Aquí podrás leer de forma gratuita los primeros capítulos de La otra versión del Trío, de Corintia; una novela homoerótica con tres protagonistas que no te dejarán indiferente. Ahora bien, te advertimos dos cosas:
- Esta novela es para mayores de edad por su contenido sexual.
- Es una historia adictiva que no podrás dejar de leer.
Aclarado esto, ¡bienvenid@ a este antro!
I
Nathan estiró los brazos, se dejó caer hacia atrás y se dedicó a contar las lámparas del techo. Como en aquel rincón solo había dos, la diversión le duró muy poco, y la indolente pose le brindó la oportunidad de pensar. Que era justo lo que había tratado de evitar a toda costa.
Vaya una mierda de noche…
¿Para qué diablos habría ido al The Grotto, en primer lugar? Aquel club de nombre poco original y burdamente evocador —«La Gruta»— no era nada del otro mundo. Era un antro bastante caro para la porquería de garrafón que servían, y la calidad de la música oscilaba entre lo patético y lo lamentable; no se las daba de crítico musical, pero eso podía juzgarlo él solito. Respecto a la pista de baile, apenas la pisaba excepto cuando iba de cacería, para atraer o capturar alguna presa. Y es que esa era la atracción principal del Grotto, tíos buenos y disponibles. Y, de vez en cuando, alguna tía buena extraviada —cuyo ego se inflaba por el hecho de enganchar a un chaval en un local de ambiente— para variar el menú.
La cuestión era que aquella noche, en concreto, no tenía ganas de marcha. Debería haberse dado cuenta antes de salir, porque inconscientemente se había enfundado la ropa interior tras la ducha, y los días en los que quería guerra siempre iba en plan comando. Ya había rechazado unos cuantos avances, un par de propuestas en toda regla y una mano que le había sobado a conciencia los cuartos traseros y que pertenecía a un alemán muy alto, muy ario y muy borracho. Había muchas caras nuevas, o eso creía. Contaba con las mejores perspectivas para levantarse una buena pieza.
De lo que carecía era de la voluntad de hacerlo.
Más me hubiera valido quedarme en el apartamento…
La idea había sido salir y no marear más los problemas, ¿no? Inyectarse una buena cantidad de alcohol en sangre, localizar un candidato potable, echar un polvo —o dos— y dejar de darle vueltas a su situación, ¿cierto?
Salvo que se estaba empezando a aburrir del mismo plan, fin de semana tras fin de semana, sin nada más… sólido a lo que agarrarse, sin ver cumplido su sueño, sin encauzar su vida cuando le faltaba tan poco para cumplir los veinte.
Joder…
Suspiró, se incorporó, alargó la mano hacia el vaso de whisky con Coca-Cola que había posado en el suelo y tomó un buen trago. Aunque se moría por un pitillo, no iba a sortear aún la jungla hasta la calle; había pillado la postura en su asiento y no le apetecía moverse. Por cierto que lo que usaba para sentarse era de lo más curioso: una réplica de una Honda de MotoGP que se alineaba, junto a otras tres, contra la oscura pared del fondo del club. Había sido una mesa de billar no hacía mucho y, ahora, a la gerencia le había picado la mosca de alquilar un simulador deportivo. Desde el punto de vista de Nathan, era una mejora; no en vano se había pasado largas tardes en el salón de máquinas recreativas que había al bajar la calle donde vivía su hermana mayor, y se daba una maña feroz con los simuladores. O se la había dado, antes de hacerse asiduo de otras formas de ocio en compañía… No, lo suyo no era el billar —tendría que vivir aislado en una isla escocesa, rodeado de ovejas y sin otra diversión a la mano, para decidirse a aprender a jugar—, aunque tampoco creía que la dichosa maquinita fuera una buena inversión. No había más que verla: casi siempre estaba desocupada, menos cuando algún par de tíos la usaban de taburete alto para comerse la boca y otros pasatiempos similares. Estaba seguro de que, al igual que con la mesa de billar, lo único que le interesaba al dueño era fomentar las actividades en las que los chavales tuvieran que poner el culo en pompa, pero, bueno… Ya que estaba allí, bien podría echarse una partida. Por los viejos tiempos.
Pescó en el bolsillo, en busca de cambio, seleccionó el modo de un solo jugador en la pantalla y se tumbó sobre la falsa Honda, dispuesto a familiarizarse con el circuito. No pudo evitar una sonrisa cínica; puestos a escoger el «modo de un solo jugador», más le habría valido quedarse en el apartamento, desde luego.
—Decididamente ese, sin lugar a dudas. ¿Te has fijado en cómo menea el trasero sobre la moto? Me está llamando, y yo… ya me conoces: si me llaman, acudo.
—¿No es un poco joven?
—Si no lo querías tan joven, ¿qué puñetas hemos venido a hacer al Grotto? Aquí, toda la manada tiene la misma edad, más o menos.
—Tú sabrás lo que hemos venido a hacer. Yo no tuve ni voz ni voto para designar el coto de caza.
—Era mi turno. Si resulta ser un niñato, nos echamos uno rápido y ahí te quedas.
—Pues le he estado echando el ojo desde que me lo señalaste y he visto que ha rechazado a todos los que le han dirigido la palabra. Créeme, un par de ellos no eran rechazables en absoluto.
—¿Tú qué sabes? Puede que ya los conociera y no buscara más de lo mismo, o quizás esté esperando algo mejor…
—… O está esperando a alguien. Y si no lo hace, parece que quiere que lo dejen en paz. Nadie se encarama a un simulador de motos cuando lo que desea es encaramarse… a otra cosa.
—Mira, yo me lanzo al abordaje. Sígueme la corriente, ¿de acuerdo?
El seguidor de corrientes en potencia lanzó una mirada a la víctima desde la seguridad que le daba la distancia. El chico era de su altura —puede que lo sobrepasara en un par de centímetros— y se lo veía en forma; o mucho se equivocaba, o había visto algún gimnasio por dentro más de una vez. Su cabello rubio rojizo, con un característico tono veneciano, llamaba la atención sobre el fondo de su atuendo espartano y nada sofisticado: una camiseta gris, unos vaqueros negros y unas viejas botas militares. En realidad, él mismo se había puesto algo discreto para no desentonar en aquel ambiente, en contraste con su compañero, que lucía con total tranquilidad una camisa nueva de seda de D&G. Y allá iba, sorteando la jauría de jóvenes animales en celo que lo separaban de su objetivo. Con un ligero encogimiento de hombros, lo siguió.
Tan concentrado estaba Nathan en completar el circuito, que no reparó en el tipo que se había pasado los últimos minutos alternando vistazos a la carrera y a sus posaderas, y luego se había sentado en la moto de su izquierda, hasta que la pantalla mostró los mejores tiempos.
—Buena puntuación. Una manera muy improductiva de pasar la noche, pero no está nada mal.
Se giró al instante y se dio de bruces con un modelo masculino de alta costura. Vale, no llevaba el curriculum tatuado en la frente, pero esa era la primera impresión que daba. Aun sentado en la moto se notaba la longitud de sus piernas y su torso, e iba vestido igual que un figurín. Además, no era tan joven como los tíos que solían acudir al Grotto, debía tener unos veinticinco. La melena negra y brillante le llegaba a los hombros y, de algún modo, hacía juego con su rostro de facciones marcadas y sensuales y su piel bronceada. Incluso su voz era profunda y llena de confianza; lo único que desentonaba eran los ojos azules, típicamente británicos y un tanto fuera de lugar en aquella cara tan mediterránea. En cualquier caso, le sentaba bien el contraste; aportaba suavidad a un conjunto que, de otra forma, se habría pasado de enérgico para su gusto.
¿Para mi gusto? ¿Qué estoy pensando? Nathan desechó su natural instinto de calibrar la mercancía. Aquella noche no estaba de humor y no iba a pasar nada. Claro que mirar… era gratis.
—¿Y por qué es improductiva, si puede saberse? —preguntó cuando pudo reaccionar. El segundo extra que precisó para dar la réplica fue registrado y anotado por su interlocutor, con visible satisfacción.
—No creo que necesite explicártelo. Es un desperdicio que alguien de tu clase se entretenga en hacer carreras, con una moto de pega entre las piernas, cuando podría tener otra cosa muchísimo mejor.
Sin rodeos, entrando a matar. Para el proyecto que acariciaba no iba a buscarse un remilgado, ni planeaba tirarse media hora susurrando frases sugerentes a sus virginales oídos. La brusquedad de la propuesta causó un ligero sobresalto a Nathan; no era la primera así de directa que recibía, pero nunca de un pijo con clase. Decidió seguirle la corriente. No iba a pasar nada… ni tampoco había nada de malo en un poco de palique.
—¿El qué? —replicó, con una sonrisa desagradable—. ¿Tu cabecita, subiendo y bajando hasta ponérmela bien dura?
—Entre otras posibilidades. —Tomó un sorbo de su whisky. Nada de garrafón: el camarero les había abierto la botella buena.
—Mis piernas no se abren a otras posibilidades. —También dio un trago a su bebida.
—Eso lo podríamos discutir, si quieres, con otro par de copas. Un whisky de verdad esta vez, yo invito. Así podrás ir empezando a saborear lo bueno que te depara la noche, y no esa agua del fregado que estás bebiendo ahora.
Genial, un cabrón presuntuoso, sentenció Nathan. De repente, se le habían pasado las ganas de seguir de cháchara con el figurín.
—Ya. Mira, no hace falta que me invites ni que me expliques lo bien que se te da ponerte de rodillas. Yo voy a seguir con lo mío, así que eres libre de ir a restregarle lo llena que tienes la cartera a otro.
Poco receptivo y nada impresionable. En otras circunstancias, el tipo de la piel bronceada y la camisa de marca habría sentido una pequeña picazón en el orgullo y se habría largado en busca de pastos más verdes. ¿Acaso tenía necesidad de rogarle a nadie? Sin embargo, aquel día no lo hizo; el chaval no era tonto, y su resistencia parecía genuina y no una pose. Y además, qué diablos, de cerca era aún más tentador. Su sonrisa se ensanchó.
—De acuerdo, de acuerdo, no necesitamos otras copas. Al menos, no aquí… Podemos continuar la charla fuera. O podemos comprar una botella de camino a donde a ti te apetezca y hacerlo en un sitio más privado.
—El cerebro no te da para pillar las indirectas, ¿eh?
Ignorándolo, el rubio dio comienzo a una nueva partida. El modelo no replicó, ni se movió; simplemente se quedó allí, mirando sin decir nada. La sensación de tener aquellos dos ojos clavados en Dios sabía qué partes de su cuerpo inquietó al jugador, e impidió que obtuviera una puntuación igual de buena que en su anterior carrera. Se enfureció. No pensaba huir, porque él había llegado primero, y con aquel gilipollas engreído era una cuestión de principios.
Pero tampoco iba a aguantar en silencio.
—Oye, ¿por qué no te largas? —le espetó—. Este rincón es para jugar, no para que capullos que no entienden mi idioma se queden pasmados durante una hora. Para ahorrarte sufrimiento, de entrada te digo que no vas a poder discurrir una frase lo bastante ingeniosa para convencerme. Si buscabas la sección de rubias tontas con las tetas muy grandes, te has equivocado de antro.
—Entonces, si me uno a la partida no hay problema —apuntó el moreno, sin dar muestras de indignación ante la verborrea del más joven—. Incluso lo podemos hacer más interesante. ¿Qué tal una competición?
Depositó su vaso en el suelo y se colocó a horcajadas sobre la moto. Nathan lo observó como si fuera un bicho raro, y luego dijo:
—A lo mejor te crees que voy a perder mi tiempo compitiendo contra un pesado que seguro que no ha montado en una de estas en su vida.
—No tienes por qué perder tu tiempo. ¿Y si apostamos? Si nos ganas, te llevas… no sé… ¿doscientas?
—¿Do-doscientas? —Abrió mucho los ojos—. ¿Eres idiota o qué? Yo no tengo doscientas… Espera… ¿«Si nos ganas»?
Los ojos azules se fijaron en un punto a su espalda. Se volvió de golpe y se encontró con otro tipo sentado en la Honda de su derecha. Su ropa era más ordinaria y no era tan alto, pero, caray… No se podía decir que llamara menos la atención. Sin duda aquel debía ser uno de los asiáticos más guapos que había visto en su vida. Sus rasgos eran regulares, delicados sin resultar afeminados; la nariz era fina, los labios bien proporcionados y con una curva pronunciada, y el flequillo negro le caía, como al descuido, sobre la sien izquierda, enmascarando unos ojos… Nathan arqueó las cejas; también eran azules, y su claridad destacaba a voces en el marco de aquellos óvalos rasgados de pestañas oscurísimas. No, sería mucha casualidad, este debe llevar lentillas, pensó.
—Hola —saludó el recién llegado, alzando la mano y dedicándole una suave sonrisa.
—Bueno, ¿trato hecho? —insistió su compañero desde el otro lado. El chico del medio se sintió confundido. Tragó saliva.
—Ya te he dicho que no tengo doscientas libras.
—¿Y qué? ¿No estabas seguro de que nunca había montado una de estas?
—Vaya… vaya uno a saber qué es lo que ha montado tu amigo. —Volvió a mirar al otro de reojo—. Además, no soy un cabrón que apuesta lo que no tiene. No tendré guita, pero soy legal —añadió, con voz desafiante.
—No lo dudo. Mira, lo del dinero es lo primero que se me ha ocurrido porque no sé qué otra… compensación querrías de mí, en caso de ganar. Por lo que a mí respecta, tú ya te imaginas lo que me gustaría obtener a cambio. Y no es pasta.
Sus ojos completaron la frase con mucha eficacia, deteniéndose en su entrepierna. Este movimiento enfureció a Nathan. Le resultó curioso corroborar la poca paciencia que podía llegar a tener bajo presión.
—Esta noche no me sale de las narices tener compañía, y eso te incluye, desde luego.
—Vale, nada de meterse entre las piernas de nadie, salvo que… —El hombre más alto volvió a mostrar una sonrisa y una mirada especulativa—. ¿Qué decías de una cabecita subiendo y bajando? Si me concedieras eso, en un sitio cómodo, quedaría saldada tu deuda.
—¿Quieres que te haga una limpieza de sable si me ganas?
—A mí y a mi amigo, claro…, si uno de nosotros te gana.
—No me parece muy justo, dos contra uno. —La cara de Nathan se torció en un gesto sardónico—. Así que has establecido mi tarifa de chapero a cien libras la mamada. Por mí, os podéis ir a…
—No, no: doscientas por cabeza, por supuesto. Eso es lo justo.
Nathan se mordió la cara interna del labio. Cuatrocientas libras era mucho dinero para alguien como él, que acababa de conseguir un trabajo de mierda en una conocida cadena de cafés y estaba viviendo de gorra en el apartamento de un amigo. Si había algo que detestara más que la presión, era estar en deuda con nadie.
¿Qué importaban un par de mamadas? Lo habría hecho de todas maneras de haber salido de casa con ganas. Además, era bueno con el MotoGP, no se iba a dejar derrotar por aquel par.
—Trato hecho. Y yo elijo el circuito.
—Y tú eliges el circuito, de acuerdo.
La comisura derecha de su boca se arqueó mientras le tendía la mano. El rubio se la quedó mirando, sin entender lo que pretendía, hasta que comprendió que quería estrechársela para validar la apuesta.
Y lo hizo. Su apretón fue firme, decidido, con carácter… y se prolongó más de lo necesario. La mano de su compañero le tomó el relevo, con idénticas intenciones. Se fijó en los dedos largos y esbeltos, de uñas impecables, y sus ojos resbalaron a lo largo de su brazo, hasta sus labios. Nathan pensó que aquel tío era impresionante; demonios, los dos lo eran. Con toda seguridad se sacudían a los babosos de encima por docenas, así que, ¿para qué lo abordaban a él? ¿A qué jugaban?
Ya pensaría en eso más tarde. Seleccionó el modo multijugador y un circuito y se acomodó en su moto. No alcanzó a notar la mirada que sus escoltas intercambiaron sobre su espalda.
Lideró durante las primeras vueltas; no en vano se había pasado un buen rato familiarizándose con el trazado, y sus largas horas en los recreativos estaban rindiendo sus frutos, aunque hubieran quedado años atrás. Durante la recta que desembocaba en la línea de llegada observó con satisfacción que la pista era toda para él, pues sus rivales se habían rezagado. Si continuaba así, no tendría problemas en proclamarse ganador.
Entonces distinguió el vehículo del moreno arrogante en la distancia, aproximándose poco a poco. Chasqueó la lengua; quedaban cinco vueltas para el final y, como sabía que llevaba una de ventaja, se había confiado y estaba conduciendo con más cautela. Apretó los dientes y se adhirió a su réplica, tratando de no aminorar la velocidad, pero el vehículo rival lo adelantó. Había que reconocer que aquel cabrón sabía tomar las curvas; definitivamente, no era un novato total en el juego. Bien, lo había subestimado y aquello no se repetiría. Al cuerno con la prudencia: era hora de dar gas. Recta, y línea de llegada. Cuatro vueltas.
En las siguientes curvas dobles la moto del tío mediterráneo se había perdido de vista y fue su compañero quien se puso a la par. Su rival casi fue a parar a la zona de escape de la segunda, si bien se las arregló para que las ruedas no abandonaran el asfalto y no tuviera que reducir. La distracción por poco le cuesta a él lo mismo, y tuvo que sofocar un juramento mientras enderezaba y volvía al centro de la carretera virtual. Y el asiático de los ojos claros fue tomándole más y más ventaja, aprovechando la horquilla que seguía. Al inicio de la siguiente vuelta ya había desaparecido de los alrededores.
Completó ese recorrido en tensión, apurando al límite, arriesgándose, a veces, en exceso. Derrapó y se deslizó hasta la zona de escape al salir de la horquilla, perdiendo unos segundos preciosos. Si no hubiera estado tan concentrado, habría notado su corazón, acelerando aún más que su Honda…
Cuando solo quedaban dos vueltas, su alto compañero de la izquierda le fue ganando terreno. Pronto apareció en su campo de visión, y muy a su pesar descubrió que no tenía los nervios tan bien templados como él creía. Ganar no era una cuestión de dinero, o de no querer arrodillarse delante de ellos y pagar el precio; era su dignidad lo que estaba en juego, la necesidad de no tener que inclinar la cabeza, en sentido figurado, ante aquel pijo que se creía que podía tenerlo todo. Ganar era el fin en sí, lo único en lo que era capaz de pensar. Agarró el manillar con tanta saña que se oyeron un par de crujidos y corrió como si su vida dependiera de ello.
Al comienzo de la última vuelta, su competidor más directo se colocó a su altura y lo obligó a hacerse a un lado. Nathan decidió que dos podían jugar el juego; al entrar en las curvas dobles, el chico rubio realizó su mejor interpretación a lo Ben-Hur en las carreras de cuadrigas. Y al abandonar la segunda, ahogó un aullido de triunfo al presenciar el derrape y la colisión de la moto de su antagonista contra el muro de contención. Él mismo perdió el equilibrio y se salió, de nuevo, de la carretera. Enderezó rápido, solo para percatarse de que esa mancha que había estado espiando por el rabillo del ojo, y a la que no le había prestado la suficiente atención, era el vehículo de su otro contrincante. Su concentración había sido absorbida por la necesidad de vencer al señor Arrogante, y se había olvidado de ese pequeño dato esencial.
Al salir de la horquilla, el joven ya lo había sobrepasado. Apretó; abrazó la réplica con todo su cuerpo, con todas sus fuerzas, intentando transferirle una pequeña parte de su energía, una chispa que aumentara su velocidad por arte de magia y le permitiese volver a adelantarlo.
Fue una tarea vana. A lo largo de la última recta voló pegado a la rueda trasera de su rival, que cruzó primero la línea de meta.
Se incorporó, con los músculos agarrotados y una expresión lúgubre en el rostro. A su izquierda, el tipo bronceado lanzó un «¡sííí!» que le inspiró el deseo de estrangularlo. Típico… Por lo que respectaba a su derecha, allí lo aguardaba una pequeña sonrisa arrepentida bajo aquellos ojos rasgados. Casi, casi, una disculpa por haberlo derrotado.
Nathan tragó saliva, se puso de pie, vació lo que le quedaba de la copa y se volvió hacia el ganador del Trofeo Nathan O’Dowd «Ojalá Revientes».
—¿Vamos a los servicios? —preguntó, con una gelidez que sirvió para encapsular su candente irritación.
—¿A los servicios? —Rio entre dientes—. Debes estar de broma. Si no recuerdo mal, dije «una cabecita subiendo y bajando en un sitio cómodo». No estamos tan desesperados para encerrarnos en ese cuartucho sórdido.
—¿Y qué propones? —bufó el rubio—. ¿El callejón de atrás?
Se arrepintió enseguida de la elección de palabras, porque los ojos azules lo atravesaron con una mirada perversa y burlona, a partes iguales, que exacerbó sus impulsos asesinos.
—Yo había pensado que podríamos ir a tu casa, encanto. Reitero mi ofrecimiento de llevarnos una botella de las buenas y…
—¿Por qué habría de llevarte a mi casa? —lo interrumpió—. En ningún momento acordamos eso, y no tengo por qué enseñarte dónde vivo. Os… daré lo que habéis ganado y ya está. Si no quieres que sea junto a los retretes o los contenedores de basura, podemos ir a tu coche, si es que tienes, o a un hotel.
—¿A un hotel? Muy bien, pero la parte perdedora has sido tú. ¿Tú pagas?
Será… hijoputa…
—En contraprestación a una apuesta de cuatrocientas libras, creo que permitir que nos resguardemos en tu casa durante un ratito no es mucho pedir —insistió el moreno, apartándose los largos cabellos del rostro de manera deliberadamente sensual—. Tú guías.
Nathan apretó los puños con discreción y abandonó el local. Sacó un cigarrillo, lo encendió e inhaló con fuerza, como si pretendiera fumárselo con un simple par de caladas. Luego se alejó a grandes zancadas, sin comprobar si aquellos dos lo venían siguiendo.
El apartamento no estaba lejos. Pertenecía a su amigo O’Halloran, quien le había ofrecido cobijo después de que se largara de casa de su hermana. Era pequeño y diáfano, a excepción del dormitorio y el cuarto de baño, y como a la novia del dueño le había dado por empaparse de filosofías orientales, ofrecía un aspecto muy estrambótico con toda esa profusión de estatuillas, cortinas multicolores, abalorios y un permanente tufo a incienso del malo. Por suerte, O’Halloran iba a estar fuera.
Nathan los dejó pasar a regañadientes, lanzó las llaves al cuenco de la entrada y caminó hacia el sofá. Luego volvió sobre sus pasos. Había recordado las broncas desganadas que se llevaba cuando no se quitaba los zapatos junto a la puerta. El joven más bajo lo imitó, sin decir nada; su compañero, no obstante, se adelantó y oteó a su alrededor con regocijo.
—No te hacía yo en un decorado barato de película porno de Las mil y una noches —picó a su anfitrión—. No me digas que te va este rollo étnico del baratillo.
—Si no te gusta, siempre puedes irte a la calle o a la mierda, lo que te pille más a mano —contraatacó el rubio—. El piso es de un amigo, yo solo me quedo en él por un tiempo. Y quítate los jodidos zapatos.
El huésped rio, obedeciendo a pesar de todo. Luego se autoinvitó a echar un vistazo al dormitorio mientras Nathan lo miraba con resquemor desde el reducido salón-cocina-comedor. La visión del colchón redondo sobre el suelo, sepultado bajo un quintal de cojines adamascados, hizo que el joven de cabellos negros casi se atragantara de la risa.
—¡Diooos! Es la bomba… Tienes que ver esto, en serio —comentó, dirigiéndose a su compañero.
—A diferencia de ti, yo no husmeo en las casas ajenas —replicó este con su particular tono suave.
—Vas a tener que hacerlo a la fuerza. Después de todo, el dormitorio será nuestra base de operaciones durante un buen rato, ¿no es cierto, rubito? —Se dejó caer indolentemente sobre el marco, adoptando una pose muy provocativa, y sacó una botella de whisky de dieciocho años de la bolsa que había estado cargando hasta entonces.
—Ese no es mi dormitorio, yo duermo en el sofá —indicó el adusto anfitrión—. Para lo que vamos a hacer no necesitamos una cama, así que sal de ahí.
—Oh, vamos, a tu amigo no le importará. ¿Vasos? —Alzó la botella. Sin esperar respuesta, se apropió de tres vasos de la pequeña barra que separaba la cocina y sirvió un par de dedos de alcohol ambarino en cada uno—. ¿Hielo?
—No creo que haya.
—¿A palo seco?
Nathan arrebató la bebida de su mano y la apuró de un trago. Era fuerte, en comparación con lo que él estaba acostumbrado a beber, así que puso una cara rara.
—Despacio, amigo —aconsejó su invitado, entregando la otra al tercero y tomando un pequeño sorbo—. Esto no es la porquería que tú mezclas con Coca-Cola. No puedo creerme que tenga que enseñarle a beber a un irlandés.
De nuevo esa petulancia que tanto lo sacaba de quicio. ¿Y cómo sabía que era irlandés? Debía ser por el acento. Aunque llevaba varios años viviendo allí, seguía siendo tan obvio como al principio, y no entraba en sus planes perderlo. El rubio plantó el recipiente vacío en la mesa, con más brusquedad de la necesaria, y se levantó de un salto.
—No tengo toda la maldita noche, acabemos cuanto antes. Ahí hay un baño, entrad si lo necesitáis y ya…
—¿Ansioso?
El moreno no lo podía evitar; por alguna razón, le encantaba lanzarle pullas y hacer que se le dilataran las ventanas de la nariz. Ese pequeño gesto parecía servir de válvula para liberar la furia reconcentrada que debía circular por su cuerpo, como el vapor de un líquido en ebullición. Lo examinó de cerca.
Sí, era muy guapo, la luz no revelaba ningún defecto que la penumbra del Grotto hubiera ocultado. La única diferencia era que allí no había podido percibir la profundidad y la belleza de sus grandes ojos oscuros, tan discordantes junto a esa piel blanca y los claros cabellos rojizos. No, «discordantes» no era la palabra; más bien complementaban unas facciones tan regulares y exquisitas que, sin ellos, se habrían excedido en delicadeza. Justo lo contrario de lo que sus ojos azules aportaban a su propio rostro.
—Te propongo un cambio —le ofreció, al fin, ante la mirada inquisitiva de su compañero—. ¿Qué tal si, en lugar de ser tú el que se pone de rodillas, somos nosotros dos los que nos ocupamos de ti? —Nathan parpadeó, y su entrecejo se arrugó—. Es un buen negocio, piénsalo: los mismos beneficios con la mitad de esfuerzo, y únicamente tienes que tumbarte ahí y disfrutar, sin mover un dedo… ni un labio.
—¿Los dos a la vez, dices? —Asentimiento—. ¿Y yo no tengo que hacer nada? —Nuevo asentimiento. El rubio se quedó en blanco durante unos segundos, hasta que la arruga entre sus cejas se acentuó, por efecto de la sospecha—. Ya te dije que no voy a follar contigo, si es lo que te esperas.
—No, nada de eso. Solo una larga, intensa e increíble mamada, la mejor que hayas tenido en tu vida. Palabra de caballero.
Nathan volvió a pensárselo. Si tenía que ser sincero, la perspectiva de meterse un par de trozos de carne en la boca, sin recibir nada a cambio, no era muy atrayente, y menos si uno pertenecía a aquel pijo bocazas. Con todo, no se fiaba. No sabía a qué atenerse con el que parecía oriental, pero el otro tipo, desde luego, no daba la imagen de tío que prefiere chuparla a que se la chupen.
—Vosotros mismos —aceptó—. Ahora, te advierto que si intentáis algo raro, me basto y me sobro para partiros la cara a los dos.
—¡Qué desconfiado! —Su interlocutor rio. Luego dejó el vaso, caminó hasta la puerta del dormitorio y se volvió para hacerle señas—. Vamos, ven aquí.
Nathan lo siguió, pisoteando el suelo con saña. Oyó que el otro joven venía tras él, cerraba la puerta y se reclinaba contra la madera. Su alto compañero se dejó caer en el colchón, apartó algunos cojines de un manotazo y palmeó el espacio central, invitándolo a que se le uniera. El rubio dobló las piernas y se sentó sobre sus talones en la posición indicada, procurando quedar más alto para poder mirarlo por encima del hombro sin perder un ápice de desdén.
Cuando el tercero se les unió, flanqueándolo, lo atravesó una pequeña punzada de excitación. Su vista osciló de uno a otro, registrando lo diferentes que eran y también la extraña simetría de sus ojos azules. Y, de acuerdo, no iba a negar que estaba algo abrumado por su atractivo. Ya había estado en la cama con dos tíos a la vez —con tres, de hecho—, pero en aquella ocasión, cada uno había ido a lo suyo con su pareja. El único trío en el que había participado había sido con dos chicas; no había sido planificado, y había bebido tanto que apenas conservaba recuerdos nebulosos.
Entonces estaba muy consciente; los tres lo estaban. Y él no tenía que complacer a nadie, sería el centro de la fiesta y recibiría todas las atenciones y… y la idea lo estaba poniendo muy nervioso. Para el carro, Nathaniel, no te dejes llevar, se aconsejó a sí mismo, nada más que va a ser un trabajito rápido y estos se largarán con viento fresco.
Disparó una mirada inquisitiva al que llevaba la voz cantante y aguardó. El joven le regaló una de esas sonrisas que tanto lo incomodaban, se acercó, hundió el rostro en el hueco de su cuello y comenzó a mordisquearlo.
—Creo que la parte que buscas está más abajo.
Nathan se las arregló para conservar la calma y sonar frío. En cualquier otra ocasión no habría dejado pasar la oportunidad de tirarse a semejantes monumentos. Los tenía en el catre, sería de idiotas no hacerlo. Pero…
Por nada del mundo quería darle a aquel capullo la impresión de que podía cambiar de opinión con tanta facilidad, de que podía dejarse manipular. Puede que más tarde se diera de puñetazos por haber desaprovechado su suerte. Por el momento, no ceder era una cuestión de orgullo, de pura cabezonería. Algo que necesitaba.
Una risita queda cosquilleó junto a su oído.
—Paz, amigo —susurró el moreno, sin dejar lo que estaba haciendo—. Te dije que la faena sería larga e intensa. No pensarás que me voy a tirar tres minutos en tu entrepierna y ya está, ¿verdad?
—¿Quién coño dura tres minutos? —murmuró Nathan con resquemor. Vale, puede que el trabajito no fuera a ser tan rápido como calculaba.
—Eso, ¿quién dura tres minutos? Confío en que tú no. Sería muy decepcionante que tuvieras tan poco aguante.
—Tú métetela en la boca y ya te enseñaré yo el aguante que tengo. Espero que se te desencaje la jodida mandíbula, mamón…
Una nueva risita contribuyó a sacarlo un poco más de quicio. Estaban en la cama y, por el momento, lo único que habían hecho era hablar. Y él no era de los que hablaban en la cama. Ese mariquita que lo besuqueaba debía creerse que era una tía.
Entonces sintió el segundo par de manos en su cintura, tirando del borde de su camiseta y alzándola. Casi se había olvidado del chico a su espalda. La maniobra provocó que el otro hiciera un alto con el besuqueo, aunque no por mucho tiempo. Cuando tuvo toda aquella superficie extra de piel a su disposición, los dedos se le unieron a los labios y acariciaron sus costados en sentido ascendente mientras los de su compañero lo hacían al contrario. Intentó contenerse. La sensación era… singular, diferente a todo lo que había experimentado hasta entonces. Se mordió la cara interna de la mejilla y bajó la vista a los brazos que trabajaban a dúo y a la cabeza de largo cabello negro que jugueteaba con su clavícula. Aquella boca se centró en una de sus tetillas y se dedicó a lamerla y a tironear con suavidad. Ya puedes chupetear eso todo lo que te apetezca, idiota, que no vas a sacar petróleo, se burló en silencio.
—Lo único que consigues ahí es hacerme cosquillas. De las desagradables —apuntó en voz alta.
—Mmmm… ¿en serio? —preguntó el otro, moviéndose para lamer la compañera y dejando una fina línea de saliva—. Ya… veremos.
El joven a su espalda se sumergió en su pelo, lo apartó de su nuca y procedió a aplicarle un tratamiento similar. Donde su compañero era más agresivo e intenso, y emitía pequeños sonidos húmedos al succionar, él era silencioso, gentil, sugerente. Rozaba apenas, dejando que sus labios hicieran la mayor parte del trabajo, y ni siquiera se percibía su aliento sobre la piel. Mientras Nathan meditaba sobre qué técnica le resultaba más interesante en aquel momento, la boca invisible se materializó sobre la base de su columna, y los dedos que la acompañaban se desplazaron por los costados hasta su cinturón. Tras desatarlo, el tipo bronceado cayó sobre su ombligo y su lengua tremoló en el pequeño hueco y en torno a su circunferencia.
Cuatro manos desabrocharon el botón de su bragueta, bajaron la cremallera y estiraron los bordes a los lados, descubriendo la parte superior de sus boxers ajustados grises. Pensó que no llevaba puesta su ropa interior más glamurosa, pero volvió a mandar callar a su conciencia. Si el latino se sentía ofendido por su falta de estilo, que se fastidiara. Él no lo había obligado a meterle la cara dentro de los pantalones.
Perdido en esas divagaciones, casi no reparó en que lo alzaban para facilitar el trabajo de desembarazarse de sus vaqueros. Una repentina corriente de aire le erizó el vello de las piernas. El moreno de la sonrisa descarada terminó de sacárselos, junto con los calcetines.
—Hay vida ahí dentro, ¿eh, irlandés? —dijo—. Pues todavía tendrá que tener paciencia.
Nathan miró abajo y se topó con el gran bulto bajo el algodón gris y la pequeña mancha húmeda de líquido preseminal que lo coronaba. Se trataba de una de esas erecciones de las que uno no se percataba hasta que algo, o alguien, llamaba la atención hacia ella. Cuando estaba a punto de emprender una discusión con su paquete por delatarlo así, aquel tipo le separó las piernas, posó la boca en su tobillo y comenzó a subir por la cara interna, alternando entre una y otra. A medio muslo ya se le habían pasado las ganas de protestar; sobre todo, porque el chico de los ojos rasgados había decidido volver a lanzarse sobre su cuello y a hundirle los dedos en los costados y en el vientre, de esa manera reposada y meticulosa suya. En el instante en que trazaron la línea que delimitaba sus definidos oblicuos y se internaron, al descuido, bajo la cintura elástica de su ropa interior, los labios de su compañero hicieron lo propio por el sur, adentrándose pierna arriba y alcanzando la franja al borde de su perineo. Su largo cabello le cosquilleaba en la piel. Notó con extrema claridad las contracciones de su miembro, y un vago rubor al preguntarse si los otros también lo habían hecho. Eso le hizo sentirse muy vulnerable.
—Joder… terminad ya —ordenó, con voz más entrecortada de lo que hubiera querido.
—¿Por qué? ¿No te lo estás pasando bien? —preguntó el otro, sin dejar de besar esa zona tan pérfidamente cercana al asunto, y colando el pulgar por la otra pernera para estimular la parte contraria.
—Esto no es lo que apostamos. —Nathan tragó saliva y sacudió las caderas.
—No. Según lo que apostamos, ahora tendrías un gran trozo de carne embutido en la boquita. —Retornó a la parte superior, capturó de nuevo una tetilla y la lamió con cuidado—. ¿Prefieres que volvamos al plan inicial? —Alguien rozó su erección por encima de la tela. El rubio se estremeció—. Vaya, ¿decías que aquí no podría conseguir nada?
—No ha sido eso, capullo, me habéis tocado la… ugh…
—Que yo sepa, ahora mismo nadie tocaba nada. —Tras algo de jugueteo con el otro botón rosado, los pezones se le endurecieron. El tipo mostró una expresión satisfecha—. Hmmm, ¿te gusta? Esto te va a gustar más.
Se agachó y lamió el algodón gris a conciencia, desde la base del apreciable bulto hasta la punta que estaba empezando a sobresalir por el borde. La mancha húmeda se expandió, y ambos, el bulto y su propietario, se sacudieron.
—Y a ti te pone el olor a tigre, por lo que veo —masculló Nathan, intentando devolver sus burlas, sin mucho éxito.
No se permitió jadear. Apretó los dientes para amortiguar el sonido de su respiración, tarea que se volvió muy difícil cuando el asiático reanudó el recorrido a lo largo de su pelvis y tiró de la tela gris. El otro joven trasladó sus atenciones al área de los testículos y ayudó a bajarle los boxers hasta las rodillas.
—Qué tapizado más bonito tienes aquí, irlandés —dijo, refiriéndose a su vello púbico—. Ya no sé si llamarte rubio o pelirrojo. Lástima —añadió, sorbiendo con cuidado— que has decidido dejarte todos los… alrededores al natural. Es muy incómodo, e inoportuno para ciertas cosas.
El moreno interrumpió lo que hacía para desnudarlo por completo. La conciencia de que estaba en pelotas y ellos no se habían quitado ni los calcetines lo golpeó con sutileza. Su compañero lo tomó por los costados, invitándolo a incorporarse sobre sus rodillas, y se acopló a su espalda, buscando la postura más erótica para continuar acariciando los músculos de su vientre. Las manos de los dos colisionaron a los lados de su ombligo, solo que quien lo acariciaba desde atrás bajó a sus caderas y el otro siguió hasta la espalda, plantando las palmas sobre sus nalgas. Nathan se tensó; al sentir que las separaba, buscaba su entrada y la rozaba con las yemas de los dedos, simplemente saltó.
Ninguno de sus dos invitados se esperaba tal despliegue de agresividad. El rubio se zafó de los brazos que lo sujetaban, se lanzó sobre el tipo bronceado, lo hizo caer de espaldas sobre el colchón y lo apresó con puño de hierro, lanzándole una mirada venenosa. Al desnudar aquel cuerpo bien trabajado en el gimnasio, la víctima ya se había supuesto que su musculatura no era una mera decoración. Lo que no imaginaba era que tendría tanta fuerza.
—Te dije que no me abría de piernas —le escupió—. Si vuelves a tocarme el culo, te partiré todos los huesos del cuerpo, uno a uno. Y no bromeo.
Un silencio tirante se alzó entre ellos. Por una vez, aquel parlanchín con pintas de modelo no supo qué decir. Fue su compañero quien rompió el mutismo que había mantenido durante toda la sesión; se acercó a su oído, cuidándose bien de no rozarle la espalda, y susurró:
—Perdona al gilipollas de mi amigo. A veces se le escapan las zarpas, pero creo que ha captado la idea. Oye… no vamos a volver a meter la pata, déjanos continuar, ¿sí? —Aproximándose aún más, añadió—: Me muero de ganas.
Su aliento cálido le bañó la piel. Su voz era tan lasciva que un pequeño estremecimiento le sacudió el estómago. Liberando a su víctima, volvió a sentarse sobre sus talones.
El chico que había hablado sonrió, sacó un preservativo del bolsillo de sus pantalones y rasgó el envoltorio, mirándolo a los ojos. Nathan devolvió la mirada con cierto desencanto. Con el globito, parte de la diversión se iba al traste, pero, bueno… Era lógico pensar que esos dos también practicaban el sexo oral seguro. El joven se inclinó, tiró de la piel hasta la base del miembro, colocó el pequeño disco de color caramelo sobre el extremo y lo sujetó, y un olor dulce alcanzó las fosas nasales del rubio. Por fortuna, el estallido de violencia no le había bajado la erección, más bien al contrario. Aunque no pudo percibirla, eso dibujó una pequeña mueca divertida en aquellos labios antes de que se le posaran sobre el glande y comenzaran a desenrollar el preservativo, al tiempo que la lengua sujetaba el depósito contra su paladar. Joder, pensó Nathan, sin perderse detalle. Por lo menos, sabe poner un condón con estilo…
Ya no le apeteció seguir pensando. El látex atenuaba las sensaciones, pero era placentero ver y sentir esa boca cálida besando y aprisionando la carne, viajando arriba y abajo del tronco, desde la base hasta el frenillo. Y lo mejor llegó cuando se pegó a su vientre, para tener acceso a la cara interna, y su compañero, de repente dócil y silencioso, se echó junto a él y reanudó la tarea de lamer sus testículos.
El panorama de aquellos dos rostros concentrados en nada más que darle placer fue demasiado para Nathan. Ya no pudo tragarse los jadeos que le brotaban de la garganta. Dos manos le separaron los muslos y acariciaron la piel de su interior. Otras dos treparon hasta su estómago y empujaron, poco a poco, para que se tendiera sobre la espalda. No se resistió. Estaba absorto en disfrutar lo que le daban y en grabarlo todo en sus retinas.
Al momento, el joven de cabellos largos reemplazó a su compañero, apretando la hinchada cabeza entre sus labios y sorbiendo. El rubio lanzó un gemido que subió de volumen a medida que su polla desaparecía poco a poco dentro de aquel tipo. Hasta el fondo… Casi gimoteó, después de que la soltara y tomara aire; por fortuna para él, no tardó mucho en volver a ocuparse de ella de esa forma tan deliciosa. Arqueó entonces la espalda y se enredó en su melena, para que no se le ocurriera abandonar lo que con tanta maestría estaba llevando a cabo.
El asiático alzó el rostro. Sus ojos azules se toparon con las pupilas oscuras de Nathan, fijas en el show. Recorrió, a besos, el camino desde su vientre hasta su pecho, cuidándose de no bloquearle la vista, y al llegar a sus tetillas fue él quien las probó esa vez. La atención del chico más joven hubo de alternarse entre ambos frentes, entre la visión de su polla follándose la boca del modelo de piel bronceada y la de aquella lengua haciendo círculos en torno a su pezón, y luego arrastrándose sobre su clavícula para perderse en su cuello. La notó, o eso creyó, lamiendo bajo su oreja y sobre el lóbulo; la observó llegando al borde de su propia boca.
Se produjo entonces un parón en la parte baja, y la deserción de la húmeda maravilla que lo mantenía caliente, cuando estaba tan cerca de… Tiró de los mechones que sujetaba, en señal de protesta, hasta que vio el condón deslizándose fuera y sintió el aliento ardiente en su piel. De nuevo fue engullido hasta el fondo, sin nada que se interpusiera entre su carne y la de él.
Eso lo volvió completamente loco.
—Joder… joder… voy a…
Eyaculó; un desenlace anunciado, pues todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Su pareja no se apartó, sino que dejó que lo hiciera en su garganta, y ahí permaneció mientras descargaba, espasmo tras espasmo de placer. Al concluir se retiró con cuidado, y una bocanada de su propio semen bañó el miembro aún palpitante de Nathan, que se dejó caer sobre el colchón, exhausto.
Su vientre, que había estado contrayéndose en tanto sus pulmones batallaban por conseguir oxígeno, fue relajándose a medida que recobraba el ritmo normal de la respiración. Se animó a volver a abrir los ojos y descubrió al otro joven tendiéndole una caja de pañuelos de papel con expresión indefinible. Se incorporó, limpió el desastre, pescó sus boxers y se los puso.
No le cabía ninguna duda: aquella había sido la mejor mamada de su vida… si es que se le podía dar un calificativo tan pobre a lo que le habían hecho. Había sido increíble, brutal, lo había dejado sin aire. Vulnerable. Expuesto.
Quería más, pero tenía miedo de que eso se repitiera.
Rogó para que no quisieran volver a verlo.
—Tu deuda ha sido saldada, chico irlandés, y no has estado nada, nada mal. ¿Qué tal si nos das tu teléfono?
La voz burlona lo trajo de vuelta a la realidad y rompió la burbuja de sus expectativas. ¿Y quizá lo alivió un poco?
—¿Para qué? —masculló, obligándose a mirar a su interlocutor—. Tú lo has dicho, mi deuda ha sido saldada. ¿Qué más quieres?
—¿Yo? —Soltó una carcajada—. Tú habrás terminado, pero nosotros no hemos llegado a empezar. Solo tengo en mente algo civilizado: unas cervezas, una charla para conocernos…
—No… no creo que volvamos a quedar.
Una de las negativas menos convencidas que había escuchado. El tipo arqueó los labios astutamente, se lanzó sobre el bolsillo del pantalón que estaba tirado en el suelo y se apropió del móvil cuya silueta no había dejado de advertir. Tuvo tiempo de marcar su propio número antes de que Nathan se lo arrebatara de un manotazo. Tarde: su IPhone emitió un zumbido de aviso. Lo sacó y miró, satisfecho, la pantalla.
—Hijo de puta…
—Oh, vamos… Sabemos dónde vives, ¿qué más te da? Es mejor esto antes que ser acosado a la puerta de tu hogar, ¿no crees? Bueno —anunció, al observar las sutiles señales de que el rubio volvía a perder la paciencia—, ya hemos abusado bastante de tu hospitalidad. Gracias, y un consejo: practica con esa moto. Tu trasero meneándose de un lado a otro al tomar las curvas era algo digno de verse.
Abandonó la habitación a toda prisa seguido de cerca por su compañero. Antes de salir, este se volvió y le dedicó a su anfitrión una última sonrisa y una mirada azul muy intensa.
Nathan trató de calmar su ira tras escuchar el sonido de la puerta de la calle al cerrarse. Corrió al salón, para asegurarse de que se habían largado. Haciendo balance, ¿qué era lo que había sacado de la noche? Una humillación y unas ganas terribles de patear a alguien. También una botella de whisky del bueno y, no podía negarlo, un orgasmo antológico.
Que no compensaban la horrible desazón que le había provocado todo aquello. Y había algo más que era evidente: los dos se coordinaban demasiado bien para que pudiera considerarlos novatos en los encuentros a tres bandas.
Con un gruñido, recorrió a zancadas la distancia que lo separaba de la botella y emprendió la tarea de vaciarla. Y después del primer vaso, tomó conciencia de un hecho que lo indignó aún más.
Esos cabrones ni siquiera me han dicho sus nombres…
—Casi la fastidias, con eso de ponerle las manazas en la trastienda. Casi la fastidias otras veinte veces, de hecho. Es muy probable que se quede rumiando sobre tu estupidez y decida que no quiere volver a verte nunca más. Mi única esperanza es que acepte reencontrarse contigo… para partirte la cara.
El joven lanzó un último vistazo al edificio que era la residencia temporal de aquel muchacho y continuó alejándose calle abajo, en compañía de su amigo más alto. La atención de este estaba centrada en su teléfono móvil, y en guardar en la memoria el número que acababa de robar.
—No comprendo muy bien tu razonamiento de esta noche —insistió el primero—. Se supone que íbamos a echarle el anzuelo a alguien y a conseguir un poco de diversión intranscendental, y aquí estoy, con una frustración de gran tamaño encajada entre los bolsillos de mis pantalones. ¿Me estás escuchando, Niko?
—Claro que sí, amor —respondió su compañero, inclinándose para besarlo. La negativa a corresponder le hizo fruncir el ceño—. Yo siempre te escucho.
—Sí, tú siempre me escuchas, eso es irrefutable… Me escuchas tanto, y tan seguido, que le has quitado el preservativo a un completo desconocido antes de terminar. Ya no tienes quince años para hacer algo tan insensato. ¿Y quieres que corra a besarte? Me estoy planteando que no voy a tocarte hasta que no dejes el tema de tu salud de nuevo en regla.
—Kei, lo siento, sé que no debería haberlo hecho. Fue un impulso estúpido, lo admito, pero sentí… Al verlo así, después de todo lo que hice para enfurecerlo, sentí que tenía que hacerle la mamada del siglo. Tú también sentiste algo especial, no digas que no, lo noté en tu voz cuando le hablaste. Mírame a los ojos y dime que es imposible que a ti se te hubiera ocurrido lo mismo.
—¿Y por qué lo pinchaste tanto? —Kei suspiró—. Comprendo que lo hicieras al principio. Los de su clase nunca dejan de pagar sus deudas, es una táctica infalible. Por las buenas habría dicho que no por pura tozudez; por las malas… Pero podrías haberte permitido ser amable con él desde el momento en que ganamos la apuesta.
—Podría, sí, podría. El caso es que quería probar su carácter, ver cuánto era capaz de aguantar bajo presión. Admito que, cuando salimos, únicamente buscaba un buen polvo. Luego, al tenerlo cerca… me he atrevido a fantasear con algo a más largo plazo, no sé si me entiendes.
—Ahora sí. —Kei dejó que su hermosa sonrisa asomara de nuevo—. Bien, pues ya has descubierto un pequeño detalle que no es capaz de aguantar: nada de atacarle la retaguardia. Y a mi modo de ver, estaba muy convencido. ¿Cómo vas a sortear ese problema?
—Lo iremos resolviendo sobre la marcha. Oh, por cierto, también he descubierto que el amor de mi vida me llama «gilipollas» en público. —Sus cejas se convirtieron en dos líneas oblicuas cargadas de reproche.
—Una maniobra urgente y necesaria para que amainara la tempestad que tú causaste. Funcionó, no puedes quejarte —zanjó, rezumando virtud e inocencia por los cuatro costados.
—Creo que disfrutaste más de la cuenta… Bien, esa me la guardo. He de planear nuestro próximo movimiento.
—Me parece de mal gusto acosarlo en el portal de su apartamento si no quiere contestarte al teléfono. Y no creo que quiera.
—Ah, tengo una estrategia alternativa, y no, no incluye un detective privado. He visto en el salón, aparte de unas novelas de Capote y Hemingway que no me esperaba, una bolsa con el uniforme de una franquicia que paga fatal a sus empleados. Nueve a uno a que es suyo y en un par de días averiguo dónde trabaja.
—No eres tan mal alumno como creía, mi pequeño Niko.
—Ya sabes lo que dicen, tengo al mejor maestro. —El pequeño Niko arrastró a su pareja hasta un portal fuera de la luz, lo acorraló contra la pared y hundió la lengua entre sus labios, sabiendo que entonces sí iba a ser bien recibida. Ellos lo compartían todo. Al frotar su entrepierna contra la de él, Kei comprobó que no era el único con algo encajado dentro de la ropa interior—. Es mejor que corramos a casa, amor. Ya ves que yo no estoy mejor que tú, y si no mueves el culo con rapidez, tendré que follarte aquí, en medio de la calle.
Y añadió, con voz ronca:
—Creo que hoy no me importaría.