Fantasía a cuatro manos •Capítulo 3•

10 de diciembre de 1910

 

Las luces de la taberna empezaban a difuminarse por el contorno. Llevaba ya… ¿siete? vasos de mal vino cortesía del Hérault pequeño. René no había tenido piedad y en cuanto dio señales de haberse recuperado, organizó su fiesta de coronación. Malditas las ganas que tenía él de estar allí; sin embargo, su amigo no aceptaba un no por respuesta y recordaba vagamente algo sobre una promesa.

Una camarera en busca de propina se sentó en su regazo dejando sus generosos senos al alcance de su boca. Philippe gruñó, improvisó una disculpa y la apartó con una mezcla desigual de educación e impaciencia.

—¿Demasiado para ti, Dulac? —se burló uno de los nuevos amigos de René. En los cinco días que él había estado enfermo, coincidiendo más o menos con su nueva posición dentro de la empresa familiar, a René le habían aparecido amigos de todos los rincones. Y desde que invitaba a todas las rondas, aún había más.

Una colección de damas de la calle rondaba su mesa buscando las atenciones del rico heredero; alguna se había acercado a él, pero no tardaron en darse cuenta de que no eran su tipo.

—¿Te pasa algo, Philippe? —le preguntó René, acercando su cabeza para hablar en confidencia.

—He bebido demasiado —respondió con voz pastosa, restándole importancia.

—Sí, has bebido demasiado porque no haces más que tragar —le gruñó su amigo—. Te quedas ahí, callado y mustio, y bebes, bebes y bebes. ¿Por qué no participas de la fiesta?

Philippe movió la cabeza con pesadez, no tenía ganas de dar explicaciones. Porque… ¿qué iba a decirle? ¿Que echaba de menos a Didier? ¿Que contaba los días esperando su señal y que se desesperaba cuando llegaba la noche y no había sucedido? ¿Que celebrar su caída le apetecía tanto como tragarse cristales rotos?

—Si soy tan aburrido, ¿por qué insististe tanto en que viniera? —masculló—. Ahora te sobran los amigos.

—Eres un capullo —gruñó René con un chasquido de lengua—. Y estás borracho, pero sigues siendo mi mejor amigo. Anda, escoge a una de esas bellas damas y benefíciatela a mi salud. Sube arriba, pásalo bien y duerme la mona.

—¿Tras las rondas de vino van las de putas? —replicó con acritud—. ¡Qué generoso, señor Hérault! Sois todo bondad.

—Mañana te recordaré esta conversación y te morirás de vergüenza, lo sabes, ¿verdad?

—Le he dado fiesta a la vergüenza —corroboró con una enorme sonrisa tras llenarse el enésimo vaso, brindando a la salud de su amigo.

—Y a la inteligencia también —apuntó René.

Rechinaba los dientes, pero a Philippe le quedaba el consuelo de que seis años de amistad prevalecieran más que esa estúpida discusión. «¿Aguantaría también si supiera que me he follado… —o me ha follado, lo que sea— a su hermano?». Por fortuna, todavía no estaba lo suficientemente borracho como para plantearse la pregunta en voz alta.

—Miénteles, miénteles a todos —murmuró entre dientes.

Desde un rincón, una bella jovencita le hacía gestos. Philippe giró la cabeza en un signo de negación, aunque la joven insistía.

—Creo que a esa le gustas —le dijo René al oído—. Y… aquí viene.

Era cierto, la joven se había cansado de hacerle señales desde la esquina y avanzaba hacia él con paso decidido. Philippe suspiró mientras intentaba encontrar una mejor excusa que un «no, gracias» que su amigo comenzaba a encontrar muy sospechoso.

—¡Oh, mi buen Puck! —declamó la muchacha teatralmente dirigiéndose a él con una reverencia—. ¿Haríais el favor de acompañarme a bailar bajo el claro de luna?

—¿Cómo te llamas, bella hada? —bromeó René siguiéndole el juego.

—Baya de Oro, mi señor —dijo, con una sonrisa seductora.

—Si el buen Puck no te acompaña, a lo mejor te interesaría buscar otro caballero para bailar bajo la luna. —Su amigo se relamió y se mordió el labio inferior mientras estudiaba a la joven.

—En otro momento quizá. —Philippe se levantó de su silla y le tendió la mano a la mujer que la cogió con una reverencia—. Esta bella hada me ha invitado a bailar bajo el claro de luna y no puedo negarme, ¿verdad? No es necesario que me esperéis —añadió.

René rio entre dientes y brindó a su salud mientras él se alejaba escoltado por la muchacha. Lo último que escuchó, mientras subía las escaleras que lo llevaban a la planta de las habitaciones, fue como su amigo invitaba a una nueva ronda.

—¿Puck? —preguntó a la mujer, amparado por el bullicio de la sala.

—Eso me dijo él —respondió la joven con una sonrisa traviesa—. Tráeme al chico con cara de duende, me dijo. Dile algo de Shakespeare y te seguirá. No sé nada de Shakespeare —confesó con una risita—, pero me has entendido, ¿verdad? Te espera en la habitación del fondo. Por casualidad, ¿no querréis compañía? —dijo mientras deslizaba su dedo índice por la abertura de su camisa—. Os he visto a los dos y no me importaría participar, si entiendes lo que quiero decirte…

—Tal vez en otra ocasión —respondió él, mucho más cohibido de lo que quería aparentar. Pero los nervios habían aparecido de nuevo y se habían instalado en su estómago ante la inminencia de su encuentro con Didier y de algo más: del miedo. Su encuentro había sucedido en la soledad de su casa, en la intimidad de una habitación insonorizada. Ahora estaban rodeados de extraños, y su amigo, que por casualidad de la vida era el hermano de su amante, estaba tan solo a unos metros de ellos—. ¿T-te ha dicho por qué quiere verme? Yo… —Miénteles a todos, había dicho Didier, pero él no había mentido—. ¿Qué… qué harás tú? —preguntó temeroso de que lo delataran. Si la mujer bajaba dos minutos más tarde de haber subido con él, René subiría a buscarlo, de eso no le cabía la menor duda.

—Me han pagado para que me tome la noche libre, cielo. No es la primera vez que hago un servicio así, ¿sabes? Aunque viendo tu cara, debe de ser bastante nuevo para ti. Hay más como tú de los que crees. Algunos, incluso, pagan bien por ello. Mira —dijo, poniéndose a su altura y señalando a un muchacho que no debía tener más de quince o dieciséis años y que estaba apoyado en la barra hablando con otro hombre, mucho más alto que él. No tardaron en desaparecer en un rincón oscuro—. La mayoría de las noches, él gana más que yo —susurró a su oído—. Está en la habitación del fondo. Si os apetece probar cosas nuevas…, mi oferta sigue en pie.

Se despidió con un beso en la mejilla dejando su aroma flotando en el aire como una nube de placer. Philippe atravesó esa nube con impaciencia, una necesidad urgente comenzaba a gestarse en su bajo vientre. Era él, iba a verlo, ¡iba a verlo! Y sabía exactamente lo que iba a pasar y lo deseaba, lo deseaba tanto…

Y, sin embargo, dudó antes de llamar.

La habitación estaba a oscuras, solo iluminada por la luz de las farolas de la calle que se filtraba, furtiva, por los cristales de la ventana. A duras penas distinguió la silueta de una cama sucia y estrecha. No había nadie dentro. O nadie que él pudiera ver.

Terminó de abrir la puerta y metió un pie en la pequeña estancia, un pie y luego otro, pasos cautelosos que lo adentraban en la penumbra.

—¿Didier? —preguntó en un susurro, temeroso de alzar la voz.

La puerta se cerró con un golpe que hizo temblar las paredes. Philippe dio un salto involuntario y ahogó un grito al sentir unas manos que lo sujetaban por la espalda y lo empujaban contra la pared.

—¿Didier? —preguntó de nuevo. Su rostro golpeó contra la pared desconchada. El olor de la humedad y el polvo, del sudor y el sexo que se había infiltrado en el encalado, llenaba ahora sus fosas nasales. Podía sentir su respiración entrecortada en la nuca. Cerró los ojos para sentir mejor esa caricia que le erizaba el vello.

—¿Me has echado de menos? —siseó la inconfundible voz a su oído, la misma voz que escuchaba cuando cerraba los ojos.

—¿Por qué has tardado tanto? —contestó.

—No quiero hablar, Puck, ahora no. Ahora necesito hacer algo que llevo demasiado tiempo aguantando. Necesito… —Podía notar la firme amenaza que golpeaba sus glúteos y que despertaba su propio deseo.

—Pues hazlo, ¿a qué esperas? —le espetó, asombrado por su propia respuesta.

—Tu permiso, supongo, aún somos personas civilizadas. Aunque cada vez es más difícil ser educado. Ahora mismo… me es difícil hasta ser persona.

—¿Y qué sugieres entonces, que nos comportemos como animales? —masculló entre dientes.

Maldijo en silencio los efectos del vino. Todo daba vueltas a su alrededor. ¿Antes se movía todo? Empezaba a sospechar que a lo mejor el alcohol no era el único responsable de su enajenación, y en vez de hacer caso a las molestas advertencias de su conciencia sobre pudor y no sé qué chorradas más, decidió amordazarla y mandarla a dormir la mona mientras él disfrutaba de sus instintos encendidos. Era Puck y no Philippe, era el duende travieso que complacía a su señor.

Apoyó las manos en la pared y echó el cuerpo hacia atrás, separando las piernas. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo: ofrecerse. Y no le importaba. Él era Puck y servía a su señor.

—¿Estás seguro? —dijo Didier con suavidad, casi con preocupación. Su tono ya no tenía el ronco sonido del deseo. Philippe sonrió, cerró los ojos y asintió con la cabeza, con renovada confianza. Las dudas que pudiera haber tenido desaparecieron al instante al escuchar esa pregunta y apreciar su entonación.

Se quedó allí, expuesto, mientras Didier le bajaba los pantalones y rodeaba su miembro con sus dedos de pianista. Philippe notó un ronco calambrazo de placer extenderse por su cuerpo y se abandonó completamente al desenfreno. Apenas apreció el rumor de la ropa al caer al suelo, ciego como estaba en sus propias sensaciones, pero esta vez sí fue consciente de la violenta irrupción.

Dolía, aunque no mucho. Era un dolor soportable, casi cálido. Un dolor que cambiaba de forma y de color y adquiría las tonalidades del placer. Ese placer extraño e irracional que sentía cada vez que pensaba que ya no había distancia entre Didier y él, que estaban unidos, como piezas de un puzle. Y encajaban como si no hubiera ninguna más.

Echó la cabeza hacia atrás para recibir el orgasmo que llegó sin avisar, rugiendo, como una explosión. Cerró los ojos y emitió un jadeo de tenor que acompañó toda la descarga y se prorrogó incluso más, hasta que los últimos embates del cálido mar se alejaron, sumiéndolo en una plácida debilidad.

Fue incapaz de apreciar cuánto tardó Didier en emularlo, pero no debió ser mucho más. Se dejó caer sobre su espalda, jadeando, llenando de sudor y saliva la camisa que no se había quitado.

—¿Crees que la próxima vez podremos usar una cama? —le preguntó con una sonrisa tonta, imposible de borrar.

—Sí, claro —dijo Didier. Buscó sus labios y los unió en un húmedo beso que se prolongó durante un instante que se le antojó eterno y, sin embargo, demasiado breve para disfrutarlo en plenitud—. ¿En diez minutos te iría bien?

—¿Diez minutos? —repitió sin entender.

Didier lo señaló y empezó a quitarse la ropa hasta quedar completamente desnudo. Philippe reprimió un jadeo al ver su cuerpo. Nunca había podido verlo así, tan… perfecto. Se metió en la cama con un teatral salto y golpeó el espacio que quedaba a su lado.

Philippe sonrió y se apresuró a desvestirse él también.

—Con cinco tengo de sobra.

Las primeras luces del alba teñían de azul pálido la vieja habitación. Afuera, en la calle, algún borracho cantaba una serenata mientras intentaba recordar el camino a casa. Philippe estaba acurrucado junto a Didier, con la cabeza apoyada en su pecho. Ninguno de los dos decía nada, mas ninguno de los dos dormía. Ambos compartían el silencio del amanecer.

—No quiero que esto se acabe —murmuró.

—Bueno, todavía quedan un par de horas hasta que alguien venga a echarnos. Hay tiempo de sobra para dormir o hacer otras cosas, si quieres —comentó Didier mientras jugueteaba con su cabello.

—No, no me refiero a esta noche. Me refiero a todas las noches —dijo con voz cansada—. Tonterías mías, no te preocupes.

—Cuando me mude, todo será más fácil.

—¿Te mudas? —preguntó, con una pizca de sorpresa.

—Mis padres me han dejado un piso y un fideicomiso —explicó con amargura. Philippe no dijo nada, aunque recordaba que René ya se lo había dicho—. Creo que mi padre pensaba que lo alquilaría para conseguir una renta mayor, pero estoy cansado de tener que justificar todo lo que hago y de ver su mirada de decepción. Y de René, estoy muy harto de tu querido amigo.

—Eres injusto con él —lo defendió, aunque no puso mucho énfasis en sus palabras.

—Bueno, no todo en él es malo. Uno de sus amigos, el que tiene cara de duende, tiene un culito pequeño y prieto y es insaciable en la cama —bromeó, arrancándole una carcajada—. De verdad, lo verías y nunca dirías lo pasional que puede llegar a ser, o la fuerza que tiene en su interior. Verías sus ojos grises y oscuros, como una nube de tormenta y, si lo pillas en el momento adecuado, hasta puedes ver como los rayos lo iluminan todo.

—No creo que sea para tanto —murmuró, sintiendo que comenzaba a ruborizarse.

—Oh, sí que lo es —prosiguió Didier. Era evidente que estaba disfrutando con esa conversación—. Y es divertido, muy divertido. Tan pronto puede estar aullando cual perro en celo, como se ruboriza igual que un niño pillado en falta si se lo recuerdas. Y es tierno, y romántico…

—Tal y como lo describes, parece un buen chico —dijo, mucho más emocionado de lo que podía aparentar. Las lágrimas se apelotonaban en su garganta, pero, a pesar de eso, su voz sonó firme—. Ya me lo presentarás algún día.

—No sé si podré. Siempre lo veía cuando venía a casa para ver a René y ahora no viviré allí. La única forma sería que él quisiera venir a verme a mi casa, pero entonces te avisaré —añadió—. No sea que coincidamos los tres, podría ser muy incómodo.

—¿Y cómo vas a presentármelo si yo no estoy? —se rio Philippe. La conversación era completamente absurda; sin embargo, le llenaba como si fuera la más trascendental del mundo.

—Cierto, es una suerte que no tengamos ese problema —dijo, y lo besó con dulzura, jugando a rozarlo con la nariz.

Philippe buscó sus ojos, esos increíbles pozos negros donde podía reflejarse. «No te mientas a ti mismo, y no me mientas a mí».

—Didier…, ¿me vas a hacer daño?

Didier ensombreció el semblante y dudó antes de responder.

—No quiero hacerte daño —dijo—. Pero, a veces, parece inevitable herir a quien te importa. —Desvió la mirada cuando contestó, quizá hablaba por propia experiencia—. ¿Y tú, Philippe? ¿Me vas a hacer daño?

—¡No! —se apresuró a decir, pero entonces vio la expresión en el rostro de su amante; ¿y si este estaba tan perdido como él mismo?—. No, no lo creo —dijo en voz baja—. Incluso si fuera inevitable…, yo no quiero hacerlo.

Didier asintió, satisfecho con su respuesta. Philippe sonrió y se acurrucó de nuevo sobre su pecho. Apoyó la oreja y cerró los ojos para escuchar mejor el rítmico sonido de su corazón.

—No quiero que esto termine —musitó, para sí—. No quiero que termine nunca.

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