Álex llevaba casi una hora bajo el chorro de agua caliente. Había gastado media botella de gel de baño y se había frotado tan fuerte con la esponja que ya tenía la piel roja e irritada. Sin embargo, continuaba sintiéndose sucio y aún le parecía percibir el hedor de los rusos en su cuerpo. Empezaba a darse cuenta de que había pecado de exceso de confianza y de una infinita prepotencia al pensar que aquella misión le resultaría tan sencilla. No importaba su fortaleza mental o lo concienciado que estuviese para soportar los abusos; la pura verdad era que nadie podía pasar por algo así sin que le afectase de uno u otro modo, y él no era ninguna excepción. Eso lo sabía, pero también tenía muy claro que no abandonaría bajo ningún concepto. Sí, Julio, su expareja, tenía mucha razón al acusarlo de no saber lo que eran los límites, y precisamente por eso resultaba tan bueno en lo que hacía.
Aunque también era muy consciente de que esa noche había cometido un error garrafal al perder la calma e intentar desatarse. Trató de justificarse diciéndose que una cosa era saber desde el principio lo que le iba a pasar en cuanto entrase en la Sala Inferno y otra muy distinta era vivirlo en sus propias carnes. Ni siquiera toda su preparación pudo evitar que experimentase ese profundo miedo al comprender que no tenía el control y estaba a la merced de dos depravados que podrían dañarlo con mucha facilidad. No obstante, a pesar de todas sus excusas, no podía evitar pensar que si se hubiese ajustado al plan desde el principio, Yarik nunca se habría dado cuenta de nada y ahora no estaría en su punto de mira. Sus irracionales actos lo habían puesto en más peligro del que ya estaba. Esperaba ser capaz de engañarlo, pero pensaba que el ruso no era nada tonto y no le resultaría tan fácil desviar sus sospechas. Acababa de encontrarse con el primer escollo e intuía que no sería el último.
Por suerte, conocía la debilidad del mafioso y cómo usarla a su favor. Cuando Yarik estaba completamente borracho, no solamente lo había llamado Evan en varias ocasiones, sino que además Álex tuvo la impresión de que llegó un momento en que ya ni siquiera lo reconocía ni sabía lo que estaba haciendo en realidad dentro del reservado. Llevaba dos años investigando a los rusos y conocía algunos detalles escabrosos relacionados con el pasado de los dos hermanos. Lo demás podía figurárselo. Estaba al tanto de que Yarik y Evan habían tenido una infancia disfuncional, por lo que no le resultaba para nada inverosímil el hecho de que ambos hubiesen crecido sin poder diferenciar el amor fraternal del carnal.
Álex no tenía ningún tipo de prejuicio al respecto. Su privilegiada mente era capaz de ver más allá de las imposiciones sociales, él mismo se las había saltado en no pocas ocasiones, pero podía entender la situación a través del prisma de otras personas con unas miras mucho más estrechas que las suyas e imaginarse cómo lo estarían viviendo los dos hermanos: suponía que, al hacerse adultos, llegaron a pensar que su relación era extraña e inmoral, pero para entonces el deseo ya estaba ahí y no desaparecería únicamente porque la considerasen anormal.
Algo le decía a Álex que esa necesidad estaba atormentando profundamente a Yarik. Pensó que, si lograba explotar bien su trauma para mantenerlo confundido y alcoholizado el mayor tiempo posible, podría quitárselo de en medio y no tendría que preocuparse más de que desbaratase su tapadera. Además lo haría encantado. Sería un auténtico placer para él convertir a aquel cerdo en una ruina humana. El ruso todavía no sabía con quién se estaba metiendo, pero iba a descubrirlo muy pronto.
Pensativo, se tocó el mentón y echó en falta su barba. No le había quedado más remedio que afeitarse para parecer más joven de lo que era cuando en realidad tenía treinta y un años, pero todavía se sentía extraño sin ella. Nunca le había gustado demasiado su cara aniñada porque la gente solía confundirlo con un adolescente y no lo tomaba en serio. Por esa razón, se había dejado crecer el vello facial desde muy joven, y aquella era la primera vez que se lo quitaba en años. «Gajes del oficio», se recordó con resignación.
Por fin, cerró el grifo, se envolvió en una toalla y caminó dolorido hacia la que había sido su habitación durante los dos últimos años. Todo lo que lo rodeaba en aquel momento formaba parte de una gran mentira, una elaborada fachada que había ido construyendo con sumo cuidado desde que aceptó esa misión: aquella casa, las dos agentes que vivían con él y fingían ser su madre y su hermana, incluso el falso entierro de su supuesto padre no eran más que una puesta escena para engañar a los mafiosos. En realidad, su hogar y su auténtica familia se encontraban muy lejos de allí y, por fortuna, estaban a salvo en el anonimato.
Una vez en su dormitorio, se quitó la toalla y la dejó cuidadosamente doblada sobre una silla, se enfundó con cierta dificultad un boxer negro y se metió en la cama. Rebuscó entre los expedientes que tenía guardados en un falso fondo del cajón de la mesilla de noche hasta dar con el de Joseph. Sacó una fotografía suya hecha con teleobjetivo, la miró unos segundos y sonrió. El nigeriano había sido su bote salvavidas durante aquella horrible noche. Su recuerdo le ayudó a evadirse para aguantar todo lo que aquellos salvajes le habían hecho. La genuina preocupación que este había mostrado por él consiguió enternecerlo tanto que a punto estuvo de poner en peligro su tapadera solo para poder tranquilizarlo, aunque afortunadamente recuperó el sentido común a tiempo.
También había tenido que realizar un gran esfuerzo para reprimir el fuerte impulso que había sentido de volver a abrazarlo. Lo más seguro para los dos sería que se mantuviesen alejados. Sabía que Joseph no era un objetivo, pero aun así debía mantener las distancias con él. No estaba en la Sala Inferno para intimar con delincuentes, ni siquiera si se trababa de un dios negro del sexo con el cuerpo más espectacular y la mirada más triste que había visto en su vida. Su encuentro en el servicio de caballeros había estado bien; muy bien, en realidad. No obstante, debería quedarse en lo que era: un simple desliz, otra de las muchas líneas que había cruzado en la interminable lista de irresponsabilidades que componían su vida y una mera anécdota para recordar cuando ya se encontrase muy lejos de allí. Nada más. Volvió a guardar la carpeta en el falso fondo y apagó la luz. Si quería sobrevivir a todo lo que le esperaba la próxima noche, necesitaba descansar un poco para tener la cabeza despejada y las ideas muy claras.
Hasta aquí la lectura gratuita de los primeros capítulos de la novela. Somos malos y sabemos que te has quedado con ganas de más, así que ya sabes… wink