fuera de los países en los que se les perseguía, encarcelaba o torturaba por su orientación sexual, y Víctor se había involucrado cada vez más desde que se conocían, gestionando solicitudes de asilo o defendiendo algunas causas. Iván siempre le agradecía su colaboración altruista, pero, la verdad, era él quien debía agradecer a Iván que lo hubiese involucrado en su organización, pues eran aquellos casos los que lo ayudaban a soportar el tedio burgués e hipócrita en el que se había convertido su trabajo. Tal vez, incluso, a soportarse a sí mismo.
Salió de su bufete un viernes por la noche más. En su pequeño Audi gris dejó atrás su plaza de garaje para unirse al tráfico denso de la Castellana. Encendió la radio, que automáticamente sintonizó un canal de noticias, y buscó uno de música para amortiguar el ruido familiar de bocinas y autobuses mientras se sumergía en la vorágine urbana esquivando vehículos y viandantes de camino a su barrio en los alrededores del estadio Bernabéu, una zona residencial tranquila excepto los días de partido. Barajó varias posibilidades de ocio nocturno, llamar a un amigo para cenar, tomar una copa más tarde…, pero no se decidió por ninguna. Cada vez le resultaba más fatigoso hacer planes para salir por las noches. Estuvo tentado de llamar a Miki, había pasado casi una semana de su última visita, pero tampoco era ese tipo de encuentro lo que anhelaba. Y volvió a echar de menos a ese Sebastián que lo esperaba en casa sin más complicaciones, solo para tener a quién contarle cómo le había ido el día, para poder criticar a sus clientes; tener a alguien que justificara esmerarse en preparar una cena, alguien que lo recibiera con un beso y un abrazo sin el esfuerzo de tener que ganárselo.
Se preguntó si no debía esperar más de una relación, si ese había sido su error. No había estado enamorado de Sebas… Bueno, tal vez al principio. Eran tantas las cosas que había odiado de él cuando vivían juntos. Su desorden, su incapacidad permanente para volver a poner las cosas en su sitio: la taza sucia al lado del fregadero, la ropa tirada al lado de la cesta de la ropa sucia pero nunca dentro, la pasta de dientes abierta y deforme, las luces encendidas tras su paso. Eran tonterías, se repetía, y pasaba la mayor parte de su día intentando ignorarlas para no empezar una discusión estúpida. Le irritaba su impuntualidad. Siempre lo hacía esperar, sentado en un restaurante o a la puerta de un teatro o un cine…; había desperdiciado tantas horas de su vida aguardando a Sebas… Y a pesar de saber que eran pequeñeces, no conseguía sobreponerse a la irritación y el resto de sus veladas se le enquistaban irremediablemente. Años después, irónicamente, había sido Ramiro quien lo había hecho esperar de forma agónica. Le había dado plantón en innumerables ocasiones, bien porque olvidaba que habían quedado o porque le surgía otro plan en el último momento. Y, sin embargo, a Ramiro siempre acababa perdonándolo. En cuanto lo veía se rendía ante él y toda irritación previa se desvanecía. Ramiro era una presencia tan física, era como un accidente hermoso, una de esas personas que te hacen sentir afortunado de que te dediquen su tiempo o una sonrisa. Poder besarlo o acostarse con él siempre le parecía un milagro, y no quería tentar a su suerte. O tal vez fuese que nunca amó realmente a Sebastián, tan solo se acomodó a la idea de que era su pareja. Se llevaban bien, lo admiraba, incluso lo deseaba. Pero todos esos elementos juntos, por alguna razón, no eran amor.
Una noche más decidió volver a casa solo.
Su ausencia de planes, sin embargo, se vio interrumpida. Al bajar del ascensor se encontró con Miki arremolinado junto a su puerta como un perro abandonado, cumpliendo una vez más con su encargo de sorprenderlo y sacarlo, precisamente, de su tendencia al aislamiento. Pero al acercarse al chico supo que aquella no iba a ser una visita como las anteriores. Con el gesto descompuesto y los ojos enrojecidos, Miki se levantó para recibirlo.
—¿Va todo bien? —Era una pregunta que sobraba, pues estaba claro que algo iba mal.
—Tú eres abogado…, ¿verdad? —dijo con voz temblorosa—. De crímenes y eso…
—¿Te has metido en un lío?
—Yo no… Mi novio.
¿Novio?… Esa era una opción que no se había planteado. Claro que Miki tenía una vida al margen de sus encuentros esporádicos; aun así, la constatación una vez más de que su relación era una mera transacción económica creó una pequeña herida en su ego.
Entraron al piso, Víctor le ofreció algo de beber, que el joven rechazó, así que se sentaron en el salón.
—Está bien, cuéntame qué ha pasado.
—No estoy seguro. —Y en sus ojos llorosos percibió ciertas reticencias para contarle lo que fuese que tuviese que contar—. El martes por la noche, Gael fue a una fiesta… por trabajo…
—¿A qué se dedica?
—Trabaja con una agencia de… escorts. Es una agencia muy seria… —se apresuró a añadir. Víctor comenzó a hacer anotaciones en una libreta, más que nada para evitar el contacto visual—. Bueno, fue a esa fiesta que era para unos empresarios chinos, y ahí todo bien… Luego me llamó sobre la una porque lo habían invitado a una fiesta privada…; a veces hacen eso, de un trabajo le sale otro, y me llamó para avisarme de que no volvería a casa a dormir…
—¿Vivís juntos? —Y al instante notó la incomodidad del chico—. Perdona, eso no es relevante. Entonces se fue a esa fiesta…
—Sí… Debería haber vuelto por la mañana, pero no lo hizo, tampoco me preocupé, porque Gael suele hacer eso a veces…
—¿No te llamó?
—Intenté hablar con él, pero su teléfono estaba todo el rato apagado o fuera de cobertura… —Y continuó soltando información apresuradamente—. Normalmente me llama, pero esta vez no lo hizo. No supe nada de él hasta ayer. Me llamó y dijo que lo habían arrestado, que había pasado algo en la fiesta, que alguien había muerto y que querían colgárselo a él, y dijo que tenía que marcharme, que hiciera las maletas y me saliera de España lo antes posible…
—Vale, vale, espera. ¿De qué lo acusan?
—No lo sé… —dijo echándose a llorar—, no sé lo que está pasando, pero… es que Gael no tiene papeles, y yo tampoco… Yo… no quería molestarte, Víctor, pero es que no sé qué hacer. Creo que estuvo en esa fiesta en la que estaba ese juez al que han matado…
Víctor había leído esa noticia en el periódico; una fiesta en un piso clandestino en el que efectivamente un juez y una prostituta con la que se acostaba habían sido asesinados, una fiesta en la que abundaban las drogas y las putas y que había causado un gran revuelo mediático.
—Miki, yo no soy criminalista.
—¿Eso qué quiere decir?
—Soy abogado financiero, los casos de asesinatos no son mi especialidad. —El gesto de Miki era de desconcierto, tal vez Víctor fuese su único recurso—. Pero si quieres, puedo ir a enterarme de cuál es su situación y ayudarte a buscar a la persona adecuada para llevarlo.
—Claro, sí…, eso está bien. —El chico parecía algo decepcionado, sin duda había puesto sus esperanzas en Víctor y no se había imaginado su respuesta, o tal vez todo aquel asunto lo superaba emocionalmente.
—El martes… —Víctor se quedó pensando en voz alta—. ¿Esa no es la noche que pasaste conmigo? —Y la falta de respuesta de Miki le volvía a recordar que su pregunta estaba fuera de lugar.
Pasó la mañana del sábado al teléfono, haciendo averiguaciones. Miki se había quedado a dormir en su casa, aunque no hubo sexo una vez más. Cuando se disponía a salir tuvo un momento de duda: nunca había dejado al chico a solas en su piso, entraba cuando él entraba y salía cuando él salía, no había hecho falta debatir ese asunto.
—Puedo esperarte en la cafetería de abajo —se ofreció Miki percibiendo sus reticencias, y Víctor se sintió un capullo. Le aseguró que no, que serían solo un par de horas, no tenía sentido que esperara en la calle.
Se acercó a los juzgados de plaza de Castilla donde Gael Álvarez, el novio de Miki, permanecía retenido en los calabozos a la espera de una resolución judicial. No sabía si tenía abogado o si ya le habían asignado uno; de todas formas, no le costó conseguir una visita profesional. Lo hicieron pasar a una austera salita de reuniones con una mesa blanca y un par de sillas en el centro. Para entonces ya sabía que era el principal sospechoso de un triple asesinato con arma blanca y que se le retenía desde hacía tres días por ser un inmigrante indocumentado a la espera de una acusación formal de fiscalía.
Aguardaba de pie en la sala; la puerta metálica se abrió tras un chasquido eléctrico y un guardia dejó pasar al detenido. Un joven de veintipocos, alto y de aspecto atlético, piel oscura, pelo castaño algo largo tras las orejas, labios gruesos, pómulos marcados, una nariz angulosa, perfecta, ojos claros, del color de la miel, que intensificaban una mirada dramática con un deje de melancolía poética. Víctor tardó unos instantes en reaccionar a aquella presencia masculina de una intensidad difícil de ignorar. Guapo, sí, indiscutiblemente guapo. Pero era algo más. Tenía un atractivo salvaje que evocaba una sensualidad indomable. Se dejó caer en la silla sin perder de vista a Víctor, a quien ya le sudaban las manos cuando se acercó al asiento de enfrente.
—Eres el abogado, ¿verdad? —Su voz era grave, arrastrada, aunque se dulcificaba con su acento latino, de Centroamérica, creyó adivinar—. ¿Te hizo venir Miki?
—Sí —alcanzó a decir Víctor sintiéndose torpe de pronto.
—¿Aún no se ha largado?
—¿Por qué quieres que se marche? —Él no contestó, solo le clavaba la mirada, directamente a los ojos, y Víctor tuvo que hacer un esfuerzo para no desviar los suyos, intimidado por su magnetismo—. ¿Por qué no me cuentas lo que ha pasado?
—¿Va a sacarme de la trena, abogado?
—No llevo casos de asesinato, pero…
—Entonces ¿para qué viniste?… —Víctor no contestó. Había también algo frío y calculador en esa mirada. ¿Era, acaso, la mirada de un asesino?—. Miki te lo ha pedido, claro, y no has sabido cómo decirle que no. Está bien, puedes irte —siguió al tiempo que se levantaba de la mesa dando por finalizada la conversación—. No te preocupes, le diré a Miki que estuviste amable para que puedas seguir tirándote a mi novio.
Víctor se levantó también.
—Solo intento ayudar.
Él se detuvo junto al guardia y se volvió para mirarlo.
—Entonces convence a Miki para que se largue antes de que sea demasiado tarde.
—Demasiado tarde ¿para qué?
—Tú hazlo no más, o aléjate de él. —Luego se dirigió al guardia con la misma seguridad abrumadora—. Ya acabé acá.
Cuando volvió a quedarse solo en el cuarto, se dejó caer nuevamente en la silla y se pasó una mano por la cara intentando despejarse. ¿Qué le había pasado? Aquel chico, con su mirada crítica, lo había desmontado por completo, le había hecho sentirse un farsante, como si lo hubiese descifrado más allá de su pose altruista y desnudara su verdad. Así que ese era el novio de Miki. Había esperado otra cosa, tal vez una versión de Miki, otro chico frágil y desesperado, sumido en la confusión de la tragedia, alguien con aspecto evidente de inocencia. Pero aquel joven de mirada indómita era otra cosa, peligroso tal vez, y se preguntó qué había buscado en Miki un hombre así.
—Creo que no me quiere a mí de abogado, Miki. ¿Estás completamente seguro de que él no ha tenido nada que ver con esas muertes?
—¿Por qué iba a matar a esa gente? No los conocía de nada. Solo fue a hacer un trabajo. Los que lo contrataron, esos son los que sabrán por qué están muertos y… Gael no le haría daño ni a una mosca, él no es así…
—Está bien. Puedo ayudarte a encontrar a alguien…
—Pero yo no puedo pagarlo.
—De todas formas, le asignarán un abogado de oficio. Si fueras tú a verlo y lo convencieras, tal vez…
—Pero no puedo acercarme, podrían deportarme.
—Miki, ¿por qué no me has dicho antes que no tenías papeles? Con eso sí puedo ayudarte. ¿De dónde eres? Creía que venías de Cádiz.
—Sí, es que antes vivía allí. Soy de Marruecos, pero llevo en España desde…, no sé…, desde los catorce o así…
—Joder, Miki, puedo ayudarte a conseguir un permiso de residencia…
—Debería irme, como dice Gael, ¿verdad?
—No lo sé, no sé de qué va todo esto.
—Pero me gustaría hablar con él antes…, aunque sea solo una vez… No tengo dinero para un billete… Tú ¿podrías prestarme algo?
Para entonces, Víctor empezaba a estar cansado de todo aquel lío. Después de todo, solo era un chico al que pagaba por un poco de sexo ocasional. Si no podía hacer nada por él, y su novio no quería su ayuda, tal vez era momento de dejarlo marchar y no enredarse en los problemas del chapero con el que de todas formas ya no se acostaba. Si se trataba tan solo de una cuestión de dinero, podía librarse de ese entuerto fácilmente.
—Como quieras, Miki, si lo que necesitas es un billete puedo pagártelo.