II
—O’Dowd, ¿ya se te ha olvidado lo que te dije esta mañana? Pones demasiada nata y topping y no se puede cerrar bien la tapa. ¿Tan difícil es de entender? Adelante, no me importa perder mi tiempo explicándote las cosas cien veces…
Siempre era un placer escuchar la amable voz del encargado, que, por enésima vez, acudía a revolotear como un buitre para poder echarle en cara cada pequeño fallo que cometiera; aunque fuera imaginario.
Nathan no se engañaba, el tío no lo tragaba. Lo habían contratado porque a la gerente le había caído en gracia y sus compañeros se desvivían por darle coba a la mandamás, pero estaba claro que él lo había aceptado a regañadientes. Quizá le habían aguado sus planes de darle el puesto a otro. Fuera como fuese, allí estaba, aguantando un trabajo tedioso, un uniforme estúpido y un jefe insoportable, todo por el salario mínimo. Y lo peor era que no podía renunciar; no tenía formación y no conseguiría algo mejor, al menos por el momento. Necesitaba la pasta para contribuir a los gastos del apartamento y no abusar de la hospitalidad de O’Halloran más de lo debido.
—Mira, me agota verte desperdiciar la crema. Vete al almacén y ocúpate de las cajas, que ya te sustituirá Patricia. Muévete.
Esa era otra de sus particularidades: llamaba a todo el mundo por su nombre menos a él, para quien reservaba el dudoso honor de usar el apellido. Al almacén, ¿eh? A lo mejor ese imbécil se pensaba que le importaba mucho quitarse de en medio, para acarrear cajas o para lo que fuera. Además, siempre había más oportunidades de fugarse a la entrada trasera y fumarse un cigarrillo a hurtadillas.
Mientras reponía las estanterías con los envases de café, una cara familiar se asomó al interior de la claustrofóbica habitación y tomó nota del único ocupante que se encontraba en ella. Al cabo de un rato, Nathan oyó un par de voces en la distancia.
—¿Qué hace Nathaniel en el almacén? ¿No te dije que lo quería ver atendiendo al público en todo momento?
—Lo siento, Marion. Había que colocar unas cajas en los estantes altos y a Patricia le resulta difícil llegar.
—Podrías haber mandado a otro.
—Mi política es que todos los empleados se involucren por igual en las tareas, contribuye a crear un buen ambiente de trabajo.
—Y a mí me importa poco tu política. Si vuelvo a pillarlo dentro, tú y yo tendremos una charla más seria. Sácalo de ahí.
—Eh… Enseguida, Marion.
Nathan torció el rostro en una mueca cínica. Visita de la gerente al local y amigable conversación con su estimado encargado; o mucho se equivocaba, o aquello le iba a costar una bronca más tarde. Además, seguro que esa mujer lo asaltaría y le dedicaría un par de sonrisas tontas, igual que siempre. Dios… Cómo odiaba aquel empleo.
Por lo pronto, el que lo abordó fue su nada satisfecho superior, quien le dijo, de muy malos modos:
—O’Dowd, termina eso rápido y vuelve fuera, no tenemos todo el día.
Si no fuera porque yo estoy peor que tú, te diría que te jodieran, cabrón, pensó el joven, arrastrándose hasta la barra.
Y a todo aquello había que sumar, entre otras cosas, las llamaditas que el moreno de los ojos azules y la lengua larga le había estado haciendo. Lo había grabado como contacto en la memoria y las había ignorado sistemáticamente, excepto una que lo había tomado por sorpresa al proceder de un número desconocido. El muy hijo de la grandísima no captaba las indirectas, no… Aunque, por lo menos, le había ahorrado el fastidio de presentarse en el portal de su edificio; de hecho, hacía tres días que no daba señales de vida. A lo mejor se habían cansado de acosarlo, él y su lengua kilométrica, lo cual era una buena noticia. Claro que… Era mejor no pensar en esa parte en concreto de su anatomía, pues lo aguijoneaba un picotazo de nostalgia que no estaba dispuesto a admitir ante sí mismo.
Era el momento más tranquilo de la jornada y estaba pensando en tomarse dos minutos para echar el consabido pitillo. Al dejar los últimos vasos en la barra, el cuerpo al que iba unido el brazo que se estiró para recogerlos le llamó la atención.
Era él. El señor Lengualarga.
De todos los malditos cafés de la maldita ciudad, el maldito capullo tenía que elegir el mío…
—No me lo puedo creer. ¿A quién tenemos aquí? A mi amigo que nunca responde las llamadas —se burló el moreno en cuestión—. Me alegra ver que si no contestas al teléfono, no es porque me estés haciendo el vacío más despiadado, sino porque eres un chico trabajador.
—¿Qué narices quieres? —susurró Nathan, su nivel de irritación escalando a buen ritmo—. No me creo que esto sea una casualidad. ¿Es que ahora te ha dado por seguirme?
—Por amor del cielo, chaval, ¿nos creemos el centro del universo? ¿No puede uno entrar y tomarse un inocente té? Por cierto, no te queda muy bien el uniforme. No critico a tu persona, tu percha es mucho mejor que la media; es que a nadie le sentaría bien.
—Agarra tus puñeteros vasos y lárgate antes de que…
—Oh, vamos, sé amable, es la primera vez que entro en un local de esta clase y estoy un poco perdido. ¿Qué me recomendarías?
El rubio apretó los labios y los puños. Odiaba que interrumpiera sus frases de esa forma, con semejante desfachatez. No iba a montar una escenita en el lugar donde estaba, pero tampoco se aguantaría las ganas de replicar.
—La spécialité de la maison es un delicioso mocaccino avec escupitajo. ¿Te pongo uno doble? —masculló. Su cliente alzó las cejas.
—Veo que también se te da muy bien el francés —dijo, con regodeo—. En cuanto a tu ingrediente especial —se acercó más a él, dedicándole una mirada perversa—, creo que el otro día ya tuve ocasión de probar algo más fuerte, ¿no?
—¿Algún problema con su bebida, caballero? —El encargado, oportuno como siempre, se acercó a intervenir en la conversación.
—No, él… —comenzó Nathan.
—Oh, nada en absoluto, muchas gracias —lo cortó el alto e impresionante moreno con su voz más conciliadora—. Este amable joven me hacía algunas recomendaciones para nuestra segunda ronda. Lo lamento, no le robaré más tiempo.
—No se preocupe.
Después de que el tipo se hubo alejado, el joven al que su compañero había llamado Niko tomó un vaso en cada mano y volvió a dirigirse a Nathan.
—¿A qué hora finaliza tu turno? He venido con mi querido amigo al que ya tuviste el gusto de conocer —señaló a una mesa junto a la entrada— y nos encantaría que tomaras algo con nosotros.
El rubio miró en la dirección que le indicaban. Sí, el otro joven estaba allí sentado y seguía la escena con interés. De hecho, le sonrió.
—Aún me quedan varias horas, y así me quedaran un par de minutos, no me iba a sentar contigo ni aunque te pusieras de rodillas. —Se mordió la cara interna del labio, de nuevo contrariado por su elección de palabras—. Piérdete.
Le dio la espalda y corrió a preparar su próximo encargo. El obstinado joven no había mentido al decir que pediría una segunda ronda, y la hizo tan complicada y recargada como se le ocurrió. Nathan, no obstante, se mantuvo inflexible y no le dirigió la palabra. Lo que no pudo evitar fue echarle un vistazo mientras caminaba hacia su mesa. Observó que depositaba los vasos en la papelera, sin tocarlos, y que se marchaba con su acompañante.
Aquella no fue la última ocasión en que hicieron acto de presencia en el café. Se pasaban de tanto en tanto, hacían su pedido, le sonreían y se sentaban sin acosarlo. Oh, bueno, él sabía que lo estaban haciendo, no iba a creerse que las bebidas del otro día les hubieran hecho descubrir un nuevo y maravilloso mundo de sabores. ¿Es que no tenían nada mejor que hacer?
Un martes en el que le tocaba turno de tarde se produjo una pequeña conmoción en la trastienda: una de las cañerías reventó y el agua comenzó a manar inexorablemente, amenazando con encharcar todo el local. Se hizo lo imposible por atajar la marea, en tanto el servicio de fontanería hacía acto de presencia, y procuraron que todo funcionara con normalidad. Cerca de la hora de cierre, los empleados estaban exhaustos.
El encargado se acercó a Nathan.
—O’Dowd, te quedarás ayudándome a limpiar y dejar esto listo para mañana —ordenó con frialdad—. De ninguna manera podemos dejar que la humedad deteriore el piso de madera.
—¿Yo solo? —se indignó el chico—. Oiga, mi turno ya ha terminado…
—No me hagas repetírtelo.
—… Y si no salgo a tiempo perderé el último metro y…
—Ese no es mi problema. Agarra la fregona y seca el suelo del almacén. Ya.
Cuando Nathan pudo salir por fin a la calle, estaba agotado y con un humor de perros. Hacía treinta minutos que las estaciones de metro habían cerrado. Un taxi se salía de su presupuesto, así que le tocaría una monumental caminata hasta el apartamento o hasta localizar alguna parada de autobús nocturno. Si hubiera podido estrangular con impunidad a ese malnacido que tenía por jefe y hacerlo pedacitos, el sándwich especial del día siguiente habría sido de carne.
Encendió el cigarrillo que llevaba siglos anhelando. Y entonces lo vio; reclinado sobre una enorme Honda de ciento veinte caballos y con su habitual semblante sereno se encontraba el joven de los intrigantes ojos rasgados, el que había tomado por costumbre acudir con su compinche a importunarlo. Y menuda moto, para relamerse… Explicaba, al menos en parte, su pericia con las réplicas del simulador. Se sintió un poquito estafado.
Estaba demasiado cansado para pelearse, pero también demasiado enfadado para dejarlo pasar. Se acercó a él, dispuesto a pedirle que lo dejaran en paz o tendría que partirle la cara a alguien.
—Hola —saludó el moreno—. Es tarde, ¿te llevo a alguna parte?
Nathan se quedó sin habla. Aquello se pasaba de surrealista.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí plantado? —alcanzó a preguntar, al fin.
—Bueno, planeaba invitarte a tomar una copa y observé que todos salían menos tú. No sabía que tardarías tanto, pero ya que estaba aquí…
Se encogió de hombros. El rubio se vio desarmado, sin fuerzas para discutir.
—Oye, pasad de mí, ¿vale? Y no, no voy a montarme en tu moto, no quiero deberle nada a nadie, y menos a vosotros.
—Va a ser un buen paseo y a mí no me cuesta nada acercarte. Si te hace sentir mejor, dejaré que seas tú el que me invite. Venga, sube.
Ni con el pleno uso de sus facultades mentales habría sido fácil resistirse a aquella sonrisa. Suspirando, Nathan se colocó el casco que le ofrecía y se acomodó tras él sobre la maravillosa máquina. Eso sí: para no ir contra los principios dictados por su tozudez, no se permitió disfrutar del viaje ni de la compañía todo lo que lo habría hecho en condiciones normales.
El conductor estacionó la motocicleta frente a un pub cercano al apartamento de su pasajero. Ya era casi la hora de cerrar. Dentro, como no podía ser de otra forma, los esperaba su inseparable amigo, charlando con un par de chicas que se largaron tras un animado saludo al recién llegado. El rubio tomó asiento en el extremo de la mesa, guardando las distancias, y pidió una ronda de cervezas.
—Dos cosas —gruñó—. Una: yo pago esta y luego me largo al apartamento. He tenido un día duro, no como otros, que tienen mucho tiempo libre. Y dos: ¿hasta cuándo vais a seguir con esta mierda? Lo… lo de la otra vez no va a volver a pasar, no me apetece buscarme más líos, gracias.
—Creo que hemos enfocado mal el asunto desde el principio —dijo el que lo había traído allí, tras tomar un receloso sorbo de su pinta—. ¿No deberíamos presentarnos? Yo soy Kei y él es Niko. ¿Y tú eres…?
—Nathaniel —respondió el rubio, juzgando que no había nada de malo en decirles su nombre.
—Nathaniel —repitió Niko—. ¿Cómo te llaman? ¿Nat? ¿Nate?
—Nathan, me llaman Nathan. ¿Demasiado vagos para usar nombres completos?
—Kei es mi nombre completo. Mi madre era japonesa —fue la calmada respuesta del muchacho de ojos rasgados.
—Ah… Y Niko, ¿es por Nicholas, o algo así?
—¿Qué más da? —se apresuró a intervenir el aludido—. Niko ya está bien, es…
—Viene de Nikolaos —apuntó Kei, con una sonrisita—. Niko es medio griego.
—Ah, ya, medio griego. —Nathan tomó un largo trago de su cerveza con pretendida seriedad—. ¿Por qué no me extraña nada en absoluto?
La sonrisita de Kei se convirtió en una explosión, al soltar todo el aire de golpe. Su amigo le dirigió una mirada muy poco amable y luego otra al irlandés, que ya no intentaba esconder su hilaridad. Muy a su pesar, hubo de alzar la comisura derecha de la boca. Se esperaba la típica y trillada burla más explícita, después de todo.
El chico más joven estudió de nuevo los rostros de sus compañeros. Esos datos explicaban ciertos hechos referentes a sus anatomías que le habían llamado la atención. Dos pares de ojos azules se clavaron en los suyos, y él tuvo que apartarlos al darse cuenta de que estaba mirando fijamente.
—Y entonces, siempre que acosáis a una víctima inocente, ¿le ponéis tanto ahínco? —preguntó, para ocultar su incomodidad—. Debéis tener poco que hacer, si empleáis con todos esta táctica.
—No te creas, estamos muy ocupados. Lo que pasa es que en la actualidad eres nuestra única víctima, como tú dices, esto está cerca del estudio y nos gusta el té. Todo un cúmulo de felices circunstancias —respondió Niko.
—¿Estudio?
—Oh, otro día, cuando tengas más tiempo, Kei te dará una charla sobre su profesión.
—Ya. ¿Y tú? ¿Modelo de ropa interior, de los que se ponen un calcetín en el paquete?
Nueva risita del joven medio japonés. Su amigo frunció las cejas en una mueca maligna.
—Si quieres, te lo puedo enseñar, para que juzgues por ti mismo lo poco necesitado de calcetín que estoy —replicó, rezumando descaro—. Y no, no soy modelo, ¿por qué lo preguntas? ¿Te parece que estoy bueno?
—Tienes que reconocer que has modelado en un par de ocasiones, Niko —observó el otro.
—Eso fue hace tiempo. ¿Y qué hay de ti, Nathan? ¿Cuándo viniste de Irlanda?
—Hace más de tres años —respondió el rubio, con desgana.
—¿Y a qué te dedicas cuando no estás sirviendo café?
—A nada especial. Oíd, ya hemos tomado esa ronda y yo estoy muy cansado, así que me voy a dormir. Os agradecería que no volvierais por el local a pedir bebidas estúpidas para luego tirarlas a la basura sin probarlas siquiera. Si os sobra el dinero, donádselo a una ONG.
Se levantó. Era obvio que estaba emprendiendo la huida cuando las preguntas habían comenzado a llover en su tejado, aunque mirándolo por el lado positivo, su comentario probaba que no había estado ignorándolos. No era tan indiferente como aparentaba.
—Mmmm… Nathan, ¿qué tal si te recogemos el sábado? —sugirió Niko—. Un amigo nuestro celebra el primer aniversario de la inauguración de su pub. Bebidas gratis a raudales, ¿te lo vas a perder? Si vienes, te prometo que te dejaremos en paz en el café —añadió, con una mueca ladina.
El irlandés se lo pensó un buen rato.
—Dime dónde es. Si estoy de humor, me pasaré por allí.
—Te mandaré un mensaje con la dirección.
Los dos amigos lo observaron mientras vaciaba su vaso, pagaba la cuenta en la barra y abandonaba el local. Se miraron.
—¿Crees que vendrá? —preguntó el más alto, desviando los ojos hacia el vaso casi lleno de su compañero.
—Es posible. Hoy te estabas portando bien, hasta que empezaste a hablar de tu paquete y a interrogarlo. Doy gracias al cielo de que no se te ocurriera abrirte la bragueta.
—Mi trabajo me costó. Dios… Cuanto más lo veo, más me muero por tirármelo. No puedo creerme que estemos en este plan, cortejando a Julieta como si fuéramos adolescentes.
—Idea tuya. Créeme, si se lo pidieras a bocajarro, se negaría. Y en cuanto a lo de tirártelo, tengo mis serias dudas al respecto. Quizá tengas que conformarte con otras cosas.
—Para conformarnos con algo, tendremos que empezar por algo, digo yo —afirmó, haciendo hincapié en el nos—. Vamos a casa. ¿No te gusta la cerveza?
—¿Qué? Ah, sí. —La vació hasta la mitad y luego se levantó—. Venga, muévete, ansioso, que ya sé a qué viene tanta prisa. Después de esta cita sin final feliz, estás deseando bajarte la cremallera, después de todo.
—¿Se me nota mucho?
Ambos rieron.
Y llegó el sábado noche. La fiesta privada del pub no estaba resultando muy entretenida para un Niko ocupado en cruzar los dedos y desear que cierta persona se presentara. Para empezar, le había contado una sutil distorsión de la verdad: el propietario no era un amigo, sino el amigo de un amigo. Sus amistades poseían establecimientos de más categoría que aquel, si bien Kei se había mostrado firme respecto a invitar al chico a sitios menos… ostentosos. Y suponía que tenía razón.
Por eso le brotó una espontánea sonrisa de oreja a oreja cuando su compañero le propinó un codazo y le señaló la puerta. El irlandés, con su habitual vestimenta sin pretensiones y su mirada intensa y decidida, hizo su aparición pasadas las once.
—Dia dhuit, Nathan —saludó, ufano, tras hacerle señas para que se acercara y pedir que le sirvieran un whisky.
—¿Eso pretende ser gaélico? No hace falta que te esfuerces; yo no lo hablo y, desde luego, tú tampoco —se burló el rubio, riendo entre dientes y tomando un buen trago—. ¿Qué se supone que tengo que contestar yo? ¿Kalimera?
—Tampoco te esfuerces. Mi griego no es precisamente homérico, y eso que has perpetrado significa «buenos días». Dejémoslo en empate, aunque me asombra que conozcas siquiera esa palabra.
—Sí, bueno, yo también leo libros, no hace falta que seas condescendiente conmigo. —Se acabó el vaso y pidió otro.
—Eh, ¿a qué viene esa prisa? Queda mucha noche por delante.
—Me aprovecho porque es cortesía de la casa y porque, por una vez, no me piden el carné. Además, llego más tarde, tengo que ponerme a la par que vosotros.
—Relájate y no lo hagas de golpe, rubio. Y, por cierto, ¿qué es eso del carné?
—Relájate tú, moreno, voy a cumplir veinte. Un poco tarde para preocuparte por mi edad…
Kei escuchó el intercambio de mordacidades con la atención de quien asiste a un animado partido de tenis, y se dejó fascinar por la manera en que el más joven se esforzaba por no quedar por debajo de su amigo. Y la educación de la que hacía gala al hablar no era la que uno se esperaría de un chaval de diecinueve años que trabajaba en un café por el salario mínimo. Aquello lo intrigó. Se preguntó qué otros datos se estaba guardando en la manga.
Tampoco les contó mucho de sí mismo aquella noche, apenas detalles sueltos que recopilaron con esmero: su nombre completo; que tenía una hermana que vivía en la ciudad; que le interesaba la lectura, aunque no de forma sistemática; que la vista se le iba detrás de las nenas con buen culo…
Niko lo abordó más tarde, mientras estaban sentados a una mesa y monopolizando su propia botella de whiskey irlandés.
—¿Eres AC/DC, eh?
—¿Hmmm? —fue la respuesta de Nathan, cuya atención había sido absorbida por la visión de un par de chicas que se estaban dando el lote en una esquina.
—Que eres muy democrático con tus segundos platos. Que te van la carne y el pescado. Que las tías también te ponen.
—¿Y qué, si lo hacen? No me complico la vida con ellas, pero el sexo es divertido. ¿En tu manual del perfecto griego dice que no debería tirarme nada que tenga tetas?
—Apolo me libre. —Niko rio entre dientes—. Compartimos tu opinión al cien por cien. Es solo que prefiero, si no te parece mal, que un tío al que quiero llevarme al huerto se fije en mi entrepierna, en lugar de otear el horizonte como un ojeador bien entrenado.
—¿Todavía estás con esa mierda? Ya te dije que no iba a acostarme contigo.
—Oh, vamos, no hay nada malo en cambiar de opinión, ¿sabes? Reconoce que no habrías venido si no sintieras curiosidad.
—He venido por las copas gratis, no porque echara de menos tu maldita sonrisa de chulo de playa. —Nathan volvió a llenarse el vaso, dando muestras de una incipiente irritación, y esa vez lo hizo triple.
—Te repito que no tengas tanta prisa por vaciar la botella. Los chavalitos de tu edad deberían saber dónde está su límite. Hoy tendremos que sacarte de aquí en camilla.
—Ocúpate de tus asuntos, ningún niñato pijo me va a enseñar a mí a beber. Yo aprendí en la calle, e intuyo que tú lo hiciste en el despacho de algún millonario marica, de rodillas entre sus piernas.
El joven de piel morena no permitió que sus palabras lo ofendieran. En su lugar, dejó que su sonrisa se ensanchara y perforó a su interlocutor con una puntiaguda mirada azul. Su compañero asistió a la escena tras su mejor cara de poker.
—¿Ah, sí? Eso habría que verlo. ¿Apostamos a ver quién aguanta más? Chupitos de whisky, Kei puede llevar la cuenta. Y si no te fías, nos hacemos con un público y que sean ellos los que voceen.
—¿Y qué coño quieres apostar ahora?
—Ya lo sabes. —Niko se acercó y bajó la voz—. A ti. Tú, tirado en la cama en pelotas, y vía libre para hacerte…
Nathan no notó la patada que Kei le propinó a su compañero por debajo de la mesa. En cualquier caso, su ceño se arrugó hasta lo imposible.
—Vuelve a sugerir, siquiera, la idea de ponerme a cuatro patas, y te juro por tus muertos que te salto los dientes. ¿No te quedó claro, cabrito? —Se levantó de sopetón—. Que te den por culo, yo me…
—Espera. —Niko se levantó también y compuso su mejor expresión de arrepentimiento—. Lo capto, lo capto y lo lamento, no volveré a mencionarlo nunca más. Siéntate, por favor. Kei y yo lo estamos pasando muy bien y creo que tú no te aburrías tampoco.
Como persona no acostumbrada a pedir disculpas, al irlandés le sorprendió que el imbécil engreído fuera capaz de hacerlo; en el encuentro en su apartamento, hubo de ser su amigo quien diera la cara por él. Volvió a sentarse, aunque con reservas, y lanzó una mirada especulativa a sus compañeros de mesa.
—Admito que me quedé con las ganas de disfrutar de nuestra apuesta inicial —continuó Niko, con voz suave—. Claro que un trato es un trato, y estuvo genial, pero salimos de allí con un buen bulto en los pantalones, ¿sabes? ¿Qué te parece esto? Que nos termines el trabajito del otro día contra nuestra oferta de doblar la apuesta a ochocientas libras. Es decir, si aún crees que puedes ganarme bebiendo.
El joven rubio jadeó. Ochocientas libras… Con esa pasta podría empezar a plantearse algo que precisaba desde hacía mucho tiempo, un book decente. Y únicamente tenía que ganar al imbécil engreído a tragos.
La derrota de la otra ocasión lo había tomado por sorpresa y lo había fastidiado bastante, así que sopesó sus posibilidades. Había cenado, se encontraba bien y aún no había empezado a beber en serio. Observó de reojo su vaso lleno en la mesa y se felicitó por no haberlo probado. Por otro lado, el tipo aquel le sacaba unos cuantos quilos y unos pocos años de experiencia para curtir el hígado, aunque no muchos, nada que supusiera una gran desventaja. A menos, claro estaba, que le estuviera tomando el pelo y tuviera una depuradora en miniatura en lugar del estómago, algo que era muy improbable…
—De acuerdo —aceptó, al fin—. Y no hace falta que nos rodees de público, yo me basto para llevar mi propia cuenta. No querrás que tu imagen sufra ante tus amiguitos cuando te vean ahogándote en tu propio vómito.
Niko soltó una risita malévola.
—¡Siete!
Confiar en que un concurso de chupitos pudiera pasar desapercibido en una fiesta pequeña era muy optimista. Se congregó en torno a su mesa un modesto público de cuatro o cinco personas, que luego se convirtieron en diez o doce. Nathan, que se había mostrado reticente al principio, comenzó a disfrutar de la atención conforme el alcohol invadía su organismo y lo sacudía con un sentimiento de euforia y de seguridad en sí mismo.
—¿Cómo te sientes, Nikolaos? ¿Comienzas a ver doble?
—¿Por tan poca cosa? Naaa. Veo un solo futuro perdedor delante de mí, y lo veo muy claro. Ten cuidado, que te tiembla el pulso y vas a derramar la mitad del vaso. Eso sería trampa.
—Yo no hago trampas. No las necesito para ganarte.
Nueva ronda, y nuevo vaciado hasta el fondo. Y otra, y otra. A esas alturas su mano vacilaba, y una ligera neblina emborronaba cada punto donde se posaban sus ojos. Nathan se preguntó si todo el pub en pleno estaba fumando. ¿Se podía fumar? Cabrones, ¿por qué nadie se lo había advertido? ¿Era una buena idea sacar un pitillo? No, creía que no…
—¡Once!
Posó el vaso con innecesaria violencia. Era una pose, pero así nadie podría apreciar que empezaba a perder la capacidad de calcular la distancia hasta la mesa. El sonido del whisky al ser vertido en el recipiente se le antojó demasiado nítido, considerando el ruido que había en la sala.
—¿Te rindes, mi pequeño Nathaniel? Estás muy, muy, muy rojo. Pareces una niñita. ¡Hey! ¡Que alguien le saque una foto a mi pequeña niñita!
—¿Por qué… debería? —respondió el rubio, con voz ronca—. Repites mucho las palabras. Eso es que te cuesta… pensar palabras nuevas. No te preocupes, es normal. A los modelos no les pagan por pensar… ni por tener cerebro. La boca la tienen que usar para una cosa, nada más…
—Me parto contigo, irlandés. Yo no te oí quejarte de lo que hacía con mi boca, ni de lo que dejaba de hacer. ¿Qué era lo que decías? ¿«Joder, joder, oh, oh, voy a correrme»?
—Vete a la mierda, cabrón…
Kei observaba la competición en silencio. No era la persona más satisfecha del mundo, ya que luego le tocaría a él hacerse cargo de dos idiotas borrachos como cubas. Por otro lado, no dejaba de ser un espectáculo ver a aquellos dos enzarzados en su figurativa liza de ponerse las pollas en la mesa y medírselas.
—¡Catorceee!
Ya no gritaban tanto, ¿es que se estaban aburriendo? Para Nathan era inconcebible la posibilidad de que fuera él quien estuviera perdiendo facultades auditivas. Alguien, no llegó a ver quién, le sirvió otro vaso. Bueno, eso era una suerte: si hubiera debido confiarse a su habilidad de atinar con el cuello de la botella en una abertura tan pequeña, habría tenido problemas. Serios problemas. Ya le costaba mucho trabajo acertar a llevárselo a la boca.
Logró beberse el próximo, más o menos. Un hilo de líquido claro le goteó desde la comisura de los labios y se perdió dentro de su camiseta.
—Eh, irlandés, te avisé de que no hicieras trampa —balbuceó su contrincante—. No vale… darle de beber a tu ropa.
Nathan no pudo replicar esa vez. Dejó el vaso en la mesa, sin soltarlo —porque sospechaba que no podría atinar para volver a agarrarlo si lo hacía—, eructó y miró al frente con ojos vidriosos.
—Nathan… Deberíamos parar, ya habéis bebido mucho —sugirió Kei, preocupado.
—Sirve —se las arregló para responder. Consiguió, incluso, que su voz aparentara una mediana lucidez.
El «dieciséis» que corearon sonó menos convincente, y el rostro de Nathan estaba adquiriendo unos tonos alarmantes. Cuando el mediador ya discurría una manera de detener aquello, el chico más joven se apropió del trago número diecisiete, pero no tuvo la capacidad de separar los labios para bebérselo. Lo derramó sobre su pecho, se dobló, víctima de una violenta arcada, y se derrumbó sobre la mesa. Su rival, que a duras penas había engullido el suyo, trató de enfocar la vista en el caído.
—¿He ganado… ¡hic!… yo?
Niko recibió felicitaciones, palmadas y zarandeos. Dejó caer la cabeza hacia atrás, haciendo que su melena se meciera sobre el respaldo de la silla, y mostró su semblante más bobalicón a su compañero.
—Hemos ganado, amorcito. ¿A que soy el puto amo? ¿A que soy el…?
Se veía venir; la silla se resbaló, y su maltrecho ocupante cayó de espaldas en el suelo antes de que nadie pudiera reaccionar y sostenerlo. El joven aulló, se incorporó unos cinco centímetros y luego decidió que no merecía la pena, que el entarimado de madera era muchísimo más cómodo.
—Sí, amorcito, eres el puto amo… —Suspiró, sin saber a cuál de los dos prestar ayuda primero.
Tal cual había predicho, a Kei le tocó ser el conductor en el camino de vuelta, con un borracho delirante en el asiento del copiloto y otro inconsciente, tendido en la parte posterior. Y ya que al delirante le había dado por cantar viejas canciones infantiles en griego con un acento lamentable, el viaje estaba siendo de todo, menos silencioso. Aguantó el temporal hasta que los tímpanos empezaron a sacudírsele.
—Cállate la boca, Niko, o te incrustaré garganta abajo lo primero que pille en la guantera.
—Eres un… desagradecido —barbotó el joven—. Después del trabajo que me ha costado… ganar la apuesta…
—Sí, y me llamaste «amorcito» en público. No creas que esa te la voy a dejar pasar. —Sus labios se torcieron en una mueca burlona. Alguien había utilizado su móvil para inmortalizar la escena, y cuando viera la grabación, su compañero iba a desear que se lo tragara la tierra.
—Es que eres mi amorcito, ¿no? El tío más maravilloso y más sexy del mundo.
Hizo ademán de abrazarlo, y Kei se alarmó, porque un Niko baboso muy bien podría desembocar en que terminaran empotrados contra una farola.
—Ni te atrevas a acercarte con esa curda que llevas. Si lo haces, tendré que atarte a la cama las próximas tres noches.
Por alguna razón, la amenaza surtió un efecto inmediato. El joven continuó pacíficamente su camino, hasta que debió realizar un frenazo brusco ante un semáforo que un par de chavales cruzaron sin mirar. La sacudida despertó al bello durmiente del asiento trasero, que empezó a gemir y agitarse.
—Hmmm…
—¿Cómo te encuentras, Nathan? —preguntó Kei—. ¿Estás bien?
Silencio.
—No, no estoy bien —farfulló el interrogado al rato, tumbándose de costado—. No estoy nada bien, p-porque mi vida es una mierda…
Ay, pensó el conductor, juzgando con mucho acierto que el chico se había sumido en la depresión alcohólica.
—… Mi vida es una p-puta mierda —continuó, sin que sonara muy diferente de un moribundo—, nada me sale a derechas, y quisiera s-saber qué he hecho para… Primero me tengo que largar de mi casa, luego… el capullo del novio de mi hermana me echa también… Tengo que g-gorronearle el piso a un colega y soportar al c-cabrón de mi jefe… en un curro de pena…
Kei se sintió incómodo. Tenía la impresión de estar violando la intimidad de Nathan, y sospechaba que si llegaba a recordar al día siguiente lo que les había contado, esa pequeña dilatación de las ventanas de la nariz que ya le había notado en un par de ocasiones no bastaría para ventilar su ira.
—… Y para colmo, cuando creí que lo había c-conseguido en un casting, el hijo… hijoputa del director me dijo que si no me acostaba con él, no… Joder… estaba tan c-cabreado que lo mandé a follarse a su madre… Ya puedo esperar… sentado a que esa g-gente quiera trabajar conmigo…
»Dios… cómo lo odio… Cómo odio… todo…
Un sonoro hipido interrumpió su discurso fúnebre. Niko, cuyo cerebro no funcionaba a máxima capacidad, malinterpretó el gesto y pensó que su pasajero había roto a llorar.
—No… No sufras, encanto, perder no es tan malo, ya ganarás la próxima.
Se desabrochó el cinturón y ejecutó una torpe maniobra para pasar a la parte de atrás. Kei intentó convencerlo para que se estuviera quieto, porque ciento noventa centímetros dando saltitos en un coche de tamaño medio podían resultar peligrosos. Tarea vana; mal que bien, el joven se abalanzó sobre el indefenso irlandés beodo y lo abrumó con un abrazo pegajoso.
—S-suelta, idiota, déjame en paz —articuló Nathan a duras penas, plantando la palma abierta de la mano en su rostro bronceado. Luego continuó, ignorando la interrupción—. Y… por si eso no bastara… tengo que ch-ch-chupársela a un gilipollas que va a estar reste… restegando… restegándomelo por la cara hasta el infinito…
—¿Qué te va a restregar? ¿El rabo? —preguntó Niko, confuso.
—Sí, eso s-seguro… Seguro que me lo restiega bien…
—Eh, yo tengo el rabo muy grande —susurró, pretendiendo dar un toque lascivo a sus palabras—. ¿Quieres verlo?
—Déjame en paz, capullo. Quiero dormir.
A pesar de su preocupación, Kei sonrió en la oscuridad.
Nathan no reaccionó cuando alguien lo tomó por los hombros y lo condujo hasta un portal, lo remolcó al ascensor y luego a un apartamento, lo dejó caer en una cama y le quitó los zapatos. Tampoco cuando le alzaron la cabeza y deslizaron un vaso de líquido y un par de cápsulas por su garganta. Después de eso no volvieron a tocarlo, y el muchacho se sumergió en una reparadora inconsciencia.
Al abrir los ojos y mirar su reloj, comprobó que ya había pasado la hora del almuerzo. Estaba en una habitación desconocida y envuelta en penumbra, y aunque se sentía fatal, no llegaba, ni de lejos, al nivel de agonía que debería haber alcanzado con semejante borrachera antológica. Halló el interruptor de la luz, y su búsqueda desesperada de un baño dio rápido fruto. Al volver a acostarse descubrió que habían dejado botellines de agua y un par de latas de cerveza ligera sobre la mesita, junto con una bolsa de sándwiches. Se los quedó mirando con suspicacia, preguntándose a qué venía semejante amabilidad. Abrió una botella, y también una cerveza, y las vació. Tenía que levantarse, pero estaba tan cansado…
Volvió a tumbarse sobre el colchón y a quedarse dormido.
Cuando despertó, las sombras habían avanzado. Las siete de la tarde; se encontraba mucho mejor, y con un hambre canina. No dudó en devorar su botín de emparedados, ya pagaría por ellos más tarde. Un papelito blanco en el que no había reparado cayó al suelo.
«Descansa lo que te haga falta, come algo, date una ducha. Ponte cómodo… pero no demasiado».
Nathan se leyó las líneas dos o tres veces. Sí, tenía el nebuloso recuerdo de que había una apuesta que saldar. Se encerró en el cuarto de baño y se demoró bajo el chorro de la ducha hasta que se le arrugaron las yemas de los dedos.
Había un batín oportunamente abandonado sobre una silla. A él no le gustaban esas cosas; no le gustaba nada de su actual situación, así que se envolvió en la toalla, con el cabello aún mojado goteando sobre su espalda, y salió. De inmediato, unos golpecitos sonaron al otro lado de la puerta, y alguien entró sin esperar respuesta.
—Buenas… noches otra vez, Nat. Eso ha sido una señora siesta, ¿eh? Habrás dormido bien, espero.
Era Niko. El joven se había librado con eficacia de las señales de la resaca; llevaba una camiseta de manga corta y unos pantalones deportivos de algodón muy fino, y su larga melena también conservaba la humedad de la ducha. Nathan se sentó y abrió otra botella de agua y, mientras lo hacía, Kei se asomó, entró y cerró tras él. El irlandés experimentó un déjà vu…, una mezcla de nerviosismo y calor, a partes iguales, que se apostó en la boca de su estómago.
—¿Me habéis traído a vuestro apartamento? —preguntó.
—No, es de un amigo —respondió Kei—. Era el alojamiento disponible más cercano al pub, porque los dos necesitabais dormir la mona con urgencia antes de que tuviéramos un accidente con el coche. Gracias por la diversión de la noche, muchachos —añadió con ironía—. Me encanta hacer turnos para acostar a tipos más grandes que yo.
—Oh, vamos, no exageres. —Niko se sentó junto a Nathan con toda tranquilidad—. Nat no es mucho más grande que tú. Más musculoso, sí, eso no puedo negarlo. ¿Eres asiduo del gimnasio, rubio?
—Practico taekwondo. Soy Primer DAN WTF y, aunque ahora no puedo permitirme ir al dojang todo lo que quisiera, me basta para hacerles una cara nueva a tipos molestos que creen que pueden jugármela. —Lanzó una mirada oblicua a su compañero. Niko alzó las cejas y las palmas de las manos, a modo de ofrenda de paz.
—¿Por qué te pones siempre a la defensiva? —preguntó—. Por cierto que no entiendo la mitad de lo que me dices. Es como si me estuvieras hablando en…
—¿… Griego?
—Muy divertido, Natey. Y, dime, ¿recuerdas nuestra competición? Confieso que yo, ejem, no. Me han mandado un divertido vídeo, eso sí, y lamento decirte que me eché un trago más al gaznate. Tengo pruebas, por si no crees a nuestro observador, aquí presente.
—¿Cuántos me bebí? —se interesó el irlandés, mirando a Kei.
—Dieciséis. En mi opinión, los vasos eran muy grandes.
—Joder…
—El asunto es que, al verte tan ligero de ropa, me han entrado unas ganas locas de recoger el premio. —Los ojos azules se posaron sobre el vientre de Nathan y fueron subiendo, sugerentes, hasta su rostro—. Es decir, si no tienes una excusa perfecta que pueda empujarnos a aplazarlo.
Se inclinó sobre él, apoyando la mano a su espalda, y se acercó poco a poco, con los labios entreabiertos. El muchacho rubio lo miraba hipnotizado, incapaz de apartar la vista, pero cuando advirtió la proximidad de aquella boca, se levantó de un salto y puso distancia entre ambos.
—No, me parece bien —dijo, después de aclararse la garganta—. ¿Los dos a la vez, o de uno en uno?
—Empieza conmigo —pidió Niko, tras una pausa para estudiar su reacción—. A Kei le gusta… tomarse su tiempo.
—De acuerdo.
Nathan se arrodilló frente al joven moreno. Ya hacía ademán de inclinarse cuando él lo detuvo, poniendo la mano sobre su hombro desnudo y deslizándola hasta su cuello.
—Tch, tch, tch… ¿De nuevo me vienes con esas prisas? Te aseguro que espero durar más de lo que será cómodo para tus rodillas. Anda, súbete a la cama y reclina la espalda contra el cabecero. Es acolchado, cálido y suave.
Aunque Nathan no disfrutaba siendo manipulado, tampoco estaba en condiciones de discutir, por lo que hizo lo que le indicaba, estirando las piernas ante sí. Le había mentido, con referencia a la calidez de la superficie; un escalofrío le recorrió la columna y le puso la piel de gallina al entrar en contacto con el frío material, a lo que contribuyó, en no poca medida, el ver a Niko plantando las rodillas en el colchón y caminando sobre ellas hasta colocarse enfrente, flanqueando sus caderas. Lo miró desde su posición más elevada, sonrió y hundió la mano en su rubio cabello húmedo.
—Excítame.
El irlandés bufó. ¿Qué tipo de orden estúpida era esa? Recordó entonces la dedicación que aquel par había derrochado con él, y decidió que iba a enseñarle lo que era bueno. Su… ¿cómo lo llamaba su amigo O’Halloran? Su arte mamatorio nunca había sido sobresaliente, o eso creía, puesto que el entrenamiento intensivo de su lengua había tenido lugar entre las piernas de las chicas. Había llegado el momento de enmendar esa circunstancia. Giró los ojos hacia lo alto, puso la palma de la mano sobre el abultamiento de su entrepierna, sacó la lengua con ostentación para que él no se perdiera detalle y la deslizó a conciencia sobre la tela, desde la base hasta los testículos, sus dedos ocupados en juguetear alrededor y en mantener el tejido estirado.
Aunque el montículo en el que trabajaba aumentaba de tamaño y vibraba, no lo hacía todo lo rápido que habría esperado. Y su paciencia, por el contrario, disminuía. Bajó el algodón a tirones y hundió la cara en su pubis, restregándola sobre la piel y mordisqueando con los labios la gruesa circunferencia. La alteración del ritmo arrancó un jadeo de la garganta de Niko y provocó la remontada del trozo de carne al que presentaba sus respetos. Se separó para rozar el extremo con la punta de la lengua antes de continuar el camino al sur, y al encontrarse todo aquello en su campo de visión tuvo que detenerse a estudiarlo.
¿Qué era lo primero que saltaba a la vista en esa situación? Aunque siempre había estado satisfecho con el tamaño de su aparato, constató, con cierto desencanto, que aquellos veintitrés o veinticuatro centímetros parecían sobrepasarlo. Niko era alto, y la genética había querido que esa parte de él hiciera juego con el resto. Estaba circuncidado, tenía un intenso color rojizo por efecto de la excitación y, como se esperaba, se depilaba cuidadosamente, a excepción de un pequeño triángulo oscuro que coronaba el conjunto. Los ojos se le fueron entonces a las caderas y al vientre musculoso, y al mirar bajo la camiseta capturó un atisbo de una perfecta colección de abdominales que se marcaban debido a la respiración agitada.
No tardó en darse cuenta de que volvía a mirar fijo, igual que un novato impresionado, y por más que intentó enmendar el desliz con rapidez, la consabida sonrisita de suficiencia arqueó los labios del joven medio griego. Con un pequeño gruñido, Nathan agarró la base del miembro con la mano derecha y lamió la piel que conectaba con los testículos, que ya se ponía más tirante. La mano libre resbaló por la cadera, hasta el glúteo duro y bien formado, y los dedos se hincaron en el músculo, adentrándose hasta alcanzar la separación.
—Cuidado con esos deditos —lo exhortó Niko, tenso y socarrón a la vez—. Consérvalos lejos de esa parte que tú defiendes con tanto ahínco. Cortesía por cortesía… amigo mío.
El irlandés se detuvo, comprendiendo que no tenía sentido discutir, y centró su atención en lo que tenía entre los labios. Sorbió la delicada superficie y lamió todo el camino de vuelta por la cara externa hasta la abertura, de la que rebosaba un espeso líquido transparente.
—Ya que no preguntas, te diré que los dos estamos limpios —comentó Niko—, pero en el cajón de la mesita hay preservativos. Sírvete tú mismo.
Nathan alzó la vista, desafiante. Separó la boca un par de centímetros, propinó un apretón con la mano que sujetaba la erección y dijo:
—Cortesía por cortesía.
Su lengua se adentró en la grieta y barrió el líquido preseminal hasta la parte superior del glande. Su pareja se sacudió y separó las rodillas. El rubio experimentó el aumento de presión de los dedos que lo sujetaban por la nuca.
—Quítate la toalla.
—Tú no… te has desvestido —observó Nathan, sin dejar lo que estaba haciendo.
—Prefiero verte, hará que acabe antes. Y tú… querrás que acabe antes, ¿verdad? —susurró. El más joven lo consideró, y luego pegó un tirón a la toalla que le rodeaba la cintura y la apartó a un lado, con un brusco movimiento de caderas. Niko se separó para echar un vistazo entre sus piernas y comprobó que había un cierto endurecimiento ahí abajo.
—Vaya…, te gusta lo que tienes delante, ¿mmm? —se burló, antes de que un agarrón más contundente le recordara que alguien tenía los dientes muy cerca de sus partes blandas.
—Cállate.
Nathan imaginó que algo de ayuda extra no vendría mal para vencer la fricción. Bañó con saliva el tronco, la extendió frotando con la mano y cerró la boca en torno al extremo, haciendo que su lengua se arremolinara en torno. No estaba acostumbrado a hacer trabajitos de tal envergadura. Le vino a la mente la pericia de Niko para clavarse la suya hasta el fondo de la garganta, y no creía que pudiera repetirlo sin ahogarse. Continuó engullendo, hasta que su boca hizo tope con el borde de su mano, y aún se adentró un poco más.
Respirar se volvió una tarea difícil. Se rindió y decidió ayudarse de los dedos para cubrir el resto, y siguió meciéndose adelante y atrás, presionando con los labios y apretando la lengua a lo largo de la hendidura. Niko jadeaba más fuerte. La mano que lo sujetaba se hundía en su nuca como una garra, y eran ahora sus caderas las que empujaban dentro de él, privándolo de casi toda libertad de movimientos. El cabrón quería follarme y lo está haciendo, pensó el irlandés. No iba a protestar. No iba a sucumbir a la tentación de sumergir los dedos en esa entrada posterior tan tentadora y abrirse camino; pero levantó la pierna y encajó la rodilla bajo su perineo, haciendo que se frotara contra ella a cada embestida.
—Ah…
Sonidos bien audibles… Nathan sonrió para sus adentros. De inmediato, el colchón se inclinó bajo el peso de un ocupante más. El joven miró de reojo y captó la silueta de Kei, que se había acercado para disfrutar de un mejor ángulo. Niko no reaccionó. Tan solo cerró los ojos, apretó con más fuerza, hincó la polla todo lo que pudo y volvió a sacarla a toda prisa.
Nathan percibió con claridad el temblor y la contracción que precedían al orgasmo. No iba a dejar que aquel cabrito se le corriera en la cara. A duras penas atrapó de nuevo el miembro a punto de explotar y sintió las descargas disparando dentro de su boca, calientes y enérgicas. Aguardó unos instantes y luego dejó que se deslizara fuera, agarró la toalla abandonada a su costado, escupió y se limpió los labios. Esperaba que su leche supiera más amarga, pero… lo cierto era que había probado cosas mucho peores.
—Es una muestra de educación avisar cuando te vas a correr, capullo —gruñó el rubio al jadeante Niko, que había dejado de sujetarlo y se reclinaba con ambos brazos sobre la pared, tratando de recobrar el resuello.
—No pensaba… hacerlo dentro, idiota —barbotó este, en respuesta.
—No… Pensabas correrte en mi cara y restregármelo más tarde. Vale, incluso puede que en los dos sentidos…
—¿Tan… tan malo es? —Niko sonrió, y la presión sobre su perineo y sus testículos reapareció—. Ugh… No juegues con eso, rubito…
—Pues quítate de encima.
El moreno se recolocó la ropa y se apartó al lado de la cama donde el otro se había sentado. Ahora que Nathan era libre de volver los ojos a su derecha pudo examinar a Kei, que tenía la vista fija en su cuerpo desnudo y la mano sumergida bajo la cintura. El rubio siguió la dirección de su mirada y reparó en la más que notable erección que era el ornato de su entrepierna.
—¿Te divierte chupármela, Nate? —se regocijó Niko—. Ya veremos lo bien que te portas con Kei… si es que has conseguido volver a encajarte la mandíbula.
Se inclinó y acarició con la lengua los labios de su compañero, que la atraparon fugazmente. Intercambiaron posiciones, y Kei se acercó al más joven de los tres.
—¿Quieres hacer una pausa? —preguntó, en un susurro.
Nathan rehusó, deslizó la mano hacia su vientre, lo acarició y continuó descendiendo. Estaba húmedo y rígido, y era muy suave. Kei sonrió, imitando la posición que había adoptado Niko, y al hacerlo rozó el pecho lampiño del irlandés. Este tiró de sus pantalones hasta las rodillas, y un aparato de buen tamaño —no tan grande ni grueso como el suyo— saltó para recibirlo, depilado por completo y también circuncidado. Apoyando la mejilla en su ingle, mordisqueó y lamió la piel de los alrededores, evitando volver a tocarlo por el momento. Kei retiró con cuidado el flequillo rubio y aprovechó para dejar los dedos sumergidos en su pelo. Su pulgar escapó a la mejilla, que rozó con delicadeza.
—Llevo un preservativo en el bolsillo trasero, si lo quieres —ofreció.
—No —respondió Nathan, con la lengua empleándose a fondo en sus testículos y las manos en la cara interna de sus muslos—. Dime… cómo te gusta.
—Vas muy bien. No tengo ninguna… oh…
El irlandés juzgó que era hora de dejarse de rodeos, y fue trazando un camino de saliva caliente sobre la cara interna del miembro; cuando alcanzó el glande, se lo metió de lleno en la boca y apretó los labios con fuerza. Lo hizo entrar y salir, colocando la lengua en posición para que se enroscara en torno a su abertura a cada vaivén, y penetrando un poco más cada vez. Sus manos se desplazaron a las caderas, y luego a las nalgas, y las sujetaron para llevar el ritmo.
Le resultaba algo más fácil devorar aquella polla hasta la base. Algo le decía que su compañero acostumbraba a hacerlo sin ningún problema, y no quería quedarse atrás. Era una sensación muy extraña: deseaba esmerarse con Niko por pura obstinación y competitividad entre ellos, y le apetecía hacerlo con Kei justo por lo mismo. Lo condujo tan adentro que sus labios rozaron su pubis desnudo; hubo de sacarla con urgencia para respirar, pero no tardó en volver a la carga. Kei debía estar sintiendo la presión del cielo de su boca en el glande y jadeaba con su característica discreción. Nathan habría deseado algo más de efusividad al mostrar su placer, claro que no lo conocía lo suficiente para saber cuáles eran sus reacciones normales. Picado en su orgullo, siguió empleándose… hasta el fondo.
El joven comenzó a proyectar sus caderas. Su rubia pareja aventuró un vistazo a su rostro y lo pilló en el acto de llevarse un par de dedos de la mano izquierda a la boca entreabierta, mojarlos con saliva y bajarlos a su…
La madre que…, pensó Nathan, cuando notó que arqueaba la espalda para alcanzarse su entrada trasera e introducía en ella los dedos húmedos. Algo interesante debió cruzarse rápido en su camino, porque percibió el aumento de la intensidad de su respiración y de sus empujones. Su propia polla se sacudió alegremente y resolvió que, si alguien iba a hacer que aquella belleza oriental se corriera, sería él, y solo él. De manera que movió las manos hacia allá, dispuesto a sustituir a Kei en esa tarea que había emprendido.
Al momento, alguien sujetó sus muñecas.
—Ni lo sueñes, encanto —sonó la voz de Niko—. Esto también está fuera de tus límites.
De nuevo aquel capullo… ¿Se estaba vengando porque él no iba a dejar que le tocaran el culo? Oh, qué diablos; atenazó sus caderas y se esmeró como nunca para que no apreciara gran diferencia entre su mamada y un buen polvo. Niko se había quedado a sus espaldas, suponía que ocupándose de esa zona. Y Kei…
No tardó mucho en tensarse y empujar su mejilla hacia atrás.
—Nathan… apártate —musitó.
Nathan tampoco se apartó entonces. Recibió en la boca el segundo orgasmo de la noche e hizo algo que iba en contra de todos sus principios: tragó. Sin pensarlo; sin ninguna otra intención, salvo demostrarle de lo que era capaz; y quizá, esperando que aquello fastidiara a Niko.
Tampoco sabía mal. En absoluto.
Kei no dijo nada. Únicamente jadeó a través de sus labios entreabiertos y lo miró con aquellos hermosos ojos rasgados. Al momento, un antebrazo bronceado rodeó su vientre, y el rostro de su compañero apareció sobre su hombro, reclamando un beso. Contemplando sus lenguas unidas, Nathan se encontró pensando que hacía mucho tiempo que no besaba a nadie. No era raro para él que una sesión de sexo transcurriera sin posar su boca en la de su pareja, y no era algo a lo que soliera prestar mucha atención. Pero allí, y entonces, con una erección más que molesta descansando sobre su vientre… Hizo ademán de levantarse para correr al baño y procurarse alivio.
Niko tenía otros planes. Apartó a Kei, se tendió sobre un costado, atrapó el abandonado miembro y se lo llevó a la boca; a su invitado ni se le ocurrió protestar. Apenas veía más que su cabeza morena subiendo y bajando, pues la cortina de cabellos oscuros se interponía entre él y el objeto de su interés. Los echó a los lados con desmaña y clavó la vista en el espectáculo que ya lo había puesto cachondo en la primera ocasión. No necesitó mucho para que lo llevara al límite.
Antes de que culminara, los dedos de Niko tomaron el relevo allí donde habían estado sus labios. Desatendiendo las mudas protestas del joven, terminó la faena con ellos, hundió la cara en su cuello y lo besó mientras la mano se le cubría de semen. Cálido, abundante y espeso; la calidad de alguien que no se había corrido en días. Sonrió.
—Ahora es cuando esperas que me queje —susurró a su oído— de que Kei ha recibido mejor tratamiento que yo, ¿mmm?
Nathan sintió su lengua lamiéndole la oreja. Ese escalofrío que volvía a sacudirle el estómago ¿se lo había causado la saliva en su piel o el sonido quedo de sus palabras? Acababa de tener un orgasmo, por amor del cielo… Nadie con un par de pelotas se pararía a considerar algo así después de vaciarlas. Le entraron unas ganas locas de salir huyendo. A pesar de que casi no tenía voluntad para moverse, empujó el brazo que se apoyaba sobre su ingle, se levantó y se refugió en el cuarto de baño.
—Tiene que ser una broma. Te envié esos archivos a tu correo electrónico particular y al del departamento el viernes, ¿y esperas a la noche del domingo para decirme que no los has recibido? La presentación es a primera hora de mañana, me importa una mierda si tienes que quedarte toda la madrugada en pie para prepararla. Y cuando la tengas lista, me enviarás un mensaje. No te muevas de ahí. Volveré a casa y te los reenviaré.
La voz de Niko llegó distorsionada desde la habitación contigua, donde atendía una llamada de teléfono. No tardó en oírse el sonoro estruendo de la puerta de la calle al cerrarse con violencia.
Kei golpeó y esperó a recibir permiso para entrar.
—Niko me pide que lo disculpes, ha tenido que salir para solucionar un problema del trabajo. Si estás listo, te llevaré a tu apartamento.
—No es necesario, puedo tomar el metro.
—Yo también tengo que volver a casa y puedo dejarte en la tuya de camino. Por favor, insisto.
Así que Nathan subió de nuevo a aquel automóvil cuyo primer paseo no era capaz de recordar, y se preguntó por qué Kei no habría pasado de él para llevar a su novio, o su amigo, o lo que fuera, a hacer ese recado tan importante. El chulo bronceado trabajaba los domingos por la noche, ¿eh? Aunque lo picaba la curiosidad por saber en qué, no se avino a preguntar. No era asunto suyo.
—Pensarás que no es de mi incumbencia —dijo su compañero, sacándolo de su ensimismamiento—, y no quiero sonar paternalista, pero no deberías dejar de usar preservativos en estas situaciones. Lo lamento, creí que debía decírtelo… por muy halagado que me sienta.
Si lo hubiera escuchado de otros labios, no se lo habría tomado tan bien. La cuestión era que aquel joven se expresaba con tan delicada diplomacia que era imposible enfadarse con él. Y tenía una sonrisa…
—Tu amigo empezó —murmuró Nathan.
—Tienes razón, tienes toda la razón. Bueno, puedes estar tranquilo. Nos hacemos análisis a menudo y todo está en regla. ¿Cuándo te hiciste los tuyos por última vez?
—No… no tengo tiempo ni pasta para prestarle mucha atención a eso —respondió, confuso—. Tengo bastante cuidado.
Llegaron a su calle. El conductor detuvo el coche, rebuscó en su cartera y sacó una tarjeta.
—Este es el laboratorio al que vamos siempre. Solo debes enseñarles esto; te atenderán enseguida y no te cobrarán nada. Al margen de que quiero que sigamos viéndonos, me preocupa que la gente que puedas conocer por ahí no lleve un control tan estricto como Niko y yo. Por irresponsables que podamos parecer a veces.
El irlandés tomó el pequeño rectángulo de cartón y abandonó el vehículo. Kei bajó la ventanilla y le lanzó una sonrisa.
—No dejes de ir, por favor. Bien, hasta muy pronto, espero. Buenas noches, Nathan.
Al margen de que quiero que sigamos viéndonos…
Se quedó allí un momento, con el cartoncito entre los dedos, observando el automóvil que se alejaba.