Didier
22 de diciembre de 1910
El sol iluminaba la estancia cuando se decidió a abrir los ojos. Dedicó una mirada furtiva al reloj de la mesita que le mostró que ya pasaban de las diez de la mañana. Era tarde, aunque tampoco demasiado para alguien que no tenía ninguna responsabilidad. A pesar de eso, el olor del café le indicó que su nuevo mayordomo, Olivier, ya había preparado el desayuno en el salón.
Didier se levantó de la cama, con cuidado de no despertar a Philippe. Su joven amante había pasado una mala noche con múltiples ataques de tos; en algún momento de la madrugada se había levantado y se había ido a dormir al salón, para no molestarlo. Didier no había dicho nada y había fingido que seguía durmiendo, pero se quedó en la oscuridad del cuarto, oyéndolo toser. Hacía apenas media hora que había regresado a la cama y ahora, finalmente, dormía como un bebé.
Philippe acarreaba problemas de salud desde siempre.
—No te preocupes —le había dicho unos días antes—. Es lo normal. El resfriado comienza en noviembre y se mantiene hasta marzo, justo a tiempo para enlazar con las alergias —bromeó—. Creo que hay dos semanas en verano que no tengo nada.
Entonces se había reído con la ocurrencia, pero ahora, después de haber escuchado sus estertores durante horas, estaba preocupado. Era consciente de que era una estupidez; Philippe había sobrevivido perfectamente antes de conocerlo, no lo necesitaba para que lo cuidara y lo protegiera, pero, por algún motivo, Didier lo sentía como su responsabilidad.
—Mi responsabilidad —masculló en silencio—. Hay que ser idiota.
Pero así era él, un idiota sin remedio. O, al menos, así se sentía últimamente con todo lo que tenía que ver con Puck. «Mi duende travieso». Veía al muchacho enamorado hasta la médula y él… él se sentía responsable. Temía haber hecho un daño irreparable a alguien que no se lo merecía. «¿Me vas a hacer daño?», le había preguntado aquella noche en la posada, y él no había sabido qué responder porque tenía la desagradable certeza de que ya se lo había hecho, solo que Philippe todavía no lo sentía.
«Quizá debería despertarlo, es tarde», se dijo, intentando encauzar sus pensamientos a algo más práctico y menos doloroso. Puck le había comentado algo sobre que su padre volvería uno de esos días y que se marcharía después de Navidad. A pesar de eso, el joven había preferido pasar la noche en su casa y él no podía quejarse. De hecho, puede que tuviera algo que ver en su decisión.
Le gustaba Philippe, debía reconocerlo. Tenía cierto aire de cándida inocencia que se desvanecía durante el sexo. Había resultado de lo más pasional y reemplazaba con creces su inexperiencia con entusiasmo, muchísimo entusiasmo. Era de esas personas que necesitaban la práctica para asumir la perfección y el pequeño Puck era un muchacho muy trabajador.
Al final, abandonó la idea de despertarlo, le dio un beso en la cabeza y salió de la habitación sin hacer ruido.
Tal y como sospechaba, Olivier había preparado un abundante desayuno en el pequeño salón contiguo.
«Para dos…», pensó al ver los cubiertos y, de nuevo, pensó en despertar a Philippe para que compartiera el desayuno con él. No era algo que hicieran todos los días; de hecho, era algo que no habían hecho nunca. «Estaría bien conversar de cosas triviales ante unas tostadas», sonrió al pensar en su cabello alborotado y se preguntó si tomaría leche con el café.
—¿Por qué me importan esas tonterías? —se extrañó. Contempló un momento la puerta cerrada del dormitorio y desistió. El chico había pasado muy mala noche; ya desayunaría cuando se despertara.
Se sentó, se sirvió café y cogió el periódico que Olivier le había dejado. Pasaron más de quince minutos hasta que decidió que, en realidad, no estaba leyendo nada. Sus pensamientos volvían una y otra vez a la habitación de al lado. Pensamientos y sentimientos que se enredaban con la culpa, la atracción y algo muy distinto que todavía no acertaba a descubrir pero que tenía que ver con saber si tomaba leche con el café y tonterías de ese estilo.
«¿Cuándo empezó esto?», se preguntó.
Recordó una escena, sucedida hacía unos meses, en el salón de la que había sido su casa. Su madre contaba alguna de las anécdotas de René y este gruñía fingiendo que se enfadaba. Philippe estaba allí, acababa de tocar una de sus cancioncillas, como las llamaba, y charlaba animadamente con ambos. Didier había entrado para buscar un libro y había saludado sin detenerse demasiado. Tenía prisa. Ya conocía a Philippe, el amigo de su hermano. La verdad era que lo había visto crecer, pasaba más tiempo en su casa que en la propia. Ahora, que había podido saber algo más de él, era consciente de que, en realidad, no tenía a nadie esperándolo en la suya. Entonces, a Philippe se le cayó la taza que tenía en la mano y se rompió contra el suelo.
—¿Qué demonios te pasa, Philippe? —había gruñido su hermano mientras el joven se disculpaba—. Tiemblas como una niña enamorada.
En ese momento extraño, sus miradas se encontraron y él lo supo. Philippe enrojeció y apartó la cara, como si buscara un lugar para esconderse.
Didier sonrió al recordar su reacción. Entonces le había parecido divertida y entrañable. Encontraba muy gracioso poner nervioso a ese muchacho y había buscado todas las excusas posibles para hacerlo. Sin embargo, lo del piano…, lo del piano no había sido premeditado. Nunca se había planteado llegar a besar a Philippe, ni mucho menos lo que pasó después, sobre otro piano.
Y una cosa había llevado a la otra, y ahora ese joven divertido y entrañable dormía en su cama.
Cogió un brioche y tragó, esperando que el panecillo dulce suavizara la amargura de los remordimientos.
Olivier llamó a la puerta.
—Señor —dijo—, su… —No pudo continuar.
—Ya me conoce, no te preocupes —dijo René entrando como un vendaval sin esperar a ser invitado. Dejó el abrigo tirado en el sofá y se sentó en la silla que quedaba libre enfrente de él.
«La silla de Philippe», pensó.
La repentina llegada de su hermano le había cortado la digestión. El brioche se había vuelto cartón y cenizas en su boca. Por fortuna, no había despertado a Philippe. Ahora dirigía miradas nerviosas a la puerta cerrada, temeroso de que, en cualquier momento, su amante apareciera por allí.
«Sigue durmiendo, mi buen Puck».
—¿Te han echado de casa? —preguntó mientras buscaba una excusa para echarlo de la suya.
—No —dijo mientras engullía uno de los croissants. «Son para Philippe», pensó y frunció el ceño—. Es media mañana, pasaba por aquí y se me ha ocurrido ir a visitar a mi hermano mayor. ¿Qué tal la casa nueva?
—Mucho mejor que la otra, al menos hasta que has entrado —gruñó—. Parte de la gracia del mudarme consiste en no verte, ¿sabes?
—No seas así —bromeó René—. No es para tanto. Seguro que me echas de menos.
—Podías haber avisado —prosiguió Didier—. Ahora no es un buen momento.
—¿Por qué? —dijo entre bocados—. ¿Tienes visita? —Didier no contestó. René lo miró un momento y parpadeó confundido; entonces, pareció reparar en los cubiertos que estaba usando, en la mesa preparada para dos…—. Oh, mierda —musitó—. ¿Dónde está?
—Durmiendo, y así seguirá.
—¿Puedo verlo? —preguntó con una amplia sonrisa levantándose de la silla—. Tengo curiosidad. ¿Lo conozco?
Didier lo agarró del brazo y lo obligó a sentarse.
—No estoy para bromas, René —masculló—. Y no creo que hayas venido hasta aquí para saber con quién paso las noches, ¿no es así? ¿Qué pretendes?
René farfulló algo bajo la nariz, pero negó con la cabeza.
—¿Todavía sigues jugando a Dorian Gray? —preguntó alzando la voz lo suficiente para que se escuchara desde dentro del dormitorio—. La novela tenía una moraleja, aunque alguien tan brillante como tú seguro que lo sabe. Al menos, será mayor de edad, ¿no? Fue un poco complicado tapar tu último escándalo.
—¿A qué viene tanto interés, hermanito? —contraatacó Didier—. ¿Tienes curiosidad por probarlo? Puedo darte nombres, si quieres.
—Oh, ya tengo algunos, no te preocupes… Papá me ha pasado la lista de tus facturas. ¿Cómo se llamaba ese amigo tuyo? El que te proporcionaba los críos… Clauzade Servais, ¿no?
Fue escuchar ese nombre y que su sangre entrara en ebullición. Una ira ciega y sorda se adueñó de él. En algún momento, agarró a René y lo estrelló contra la pared, sujetándolo del cuello. Las dos sillas cayeron al suelo y el sonido reverberó por toda la habitación.
—Nunca, nunca, pronuncies ese nombre —siseó contra su mejilla—. Nunca.
El pánico tiñó los ojos pardos de René, que asintió con un balbuceo nervioso hasta que su hermano mayor lo dejó marchar. Se colocó bien la camisa y la chaqueta, cogió su silla y se sentó de nuevo.
—¿Eso era necesario? —preguntó en voz baja—. Solo bromeaba.
—Hay bromas que no tienen gracia —sentenció Didier sentándose en la suya. Servais era una de esas. Un mal chiste capaz de helar la sangre a cualquiera.
—Yo no he venido a criticarte —murmuró René—. Papá te envió su oferta. ¿Qué opinas?
—¿La de América? —preguntó sorprendido. Había recibido la propuesta de su padre unos días antes. Al parecer, estaba interesado en abrir una sucursal al otro lado del Atlántico, más concretamente en Nueva York, y quería que él se ocupara de todo. Era un plan perfecto: se expandía el negocio y mandaba al hijo problemático y su vergonzoso comportamiento tan lejos como era posible. Didier la había leído, había hecho una bola con la carta y la había arrojado a la chimenea—. La he leído y la he quemado.
—Pero… ¿por qué? ¡Es perfecta! —exclamó René sin comprender—. ¡Pensaba que era lo que querías: libertad! ¡Allí tendrás toda la libertad que quieras! Además, dices que me odias, y no quieres ver ni a papá ni a mamá. ¿Qué tienes aquí que te retenga? No puedo creer que te guste ser un mantenido. Pensaba que por eso estabas tan enfadado, ¿no?
—No, estoy enfadado porque no entiendo qué tienen que ver mis gustos sexuales con mi capacidad para dirigir el negocio familiar.
—Tú lo has dicho: familiar —remarcó René—. Es una cuestión de imagen de familia y de… tener familia. Tú eres lo contrario a todo lo que intentamos vender.
—¡Yo no soy el producto! —exclamó alzando el tono. Se controló y miró de reojo la puerta cerrada. Era imposible que Philippe estuviera durmiendo aún, pero era lo bastante sensato como para no aparecer.
—Oye, yo no tengo nada que ver en eso, ¿vale? Pero América… Lo de América puede ser grande, muy grande. Y nos interesa tener a alguien de confianza a cargo de todo. Podrías huir de tus problemas, dejar atrás todos esos asuntos turbios. Tendrías el trabajo, responsabilidad, dinero, libertad y, lo mejor de todo, el amor incondicional de un padre en la distancia. Piénsatelo, por favor.
René se sacó un sobre del bolsillo, idéntico al que él había quemado días atrás, le dio un golpecito con el canto y se lo tendió. Didier dudó un momento y lo cogió, siempre podía volver a quemarlo.
—Me he quedado con las ganas de ver quién está en la habitación —bromeó René, deteniéndose justo delante de la puerta del dormitorio. El corazón de Didier se paró por un instante, pero su hermano no hizo intención de entrar—. ¿Cómo se llama?
—Puck —contestó Didier sin dudar.
—Suena a nombre falso.
—Yo lo llamo así.
—¿Y ese Puck es… un habitual? —preguntó.
—Algo así —dijo con sequedad.
Su hermano se había puesto el abrigo, aunque parecía resistirse a dejar su casa y él solo pensaba en entrar en ese dormitorio y abrazar a Philippe. Quizá fuera una estupidez, pero necesitaba abrazarlo como pocas veces había necesitado algo. Con suerte, aún seguiría dormido; con suerte, aún podría despertarlo y desayunar juntos, y enterarse de si prefería el café solo o con leche.
—Piénsate lo de América, ¿vale? —dijo una vez más antes de irse—. Seguro que allí encontrarás cientos de duendes.
Todavía le dio tiempo a soltar un par de ocurrencias antes de que Didier en persona le cerrara la puerta en la cara. No estaba bien dejar al servicio esas tareas y era una pequeña satisfacción personal.
Dio órdenes a Olivier de que preparara más café, ya que el otro se había quedado frío. Ya era media mañana, pero la ácida conversación con su hermano le había avivado las ganas de un desayuno en buena compañía.
Sin embargo, al entrar en el dormitorio, se encontró a Philippe sentado en la cama. Ya se había vestido. El joven se levantó al verlo entrar, estaba más pálido que de costumbre y los rasgos de su cara parecían afilarse.
—¿Ya se ha ido? —preguntó con suavidad, sin mirarlo a los ojos.
—Sí, pero puedes quedarte a desayunar —dijo Didier. ¿Por qué de repente le invadía esa desazón, esa horrible sensación que parecía lastrar su alma? ¿Cuánto había escuchado de la conversación? Lo de América… «Lo de Servais».
—No hace falta —negó con voz cansada—. No es necesario. Casi es hora de almorzar, será mejor que vuelva a casa; se preocuparán por mí.
—¿Quién? —preguntó Didier, antes de darse cuenta de que ese golpe había sido demasiado rastrero. Philippe quería marcharse, y él quería que se quedara, así de simple. Pero esa no era la forma. Sin embargo, continuó con ella—. ¿Tu padre ha regresado? ¿O acaso el que se preocupa es Louis? Porque… él es tu mayordomo. —«¿Qué estoy haciendo», se preguntó—. Lo único que le preocupa es que su paga llegue a final de mes.
—¿Y qué es lo que te preocupa a ti? —inquirió, y su voz sonó suave pero firme.
Didier se encontró descolocado. No se esperaba para nada una pregunta así.
—¿Cómo que qué es lo que me preocupa? ¿No es evidente?
—Me dijiste que mintiera a todo el mundo, pero que no te mintiera a ti. ¿Tú me mientes a mí? Esa es una pregunta estúpida —se rio para sí—. Si me mientes, puedes decirme que no. No supondría ninguna diferencia. No importa, solo digo tonterías. ¿Tienes a otros? —preguntó, de repente, cambiando de tema—. Si los tienes supongo que no importa. No… no debería importarme, ¿no?
—¿Por qué no debería importarte? —preguntó Didier. Las reacciones de Philippe, su autocompasión… «Solo digo tonterías… Es una pregunta estúpida… No tengo talento…», las conocía todas y cada vez que las escuchaba sentía un ramalazo de rabia y no sabía contra qué.
—No importa —murmuró Philippe cerrando los ojos, se le veía muy cansado. La fatiga dibujaba sombras bajo sus ojos que se juntaban con el pómulo y perfilaban su contorno. Más que nunca parecía un duende—. Solo quiero… saber cómo debo actuar. Yo…
—Como vuelvas a decir una de esas majaderías tuyas sobre tu escaso intelecto o tu falta de talento, te golpearé, te lo advierto. ¡Estoy cansado de consolar a niños llorones!
«¿Niños llorones? ¡Yo no quería decir eso!», pero lo había dicho. De eso no cabía ninguna duda.
—¿Niños llorones? —repitió Philippe. Su rostro mostraba su incredulidad ante sus palabras.
—Lo siento… —se disculpó Didier incapaz de levantar la mirada—. Ya has visto, he tenido un encontronazo con René… Tengo los nervios a flor de piel y…
—No soy un niño llorón —replicó Philippe con dureza. Didier se obligó a alzar la vista, nunca había escuchado ese tono de voz en su Puck, nunca había visto esa expresión en su rostro—. No soy muy listo; no es una queja, es un hecho. No tengo talento; es una simple observación. Sin embargo, ni una cosa ni la otra me han impedido que sea bueno en todo aquello que me propongo porque no me canso. No me rindo. Nunca. Y ese es mi secreto. Trabajar y no escuchar a los que dicen que no puedo hacerlo. ¿Vale? Disculpa si te he dado la imagen que no era, nunca he necesitado tu consuelo.
Didier tragó saliva y asintió con la cabeza. Philippe había hablado en un tono neutro, sin alzar la voz en ningún momento y, sin embargo, sus palabras lo habían golpeado con contundencia.
—¿Estás con otros? —preguntó de nuevo.
—Desde que estoy contigo, no —admitió Didier.
—¿Vas a estar con otros?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Para saber qué tengo que esperar de esta relación, nada más —dijo el joven—. No espero un gran compromiso, no soy tan… —Se detuvo antes de llamarse tonto de nuevo—. Tampoco significa que tengas que elegir. Supongo que lo que quiero es saber cuánto puedo darte de mí mismo. Eso es todo.
«¡Todo!», quiso responder. «¡Quiero que me lo des todo!». Su avaricia le sorprendió. Veía al joven y lo que más deseaba era tirarlo en la cama y despejar todas sus dudas con besos, o envolverlas en una niebla de caricias y placer que las disfrazara. Pero también quería el desayuno, y las conversaciones estúpidas, y volver a tocar el piano.
Lo quería todo, quería que Philippe se entregara sin reparos y él parecía dispuesto. Solo tenía que decírselo.
Pero no tenía derecho a ello y lo sabía. Por una vez, su conciencia lo frenó. ¿Cómo podía pedirle que se entregara ciegamente y luego no hacer lo mismo? Eso era lo que le estaba preguntando: cuánto pensaba darle él.
—N-no importa —dijo Philippe encogiéndose de hombros. Si estaba decepcionado, no lo demostró.
—Puck… —lo llamó, y la voz se le quebró.
Sentía que se había abierto una grieta ante ellos, una que se ensanchaba mientras se alejaban los pasos de su amante.
—No importa —repitió Philippe con una tímida sonrisa—. Ya hablaremos otro día.
Cuando Philippe se marchó Didier se sentó en la cama.
«¡Todavía puedes detenerlo!», gritaba una voz desconocida en su interior mientras otra, la que le decía que se protegiera, la que le recordaba que ya había recorrido ese camino y había acabado malherido en el fondo de un abismo autodestructivo, lo consolaba diciendo que había hecho lo mejor para los dos.
Pero Didier sabía que no era así. Le había hecho daño. Le había hecho daño a propósito y sin quererlo y, sin embargo, el joven había mantenido la cabeza alta y la sangre fría y él se sentía como un miserable y lo echaba de menos.
Apenas se había desvanecido el eco de sus pasos y ya lo echaba de menos.
Paula
Me encanta esta historia, espero que puedan seguir subiéndola, porque no tengo dinero para comprar el libro.
lectora de corazón pero no de bolsillo
somos 2 amiga, el libro al cambio en mi país es el sueldo de medio año de trabajo TwT