Pasaban unos minutos de las doce de la noche, la Sala Inferno solamente llevaba una hora abierta y ya se encontraba abarrotada de gente. Los jueves acostumbraba a llenarse más temprano. Álex estaba terminando de cambiarse en el minúsculo vestuario; un cuarto sin ventanas cuyo único mobiliario consistía en un par de bancos largos de madera y un gran espejo de cuerpo entero, atornillado a la pared. Echó un último vistazo a su reflejo, ojeando con cierta incomodidad el que sería su nuevo uniforme de trabajo: unos diminutos shorts de color plateado y el resto del cuerpo cubierto de purpurina. Se dijo a sí mismo que si mantenía la vista fija en su objetivo final, aquello solo sería un poquito humillante para él. Después tomó aire y abandonó el pequeño vestuario, cruzó por delante de la barra principal y, con una seguridad más fingida que real, trepó por las escaleras de su tarima asignada en el lateral izquierdo de la pista de baile.
Aquello debería ser fácil. Únicamente tenía que moverse al ritmo de la ruidosa música durante casi toda la noche, con sus correspondientes descansos de quince minutos cada dos horas para ir al cuarto de baño o beber algo. No sería tan diferente a las otras veces que había acaparado la pista de baile en alguno de los clubes gay que solía frecuentar en el pasado, excepto quizá porque, en esas ocasiones, acostumbraba a llevar más ropa encima y solía captar la atención de otros hombres, no la de aquel grupo de chicas adolescentes, disfrazadas de mujeres adultas, que ahora estaban amontonándose a su alrededor como una jauría hambrienta.
En un momento dado notó un apretón en el tobillo derecho y, cuando bajó la vista, descubrió a una joven, poco más que una niña, que estiraba el brazo entre los barrotes de la jaula para poder tocarlo. Se quedó helado, nadie le había explicado cómo debía comportarse en una situación así. De hecho, ni siquiera se le había ocurrido que tal cosa pudiese suceder. ¿En qué demonios estaba pensando aquella cría tonta? Siguió bailando sin prestarle atención, pero de pronto ya no tenía una mano en su pierna, sino dos. Una amiga de la primera se había unido al asalto y las dos reían a carcajadas como si aquella fuese la broma más graciosa de toda la noche. Por un fugaz segundo, se sintió seriamente tentado de patearlas.
En ese preciso instante y como caído del cielo, apareció Joseph. Tan alto e imponente como lo recordaba. En lugar de la ropa de calle que llevaba la primera vez que lo vio, ahora lucía un uniforme de pantalón y camiseta negros muy ajustados, los cuales marcaban su cuerpo musculoso y casi parecían una prolongación de su piel de ébano. La mera presencia del portero hizo desistir a las chicas de la absurda travesura y huyeron a toda velocidad para mezclarse entre la multitud y de ese modo no ser expulsadas del local. Álex le dedicó una sonrisa de agradecimiento. El otro lo recorrió de arriba abajo con una sugerente mirada y sin molestarse ni un ápice en disimular su interés. El gogó se mordió el labio con nerviosismo. «¡Joder, si pudiese bajarme de esta cosa ahora, te daría las gracias de rodillas, cabrón!», pensó, excitado, mientras observaba la ancha espalda del africano alejarse de vuelta a la entrada.
Joseph regresaba a su puesto seriamente acalorado. Cuando conoció al mocoso blanco en su entrevista de trabajo, su evidente atractivo físico no le pasó inadvertido. Ese día pensó que tenía un rostro bonito, incluso dulce, así como un cuerpo que, aunque carecía de unos músculos tan desarrollados como los suyos, sí que resultaba armonioso y bien proporcionado. En realidad, Álex no se parecía en nada a su tipo habitual de hombre. Solían gustarle más maduros y voluminosos. No obstante, sabía apreciar esa belleza juvenil de la que el español estaba muy bien provisto.
Quizá por eso le había resultado tan impactante comprobar el efecto devastador que la imagen de la piel desnuda de Álex, apenas cubierta con un minúsculo y ceñido trozo de tela, había obrado en sus hormonas, revolucionándolo hasta tal punto que llegó a endurecerse con tan solo echar un breve vistazo. Y esa vívida imagen mental que se había colado en su cabeza sin permiso, en la cual se aferraba a los rizos rubios del gogó para clavarse entre sus labios, no le ayudaba en nada a bajar la tensión. «¡Mierda! Tengo que salir de aquí, necesito aire fresco», se dijo antes de apurar el paso para poder llegar lo más rápido posible a la puerta de la discoteca.