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Romeo
El sábado me desperté sin alarma, con la luz del sol en la cara. Los sábados nos turnábamos para atender la librería y este le tocaba a Lucía. Los domingos cerrábamos. Me quedé en la cama hasta desperezarme y después me di una ducha fría para librarme del calor durante unos minutos y empezar el día con la mente despierta. Preparé café con la toalla enganchada a la cintura y desayuné desnudo en el sofá, en mi pequeño paraíso. Esa mañana me apetecía dulce, le puse mermelada a las tostadas. El café siempre lo tomaba sin azúcar y con un poco de leche, a veces le añadía canela o esencia de vainilla.
Me gustaba empezar el día en silencio, solo con el ruido de los transeúntes en las mañanas veraniegas colándose por la ventana. Después de desayunar me tumbé y empecé una lectura nueva que elegí al azar de mis estanterías. Como todo lector empedernido, tenía montañas de libros pendientes, era algo incorregible. Si lo pensaba en frío, era imposible estar al día con las lecturas si por cada dos libros que terminaba me compraba tres nuevos, pero que nadie me pidiese que dejase de hacerlo.
El móvil vibró a mis pies y lo ignoré a conciencia, apartándolo con un pie hasta esconderlo debajo de un cojín.
A mitad de la mañana mi paz se vio interrumpida por la música de mi vecino. La melodía traspasó las paredes y me acompañó durante la lectura. Al principio apreté el libro con fuerza, molesto pero controlándome, y poco a poco fui relajándome hasta que la música dejó de molestarme y me percaté de que la seguía con un movimiento del pie.
El vecinito tocaba muy bien. Menos mal. Entonces recordé lo mal que lo había tratado aquella horrible mañana y tuve que dejar de leer porque ya no podía concentrarme. Tenía que hacer algo para redimirme. No quería molestarlo y seguro que se tomaba mal que lo interrumpiese, no se esperaría nada bueno al verme por la mirilla. ¿Qué podía hacer?
Mis ojos cayeron sobre el taco de notas que había dejado en la mesa; a veces me gustaba añadir anotaciones en los libros y prefería dejarlas pegadas con una nota adhesiva.
Cogí un boli y sonreí por mi genial idea.
Después de un par de horas tocando necesitaba despejarme, y me entró un antojo terrible de helado. Así aprovechaba y compraba pan para la comida. Me vestí con un pantalón corto y una camiseta blanca y me recogí el pelo en una coleta antes de salir solo con las llaves y cinco euros en el bolsillo. En la calle de enfrente había una panadería donde también vendían bollos y helados. Poco después del amanecer toda la calle se inundaba del olor de la bollería recién hecha.
Cerré la puerta de un tirón, bajé por las escaleras y crucé la calle en tres zancadas, no solían pasar muchos coches por aquí. Elegí dos tarrinas de helado: una de dulce de leche y otra de tarta de queso. Y una barra de chapata. Los bollos me pusieron ojitos desde el mostrador, pero me resistí; bastante tenía con los helados.
En cinco minutos estaba de vuelta en casa. Pero me quedé parado delante de la puerta con las llaves en la mano preparadas y el ceño fruncido. Había una nota pegada debajo de la mirilla. ¿Había estado ahí antes? No me había fijado con las prisas. Me acerqué para leerla y se me arrugó la nariz en una mueca.
Hola, vecino.
Gracias por el concierto esta mañana,
me alegra que seas tan buen pianista.
Siento lo del otro día, espero que puedas
perdonarme.
Despegué la nota y clavé los ojos en su mirilla, ¿estaría espiando? Entré en casa rápidamente. Qué tío tan raro. ¿Ahora me dejaba notitas como si estuviéramos en el colegio? ¿Y ya está? ¿Esperaba que le perdonase el susto que me dio y lo mal que me habló con una ridícula e infantil nota? Ni siquiera se atrevía a decírmelo a la cara. ¿Qué problema tenía conmigo? Cogí un refresco después de guardar los helados y pegué la nota en el frigorífico, incrédulo, sin saber qué hacer con ella. Preparé una ensalada y unas tostadas de queso y tomate para comer, el calor me quitaba el apetito. Cada poco rato desviaba los ojos hacia la nota y la fulminaba con la mirada pensando en quien la había escrito.
Ojalá pudiéramos conocer a los vecinos antes de mudarnos a cualquier sitio y así arrepentirnos a tiempo. Y a la persona con la que fuéramos a empezar una relación para saber si nos haría daño. Puestos a pedir…
Después de comer me quedé dormido en el sofá; entraba fresquito por la ventana y me dio modorra. Soñé que alguien aporreaba la puerta hasta tirarla abajo y un tío desnudo, totalmente desnudo, se ponía a gritarme por tocar el piano. Me desperté del agobio y, todavía con los ojos medio cerrados, me levanté y tiré la nota a la basura. Comprobé el reloj que tenía en la cocina, al menos había dormido una hora, pero no había descansado mucho. No recordaba el rostro del hombre de mi sueño, pero estaba seguro de que era él. Entonces escuché su puerta abrirse y me quedé paralizado. Todavía atontado por el sueño sujeté el palo de la escoba y me preparé para defenderme si llamaba.
Volví a escuchar la puerta cerrarse y suspiré. Solté la escoba y me asomé a la mirilla. No estaba a la vista. Tal vez solo se había asomado para ver si había cogido la nota. ¿Y si me había dejado otra? Era imposible verlo por la mirilla. Abrí la puerta muy despacio, haciendo el mínimo ruido, y la vi. Otra maldita nota pegada. La cogí rápido y cerré con mucho cuidado.
¿Me has perdonado ya?
😇
Tengo cervezas.
Miré la nota con incredulidad. Estaba loco, sin duda me había tocado el vecino pirado. Nadie normal haría esto. Pensé en volver a dejarla en su sitio para disimular, pero el rechazo me parecía una respuesta más eficaz. Las había leído y no me interesaban; que me dejase en paz, no teníamos que ser amigos ni nada parecido, con no gritarnos sería suficiente. Más bien, que él no me gritase a mí.
No me apetecía volver a tocar, por si eso lo incitaba a volver al ataque, ya fuese con malas pulgas o con su nuevo plan de hacer las paces. Me puse a ver algún capítulo de las series que seguía y abrí el helado de tarta de queso. Comí directamente de la tarrina con una cuchara; vivía solo, podía hacer lo que quisiera.
Tal vez después saldría a dar un paseo, no hacía un día especialmente caluroso.
Estaba relajado, recostado en el sofá, cuando llamaron al timbre. Me incorporé con la cuchara dentro de la boca y cerré la tarrina de helado.
«No, por favor», pensé.
Me pasé por la cocina para guardar el helado y dejar la cuchara en el fregadero, y me asomé a la mirilla. Claro que sí, era él. Al menos estaba vestido. Suspiré, conté hasta tres y abrí la puerta para zanjar la incómoda situación cuanto antes y de buenas maneras.
—Hola, vecino —me saludó con una deslumbrante sonrisa, y descubrió dos cervezas que guardaba detrás de la espalda.
—Hola, gracias por las notas… —me forcé a decir—, pero esto no es necesario, solo que convivamos con cordialidad.
—Me siento fatal porque el otro día pagué contigo mis problemas. Si después de una o dos cervezas sigo pareciéndote un imbécil, no volveré a molestarte, lo prometo.
La verdad era que parecía sincero y más civilizado, incluso simpático. Y necesitaba conocer gente, cuanto mayor me hacía más complicado me parecía hacer amigos. Estaba solo en Madrid y en la vida, únicamente tenía algunos compañeros de música y conocidos repartidos por el mundo, con los que jamás había tenido una conversación sincera y personal. Tal vez podríamos llevarnos bien si descubría que no era un imbécil.
—Vale.
Agrandó los ojos un instante, sorprendido por mi aceptación. Sí, yo también lo estaba.
Cogí las llaves y pasé a su casa descalzo. Me rehíce la coleta despeinada en un moñete y me senté en su sofá, según me indicó. Abrió las cervezas y me ofreció la mía, en la mesita ya había un cuenco con ganchitos y patatas. Su salón estaba lleno de estanterías a rebosar de libros, silbé admirándolos.
—Vaya colección —dije, llevándome el botellín a los labios.
—Tengo una librería, los libros son la mitad de mi vida —contestó.
—Qué interesante —añadí por quedar bien, todavía un poco tenso.
Él sonrió como si me hubiera leído la mente y subió una pierna al sofá para acomodarse de lado y mirarme de frente.
—Bueno, ni siquiera conozco tu nombre. Empecemos de cero.
Extendí un brazo hacia él para las presentaciones y un poco también en señal de que aceptaba la tregua. Ya veríamos si había paz.
—Hola, vecino. Me llamo Paris y soy nuevo en el barrio.
Esperé con el brazo en alto, él me recorrió con la mirada y de repente empezó a reírse a carcajadas. Aparté la mano, confuso y un poco molesto; no tenía un nombre habitual, pero tampoco era para reírse en mi cara.
—Tal vez no estamos destinados a entendernos —dijo.
—¿A qué te refieres? —contesté, empezando a sentirme incómodo, a punto de dejar la cerveza y volver a mi casa.
—Me llamo Romeo.
—¿Me estás vacilando?
Se rio con más ganas, tuvo que soltar el botellín para no derramarlo sobre el sofá.
—No, para nada, lo prometo, puedo enseñarte el carnet de identidad si quieres.
—No es necesario.
Al final consiguió contagiarme la risa; era increíble, el destino a veces era una putada, se reía de nosotros. Cuando conseguimos recuperarnos me tendió la mano y la acepté, dándole un apretón.
—Bueno, Paris, ¿qué te ha traído por aquí?
—Es una historia deprimente.
—Tengo más cerveza, puedes contármela si quieres.
Parecía realmente interesado en escucharme, como si no lo hiciera solo por cortesía. Me miraba fijamente con sus ojos negros, atento, y consiguió que me sintiera cómodo para contarle la verdad. Qué extraño, cuando solo diez minutos antes pensaba que estaba loco y quería huir de él.
—En resumen: mi novia me dejó por otro y tuve que buscar una casa nueva casi sin tiempo. Este parecía un buen lugar donde empezar de cero, entre los pocos que tuve tiempo de mirar.
—¡Auch! ¿Llevabais mucho tiempo juntos?
—Tres años —contesté dolorosamente, ahorrándome el resto de los detalles escabrosos y patéticos.
—Joder, lo siento. Por desgracia te entiendo, mi ex también me engañó.
Alcé el botellín hacia él y brindamos por nuestros corazones rotos antes de terminarnos la cerveza de un trago. Romeo se levantó para coger más de la nevera. Me relajé en el sofá, no parecía un mal tío, sí que debía tener un día horrible aquella mañana.
Hay personas que pueden sorprenderte para mal y otras que lo hacen para bien.
—¿Tú llevas mucho tiempo viviendo aquí? —pregunté.
—Un par de años. Antes vivía con mi prima, pero también trabajamos juntos, así que era demasiado, necesitábamos un poco de distancia. Lo echamos a suertes y me tocó marcharme a mí. Desde entonces estoy aquí.
—¿No te molestó?
—No, era una nueva oportunidad.
Qué positivo, a mí me habría molestado muchísimo. Yo era más bien de asentarme y acurrucarme en mi zona de confort, sin necesitar salir nunca; por eso me había costado tantos años tomar las riendas de mi vida.
Piqué algunos ganchitos mientras manteníamos una conversación relajada y agradable, la primera que tenía en mucho tiempo, ni me acordaba de cuánto. No tenía grandes amigos, con Kata prácticamente solo discutía durante los últimos meses, y con mis padres tenía al que no me hablaba y a la que intentaba manipularme porque al ser mi madre creía que sabía mejor que yo lo que necesitaba.
—Bueno, ¿y tienes algún consejo para un corazón roto?
—Como consejo, solo que lo superes sin recaer. Cuando una persona sale de tu vida, por iniciativa suya o porque la sacas tú, es ahí donde debe estar; es lo mejor, aunque al principio duela —contestó muy serio, sorprendiéndome.
—Te aseguro que lo último que quiero es volver con ella.
—Bien.
—Pero ¿no crees en las segundas oportunidades?
—Seguro que antes de dejarla ya le diste, u os disteis, más de una oportunidad y no funcionó, así que creo que cuando una relación termina no debe retomarse.
—Algunas funcionan, logran recuperarse.
—Sí, pero no la mayoría, esas son excepciones. —Me miró fijamente, sonriendo de medio lado—. Solo estás llevándome la contraria, ¿verdad?
Me encogí de hombros, devolviéndole la sonrisa.
—Un poco, pero es cierto que hay parejas que superan las infidelidades.
—¿Tú quieres hacerlo?
—No. ¿Tú lo intentaste?
Su brazo se quedó paralizado un segundo mientras lo alzaba para dar un trago, su rostro se contrajo en una mueca y luego siguió como si nada, pero pude ver que le habían hecho mucho daño y le habían dejado una herida. Intuí su respuesta antes de que la dijera.
—No.
—Vale, no recaer, pero ¿cómo se supera? ¿Algún truco? —pregunté para distraerlo de sus recuerdos.
—Bueno, a mí me funciona el sexo.
Me atraganté bebiendo y tosí, dándome golpes en el pecho hasta recuperarme. Romeo estaba intentando no reírse.
—Ya, sí, puede que sea pronto para eso; no soy muy de ligar y tener sexo con cualquiera, aunque me parece genial a quien le guste eso —dije atropelladamente.
—Tú te lo pierdes, funciona bastante bien, al menos te distraes y te lo pasas bien. No cura, pero alivia.
—Puedo aliviarme solo.
Romeo me miró alzando las cejas y me di cuenta de lo que había dicho, enrojeciendo de vergüenza.
—Eso también es bueno, pero no alivia tanto —contestó, riéndose.
—¡No me refería a eso!
—Lo sé, lo sé, pero ha sido divertido.
Después de soportar que se riese un poco de mí, mientras lo fulminaba con la mirada sin enfadarme de verdad, dije:
—Creo que necesito estar un tiempo solo, sin pareja ni nada.
—Es bueno aprender a estar con uno mismo —contestó, asintiendo.
—Sí, quiero centrarme en mi música y en mí.
—En realidad eso es lo que más sana, tómate tu tiempo —dijo, ya más serio.
—¿Tú cuánto tardaste?
—¿En sanar?
—Sí.
Se aclaró la garganta, apartando la mirada. Vaya, su antigua relación era un tema muy sensible y no hablaba de ello cómodamente; lo evitaría en adelante.
—Cada persona tiene sus tiempos y sus maneras, encuentra los tuyos —contestó con una sonrisa un poco forzada, esquivando contestar de verdad mi pregunta.
Entendí que no había vuelto a tener una relación, tal vez no había vuelto a confiar en el amor, por eso prefería solo divertirse.
Después desviamos la conversación a temas menos serios y peliagudos. Rápidamente me vi envuelto por el carisma de Romeo; era muy simpático, extrovertido y divertido, y era fácil sentirse cómodo con él. Descubrí que le encantaba su trabajo y adoraba a su prima, esos eran sus temas más seguros y hablaba de ello con pasión. También me enteré de que tenía un año más que yo. Le hablé un poco de mí, embelesado por su labia, aunque solo superficialmente, sin entrar en muchos detalles dolorosos, y se nos pasó la tarde volando, así que me invitó a cenar pizza y accedí encantado porque me moría de hambre y me lo estaba pasando muy bien con él.
Romeo. El destino se había reído un buen rato de nosotros, pero tal vez lo que parecía una zancadilla era una nueva oportunidad para una amistad.