Philippe
22 de diciembre de 1910
El aire ardía al salir de sus pulmones. Se inflamaba en su pecho y lo quemaba todo en su camino al exterior haciéndole lagrimear. Porque era eso, tenía que ser eso, la fiebre había vuelto y se sentía enfermo. Pensar que podía ser por la discusión que acababa de mantener era demasiado… patético.
«Eres una maldita rata llorona», se increpó. «Te lo has buscado tú solito, ¿recuerdas? ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué tenías que forzarlo? ¿No estabas bien así? ¿No querías que durara para siempre?».
Se apoyó en una farola para respirar. Porque eso hacía, respirar, recuperar el aliento, y era difícil. En su cabeza se repetían las escenas de la conversación del salón: la dolorosa revelación de que no conocía nada de la persona con la que compartía lecho. Un nombre: Clauzade Servais. Y, por encima de todo, el rostro perplejo de Didier cuando le había preguntado cuánto debía entregarle. Incapaz de responder ni siquiera con una mentira, como un niño sorprendido en falta sin tiempo para improvisar una excusa.
Aunque la gente lo mirara de reojo y pensara que estaba llorando porque su espalda subía y bajaba, porque el aire se le escapaba con un doloroso quejido, porque sus mejillas brillaban empañadas de lágrimas…, Philippe no lloraba, buscaba aire.
Deambuló, sin rumbo fijo, intentando poner orden en su caótico nudo de pensamientos. Uno se filtró entre ellos: la casa vacía donde nadie lo esperaba.
—Soy un niño llorón —suspiró. Esbozó una mueca amarga y emprendió el camino de vuelta a casa.
Cuando atravesó la valla del pequeño jardín que rodeaba su casa, se fijó en una figura que esperaba sentada en las escaleras de la entrada. Era René. Al instante, todas las alarmas de su interior comenzaron a sonar desquiciadas. ¿Qué hacía él aquí?
—¿René?
—Llevo una hora esperándote —protestó, levantándose al verlo llegar—. Tu mayordomo me ha dicho que no estabas y que no sabía cuándo volverías. ¿Dónde coño te habías metido?
—He salido a pasear —mintió.
—¿Con este frío?
—¿Qué es lo que quieres, René? —preguntó, zanjando así todo el interrogatorio.
—Esta mañana he tenido una discusión con mi hermano —confesó—. Y… ahora mismo necesito un amigo. Sé que últimamente nos hemos distanciado un poco, pero sigues siendo mi amigo, ¿verdad?
Había cierto tono de súplica en su voz que lo conmovió. René no había hecho nada para merecer su desdén. Los problemas que tuviera con su hermano no le concernían y aunque una parte de él sentía como si así fuera, esa parte estaba herida, dolida y apaleada en un rincón.
—Podríamos ir a almorzar a algún sitio —sugirió tras una pausa.
—¿No tienes que pasar por tu casa?
Philippe miró un momento la puerta oscura y negó con la cabeza.
—No —dijo—, no es necesario. Nadie me está esperando.
Mientras almorzaban en un restaurante a las orillas del Sena, René le puso al corriente sobre el proyecto de su compañía de extenderse al nuevo continente y de poner a Didier a cargo de esa nueva empresa.
—La verdad es que, si dejamos de lado su lamentable vida privada, Didier es una persona muy inteligente —admitió René entre bocados—. Es la mejor elección, conoce el negocio, el idioma y tiene don de gentes. Es asquerosamente guapo. Lo odio —sentenció con una mueca.
Philippe contempló su plato con desgana, no tenía nada de hambre y meterse algo en la boca le suponía toda una muestra de voluntad, y en ese momento andaba falto de ella. Apenas escuchaba lo que le decía su amigo.
«¿América? Allí encontrará cientos de duendes».
—¿Te encuentras bien? —preguntó René sacándolo de sus pensamientos—. No tienes buena cara.
Philippe asintió con la cabeza restándole importancia.
—Sigo con el resfriado, cada vez que me estiro empiezo a toser. He pasado muy mala noche. Nada que no se arregle con un sueño reparador —añadió para tranquilizarlo.
—Apenas has comido —observó su amigo. Su plato permanecía casi intacto.
—No tengo apetito.
René lo estudió un momento y decidió seguir con la conversación, o el monólogo.
—Esta mañana, cuando fui a verlo, tenía a alguien en su cama —le explicó con una sonrisa torcida—. Me quedé con las ganas de ver la cara del pobre pardillo que se ha dejado engañar por Didier. La verdad es que el infeliz me da pena.
—¿Por qué? —preguntó Philippe. El comentario de René le había molestado, pero no podía demostrárselo, así que la rabia se acumulaba en su garganta como una bola enorme difícil de tragar—. ¿Por qué es un infeliz? A lo mejor sabe lo que quiere y es consciente de eso. A lo mejor es él quien está utilizando a tu hermano.
—¡Ya, seguro! —exclamó René empezando a reír—. ¡Utilizando a Didier! Esa es buena, Phil. Si piensas eso es que no conoces a mi hermano.
—No conozco a tu hermano —le recordó, y sus propias palabras lo golpearon. «Es cierto, no lo conozco. Lo único que sé de él es que toca el piano y que es capaz de levantarme con una mirada».
—¿Te acuerdas de lo que te conté del profesor de piano? —Philippe asintió—. Pues… al principio, mi padre estaba convencido de que ese tipo había abusado de Didier. Ya sabes, posición, edad… Didier tenía quince o dieciséis años, era un crío.
—A esa edad ya habías visitado la casa de Madame Sérusiaux.
—Habíamos —subrayó—. Puede que no fuera idea tuya, aunque no te quejaste mucho cuando te tocó a ti.
Philippe desvió la mirada con las mejillas encendidas. Fue uno de los momentos más difíciles y frustrantes de su vida. Por suerte, la muchacha había sido discreta y había atribuido sus problemas a la edad y los nervios. Ahora sabía que sus problemas nunca fueron esos, pero no tenía sentido contárselo a René. Era mejor que siguiera creyendo lo que quisiera.
—Como te decía —continuó—, la historia de Didier no se acabó con el profesor. Después de aquello estuvo visitando una casa de placer con una reputación bastante más dudosa que la de Madame Sérusiaux.
—¿Era de hombres? —preguntó con indiferencia. Tampoco lo veía tan aberrante. En esas semanas había aprendido muchas cosas del mundo que lo rodeaba y se había dado cuenta de que coexistían dos realidades: la que se mostraba y la que se escondía tras puertas cerradas y cortinas oscuras.
—Es que… no es exactamente un prostíbulo. Parece ser una sala de fiestas. Pagas unas cantidades exorbitantes, eso sí, por asistir a una simple fiesta a la que no te dejan entrar si no tienes invitación.
—¿Y qué tienen de especial esas fiestas? —preguntó.
—Eso me gustaría saber…, por eso vamos a ir a una. Tú y yo.
—¿Estás loco? —exclamó Philippe alzando la voz más de la cuenta. Los comensales de las otras mesas lo miraron con reprobación. Volvió a sentarse, en algún momento se había levantado.
—Escúchame —susurró René—, tengo un nombre: Clauzade Servais. He encontrado una dirección y sé que esta noche celebrarán una fiesta. Tengo curiosidad, Phil, me muero de curiosidad. ¿Tú no? Sé que existe ese mundo, lo he leído en miles de novelas y folletines. No te digo que vaya a sumergirme en él, no, por Dios, eso sería muy poco apropiado, pero quiero verlo. Solo una vez. Solo verlo. ¿De verdad no tienes nada de curiosidad?
¿Curiosidad? Claro que tenía, aunque por motivos muy distintos a los de su amigo. Didier había ido a esas fiestas; Didier había estado allí, había formado parte de eso, quizá todavía formaba parte de eso.
—Sí, ¿por qué no? —respondió—. Podría estar bien.
La mansión de Servais estaba situada en una zona residencial de las afueras, bastante más lejos de lo que habían creído al principio. René lo pasó a buscar con su chófer. Iba vestido con un elegante frac del mismo estilo que el que llevaba él mismo, capa y chistera. La única diferencia entre ellos era la camisa; René se había decantado por el blanco y él, en cambio, por un sobrio color burdeos.
—Estoy muy nervioso —le confesó René—. ¿Tú no?
Se había engominado los rizos castaños y los había peinado detrás de las orejas. Ese peinado no le favorecía en absoluto, remarcaba su cara redonda y le daba cierto aire infantil. Demasiado infantil. Contemplándolo, en la penumbra del coche, intentó encontrar el parecido entre los hermanos, pero era difícil. René era igual que su madre. Tenía cierta robustez que le hacía aparentar ser más bajo de lo que era, lo que ya era significativo porque Philippe no era muy alto y, sin embargo, le sacaba dos dedos. Tenía la mandíbula cuadrada, la nariz respingona y un montón de graciosos bucles. Era un rostro que inspiraba simpatía.
Didier, en cambio, era hijo de su padre. Alto, delgado, con una constitución atlética en la que se intuían unos músculos perfectamente dibujados que trazaban valles y montañas en el relieve de su anatomía. Una anatomía que sabía dibujar con sus dedos hasta encontrar los huecos en los que encajaba su propio cuerpo.
Si René transmitía simpatía, Didier era la imagen del deseo.
Suspiró evocando el recuerdo de ese cuerpo y de la discusión que habían mantenido esa misma mañana. Se sintió hambriento, vacío y solo. Lo echaba tanto de menos…
«¿Por qué tuviste que forzarlo tanto?», se recriminó por enésima vez en lo que llevaba de día. «Lo has echado todo a perder».
—Creo que es esa de allí —dijo René mientras señalaba con el dedo la majestuosa mansión que asomaba entre los árboles. El coche abandonó la carretera principal para meterse por un camino irregular que lo internaba en el bosque doméstico que, desde allí, parecía tan frondoso y salvaje como uno de verdad.
Conforme la distancia se reducía, las dudas aumentaban. No debían de estar allí. Él lo sabía y seguro que René también. Era una completa estupidez. Y sin embargo allí estaban los dos jóvenes, con los bolsillos cargados de billetes, dispuestos a irrumpir por la puerta grande en el mundo que se agitaba tras las sombras.
La manó de René temblaba cuando llamó a la puerta. La campana resonó por todo el edificio y las paredes parecieron vibrar.
—Un poco tétrico, ¿no crees? —bromeó su amigo con una sonrisa nerviosa.
Una extraña mujer abrió la puerta. Sus rasgos eran orientales, al igual que su vestimenta. Era alta y muy delgada.
—Buenas noches —empezó René—, me llamo René Hérault y…
La mujer lo calló con un gesto. Le sujetó la barbilla y lo miró a los ojos. Al cabo de unos segundos, repitió la misma operación con Philippe. Él intentó desviar la mirada, aunque al final se encaró a ella, poniendo toda su voluntad en no apartar la vista. Era como si esa mujer lo estuviera desvistiendo con sus ojos, pero no era como con Didier, no, la sensación no tenía nada que ver. Lo desnudaba para mostrarlo, para exhibirlo, para colocarlo en un altar y arrancarle el corazón. Todas esas imágenes se hicieron realidad en su imaginación. Pasado un rato que a él le pareció una eternidad, le soltó la cara y cerró la puerta.
Los jóvenes intercambiaron miradas llenas de interrogantes.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó René.
—Creo que no hemos superado la prueba —dijo Philippe. Y lo prefería así, la verdad. Esa mujer le daba un pánico atroz. Todavía notaba la garra del miedo tirando de sus entrañas y la horrible sensación de caída que había tras esos ojos rasgados.
Sin embargo, antes de que pudieran retroceder, la puerta se abrió de nuevo. Esta vez a la mujer la acompañaba un hombre extraño, de edad indeterminada. Su melena rubia le llegaba hasta el pecho y dibujaba amplios bucles de oro brillante. Llevaba la barba recortada en forma triangular. Tenía los ojos pintados con algún tipo de kohl, y las sombras de ese producto resaltaban el azul de sus ojos. Iba vestido con una especie de falda roja y una bata de satén a juego y todo en él parecía exudar sensualidad.
Philippe tragó saliva, bastante impresionado por su aspecto.
Murmuraron algo entre ellos en un idioma que no consiguió identificar a pesar de hablar correctamente cinco lenguas diferentes. Quizá era el del país de origen de la mujer. No se le escaparon un par de gestos que hizo ni la mirada que le dedicó.
—Señor Servais, supongo —dijo René con una correcta inclinación—. Mi hermano Didier me ha hablado muchísimo de sus fiestas y…
—¿Didier le ha hablado de mis fiestas? —preguntó. Su voz era dulce, casi demasiado. Se imaginó que así sería la voz con la que la serpiente seduciría a Eva.
—Continuamente —mintió René—. Le encantan. Dicen que son lo mejor de París.
Servais comenzó a reír.
—Son lo mejor de París, sin ninguna duda, aunque no creo que mi querido Didier opine lo mismo —dijo—. Y tampoco creo que animara a su hermano pequeño a venir aquí. Antes, quizá. Pero ahora ya no. Hace mucho tiempo que Didier abandonó mi reino, pajaritos.
—¡Pero nosotros queremos verlo! —insistió René— ¡Queremos conocer su reino!
—¿En serio? —preguntó mientras sus labios se torcían en una sonrisa burlona—. ¿Estáis seguros de eso? ¿Los dos queréis entrar?
La última parte era una pregunta directa a Philippe, pronunciada por sus labios y por sus ojos.
—¡Los dos! —exclamó René, con una mirada suplicante—. Philippe también viene, ¿verdad?
Philippe los miró a ambos, tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Lo siento, pajarito —dijo Servais dirigiéndose a René—. No puedes entrar. Vuelve cuando hayas crecido un poco.
—¡Pero yo quiero! —exclamó furioso—. ¡Traigo dinero!
—Y seguro que muchas putitas te lo agradecerán. Ahora, fuera de mi casa.
René apretó los puños y soltó un juramento.
—Vámonos, Philippe —gruñó.
Philippe suspiró aliviado. Dedicó una cortés inclinación de cabeza como despedida y se giró para seguir a su amigo que ya casi había llegado al coche.
—Espere un momento —lo detuvo Servais—. Su amigo no puede entrar, pero usted sí.
—¿Qué? —repitió sorprendido. No podía ser cierto lo que estaba escuchando—. René…
—Su amigo es demasiado infantil, todavía cree que las cosas son blancas o negras. No tiene una mente tan abierta como la suya —prosiguió Servais susurrándole al oído, tentándolo como la serpiente—. Liu-Xin ha visto su alma, señor Dulac, me ha dicho que encajará aquí, como un magnífico diamante que se engarza en una corona.
—¡René! —llamó, pero su amigo seguía indignado y corría, más que caminaba, sin dignarse siquiera a darse la vuelta para contestarle.
Servais lo sujetó por la barbilla y lo besó.
Sus labios tenían un regusto especiado, casi picante, con un punto de canela y clavo. Dejó que una lengua ajena se adentrara en su boca, recorriera cada recoveco y jugara con la suya embarcándose en un frenesí de sabores que lo aturdían.
«¡Didier!», pensó. No quería estar allí, no quería hacer eso. Entonces, ¿por qué lo estaba haciendo? ¿Por qué no lo empujaba, lo apartaba y salía corriendo detrás de René? Si no quería, ¿por qué se estaba hundiendo en un mar de deseo? ¿Por qué su cuerpo reaccionaba de esa manera?
—Didier —exclamó, y giró el rostro interrumpiendo el beso. Su cuerpo podía reaccionar como quisiera, pero él todavía era más fuerte que su entrepierna y podía decir que no—. Lo siento —se disculpó con la voz entrecortada—, no quiero esto.
Sin embargo, Servais lo contemplaba como si fuera un cervatillo herido, su cena. Y no parecía dispuesto a renunciar a ella. En algún momento, quizá durante el beso, habían atravesado el umbral y ahora la puerta estaba cerrada. Incluso habían atravesado las cortinas del vestíbulo y ahora estaban en un sitio que no reconocía. En algún lugar, sonaba una música extraña con reminiscencias orientales.
Philippe empezaba a verlo todo borroso, la estancia era oscura y estaba llena de humo. Aromas exóticos de sustancias encendidas, de inciensos y aceites flotaban formando una densa y pegajosa nube que le impedía respirar. Le faltaba el aire. Conforme se le adaptaba la vista se dio cuenta de que entre las sombras había personas, cuerpos desnudos que bailaban al compás de los gemidos y las acometidas, y se cimbreaban en continuo frenesí.
—Ven, mi buen Puck —ronroneó Servais en su oído—, entra en el reino de las hadas. Baila con los hijos de Oberón.
El tono de su voz tenía una cadencia hipnótica y, casi sin darse cuenta, Philippe se internó entre las cortinas y los perfumes y se sumergió en el reino de las sombras danzantes.
Hasta aquí la lectura gratuita de los primeros capítulos de la novela. Somos malos y sabemos que te has quedado con ganas de más, así que ya sabes… wink
Una lectora adictiva
Me encantaría comprarlo, pero me tocaría vender un ojo para pagar el libro y el envío. ¿Porqué la vida es tan cruel? :(
Ojala tuvieran el libro aquí.
admin
Hola. Nos alegra mucho que te guste la historia y, bueno, a veces los gastos de envío son inevitables. De todas formas, Fantasía a cuatro manos también está disponible en ebook por 3,95 euros (https://www.edicioneselantro.com/tienda/fantasia-cuatro-manos-ebook/) y, según el país en el que te encuentres, también podrías comprar el libro en papel directamente en algunas librerías sin gastos de envío. Si necesitas alguna aclaración, no dudes en volver a escribirnos (puedes usar también el formulario de contacto). Un saludo.
lectora de corazón pero no de bolsillo
es una lastima que este hermoso libro cueste mas de lo que gano en medio año ToT