3
S.R.
Siglas que corresponden a la versión acortada y más popular del Síndrome de Rechazo Protésico (S.R.P.), entendiéndose por prótesis cualquier dispositivo artificial implantado en el cuerpo. La baja tolerancia de los organismos humanos a otros materiales biomédicos o inorgánicos provoca, en la gran mayoría de los casos, reacciones patológicas acompañadas de síntomas tales como tics nerviosos, desorientación, pérdida de la memoria, disminución de la capacidad intelectual, trastornos del lenguaje o, incluso, conductas violentas.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el gris no era el color que representaba a Nantosse, el segundo planeta del sistema de Sannomeil. Los océanos cubrían el noventa por ciento de su superficie, convirtiéndolo en el orbe verdeazulado que orbitaba más allá del vivo naranja de Rhakso.
La tierra firme se repartía en dos continentes, cada uno con sus islas adyacentes, en caras opuestas del globo. Ran, el más pequeño, sufría temperaturas más extremas debido a la inclinación del eje, y experimentaba una intensa actividad volcánica. Salla, el mayor, era menos accidentado y su clima había favorecido un desarrollo algo más ágil, pero no contaba con los terrenos fértiles, los recursos naturales ni la biodiversidad de su contrapartida en las antípodas, cuyos habitantes, de piel tostada y profunda integración en el medio, supieron aprovechar tan bien. Cuando se encontraron y empezaron a realizar intercambios, los unos tomaron lo que pudieron de los otros sin llegar nunca a mezclarse. Estaban tan separados que escapaban mutuamente de sus respectivas áreas de influencia y, por un largo tiempo, se mantuvo una especie de equilibrio poco común. Había quienes afirmaban que esa evolución anómala se debía a una lejana colonización alienígena del planeta. Puesto que no se conservaban registros anteriores a un determinado momento en la historia, ni pistas de la evolución de la especie dominante —en contraste con las de las otras formas de vida—, era lo más lógico admitir ese punto de vista. En consecuencia, todas las generaciones modernas miraron al cielo en busca de respuestas sobre un origen que había sido misteriosamente obliterado de la conciencia colectiva. El primer paso hacia la conquista del espacio se dio de manera conjunta, con la puesta en órbita de un satélite. A esta iniciativa siguieron muchas más, hasta que la colaboración entre ambos continentes se vio interrumpida por divergencias en sus políticas.
En el campo de la medicina, el programa de regeneración celular, que se había desarrollado en gran medida, fue sucedido por el de prótesis y módulos neurales, partiendo de los excepcionales avances conseguidos en el campo de la robótica. Órganos, huesos, miembros mucho más duraderos que los naturales y con capacidades expandidas… Todo auguraba un prometedor futuro para la raza humana. Al perfeccionarse el sistema de comunicación global, el Árbol, el sueño de una civilización interconectada se hizo viable merced a las mejoras neurales. Hasta que se descubrió que los organismos poseían una tolerancia muy limitada a la implantación.
Tras numerosos episodios psicóticos con estallidos de violencia, automutilaciones y otros trastornos graves, intentaron depurar una droga que contrarrestara el rechazo. El éxito fue muy limitado. Dados el coste y el peligro que suponían, las prótesis fueron completamente prohibidas. Las cirugías ilegales conllevaban la extirpación, así como la aplicación de las sanciones más graves del sistema penal a los facultativos y a sus pacientes. También se abandonó la fabricación de androides, considerando que la imposibilidad de usar cuerpos artificiales hacía peligrosa su puesta a disposición de un público demasiado temerario.
Pero el Consistorio de Salla ya había resuelto que no iba a renunciar al excelente método de control de masas que suponían los implantes. A diferencia del resto, estos se aplicaban poco después del nacimiento, y se confiaba en las antirrechazo existentes para paliar —que no eliminar— sus efectos secundarios. Las drogas provocaban adicción y pérdida de apetito, lo cual, unido a las restricciones de armamento entre la población civil, encajaba a la perfección en la estrategia gubernamental: a menor necesidad de alimentarse, menor desarrollo físico y menor uso de recursos. Los rannesios jamás apoyaron este régimen estricto ni practicaron tales medidas, y eso fue, de hecho, lo que propició el cese de los proyectos conjuntos. Poco después, el continente más pequeño emprendió la construcción de una colonia espacial, tarea de tal magnitud y tan costosa que fue criticada por multitud de miembros de las dos facciones.
El tiempo vino a demostrar lo acertado de esta decisión, porque entonces ocurrió aquello que cambiaría, literalmente, la faz del planeta. Los registros de la actividad volcánica en Ran no daban lugar a dudas: varias erupciones cuya magnitud se salía de la escala sacudirían la corteza y la cubrirían con ríos de lava. El terreno se volvería inhabitable. Habría que preparar la evacuación de millones de personas.
Las autoridades no podían obligar a sus ciudadanos a abandonar tierra firme. A pesar de que se avisó sobre los efectos a nivel planetario de las erupciones, bastantes de ellos buscaron refugio en Salla, ya fuese pagando un precio y aceptando la implantación obligatoria, ya de forma clandestina en los suburbios de las grandes ciudades. El resto se enfrentó a su nuevo destino, junto con algunos salleños a quienes se autorizó la salida legal y otros que se las arreglaron para desertar. Aunque el espacio vital era el bien más preciado, ciertos bienes y servicios siempre serían bien recibidos en la colonia espacial, el Hábitat.
El orbe escupió sus entrañas o, como afirmaron algunos, el Dragón se rebeló. El dolor que el traslado supuso para la población, dejando un Ran vacío y desolado, no fue nada en comparación con lo que todos sintieron al ver las últimas grabaciones de las cámaras. Muy pocos estaban preparados para presenciar a sangre fría la desaparición de la mitad de un mundo bajo un mar ardiente.
Lo que la mayoría no alcanzaba a comprender eran las consecuencias a largo plazo del suceso. Los seísmos hicieron temblar cada edificio de Salla. Las explosiones desplazaron un volumen tan colosal de agua que el maremoto alcanzó sus costas y las inundó. El aire se llenó de cenizas y polvo que causaron enfermedades respiratorias… y que quedaron suspendidos formando una aglomeración de nubes grises. Un invierno continuo se abatió sobre el globo y Sannomeil se convirtió en una estrella fantasma, un espejismo que apenas asomaba cuando se abría un pequeño corredor en el cielo.
La actividad volcánica no cesó, y el frío, la oscuridad y las tormentas se instalaron de manera permanente, coincidiendo con un periodo de abundantes erupciones estelares. Las zonas costeras quedaron desiertas, fuera del área de alcance de los equipos antiinterferencias que protegían las telecomunicaciones en las megalópolis. Solo se respetaron algunos núcleos portuarios, con los barcos factoría precisos para pescar en el terrorífico océano.
Quedó en las bocas de todos un regusto de ceniza, una añoranza continua de la claridad que únicamente podían representar o imaginar. Y la sensación de pérdida y traición se exacerbó cuando en la Enramada surgieron pruebas de que el Consistorio había rechazado tomar parte en la construcción del Hábitat, renunciando en nombre de su gente al acceso generalizado a las alturas. Los rannesios habitaban una gélida estructura en el gélido firmamento, habían dejado atrás la tierra que los viera nacer…
Pero conservaban la luz de sus amaneceres.
Miroir tenía ante sí a uno de esos recordatorios vivientes del destino de Ran. El tipo sentado a la mesa exhibía el tono de piel canela y los rasgos característicos de aquel territorio, algo difícil de encontrar en los bajos fondos donde él se movía. Su cabello era oscuro y su nariz aguileña, llevaba las orejas perforadas y los párpados medio cerrados le conferían una eterna pinta de adormilado, aunque no le tomó mucho tiempo al jacq descubrir que, tras esa fachada, se escondía un zorro astuto. Estaba implantado, circunstancia a la que debería su delgadez. Se preguntó qué razones habrían podido empujarlo a dejar a su gente, a ingresar en el submundo de un régimen tiránico y a sacrificar las estrellas. Si hubiera traspasado sus programas de defensa para sumergirse en su cerebro, habría obtenido respuestas, pero nadie en su sano juicio se habría mostrado tan agresivo en un primer encuentro. Aún no.
A su izquierda, un típico salleño flaco y pálido, también con módulo neural, fumaba de una gran pipa de vidrio orgánico con depósito y accesorio para aspirar el humo. Bajo los mechones de pelo descolorido, un par de cejas claras se arqueaban sobre dos ojos lechosos —llevaba lentes de contacto, sin duda— en los que flotaban unas diminutas pupilas negras. Por lo demás, no había nada digno de mención en él, excepto que aparentaba ser el de mayor edad y mostraba un cuello y unos antebrazos muy nervudos, de la clase que solo se conseguía con entrenamiento intensivo.
Sobre la silla contigua se encajaba a duras penas el tipo más grande que había visto en su vida, o eso pensaba; le preocupaba haber llegado dos veces a la misma conclusión en tan corto periodo de tiempo. Si bien no ganaba en altura a Gareth, era más ancho y grueso. Poseía una de esas barrigas recias en las que se partían los nudillos al golpear, los hombros no le cabían por las puertas y las manazas que reposaban sobre la mesa parecían dos martillos hidráulicos. Llevaba el cráneo rapado, a excepción de una fina capa de cabello recortada con un diseño de espirales, y su semblante algo bovino no denotaba precisamente una fina inteligencia. Al tratar de conectar con él apenas registró radiación electromagnética residual. Aprovechando una de las ocasiones en las que el hombretón se giró, alcanzó a entrever la base de su cráneo y entendió la razón: sus implantes estaban medio arrancados.
Y por fin, junto a Ogmi, se sentaba una mujer impresionante. Dejando a un lado el hecho de que era casi de su altura y muchísimo más vigorosa —el mono ajustado que vestía, similar al de su compañero, envolvía un torso y unos miembros atléticos—, todas y cada una de sus facciones eran hermosas: el rostro de ángulos bellamente esculpidos, los rasgados ojos negros, los hoyuelos que se formaban en las comisuras de su boca de labios llenos… Lucía un corte de pelo asimétrico y el flequillo angular le caía sobre la mitad derecha, mientras que el mechón del lado opuesto estaba trenzado al casco. El cabello oscuro, de brillante obsidiana, relucía con un azul profundo que hacía juego con su tinte labial. Miroir dedujo que semejante físico, junto al de sus dos inmensos camaradas, solo podría pasearse sin riesgo de llamar la atención de la ley por sitios que se mantuviesen al margen de ella. Al igual que le ocurriera con Gareth, no obtuvo resultados al escanear su módulo neural. O contaba con unas defensas férreas… o carecía de él. Su orgullo profesional hizo que optara por la segunda opción.
Habían elegido una mesa próxima a la salida trasera de un club de quinta categoría en el cinturón exterior de Branche, cuyo reclamo había sido, en tiempos, la mitad superior de un androide funcional. Del cuerpo que tan bien imitara la vida solo quedaba un amasijo metálico soldado a una placa. Era un local de contrastes; el hecho de que hasta las sabandijas mutadas vomitaran por las esquinas no impedía que los precios se equiparasen a los de un bar de moda. La seguridad de estar a salvo de redadas y ataques neurales se pagaba cara. Gareth, el causante de que él y Ogmi se vieran cercados y examinados por semejante compañía, se presentó al poco rato, cargando con una pila de envases individuales de alcohol. En aquel tugurio no se estilaban delicadezas como decoraciones, dispensadores de gas aromatizado, cuencos de aperitivos ni posavasos. Ni vasos.
—Qué, ¿ya habéis intimado? —preguntó con sorna, ocupando un taburete junto a la mujer—. ¿Os habéis follado las nucas unos a otros y ahora estáis con la fumada de después del polvo?
—No se dicen palabrotas, Gargar —lo regañó el hombretón rapado, muy serio, para sorpresa de los visitantes. Su voz monocorde y su mirada ausente confirmaron la sospecha de que la mente no le funcionaba a plena capacidad.
—Yo diría que nadie ha soltado prenda, ¿eh, flacos? —intervino ella. Al momento alargó la mano hacia un envase, presionó para que brotase la boquilla y sorbió. La estampa espoleó algo más que la imaginación de un buen número de rapaces al acecho. Hasta Ogmi quedó enganchado en la red de aquellos labios fruncidos, para fastidio de Miroir, que disimulaba su admiración con mucha más maestría.
—Lo que no entiendo es la elección tan poco profesional de lugar de reunión —opinó el hombre de piel más oscura tras aceptar la pipa. En efecto, conservaba el acento vibrante del continente desaparecido bajo la lava, y su contundencia al marcar las erres hacía que les retumbasen los oídos—. Este agujero es muy público y tenemos a cuatro rascacielos reunidos en la misma mesa. Como si vuestros traseros no fueran ya suficiente reclamo de moscones.
—Sé comprensivo con nuestros invitados del mundillo de los orgasmos remunerados, apuesto a que se sienten más cómodos aquí. Bien, Miroir y Ogmi, a mí ya tenéis el gusto de conocerme —torció la boca en un gesto burlón— y es tiempo de que os presente a los demás. El moreno se llama Indra —este sonrió—, el fantasma pálido a su lado es Leracq —el aludido no reaccionó, aparte de exhalar una bocanada de humo que fue reabsorbida por el aparato—, el tío grandote es Aqivole…
—Qivo, solo Qivo. Solo usas el nombre completo cuando me he portado mal, Gargar —lo interrumpió este, con una sombra de preocupación en sus grandes ojos tristes. Al jacq le evocó la imagen de un crío gigantesco. O mucho se equivocaba, o aquel era uno de los casos más severos de S.R. con los que se había topado.
—Ah, sí, nuestro colega prefiere su apodo, tomad nota. Bien, y terminamos con esta dama de aquí, Diann, a la cual llevo soportando desde hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo. Espero que te pongan cachondo los azotes, Miroir, porque ella es la que imparte la disciplina. Qivo la llama Didi, ¿no es encantador?
—No seas capullo, Gareth. —Ella apoyó el antebrazo en su hombro y le echó un vistazo rápido al aludido—. Así que un jacq de renombre, ¿eh, Miroir? ¿No eres demasiado joven para andar prostituyéndote?
—Roi ha cumplido los treinta y cinco ciclos —aclaró un solícito Ogmi. Los ciclos en torno a Sannomeil se prolongaban a lo largo de doscientas setenta y una jornadas, cada cual con una duración equivalente a veintidós horas—. No es t-tan joven.
—¿Treinta y cinco? ¿Con esa carita de bebé? ¡No puedo creerlo! —La mujer rio—. Mayor que Gareth y yo, quién lo diría. ¿Y ganas mucha pasta en el burdel? A mí no se me ocurriría pagar por sexo, claro, pero supongo que por ahí habrá pervertidos dispuestos a aflojar un buen pico por hacerte de todo.
El moreno intentó procesar que esas dos torres de músculos, tan poco identificables con los dulces motes de Gargar y Didi, hubiesen vivido menos que él. Por otro lado, no le extrañó que fuesen socios, porque ella compartía su carácter insufrible. ¿Socios, o quizá algo más? Dada la familiaridad con que lo tocaba, era muy probable. Arrugó los ojos.
—Tampoco podrías contratarme a mí —comentó, muy frío—. No estás equipada para usar mis servicios.
—¿Te refieres a que no tengo una barra de miel para libar, mariposilla? Ah, no, espera. —Volvió a romper a reír, arrastrando a los otros—. Quieres decir que no hay por donde enchufarme. Bueno… En la cabeza, no. Has adivinado rápido.
—No tengo por qué aguantar esto, Ogmi —profirió Miroir en su espacio cerebral privado—. Son repugnantes. Los dos.
—Calma, seamos pacientes con ellos. Son mercenarios y están fuera del Árbol, tratarán igual a todo el mundo. Sus colegas son de los nuestros, nos entenderemos mejor con ellos.
—Sí, sobre todo con ese tal Aqivole, un paradigma de normalidad.
—Serán las secuelas de un rechazo grave. Tranquilo, ahora que sabemos quiénes son podremos rastrear sus antecedentes antes de emprender cualquier misión arriesgada. Tú piensa en lo que ganaremos, solo eso.
—Y tras esta charla tan entretenida —dijo Indra—, tenemos asuntos importantes que discutir. ¿Contactaste con el patrono y le dijiste que teníamos grupo, sire? —preguntó Indra. Al parecer, le gustaba adular a sus jefes dirigiéndose a ellos con ese tratamiento deferente del viejo dialecto.
—Sí, me mandó un mensaje con un par de datos nuevos para empezar a trabajar y el código de descarga del anticipo. Nuestro objetivo…
—¿Vamos a hablar a voces? —se asombró Miroir—. Podrían espiarnos. No sé qué utilidad le veis a vuestro estado. Si nadie sufriera limitaciones, estableceríamos un servidor seguro con conexión directa, en vez de tener que…
—¿Quién sufre limitaciones, flaco? —exclamó la mujer—. Típico de un jacq: si no tienen algo bien gordo y largo incrustado en cada orificio de su cuerpo, no están contentos.
—¿Y cómo os llaman a los incompletos como vosotros? —contraatacó el muchacho, con un brillo acerado en la mirada—. Cachos de carne, ¿verdad?
—¡Métete la lengua por el culo, puto barato! ¡Te voy a partir la jodida…!
—¡A callar! ¡Los dos! —rugió Gareth, destilando tal ferocidad que todos brincaron en su asiento. Todos, menos Leracq, quien siguió fumando con parsimonia—. Me la trae floja el asco que nos demos unos a otros. Vamos a hacer esto juntos, vamos a cobrar todo ese dinero y luego os podéis ir a tirar al volcán, para lo que me importa. Contén al tuyo, Ogmi, y yo contendré a la mía. —Atajó el nuevo arranque de su compañera con un pequeño gesto y continuó—. Escucha, fl… Miroir, somos recién llegados a la ciudad, aún no tenemos un centro de operaciones decente y tú querías un punto de encuentro neutral, ¿no? Pues no hay nada más neutral que esto, aquí a nadie le importa lo que haga el de al lado. Además, los chicos ya han hecho un reconocimiento del terreno. Cuando lleves el mismo tiempo que nosotros en el oficio, podrás darnos lecciones sobre seguridad y sobre la utilidad de los cachos de carne.
El jacq se encontró de nuevo en ese peculiar estado, entre apaciguado y exaltado, al que las palabras de Gareth lo solían arrastrar. Haciendo acopio de todo su autodominio, frenó la lengua y escuchó.
—Y ahora, ¿tengo vuestra atención? —prosiguió el otro—. Bien, loado sea el jodido Dragón. Los ficheros que debemos localizar pertenecen a la corporación Coeursur Innovación. ¿Qué sabemos de ellos?
—¿Coeursur? Creo que son una compañía farmacéutica o algo por el estilo —respondió Indra—, de las que trabajan bajo supervisión directa del Consistorio. Estudios genéticos, drogas neuroactivas, ese tipo de negocios. Espera, no me digas, ¿el misterioso patrono es un rival comercial? ¿Un trillado encargo de espionaje corporativo?
—Eso no nos importa. Leracq, haz una búsqueda rápida. Una corporación, ya veo, ahora entiendo lo de la defensa multineural blablablá. Tienen cuartos para pagársela.
—Sistema de defensa mixto multineural permanente —lo corrigió el seco Miroir—. Y cuidado con la búsqueda, no la hagas directa. Utiliza parámetros genéricos y…
—Sin ofender, jacq, no irás a enseñarle a un minador entrenado cómo moverse por la Enramada, ¿no? —ironizó el hombre de piel oscura. Leracq no se dignó a replicar y mostró el típico rostro abstraído de quienes estaban en línea.
—Corporación Coeursur Innovación —anunció al concluir—, complejo de empresas biomédicas con sede aquí, en Branche. Cuenta con unas doce divisiones.
—¿Algún miembro de renombre?
—Tengo su directorio. Gabinete de dirección… —Pasó a enumerar los altos cargos de la empresa. Ogmi puso una cara rara y le pidió que se detuviera.
—Disculpa, ¿p-puedes repetir el último?
—Mar d’Xortore, Departamento Financiero, Dirección.
—Conozco a esa persona. Es cliente en… en el lugar donde t-trabajamos. Acude con identidad supuesta, pero…
—Pero tú te has colado en su sesera y has cotilleado. —Diann completó la frase con una sonrisilla—. Ahí lo tienes, Gareth, no es que hayan elegido a nuestro prostituto por ser la hostia de bueno. Lo que sucede es que tiene a mano el cerebro de un pobre incauto con información sobre la compañía y el patrono lo sabe. Misterio resuelto.
—Roi es m-muy bueno —lo defendió su exaltado compañero, viendo como sus ojos grises se esforzaban por apuñalar a la mujer—. Y todavía no está c-claro que ese d’Xortore posea datos para acceder a los ficheros.
—Pues lo comprobaremos —terció Gareth—. Averiguad todo lo que podáis sobre la corporación, sobre él, y cuándo será su próxima cita. Hay que asaltarle los sesos.
—¿Su próxima cita? No sé quién es —dijo el jacq.
—Porque no es uno de tus habituales, siempre pide chicas. Yo les m-monitorizo las sesiones con la estación de filtrado.
—Qué mierda —se lamentó Indra.
—No importa, hay m-métodos para hacerlo. Dentro del cerebro, Roi puede personalifizar a quien quiera.
—Persona… ¿qué? Nadie es tan tan hábil, colega, y menos si hay que suplantar a una chica y el otro tío se lleva su propio monitor.
Miroir no contestó. Solo sostuvo la mirada de Gareth, desafiante, hasta que este se rascó la barbilla con el pulgar y zanjó la conversación.
—Vale, demuéstranos cómo te has ganado tu fama, chico. Ah, mis disculpas, si eras mayor que yo… Buscaremos una base de operaciones por la zona y nos pondremos en contacto. En cuanto al anticipo, aquí tenéis el código de descarga de vuestra parte —le lanzó otra memoria externa—, y con eso sellamos el trato. A trabajar, damiselas.
En la calle, Miroir se rezagó y contempló desde la retaguardia a la extraña cuadrilla que componían sus nuevos aliados. El rannesio hacía gala de una soberbia que le costaba tragarse y el tal Leracq se pasaba de taciturno, aunque eso era mejor que soportar la lengua desatada de nadie. La chica, Diann, era sencillamente odiosa. Y pensar que se atrevía a tratarlo con desdén… No entendía por qué los otros los consideraban sus jefes cuando sus limitaciones hacían de ellos una carga. No entendía…
Su memoria rescató y reprodujo con gran nitidez la imagen de Gareth derribando a aquel guardaespaldas, salvando la escalera de un salto y dejando fuera de combate a su excliente con un puñetazo. Apretó los labios, irritado por el intento de traición de su subconsciente. En los tiempos que corrían, lo único valioso se encontraba por encima del cuello. Y para dar fe de ello, ahí estaba el tipo gigante y sin juicio que completaba la banda de bichos raros.
—Tu amigo te llama Roi.
El jacq se sobresaltó. Al tipo gigante y sin juicio no le faltaban habilidades de sigilo, al menos, pues se las había arreglado para tomarlo por sorpresa. Llevaba un puñado de barras de carbohidratos en la manaza e iba masticándolas una tras otra. Tampoco era extraño, considerando el cuerpo que tenía que mantener.
—Yo voy a llamarte Roiroi —insistió, con su curioso tono monocorde.
—Prefiero mi nombre, si no te importa.
—Roiroi me gusta más. Tú me gustas.
—No sé por qué habría de gustarte…
—Eres alto y guapo, como Gargar y Didi. Tu amigo también me gusta, pero es bajo y habla raro. Y tú eres delgado. Come más.
Le tendió una de sus barras y lo instó a que la cogiera. El joven moreno se vio atrapado en una escena surrealista, sujetando el envase metalizado y escoltado por aquel niño enorme que le proclamaba su afecto; y por primera vez en su vida, la declaración no llevaba implícita una cama.
—Gracias… Aqivole.
—Qivo, soy Qivo, soy…
—Claro. Qivo.
Chezzelestin no era precisamente la quintaesencia del lujo. Quienes frecuentaban el establecimiento no lo hacían por el ambiente y, dado que sus productos estrella —jacqes y equipos— eran de óptima calidad, podían pasar por alto la falta de clase en todo lo demás. Pocos conocían la escalera disimulada en las paredes de chapa que conducía a una sala muy agradable, donde el castrado había establecido su santuario. El matón dejó subir a Miroir y este franqueó la puerta blindada. En la barra de bar con la que contaba, un recipiente cilíndrico compacto elaboraba una de las queridas infusiones del dueño. Se adquirían ya preparadas en envases autocalentables o bien en cápsulas expandibles para gastrónomos, en las que se inyectaba agua hirviendo a presión para obtener un brebaje muy aceptable. Celestin, sin embargo, era un auténtico sibarita de las plantas destiladas, y le complacía comprarlas a granel —pagando pequeñas fortunas—, hacer sus propias mezclas y sacar su jugo a fuego lento. Al abrirse, el recipiente liberaba una fragancia natural y deliciosa que poco tenía que ver con los ambientadores sintéticos. Para engañar a la nariz, lo mejor era usar lo auténtico o el cerebro, no recurrir a una fábrica de aromas artificiales.
Aunque tenía una mano colocada en la tetera y sostenía una taza en la otra, fue evidente para Miroir que la atención de su jefe estaba perdida en alguna bifurcación de la Enramada.
—Observa lo que ha filtrado uno de esos servidores ilegales, chiquillo —dijo este, ejecutando un archivo en el servidor privado de la casa. Salvo cuando atendían a un cliente, exigía que todos sus chicos se conectaran a él en horario de trabajo—. Está infectando cada nodo y cada rama. Qué notición, si resulta ser cierto.
El joven moreno cerró los ojos. Automáticamente, su cerebro transportó a sus sentidos de la vista y el oído…
… a una especie de sala de recreo pasada de moda, donde la tecnología se mezclaba con otomanas cubiertas de cojines adamascados y cortinas con colgaduras doradas. Los gustos en decoración del curtido proxeneta no eran muy apreciados por sus empleados. Entre encaje y encaje flotaban parpadeantes pantallas tridimensionales. Los avatares de algunos jacqes y técnicos se materializaron frente a la mayor de todas, con forma de cubo…
Nada de aquello era real, por supuesto, no era más que un ambiente generado según las especificaciones de Celestin. Pero para los sentidos implicados era tan auténtico como una habitación de verdad al alcance de quienes poseyeran las claves y permisos. Aquel era el principio básico de todos los escenarios a los que se podía acceder gracias a un módulo neural. La diferencia con las creaciones de un jacq era que estas veían la luz en la intimidad de un cerebro, mientras que la gran mayoría de los servidores operaban en la Enramada.
… En ella, una figura masculina de rasgos idealizados, típico presentador de noticiario, recitaba con voz impersonal:
—La corporación Pharmracin, poseedora de la patente y única fabricante y distribuidora del suero inmunodepresor universal, planea boicotear la política de precios del Consistorio. Tras el retiro de quien fuera su presidente durante los últimos ciclos, Doug d’Ana, su sucesora e hija, Harpe d’Ana, ha manifestado su desacuerdo con el elevado desembolso que deben realizar los consumidores finales para adquirir las indispensables dosis de antirrechazo. Fuentes fidedignas afirman que va a emprender una agresiva campaña para garantizar que un bien esencial de la talla de su producto sea mucho más asequible para el público en general, sin distinciones.
Diversas grabaciones de Pharmracin, de la nueva presidente ante la sede consistorial, y varios archivos relacionados con la noticia fueron reproducidos en una de las esquinas de la pantalla cúbica.
—Se desconoce aún la reacción del gobierno ante este cambio en la dirección de una de las corporaciones más influyentes del planeta —prosiguió la figura—. El suero inmunodepresor, cuyo valor en el mercado negro puede verse incrementado hasta en un seiscientos por cien…
Miroir abandonó la sala y parpadeó. Celestin lo observaba satisfecho, tomando sorbitos de su taza con el dedo meñique disparado.
—¿Qué te parece? Ya no tendríamos que usar docenas de identidades ánima ni pagar un riñón para conseguir la dichosa droga. Quizá nos aviáramos con medio.
—El Consistorio no va a permitir algo así —respondió el jacq—. Ogmi dice que las antirrechazo son su principal mecanismo de control y de mantenimiento del equilibrio.
—Bah, bah, qué mono te pones cuando hablas de política.
—¿Para qué me has llamado, Celestin?
—Porque tenía ganas de usar la boca para algo más que beber y, ya que estás aquí, te haré un par de indicaciones sobre tu agenda de mañana. Y a todo esto, ¿por qué has venido? No tienes ninguna sesión programada.
—He venido acompañando a Ogmi, después pensábamos dar una vuelta. —El tono desapasionado de Miroir habría engañado a cualquiera.
—¿Aprovechando las ventajas del progreso? Fabuloso. ¿Quieres una infusión? —Viniendo de Celestin, esa era una invitación muy espléndida.
—No, gracias, yo…
—Marchando una taza de mi exquisito especial especiado. Y ahora sentaos, vuestra alteza, que detesto forzar el cuello cuando os hablo.
De manera que Miroir tuvo que beber y escuchar con paciencia, procurando no dejar traslucir su prisa. En cuanto le fue posible regresó al piso inferior, caminó de puntillas hasta una de las pocas salas donde el cliente y su monitor se mantenían aislados del jacq —las que siempre pedía el Señor Impotente en sus visitas— y se desconectó del servidor de Chezzelestin. Una de sus colegas, una muchacha bonita y algo huesuda, ocupaba la silla ergonómica. Tenía los ojos cerrados y el cable de la consola colgaba de su nuca, a través del hueco del reposacabezas. El otro profesional presente, Ogmi, apartó la vista del panel y le lanzó una mirada de reproche.
—Pensaba que no bajarías a tiempo —bufó en su espacio privado, tendiéndole otro cable—. Rápido, ya han empezado. Tienes que observar lo que puedas, dormir a la muchacha y sustituirla cuanto antes. Es una suerte que hayan aceptado estas habitaciones separadas. Al lado de su monitor habría sido mucho más complicado.
El moreno tomó asiento, interrumpió todas sus conexiones inalámbricas y se insertó la clavija del filtrador. La máquina estaba encastrada en la pared y contaba con un panel a cada lado; cuando un parroquiano quería usar los servicios de Chezzelestin sin renunciar a la privacidad, utilizaba la sala adjunta. Mar d’Xortore, el directivo de Coeursur Innovación, se encontraba en aquel momento en ella, junto con su monitor.
Las investigaciones previas sobre la compañía habían arrojado resultados discretos. Su sede física la constituía uno de los típicos complejos de edificios corporativos diseminados por Branche, de exteriores diáfanos y transparentes y entrañas sólidas como búnkeres. Igual que los de todas las corporaciones con intervención gubernamental, sus sistemas de protección eran ultrasofisticados y estaban respaldados por los del Consistorio, que inspeccionaba todo el tráfico de datos entre sus distintas divisiones y con el exterior. No habían confirmado que contaran con la defensa multineural sugerida por su patrono, aunque no descartaban que esta existiera y custodiase un nivel de seguridad más profundo, donde la biomédica almacenase sus investigaciones confidenciales.
Por lo que atañía a d’Xortore, en apariencia llevaba la vida de cualquier directivo de su categoría. Habitaba un apartamento de lujo en una de las torres del centro, viajaba en un levi blindado y, a la vista de las circunstancias, profesaba una secreta inclinación por el sexo neural. Aún no merecía la pena arriesgarse a despertar sospechas registrando su casa o su entorno de trabajo. ¿Para qué? Tenían acceso a su memoria y era mejor empezar por ahí.
Si hubiera estado celebrando una sesión sin monitor, la labor habría sido mucho más fácil. Con un técnico encargado de la supervisión había que extremar la sutileza, porque eso implicaba que el objetivo estaría despierto y recordaría cada pensamiento que se hiciera aflorar durante el transcurso de la misma. Por otro lado, las estaciones de filtrado indicaban en todo momento el número de terminales conectados y la ondas cerebrales de cada uno, y eran revisadas por los operarios para evitar sabotajes. Ogmi había falseado la potencia de su propia señal para facilitar a Miroir unirse sin ser detectado y esconder su presencia tras ella. El invisible jacq se deslizó dentro de la mente de la chica y observó qué tipo de fantasía le estaba ofreciendo a su cliente. Tardó poco en recopilar la información que precisaba para replicar sus pautas, la sumió en un sueño ligero y dejó a su compañero de pelo azul la tarea de hacer que sus ondas cerebrales aparentaran seguir interactuando con las de d’Xortore. Casi al instante, tomó su lugar.
Contemplaba paredes, columnas y cadenas de hierro colgando de un armazón que pretendía ser terrorífico, y una colección de instrumentos de tortura —o de placer— desplegada por los cuatro costados. La cortina de eslabones metálicos que los rodeaba se balanceaba, repicando un acorde estudiadamente aleatorio, y golpeteaba las barras que delimitaban el área donde transcurría la escena. El cliente «vestía» un cuerpo sacado del catálogo de héroes de acción —esos que apenas se veían en la vida real, aunque él acababa de conocer a un par que los lucían— y nada más, aparte de ataduras de fibra en las muñecas y una desproporcionada erección sobre el vientre, constreñida con una trenza del mismo material. Miroir ya no era él mismo. Al mirar abajo, sus ojos cayeron sobre una trama de tiras de color carmesí, abultadas sobre el torso y hundidas entre las piernas, en la hendidura donde debiera haber estado su propio sexo. La trama le dejaba al descubierto los pezones, que coronaban un apreciable par de senos carnosos, y toda la superficie de sus nalgas. En la mano llevaba un tubo corto, grueso y flexible, de los que se usaban para azotar, y con él rozaba la piel lisa y tirante de una ingle que se proyectaba hacia delante, impaciente. La sesión era de aficionados, nada original ni creativa, y ni siquiera habían activado los sentidos del gusto y el olfato; la obra de un jacq inexperto y un usuario poco exigente. Pero debía ceñirse al plan.
Algo de música ambiental acompañó el tintineo de las cadenas. Un dato curioso: recordaba vagamente a la sintonía de cierta compañía biomédica.
—Vamos, mi ama —solicitó la maniatada columna de músculos que se sacudía debajo de su cuerpo lleno de curvas—. Dame lo mío. Castígame por haber sido tan malo… y después consuélame como tú sabes.
—¿Quieres esto? —preguntó con aquel avatar femenino, colocándose a horcajadas sobre sus caderas y blandiendo el azote. Un susurro ululante surcó el aire—. ¿Quieres ver cómo trato yo a los chicos traviesos que hablan a destiempo y no cumplen con sus obligaciones?
—¡Sí! ¡Sí, nena, pégame! ¡Pégame y también…!
Lo sintió retorcerse y buscar el contacto. Bajó la punta del instrumento, la paseó por el interior de sus muslos hasta llegar a los testículos y luego golpeó con suavidad. Él gimió, sonrió y se pegó aún más a su entrepierna. Miroir halló aquel juego tan infantil… Si hubiera estado en sus manos decidir, se lo habría enseñado, le habría demostrado que el goce más extremo se podía arrancar del dolor más enloquecedor. Pero no era eso lo que aquel tipo buscaba. Presionó con el azote la zona de su perineo y se acomodó sobre su miembro cubierto de ligaduras, atrapándolo entre sus nalgas desnudas y restregándose despacio y a conciencia. El hombre jadeó y se arqueó tanto que levantó en vilo a la figura femenina.
—Pórtate bien o tendré que golpearte de nuevo. —Así lo hizo, sin interrumpir los movimientos de su pelvis—. Eres tan poderoso ahí fuera. —Los eslabones entrechocaron con más fuerza—. Seguro que eres tú quien sujeta siempre la correa. Pues entérate, aquí dentro me perteneces y vas a probar un trago de tu propia medicina.
Se inclinó tanto que sus pezones rozaron entre las tetillas erectas. El falso sumiso devoró con los ojos los pechos que se aplastaban contra sus pectorales y se estiró para tratar de capturar uno con los labios. La muchacha sonrió y le asestó otro golpecito en los testículos.
—¡Desátame! —demandó el cliente, casi aullando—. ¡Desátame ya, vas a hacer que me estallen los huevos! ¡Quiero follarte! ¡Quiero… ugh… incrustarte esto bien hondo!
—Qué boca tan sucia. Deberás suplicar piedad para redimirte. —No hizo ademán de desanudarle las muñecas, aunque sí echó mano de los cordones y liberó poco a poco la erección, que fue ganando más consistencia, si cabía, entre sus dedos—. Dejaré que me sientas. ¿Te gusta? En cuanto a los brazos, tendrás que soltártelos tú si deseas tocarme.
—¿Qué…? —El hombre giró la cabeza. Donde antes hubiera simples cuerdas de fibra, dos candados de combinación se habían materializado y cerraban sendos brazaletes en torno a sus muñecas. Forcejeó—. ¿Y cómo pretendes que lo haga?
—Debes conocer la combinación que abre las cerraduras. La palabra clave. Pronúnciala y se abrirán.
—No acordamos ninguna palabra clave —gruñó. A continuación se estremeció, pues la amazona había terminado de desligar su ariete y estaba acariciando el extremo con la yema del índice y con el azote a la vez—. No sé ninguna… ah…
—Claro que la sabes. La contraseña siempre es parte del juego, ¿recuerdas? Si la dices en alto, tu ama deja de martirizarte y te da… consuelo. ¿No era lo que querías? Te da cuanto le pidas.
La carne rígida y resbaladiza rozó la entrada entre sus glúteos. El avatar de d’Xortore se pasó la lengua por los labios.
Con una ligera estimulación de su producción de oxitocina, la confianza del directivo se incrementó. El apetito sexual dominaba sobre cualquier otro sentimiento en su cerebro, si bien ciertas zonas del mismo mostraron una actividad solo relevante para Miroir. Esas ciertas zonas habían respondido a las sugerencias subliminales de la música, la medicina, la contraseña…, e iluminarían una búsqueda que, a falta de tal argucia, habría resultado complicada y apresurada. Guiándose por las señales, a la manera de faros en una tormenta de impresiones, el jacq navegó por los pensamientos secretos de d’Xortore y localizó el recuerdo de un hueco recóndito en el apartamento de una mujer cercana a él —¿una amiga, una amante?— donde ocultaba una memoria con información que no debería poseer. Los tíos que manejaban el dinero, le había dicho ese minador de tez oscura, siempre tenían acceso a todas las cosas buenas de sus compañías.
Junto con esas escenas obtuvo una imagen más, la parte frontal de un imponente levi último modelo, de los adaptados para vuelos a media distancia. El símbolo metalizado del ave con el pico apuntando a la derecha, logotipo de la compañía fabricante, brillaba en lo alto. Aunque se preguntó qué asociación de ideas lo habría conducido a pensar en aquello en medio del sexo, no le concedió importancia. Quizá para él, dedujo, tanto daba montar una chica o un vehículo lujoso.
—Piedad —jadeó al fin el atlético prisionero. Sonreía, orgulloso de su sagacidad, y Miroir tuvo que contenerse para no mirarlo con desprecio—. Esa era la palabra clave para redimirme, ¿verdad? «Piedad».
—Muy bien. —Los candados emitieron dos chasquidos y sus brazos aterrizaron en el colchón, libres—. Y ahora, ¿cuál es tu siguiente deseo?
—¿Cuál crees tú? —Alargando la mano hacia su pubis, apartó las tiras del insólito atuendo lo justo para abrirse camino en su cuerpo con un violento impulso—. Ahora seguiremos jugando con mis reglas y seré yo quien empuñe ese chisme. —Aferró el tubo flexible y lo empujó entre sus glúteos—. Confío en que aquí cabremos los dos…
Miroir concluyó el trabajo, programó la memoria de la chica con los detalles de un polvo neural que jamás se había echado, pero que siempre recordaría, y le devolvió la consciencia. Luego salió con el mismo sigilo con el que había entrado y abandonó Chezzelestin por el callejón, en busca de un poco de aire frío. No importaba cuántos ciclos llevara dedicándose a ello, ni lo acostumbrado que estuviera. La presencia de Ogmi siempre le infundía el impulso de salir corriendo.
Una pequeña multitud colonizaba la noche branchien. A lo lejos se escuchaban los levis que pasaban de largo por la maltrecha carretera electromagnética de la zona. El jacq se hizo a un lado, seleccionó uno de sus servidores musicales favoritos y dejó que las notas le llenasen la cabeza mientras aguardaba a su amigo. Ese era uno de los placeres que más echaba de menos cuando estaba en Nakahel. A veces, si el tiempo no era muy malo, utilizaba un reproductor, aunque las interferencias y la pobre calidad del audio acababan frustrándolo. Se quedó allí, abstraído, hasta que un avatar simplificado —especie de firma o icono personal de cada entidad en la Enramada— con forma de relámpago intermitente comenzó a girar ante el pequeño resquicio abierto de sus conexiones. Miroir carecía de ciudadanía y, por lo tanto, no contaba con dirección virtual legal. Para comunicarse con él había que poseer su código privado secreto, presentarse primero y esperar su aceptación; algo así como un aviso de mensaje entrante. El icono pertenecía a Indra. Después de dejar que penetrara a través de los filtros de sus programas defensivos, una voz conocida se hizo oír sobre la música.
—¿No saludas a los colegas, chico?
Miroir levantó el rostro. Entre los transeúntes alcanzó a ver el edificio del otro lado y tres siluetas delineadas bajo las luces led: el esperado Indra, el austero Leracq… y Gareth. No le apetecía tener que repetir la historia de su encuentro con d’Xortore, así que se mantuvo callado y los siguió hasta el tugurio de su entrevista previa, donde esperaron la llegada de Ogmi. Por todas partes se comentaba la gran noticia de la jornada, la batalla por la bajada de precios de las drogas antirrechazo. El pequeño minador de cabello azul tardó poco en reunirse con ellos, un tanto mortificado por su tardanza.
—¡Roi! ¿No estabas en modo hermético? ¿Qué tal la sexión?
Indra soltó la carcajada, Gareth dejó escapar una risita y hasta su huraño compañero exhibió una mueca irónica ante el desliz de Ogmi, que se encogió como si pretendiese cavar un túnel e ir a hacer compañía al Dragón. El jacq apretó los puños. No iba a dejar que un grupo de mercenarios se mofasen de él.
—Tengo algo, abramos un espacio privado y os lo enseñaré. Vaya, olvidaba tus limitaciones. —Atravesó al miembro más alto del grupo con un par de ojos acerados—. Mala suerte, quizá tus camaradas te puedan poner luego al corriente.
—O quizá yo pueda atrapar ese cuello tan delicado que tienes entre mi índice y mi pulgar y apretar hasta que escupas todo lo que sabes. No, flaco, vas a usar la boca para hablar.
—Te he dicho que no me llames…
—Y tú no me provoques. Larga.
—Hay que averiguar si d’Xortore tiene una amante o algún tipo de relación especial con una mujer. Creo que guarda una memoria con datos confidenciales de la compañía en un escondrijo de su casa que ella desconoce.
—¿Crees? Si te piensas que podemos andar suponiendo cosas…
—¡Lo sé! Lo vi con claridad entre sus recuerdos y sería capaz de localizar el lugar. Lo que no entiendo es por qué usar un soporte físico cuando esconderlo en la Enramada habría sido más sencillo y efectivo.
—Para ti, sí, pero ese pavo maneja dinero, no es un técnico. Sabrá que carece de habilidades para dar esquinazo a un puñado de ingenieros suspicaces.
—Espera —se inmiscuyó Indra—. ¿Al final sí que te hiciste pasar por una nena? ¿Y el tipo no se dio cuenta? ¿Ni su monitor?
—Yo me quedé realizando los últimos ch-chequeos y todo estaba correcto.
—Es difícil de creer, las nenas son más delicadas y sensibles. Menos Diann, claro, esa es capaz de partirte la mano con el chi…
—Como si tú supieras qué puede hacer ella con lo que tiene entre las piernas. —Gareth sabía ser intimidante cuando lo pretendía. Miroir se preguntó si era un caballero defendiendo la dignidad de su dama o, simplemente, se burlaba de su camarada—. Entonces el siguiente paso es husmear si nuestro ejecutivo tiene una amiguita y dónde vive. De eso os ocuparéis vosotros, los de los cables. Conseguidme una dirección y un informe de seguridad y Diann y yo haremos el trabajo de campo. Tú te vendrás, Leracq, por si acaso.
—¿Por qué vosotros? —preguntó el jacq—. Soy yo quien sabe dónde buscar.
—¿Alguna vez has reventado una cerradura y te has colado en una vivienda urbana? No, ¿eh? Pues dedícate a lo tuyo y punto. Nos harás un informe detallado y lo usaremos.
—Es v-verdad, Roi, nosotros no estamos acostumbrados a mercenariar por ahí, concentrémonos en reunir esos datos.
—Eso, sé un buen chico. Ah, hemos conseguido una cueva medio decente para celebrar nuestras próximas reuniones a puerta cerrada. Aqivole la está adecentando y ha puesto un par de catres para vosotros. Si no preferís compartir uno.
—Ogmi y yo nunca dormimos en Branche —se apresuró a recalcar.
—Es por comodidad pero, si te empeñas… Me pregunto qué monstruosidad habréis hecho para tener que esconderos de esa manera. Estoy dudando entre desatar los volcanes de Ran o dejar preñadas a las hijas del Consistorio en pleno. Na, me quedo con los volcanes, es mucho más probable.
—Eso no es asunto tuyo. —Miroir se levantó con la gracilidad de un iceberg a la deriva—. Y nosotros no compartimos… catre, entérate.
La cueva que Gareth había mencionado ocupaba el sótano de un edificio cerca de las afueras —la misma zona por donde ellos salían de la ciudad—, con ventanucos para controlar las idas y venidas y con un par de vías de escape en caso de necesidad, y constaba de una simple sala diáfana de cemento desnudo con un aseo. Las camas se habían alineado en la pared del fondo y el centro lo ocupaba una gran mesa perfectamente nivelada, a pesar de que todas las patas habían sufrido alguna mutilación a lo largo de su azarosa existencia. Aqivole resultó ser un mañoso maniático del orden que se empeñaba en conservar las líneas paralelas, los objetos en simetría y las superficies lisas y pulidas, sin una mota de polvo ni un circuito fuera de su sitio. Era algo perturbador verlo sentarse ante una lámina estriada y disponer sobre ella, con precisión de relojero, las piezas de un arma mecánica o electrónica, para luego hacerles una puesta a punto profesional y volver a ensamblarlas. Aquellos componentes diminutos, que no estaban hechos para sus dedazos, los obedecían con toda naturalidad.
Leracq tenía una esquina favorita, en la que se parapetaba tras el equipo para trabajar en silencio. De tanto en tanto, su mano izquierda ejecutaba los típicos movimientos de sostener una pipa, prueba de que convivía con un vicio serio aunque prefería dejarlo para los ratos de ocio. A Indra, por su parte, le gustaba tumbarse, cerrar los ojos y conectarse, haciendo alguna que otra observación aleatoria. Los mutismos de los otros dos podían forzar a cualquiera a buscar la compañía de su propia voz. Y del porno virtual.
Gareth y Diann, sin embargo, padecían el encierro como bestias enjauladas. En la sociedad del momento, donde la ilusión de poseerlo —casi— todo estaba al alcance de cualquiera con módulo neural, ¿qué había para ellos? Sus cuerpos, además, requerían un mantenimiento que únicamente se conseguía con ejercicio. Jamás dejaban que las cuatro paredes se les cayesen encima.
Aquella madrugada estaban todos reunidos con sus socios de Nakahel. La escultural mujer salía del aseo con unos pantalones y una toalla alrededor del cuello por toda vestimenta; sus pechos, a medias cubiertos por los picos de tejido absorbente, atrajeron algún vistazo subrepticio. Miroir sintió el impulso de centrarse en Gareth y comprobar si también se divertía con el espectáculo, pero la verdad era que parecía distraído. Se pasaba la mano por el cabello trenzado y se rascaba la corta barba de color miel en ese gesto suyo tan característico. Su ropa dejaba ver los brazos, otra irreprochable extensión de músculos trenzados bajo la piel, y el jacq no pudo evitar seguir sus líneas. ¿Alguno de los avatares creados por él había llegado a alcanzar esa perfección genuina?
Experimentó una brusca vuelta a la realidad al notar otros ojos, azules y pálidos, fijos en los suyos.
—Hay que ser capullo para robar el chisme en lugar de copiarlo —estaba diciendo Indra. La atención general había pasado del parachoques de Diann a una memoria depositada en el centro de la mesa—. Tendría que haber ido yo, no se me habría ocurrido hacer el novato así.
—Está protegida por contraseña y no teníamos el tiempo ni los medios para taladrarla —replicó Diann—. El hueco donde la pillamos estaba cubierto de polvo y la reemplazamos por una parecida. Volveremos a dejar esta en su sitio cuando terminemos con ella y nadie lo notará. Un momento, ¿por qué tengo que darte explicaciones? A ti siempre se te va toda la fuerza por la boca, ya veremos si eres tan listo para zumbarte la protección. Y mírame a la cara cuando me insultas, gilipollas, no a las tetas.
La información suministrada por Miroir había dado frutos. Mar d’Xortore tenía, en efecto, una amiga especial con la que celebraba encuentros íntimos en su apartamento. El jacq empezaba a entender los motivos por los que la gente gastaba auténticas fortunas en contratar mercenarios. Aquellos tres habían evadido todas las cerraduras y protecciones de una casa en el centro sin disparar ninguna alarma, y planeaban con tranquilidad una segunda incursión. Se fijó en el pequeño objeto de la discordia. Tal cual había presenciado en la mente del ejecutivo, este lo había escondido en el marco de una rejilla de ventilación, recortando un fragmento del listón transparente interior que lo sujetaba y encajándolo en él. Alargó la mano para estudiarlo, pero Indra se le adelantó.
—Bueno, a trabajar. Utilizaremos un filtrador múltiple y un generador de contraseñas y…
—La he revisado. Tres intentos fallidos y se borrará el contenido —comentó Leracq.
—¿Y si engañamos al contador de fallos con una subrutina que lo reinicie cada dos intentos? O bien lo eliminamos.
—No, es el tipo de soporte que se sobrecarga cuando lo sometes a un gran tráfico de datos. El tipo no quería riesgos.
—Qué bien. Oye, niño, podrías haberle sacado la clave, ya que estabas —dijo el minador rannesio, volviéndose a Miroir—. Sin ella, esto es poco menos que inútil.
—¡Nadie le habría sacado más que yo! —se indignó el jacq—. Dejadme conectarme, quiero verlo.
—¿No tenéis una de esas viejas pantallas que sirven de interfaz? —Gareth abrió al fin la boca—. Usad una y así lo veremos todos.
Leracq se levantó en silencio, regresó con una lámina delgada y translúcida e insertó la memoria en una ranura. A continuación se conectó él mismo a través del filtrador múltiple e indicó a Miroir que lo imitara. La pantalla se iluminó para mostrar un sencillo recuadro blanco y un punto parpadeante.
—Sin presentación, se limita a pedir la contraseña.
—¿Sabemos cuántos caracteres son? —preguntó Indra.
El cursor se desplazó por la línea.
—Un máximo de once.
—Genial, tormenta de ideas. Contraseñas de once caracteres o menos que se le pueden ocurrir a un cabrito forrado. A mí se me ocurre una: J-ó-d-e-t-e-m-a-m-ó-n.
—Revisemos lo que recopilamos de d’Xortore —apuntó Leracq— y hagamos una búsqueda. Si no localizamos una coincidencia de peso…
—… tendrás que componértelas para enchufarte otra vez a él —completó Gareth, dirigiéndose a Miroir.
—No, esperad.
El joven moreno, que aparentaba estar pendiente de todo, andaba perdido, en realidad, en los recovecos de sus propios recuerdos. Había visto algo en la sesión, algo desconcertante pero a lo que no le había concedido importancia… Algo…
—¡El levi! —exclamó—. ¿Qué modelo de levi usa? Uno avanzado para vuelo a distancia media, ¿no? Con el logo de esa compañía, la del ave cromada.
—Sí. —Indra intercambió una mirada con su colega de pelo blanqueado. La imagen fue sustituida por capturas del vehículo en cuestión desde diferentes ángulos, que estaban siendo compartidas por los minadores—. Tiene varios, este es el más exclusivo.
—Estaba pensando en él durante la sesión, tiene que ser eso. —Al notar el desconcierto en los otros rostros, explicó, impaciente—: El área de sus pensamientos donde almacenaba el escondite de la memoria externa también contenía una impresión muy fuerte del frontal de este vehículo. Y el número de registro se lleva justo ahí.
—¿Por qué estás tan seguro de que no significa otra cosa?
—¡Once números! ¡El número de registro consta de once números! —anunció el jacq con voz de triunfo—. No es una casualidad. Estoy accediendo a él, esta debe ser la contraseña.
Una pequeña ventana con los once dígitos se abrió sobre la que mostraba el levi. Los ojos lechosos de Leracq buscaron la aprobación de su jefe, el cual se paseó el pulgar por el mentón y luego asintió, despacio. En cuanto a Miroir, se había quedado pensativo ante la imagen del frontal con el animal alado mirando a la izquierda.
—Hay algo que no está bien —murmuró.
Pero la ventana del recuadro blanco y el punto volvió a superponerse a todas las demás y el minador introdujo en ella la clave. No sucedió nada, excepto que los números se borraron y el punto parpadeó de nuevo en solitario.
—Clave incorrecta, niño —gruñó Indra—. Esto es lo que sucede cuando se hace caso a aficionados.
—A-aguarda. —Ogmi acudió en defensa de su amigo—. Acaba de decir que algo no e-está bien, os habéis apresurado. ¿Qué has recordado, Roi?
—Es ese logo, el ave. Mira hacia donde no debe.
—Opino que demos a este flaco un chute de antirrechazo para el S.R. y nos libremos de él —sugirió Diann—. Nos está haciendo perder el tiempo.
—¡No! Este animal mira hacia la izquierda, ¿no lo veis? —Señaló la ventana a la que se refería—. En los recuerdos de d’Xortore lo hacía hacia la derecha, como si fuera… ¡Como si se reflejara en un espejo!
—¿Y qué? —insistió la mujer—. A lo mejor tú recuerdas mal o a lo mejor él se equivocaba. ¿Qué diferencia hay? La clave no es válida.
—¡Yo no recuerdo mal! Y él, ¿cómo iba a equivocarse, si se ve la importancia que le da a este aparato? ¡Te digo que esa es la contraseña! Hay que introducirla empezando por el final, invertida.
—Quienes no están implantados no tienen por qué s-saberlo —aclaró Ogmi—, pero así funciona el cerebro. Utiliza símbolos de otros conceptos más elaborados con un significado espefíci-ci-ci…, perdón…, específico. Puede que para nuestro hombre la imagen reflejada fuera un truco para recordar o puede que la c-contemplara una mañana cualquiera y le sugiriese su contraseña. Yo confío en Roi, sé que posee la mayor habilidad natural para tresendrañar secretos mentálicos que he visto jamás.
—¿Alguien entiende lo que dice este pavo? —preguntó Diann con voz muy poco discreta.
—Vagamente —contestó Indra—. Algo de sentido tiene, aunque…
—Callaos los dos. —Gareth prescindió de la opinión de sus hombres y se enfrentó a los ojos decididos del jacq—. Tú estabas en su cabeza, no yo. ¿Apostarías la tuya a que eso fue lo que viste?
—Sí. Y si no os hubierais precipitado antes, habríamos acertado a la primera. Bueno, no importa porque no nos equivocaremos con esta.
—De acuerdo. Leracq, adelante.
El minador volvió a introducir la secuencia de dígitos, empezando por el último. La pantalla quedó en blanco un instante… y luego desplegó un menú de contenidos con títulos muy instructivos, del tipo Inversores encubiertos, Prototipos, Planos o Protocolo de defensa. Los ocupantes del sótano aullaron.
—¡Rápido, haced una copia para que podamos devolver el original! Resulta que el aficionado sabe lo que se hace, qué cosas. ¿No os lo dije? ¿No os lo dije? Mirad todo lo que ha birlado de los registros secretos de la compañía. Estos tíos de finanzas tienen los dedos más largos del mundo.
—Roiroi es muy inteligente. —Miroir se encontró uno de los aperitivos de Aqivole en las manos. Sin saber por qué, la discreta ofrenda lo llenó de un orgullo mayor que las otras manifestaciones de aprobación.
—Eh, dejad las autofelaciones para más tarde. A ver qué tenemos aquí… Enséñanos Protocolo de defensa, Leracq.
El aludido mostró lo que se ocultaba tras ese título. Un plano tridimensional detallado del edificio, con cientos de anotaciones y líneas y líneas de jerga técnica sobre programas de protección, fue revelado ante los atónitos ojos de los presentes, los cuales expusieron a las claras que no se esperaban algo tan complejo. Para Miroir, la mitad de aquellos sistemas eran desconocidos.
—La madre que me parió —murmuró Indra—. Aparte de los controles gubernamentales, tienen una maldita fortaleza. ¿Y qué es esto? ¿Un módulo separado y desconectado del Árbol? —Los murmullos fueron subiendo de volumen—. ¿Cómo coño se supone que vamos a meternos ahí? Y… Joderjoderjoder… ¿El multineural es de diez puestos? ¿Diez jodidos tíos enchufados y repeliendo ataques?
—No t-tienen por qué estar los diez a la vez. —La aportación de Ogmi quedó sepultada bajo la avalancha de decibelios que la voz de su colega había liberado—. Lo normal es que se turnen, salvo en épocas de mayor tráfico.
—¡Pues si tienes mala suerte, tu pequeño jacq tendrá que vérselas con diez minadores que estarán más que dispuestos a freírle los sesos! ¡Y a nosotros! ¡Y eso si pasamos los otros niveles de seguridad!
—Roi ya tiene mucha experiencia con objetivos múltiples y yo p-puedo ayudar a…
—¡Gareth, ni de coña! Por bueno que sea, esto nos queda grande, y lo sabes. ¡Es un puto suicidio!
El mercenario se levantó y conferenció con su compañera en la otra punta de la sala. Finalmente se acercó, confortó a Aqivole con una palmadita amistosa y declaró:
—Contactaré con el patrono y le diré que necesitamos más minadores. Y de paso, más pasta. Si vamos a intentar suicidarnos, al menos que lo pague.
La proclamación de intenciones provocó que Indra y Ogmi saltaran casi al unísono a exponer sus respectivos inconvenientes.
—¡Pero, sire…! ¿Y si no afloja lo que le pidas? Lo que es yo, no voy a ceder nada de mi parte, te lo advierto. La cantidad ya ha perdido mucho atractivo, a la vista de las noticias.
—¡Pero, Gareth…! ¿No es p-peligroso meter a más gente en esto? Tú dijiste que el patrono solo nos quería a n-nosotros.
—Me importa una mierda lo que quiera ese cabrón invisible, no es su flaco culo el que va a estar bien jodido ahí fuera. Se aceptan sugerencias. ¿Quién sabe de algún candidato para ofrecerle el trabajo?
—Yo conozco a dos —respondió Leracq tras un largo silencio—. Dicen que son los mejores. Y también que son muy raros y muy caros.
—Raros y caros. Qué estupendo, aquí encajarán de vicio.