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¿A qué dediqué mi tiempo aquel último semestre y el posterior verano? Podría resumirse en a destinar todo el día, y no solamente el tiempo libre que me dejaban las últimas clases del curso, a leer y escribir, a pasear con un libro en la mochila y los auriculares reproduciendo música, a ver exposiciones y películas en versión original, a recorrer librerías que exhibían novedades editoriales y, mis favoritas, las de segunda mano.
Cualquiera diría que era una vida contemplativa, y desde luego no podía decirse que fuese la más esforzada del mundo, pero distaba mucho de perder el tiempo. Devoraba tantos libros como podía, que a su vez regurgitaba en relatos y amagos de novelas que tenían menos de homenaje a mis ídolos que de plagio involuntario. No tenía importancia, pues nada más lejos de mi intención que pretender compartir aquellas páginas con nadie. Tan solo era mi formación como narrador, en mi línea constante y silenciosa.
Con el paso de las semanas, me convertí en una presencia habitual en el circuito literario. Me sabía el nombre de los libreros, y ellos conocían el mío. Me recomendaban títulos y autores y yo me dejaba aconsejar, feliz. Mientras tanto, mis padres, que tenían confianza plena en mí, no interferían en mis asuntos, aunque cada cierto tiempo prudencial aprovechaban la hora de la cena para preguntar con tono casual si estaba buscando un trabajo.
—Estoy en ello.
Nunca me ha gustado mentir, y es cierto que durante mis paseos siempre me fijaba en los carteles donde se anunciaba que se requería de alguien. Pero tenía el resquemor de saber que no estaba haciendo todo lo que podía, y eso me producía un remordimiento que a la postre sería infundado, pues, sin saberlo, había estado opositando para la que sería la mejor oferta que hubiese podido soñar.
Una de mis librerías preferidas, si es que no era la que más, era la del señor Manuel. Estanterías que cubrían las paredes de arriba abajo enmarcaban un espacio abarrotado de libros de todas las épocas, tamaños y estados de conservación. Al fondo, una escalera de caracol de madera, tan firme en su estructura como endeble en su apariencia, conducía a una sala superior que hacía las funciones de trastero privado, pero a la que había tenido el privilegio de acceder gracias a mi fidelidad como cliente y a mi interés por los libros que se almacenaban allí. El librero siempre disponía de nuevas adquisiciones gracias a compraventas de saldo, donaciones o trueques que aportaban un sinfín de realidades por conocer, tanto de las obras en sí como de sus antiguos propietarios. De fondo, el hilo musical reproducía melodías clásicas, una sucesión de composiciones que concedían a la estancia una aureola cercana al misticismo.
La afluencia de material que entraba y salía convertía la librería en un lugar de paso obligado, ya que nunca sabía qué novedad atraparía al vuelo antes de que acabase en manos de otro comprador. Allí podía pasar horas escuchando al anciano señor Manuel, un amante del papel impreso que sentía una pasión que yo admiraba y que me esforzaba por emular como haría un pupilo con su mentor.
Cuando su hija Teresa se dejaba ver por el negocio familiar no dudaba en unirse a la conversación. Una vez comentó que yo era el nieto que su padre nunca había tenido, lo que me enorgulleció. Con el tiempo, me sorprendí al enterarme de que no era que ella no hubiera tenido hijos. De hecho, había tenido tres, el menor de ellos de mi edad. Pero ninguno había heredado la pasión por la lectura de su abuelo.
La segunda semana de julio de aquel 1999, durante mi ruta habitual, pasé por la librería. Al atravesar la puerta, me extrañó encontrarme con Teresa detrás del mostrador. Era la primera vez que no me recibía quien ya consideraba mi amigo. Por la mirada de la mujer, comprendí que había sucedido algo malo. Con la voz temblorosa, me explicó que a su padre le había dado una embolia y que había estado ingresado. Ya se encontraba en casa, pero había quedado muy debilitado. No iba a poder venir a la librería durante un tiempo, y quién sabía si podría regresar en algún momento.
—Yo no puedo estar aquí todo el día, y los caminos de los zánganos de mis hijos no incluyen este viejo local. Solo me quedan dos opciones: o traspasarlo o contratar a alguien para que se ocupe de él. Pero la sola idea de comenzar a buscar se me hace cuesta arriba. Sabes lo que mi padre quiere esto. No forma parte de su vida; es su vida. Me da miedo dejarlo en manos de cualquiera.
—Teresa…
—Sé que tienes dieciocho años. Mi padre me habla siempre de ti, eres su esperanza en el futuro del negocio. Pero también eres muy joven. A mí eso no me importa, y, de hecho, tanto él como yo estaríamos encantados, pero no sé si te intere…
—Por favor —interrumpí.
Si el tono de voz había sido urgente, era porque así lo sentía. La sangre bombeaba en mis sienes y el corazón me iba a mil por hora.
—Por favor —repetí.
—No podríamos pagarte mucho. No es que tengamos colas de gente que se pega por entrar, pero tendrías tu contrato y la libertad de dejarlo cuando quisieras. Al principio estarías de prueba, pero sé que lo harías bien. Si mi padre volviera, cosa que dudo, no querría prescindir de ti. Si te soy sincera, la única vez que lo he visto sonreír desde que salió del hospital ha sido cuando hemos planteado esta posibilidad.
Habló de horarios, que comprenderían de lunes a sábado desde las doce del mediodía hasta las ocho de la tarde, con flexibilidad para la hora de comer. Y, si algún día necesitaba ausentarme, no tenía más que pedirlo y ella me supliría. En cuanto al sueldo que percibiría, lo comentó con cierto rubor, a pesar de que me pareció más de lo que había imaginado, siendo como aquel que dice un pipiolo recién salido del instituto.
Sería un contrato de principiante, con todo lo que eso implicaba, pero qué increíble parecía cobrar por pasar los días en mi lugar de ensueño, rodeado de cientos de libros, tomos polvorientos con sus sellos de librerías extintas, firmas de autores desconocidos, manchas de café, dedicatorias entre anónimos, olor a tabaco de quienes leían con un cigarrillo en la mano, puntos de libro que eran pausas del camino que remitían a billetes de viajes en transporte público, recortes de noticias que ya no lo eran, fotografías personales olvidadas por el tiempo…
—Hablas poco y sabes escuchar —prosiguió Teresa—. Lo primero habrá que trabajarlo un punto, no demasiado, y lo segundo te irá bien para intuir lo que le podría gustar a un cliente. Si te fuera bien, aprovecharíamos el cierre de agosto para que mi padre te enseñara todo lo que tienes que saber.
Me iba muy bien. Y, tras la cena de aquel día, mis padres no volverían a preguntarme por el tema del trabajo. Además, mi pasión por los libros la había heredado de ellos. No necesitaron decirlo, pero sabía que estaban orgullosos y que habían quedado encantados con la noticia.
En breve subiremos el siguiente capítulo, por si aún no te decides. Pero si ya lo tienes claro…