El Don encadenado •Capítulo 8•

REUNIÓN EN THERENDANAR

 

—¡Atiza ese fuego! Bien, ahora hazlo hervir y cuídate de que el recipiente esté siempre descubierto. No queremos que haya vapor de agua presionando contra la tapa; oh, no, no queremos eso. Uno de mis aprendices decidió que era fatigoso escucharme y el gas acumulado le voló las cejas. Más habría valido que la tapa hubiese apuntado a su cerebro, sí, señor. Aunque, claro, entonces no habría habido nada que volar. Hum, veamos ahora, ¿dónde dejé esos viales? Mejor los busco cerca de la chimenea. Le dije a ese chiste que tengo por asistente que el calor los arruinaría y ¿dónde iba a dejarlos, si no? ¡Pues al calor! Juro que uno de estos días lo reemplazaré con una abominación putrefacta de Ummankor y ni su madre notará la diferencia. Suponiendo que tenga madre, claro. ¡Ah, los has movido a lugar seguro, chico! Siempre al tanto, sí, señor. Pásamelos, le ordenaré que se los entregue al herborista. ¿Crees que se las arreglará para hacerlo y conservar la cabeza pegada al cuello o será muy complicado para él? Puestos a elegir, que se le caiga la cabeza, no iba a ser una gran pérdida. Hum, pensándolo mejor, los entregaré yo. Que los fuegos del abismo me consuman si no tengo mejores cosas de las que ocuparme, pero necesito hablar en persona con ese arrancahierbajos aprovechado que pide favores y nunca los devuelve. Esta vez va a pagar, ya lo creo que sí. Volveré más tarde, te quedas al mando.

En cuanto Viejo Zorro abandonó la habitación, se adueñó del lugar un silencio solo perturbado por el sonido de la mezcla borboteando sobre el fuego. Caradhar respiró. Cuando Maese Jaexias parloteaba era difícil distinguir si se estaba dirigiendo a alguien o lo hacía para sí mismo. Aunque se había acostumbrado a esos monólogos largo tiempo atrás, la calma era de agradecer. Le ayudaba a oír sus propios pensamientos.

Ocho años habían transcurrido desde que el humano lo acogiese en calidad de aprendiz de alquimista. Ocho años… Un lapso breve para un elfo, mas no para uno al que aún le quedaba lejos la edad adulta. Caradhar recordaba muy bien el día de su llegada, la extraña sorpresa con la que Viejo Zorro se había tomado que abandonase la Ciudad Argéntea. Era un dotado, después de todo; ya resultaba milagroso que le hubiesen permitido acudir a Therendanar por su cuenta. A pesar de ello, el alquimista no le había hecho muchas preguntas, salvo las imprescindibles para conseguirle un permiso de estancia y un alojamiento. Lo consideraba digno de confianza, diligente y útil, y valoraba su indiferencia a habitar en un lugar con la sordidez de su laboratorio, en aquella atmósfera opresiva y pestilente; cualidades, todas ellas, necesarias para un buen candidato a aprendiz, a las que había que sumar cierto aprecio por parte del anciano.

Desde el punto de vista de Caradhar, lo único reprochable de Viejo Zorro era su tendencia a hablar como si detener la lengua fuese a volarle el cráneo. Durante las primeras semanas le había resultado agotador mantener la concentración y separar la charla insustancial de los datos valiosos. Con el paso del tiempo aprendió a desarrollar un método de escucha selectiva; eso, junto con el disfrute de los periodos en los que el alquimista estaba tan absorto que apenas decía una palabra, lo ayudó a adquirir un vasto conocimiento sobre hierbas, destilación, formulación y todas las particularidades de la alquimia que le habían estado vedadas hasta entonces.

Seguía conservando la fórmula robada de Casa Elore’il en un lugar secreto. Aunque a lo largo de los años había llevado a cabo varios intentos de reproducirla, aún no lo había logrado, pues utilizaba palabras en clave y dejaba pasos del procedimiento en el aire. Diferentes ensayos en directo con cada una de las diferentes versiones probaban su perseverancia.

Los ensayos siempre eran iniciados de manera similar, con un embozado Caradhar adentrándose en los bajos fondos de Therendanar en busca de un pordiosero mínimamente sobrio. No era una tarea sencilla: un éxito, aun parcial, habría implicado la necesidad de eliminar a un testigo en potencia. Localizado uno —el último, un tipo malcarado que pescaba en un tramo del río—, bebía el preparado y se colocaba junto a él; si no mostraba reacción alguna, solía gritarle una orden sencilla. Las respuestas obtenidas hasta entonces se habían limitado a berridos que expresaban, de manera muy gráfica, invitaciones para acudir a un pintoresco lugar e introducirse, una vez allí, un determinado objeto por cierta parte de su anatomía.

Cada fracaso conllevaba un retorno frustrado al laboratorio —sin pararse siquiera a visitar la ciudad o a tomar una copa de vino en una taberna— y un exhaustivo repaso para tratar de deducir dónde estaba el problema. Había descifrado la clave y transcrito la única combinación razonable de ingredientes; había calculado las proporciones con un margen de error despreciable; había refinado el producto y vuelto a refinarlo, y aun así… El día anterior, sin embargo, una inspiración súbita al observar el último frasco a la luz había detenido su mano antes de arrojarlo a la chimenea. Los componentes de la mezcla, de diferente densidad, se arremolinaban en ondas de siluetas caprichosas suspendidas en el fluido dorado. En la superficie, una pequeña mancha proyectaba dos brazos que se cerraban formando un círculo, en el centro del cual había quedado atrapada una porción de líquido más denso y oscuro. Revisando por centésima vez la lista de componentes para comprobar qué causaba ese efecto, se había percatado de que dos de ellos, relativamente inocuos por separado, reaccionaban cuando se combinaban y adquirían propiedades alucinógenas y tóxicas. Si su cuerpo con el Don estaba preparado para neutralizar cualquier sustancia perjudicial, ¿significaba eso que no podría asimilar la fórmula? ¿Que solo alguien con una constitución normal experimentaría sus efectos y la haría funcionar? En ese caso, ¿cómo se las arreglaría para probarla?

Caradhar abandonó el mundo de las divagaciones para centrarse en su trabajo actual. La cocción que cuidaba había alcanzado su punto de ebullición, así que la retiró del fuego. Luego, como Viejo Zorro parecía haberse entretenido con algún otro asunto, lo dejó todo en orden y cerró el laboratorio con llave antes de retirarse a descansar. Supuso que ya había anochecido; en el área de los alquimistas, donde pocos huecos dejaban entrar la luz, a veces se pasaba días y días sin ver el sol. De lo que sí tenía la certeza era de que llovía, según podía deducir por el sonido del canal de los desperdicios y por las ocasionales filtraciones en las esquinas superiores de los corredores. Decían que la lluvia atemperaba la pestilencia del lugar, pero eso carecía de relevancia para él.

Ocupaba un cuarto contiguo, algo conveniente si no se era aficionado a los lujos, pues la calidad de los alojamientos aumentaba con la distancia. La cercanía ahorraba tiempo para sus experimentos privados. Además, le transmitía seguridad; a veces, en el exterior, tenía la impresión de que lo seguían. Ocho años de evitar tabernas, fiestas, músicos, encuentros nocturnos… Ocho años de letargo solo merecían la pena si lo ayudaban a no pensar en el pasado.

Tomó asiento en la cama, se abrazó las rodillas y aguzó el oído, esforzándose por distinguir el sonido del agua.

Jonshian Flik, consejero del príncipe de Therendanar, presidía una reunión excepcional en una de las salas menos públicas de palacio. El recinto era discreto porque los temas a tratar no debían trascender fuera de sus muros, mas no tan sencillo como para dejar de inspirar seriedad y solemnidad a los convocados. A ambos lados del caballero, varias personalidades ocupaban las sillas de madera ornadas con el escudo de la casa principesca. Los respaldos, tallados con tanta minuciosidad que los relieves se clavaban en la espalda, servían para recordar a los asistentes que sus decisiones no debían ajustarse a su comodidad, sino al beneficio del trono y del pueblo.

Flik era un hombre poco amigo de los rodeos. Después de dedicar a la concurrencia el saludo más simple y directo, proclamó:

—Estamos aquí por orden directa del príncipe, con relación al problema de seguridad y diplomacia originado en Ummankor. El caballero Lenkares, adjunto de nuestro embajador en la Ciudad Argéntea, ofrecerá un resumen de la situación para los no familiarizados.

Flik extendió la mano hacia un gentilhombre muy bien vestido, con detalles élficos aquí y allá, cuyas maneras comedidas y rostro plácido no ocultaban la inteligencia que brillaba en sus ojos. Tras inclinarse con cortesía, se dejó caer sobre la mesa con las manos descansando delante de él; un gesto de paz típico de los diplomáticos.

—Hace algún tiempo —relató— se produjeron fenómenos geológicos en Ummankor que abrieron grutas hacia zonas inexploradas de los subterráneos; el hallazgo vino acompañado de avistamientos de abominaciones, algunas con una morfología más sofisticada. El príncipe aprobó la propuesta del Gran Laboratorio de enviar efectivos, obtener especímenes de estas criaturas y estudiarlos para determinar su proceso de adaptación al valle y a las cavernas, así como su papel en la formación de estas. Varias Casas élficas y representantes selectos de otras ciudades humanas siguieron nuestro ejemplo y enviaron sus propios equipos, demostrando que la iniciativa había adquirido peso en la comunidad de alquimistas.

»Cierto día, los mensajeros del grupo de estudio situado en la región más profunda dejaron de emitir sus informes periódicos. Temiendo una desgracia, enviamos un escuadrón de reconocimiento que, para su sorpresa, halló la base ocupada por argailianos y ni rastro de nuestra gente. Al ser interrogados, los elfos respondieron que se habían encontrado la zona devastada e infestada de abominaciones, y que entre los escasos despojos no había supervivientes humanos. Acto seguido, rehusaron aceptar nuestras demandas de devolución de la base, pretextando que suyos habían sido el riesgo y las pérdidas al espantar a las criaturas.

»Las reclamaciones prosiguieron en Argailias y por la vía diplomática. Es sabido que el poder político en la sociedad élfica está muy fragmentado; la Casa del Sennim asume el mando, por supuesto, pero con el consenso de las familias nobles, cuya influencia no se puede obviar. Que los presuntos usurpadores pertenezcan a una de las Casas del primer círculo ha empujado nuestras pretensiones hacia una vía muerta. En aras de la estabilidad, el Sennim evita pronunciarse a favor de un lado u otro.

»Hace menos de una semana, los rastreadores localizaron al fin restos de uno de los miembros del destacamento original. Tras examinarlos, extrajeron algo revelador: una punta de flecha que resultó ser de manufactura élfica.

El discurso de Lenkares, que había recibido algún que otro comentario en voz baja hasta entonces, provocó en ese punto un estallido de indignación. El caballero Raff-Kein, veterano de los maestros de armas, hizo temblar la mesa con un manotazo de su palma inmensa y gritó:

—Yo digo que paguemos a esos orejas puntiagudas con su misma moneda envenenada. ¡Matémoslos a todos y recuperemos lo que es nuestro!

Las palabras de Raff-Kein, apoyadas por varios de los asistentes, originaron un acalorado debate. Lenkares esperó a que se restableciese la calma sin dejar traslucir emoción alguna en el rostro. Flik retomó entonces su papel de moderador y alzó la voz para demandar silencio. Cuando el maestro de armas transigió en sentarse y callarse, Lenkares continuó con su exposición.

—No digo que no hayamos considerado usar la fuerza, caballero Raff-Kein, pero conservar las relaciones diplomáticas con Argailias es uno de nuestros principales intereses. —Previendo una protesta del aludido, Flik alzó la mano en gesto de silencio. El maestro de armas se contentó con gruñir—. No hago sino comunicar los deseos del príncipe, quien nos exhorta a discurrir otra solución para nuestro problema.

—Tal vez debierais compartir con los demás el nombre de la Casa que ha provocado el problema —apuntó Verella Dep’Attedern. Pertenecía al Gabinete de Inteligencia o, dicho de otra forma, los espías, y por ello era muy improbable que saliera a la luz algún dato que no conociese ya.

—No faltaba más: se trata de Casa Arestinias. Nuestra relación con varias Casas argailianas es muy satisfactoria, no así con la que nos ocupa. Por desgracia para nosotros son muy conscientes de que el Sennim no tomará partido, arriesgándose a quebrar su delicado equilibrio de poder, y menos por una punta de flecha.

»Ahora bien, se da la circunstancia de que otra de las Casas ha manifestado interés en uno de los hallazgos recientes de nuestro laboratorio. —Los ojos se volvieron hacia el Gran Alquimista, quien asintió e instó a Lenkares a continuar—. Como es lógico, están al tanto de nuestra situación y, si bien prefieren no actuar abiertamente contra Arestinias, nos han revelado que la posición de esta Casa en el primer círculo no es todo lo estable que debiera. Un… golpecito en el lugar apropiado podría sacarlos de la cima, consiguiendo así que otra Casa aliada ocupara su lugar y restableciese nuestros derechos en Ummankor. Su ayuda está condicionada, eso sí, a que mostremos la paciencia necesaria para trabajar en una solución que puede tomar algún tiempo.

—Un negocio redondo para los elfos —indicó Dep’Attedern, con cínica sonrisa—. No solo los asistimos en la consecución de sus intereses políticos, sino que, además, les entregamos lo que necesitan de nuestro laboratorio; ganancia doble. ¿No quedaremos a la altura de unos principiantes? Por otro lado, dejar el asunto de Arestinias en manos de los propios elfos no me satisface. Opino que debemos descubrir lo que tramaban desde un principio al usurpar nuestra base de las cavernas. Coloquemos a agentes propios en la Casa.

—Admito que nuestros… socios obtendrán un gran beneficio del acuerdo —concedió Lenkares—, pero también nos dará a nosotros un nuevo aliado en el primer círculo si tiene éxito. En cuanto al interés en reunir inteligencia de nuestros antagonistas, si bien es legítimo y lo comparto, admitámoslo, no será tarea fácil emplazar agentes humanos en una Casa élfica. ¿Alguna sugerencia?

En la asamblea se asentó un silencio incómodo. Entonces alguien decidió romperlo, un hombre que se había mantenido callado y ajeno, en apariencia, al encuentro. Muchos rostros sorprendidos se volvieron hacia él.

—Creo que yo tengo una, sí, señor. O, al menos, un candidato —dijo Maese Jaexias, alias Viejo Zorro.

Viejo Zorro golpeó la puerta de la habitación de Caradhar. No había ventanas en el espartano recinto, así que debía alumbrarse con velas o lámparas de aceite a todas horas. Por lecho tenía un camastro escueto colocado junto a un baúl casi vacío. En una esquina había un escritorio desvencijado, algunos libros y una silla; en la otra, una tina de madera, una jarra y una especie de pantalla plegable con la que el alquimista había equipado el cuarto en deferencia al decoro del elfo; la pantalla había permanecido plegada y cubierta de polvo todos aquellos años. Maese Jaexias no carecía de consideración hacia su aprendiz —su propio cuarto no era mucho mejor—, pero de un alquimista se esperaba cierta frugalidad que aumentaba, decían, el rendimiento en el aprendizaje y el trabajo. A Caradhar nunca le importó ni manifestó queja alguna al respecto.

En aquel momento, el elfo estaba encogido en la tina de madera, bañándose para librarse del hedor a azufre de un experimento. Cuando su mentor entró, se levantó sin ningún pudor y echó mano de un paño. Había perdido peso. El viejo fue capaz de contar sus costillas bajo aquella piel privada de sol, tan pálida que parecía enferma.

—Vaya, me halaga que admires tanto a tu maestro que hagas todo lo posible por asemejarte a él, sí, señor —observó, con ironía—. Chico, antes de adquirir el aspecto de un viejo alquimista humano deberías llenar más la barriga y pasar menos horas en el laboratorio. Therendanar está llena de cosas entretenidas para un joven: tabernas de vinos alquímicos, prostíbulos reversos, un teatro, un bebedero de pócimas por cuenta y riesgo… No, espera, eso lo clausuraron por exceso de accidentes cuando yo tenía cuarenta años. O cincuenta, no recuerdo bien. En honor a la verdad, no he salido mucho desde entonces. —Viejo Zorro sacudió la cabeza y renqueó hasta la silla—. Tengo algo que proponerte y es un poco largo y complicado. Bueno, primero quiero decirte que no estás obligado a aceptar y que, por mi parte, las cosas no cambiarán hagas la elección que hagas, ¿lo entiendes?

El elfo asintió. Maese Jaexias lo puso entonces al corriente de los temas tratados en la asamblea, respetando los límites impuestos por sus superiores. A veces se atrevía a excederlos un poco porque sabía que el muchacho, a pesar de tener sus secretos, no lo traicionaría. Cuando llegó a la parte en la que se había barajado la posibilidad de enviar a un infiltrado, el alquimista se mantuvo firme.

—Es una tarea muy arriesgada, ya lo creo, que exige lealtad a Therendanar y actuar de agente en una Casa extraña; gracias a Therendas, aquella de la que vienes es nuestra aliada, así que no hay nada poco honorable en ello. Ahora bien, tampoco sería inusitado que tu gente contactara contigo para convencerte de que no compartieses con nosotros una u otra información. ¿Podrías resistirte? En fin, si tienes la más mínima duda y piensas que vas a poner a prueba tu moral, lo mejor es que rehúses.

Caradhar dedicó poco tiempo a sopesarlo. Aunque no deseaba abandonar la seguridad del laboratorio ni volver a sentirse atrapado en una Casa élfica, sabía que el momento habría de llegar tarde o temprano. Además —y eso era más relevante—, debía pagar la deuda contraída con el viejo alquimista por todos los años pasados bajo su tutela. Aspiró hondo.

—No le debo nada a Arestinias. No le debo nada, de hecho, a ninguna Casa de Argailias. Mi única condición es que no quiero tener que relacionarme con nadie de Elore’il. ¿Qué he de hacer?

 

Verella Dep’Attedern era una de esas personas que atraían las miradas. Más alta que la mayoría, solía vestir trajes masculinos cerrados hasta el cuello, tan ceñidos que dejaban intuir las formas de su cuerpo atlético. El elaborado recogido de su cabello rubio le permitía lucir una nuca muy bella en las escasas ocasiones en las que daba la espalda a la gente. Su rostro, libre por completo de afeites, era anguloso y deliciosamente ambiguo, con un astuto par de ojos del color del acero y tan cortantes como él. Si bien en su juventud había asumido tareas de espionaje activo, la edad —imposible de adivinar por efecto de las pociones— la había vuelto cerebral, sabia… y cómoda. Tras dejar atrás el trabajo de campo, ahora se dedicaba a dirigir el Gabinete de Inteligencia del príncipe. Las malas lenguas diferían en las opiniones sobre su vida privada. Algunos murmuraban que era una amante exclusiva de mujeres; otros, que se permitía deslices con un varón en concreto, el príncipe.

Caradhar se sentía incómodo sentado a solas frente a ella. No estaba acostumbrado a relacionarse con una humana así, atractiva, pero, al mismo tiempo, con una presencia que le recordaba de alguna forma retorcida a Darial. Para Verella, por el contrario, la entrevista era muy interesante. Aunque estaba al tanto de que Viejo Zorro había tomado un aprendiz elfo dotado —y de su nombre, procedencia y hasta del aspecto de sus genitales—, era la primera oportunidad de conversar con él que se le presentaba. El viejo alquimista lo había mantenido apartado de los curiosos.

—¿Has tenido algún contacto con Casa Arestinias, Caradhar? —le preguntó la mujer. El elfo negó—. Sabrás que pertenece al primer círculo y está gobernada por la Maediam Neska, quien heredó el título de su padre. Aún no ha contraído matrimonio, según dicen para no tener que compartir el poder. Los miembros de su consejo se propusieron forzarla a tomar un esposo y garantizar la sucesión; tres de ellos han muerto por causas naturales desde entonces. También se rumorea que es aficionada a tener amantes, unos de forma notoria y otros con más discreción. A mi modo de verlo, rebosa cualidades admirables. Lástima que haya hecho la malísima elección de ir contra nuestros intereses.

»No es una Casa particularmente rica ni posee los mejores alquimistas, y algunas del segundo círculo (Llia’res, por ejemplo) la siguen tan de cerca que ponen en peligro su posición. Ante la necesidad de reforzar esta, y dado que la Maediam no planea ningún enlace político, incrementar el prestigio de sus laboratorios sería una buena medida alternativa. Explicaría, como poco, su nueva actitud agresiva en Ummankor. Ahí es donde un elfo como tú juega a nuestro favor: si te ofreces para completar tu aprendizaje junto a sus alquimistas, difícilmente te rechazarán, ya que deben andar escasos de personal y apurados para conseguir resultados cuanto antes.

—Aunque el intercambio de alquimistas no sea infrecuente, solo se hace entre Casas aliadas. Jamás aceptarán a un extraño.

—Oh, eso es lo mejor. En el principado norteño de Misselas hay una próspera comunidad élfica que trabaja hermanada con el laboratorio del príncipe. Su Gran Alquimista no pondrá reparos a devolvernos un viejo favor que le prestamos, así que te conseguiremos un certificado y una carta de recomendación, todo auténtico. Tu única tarea será emplear algún tiempo en adquirir conocimientos básicos sobre la ciudad y crear un personaje coherente. Además, nuestros contactos de la Ciudad Argéntea…, mis disculpas, Argailias, han ofrecido su colaboración para ultimar detalles. Te esperan ahora mismo, de hecho. Y bien, ¿aceptarás?

—¿Contactos? ¿Quién me espera?

—El secretario del embajador te recibirá en sus dependencias, en los alojamientos de la parte sur de la fortaleza. Haré que te guíen hasta allí.

Caradhar fue conducido, a través de los patios exteriores, al ala donde pernoctaban los invitados especiales del príncipe. Allí lo hicieron pasar a una estancia decorada a la manera de Argailias, aunque el mobiliario escaso y la ausencia de cortinas y tapices llamó su atención. Las desnudas paredes de piedra no hacían nada para atenuar el frío del ambiente. Por suerte, en la chimenea ardía un buen fuego.

El tiempo pasaba y no acudía nadie. Cuando ya se preguntaba si no se habrían olvidado de él, una figura que antes no estaba allí se materializó en su campo de visión; vestía de negro y una capucha ocultaba sus facciones. Su voz despreocupada resultaba muy familiar.

—Saludos, Adhar. ¡Joder, tienes un aspecto horrible!

—Tú no eres el secretario del embajador. —Caradhar frunció el ceño. Era imposible equivocarse: el visitante no era otro que su antiguo aliado Sombra.

—No me digas, qué astutos ojos felinos los tuyos. Sí, estas son sus dependencias, pero él es lo bastante amable para dejar que un viejo conocido tuyo te ponga al corriente de todo.

—No me pondrás al corriente de nada —trató de alcanzar la puerta— porque no vais a atraparme en vuestra encerrona. Especifiqué que no me relacionaría con Elore’il. Informa a tus superiores de que ya no pertenezco a la Casa y no deseo involucrarme en nada que tenga que ver con ella.

—¡Espera! —El espía lo sujetó por el hombro—. Estoy aquí por cuenta de Llia’res, no por Elore’il. Vale, es cierto que viene a ser lo mismo, pero ¿por qué volver la espalda a la Casa donde te criaste? —Caradhar se revolvió y siguió caminando—. ¡Te he estado observando! De vez en cuando, siempre que podía…, todos estos años.

Esas palabras sí que provocaron que el aprendiz de alquimista se detuviera en seco. De espaldas al Sombra preguntó, con un sutilísimo matiz de cólera en la voz:

—¿Tú eras el que me seguía por la ciudad?

—Me precio de ser de los indetectables, así que ¿no?

—¿Es que nunca me van a dejar en paz? ¿Qué quieren de mí?

—Tienes el Don, tienes… otros dones que yo aún no comprendo. ¿Crees que van a dejarte marchar para regalárselos al primero que pase? Considérate afortunado de que te permitiesen venir a Therendanar, y que me parta un rayo si sé cómo lo conseguiste.

—Y ahora que necesitan un peón en Arestinias, me reclaman de vuelta.

—Elore’il no planeaba mezclarte en esto, créeme, fue sugerencia de los humanos. Tu maestro alquimista y los otros deben confiar en que te mantendrás leal a ellos.

—¿A quién debería mantenerme leal? ¿A unos nobles que plantan un espía en mi puerta para vigilar que no confraternice con humanos? Si así están las cosas, me marcharé a una de las ciudades del norte.

—Por tu propio bien, no lo intentes. ¿Un dotado en comunidades que apenas han visto uno? Te meterían en una jaula y te drenarían poco a poco.

—Entonces volveré a mi laboratorio y continuaré el cautiverio en mi jaula algo mayor. No tengo por qué mover un dedo para contentar a ningún amo.

—Caradhar, he visto cómo vives. ¿No estás cansado de ese nido de ratas? —El Sombra extendió la mano con gentileza y volvió a posarla en su hombro—. ¿No te apetece volver a respirar aire sin contaminar? ¡Pues que les den a los humanos y que les den a los nobles! Yo sé muy bien lo que es moverte en círculos por culpa de esa cadena al cuello que no da más de sí. Al principio me resistía, hasta que acepté que esas eran las cartas con las que tenía que jugar. Si hay que vivir al extremo de una cadena, ¡al menos diviértete mordiendo a quien se ponga a tiro!

Viendo que Caradhar seguía sin dar su brazo a torcer, el Sombra jugó su última baza: decirle toda la verdad.

—Has estado fuera algo más de ocho años. Claro que he venido a observarte, pero por mi cuenta, jamás por contrato. Si te han seguido por la ciudad, habrá sido otro. Yo me colaba en los corredores de los laboratorios (mi neidokesh me mataría si lo supiera), y te encontraba cargando con tus cajas de viales, o tomando apuntes de esa ciruela pasa que tienes por maestro, o en ese cuartucho que no es más grande que un baúl. Y se me retorcían las tripas al verte tan pálido y flaco, y solo, siempre solo.

—¿Entiendes lo enervante que es escuchar eso? ¿Saber que no tienes ni un poco de intimidad?

—¡Desapareciste sin una palabra! Yo… lo siento. Lo siento, tienes razón, no volveré a hacerlo sin tu permiso. Te prometo que no te espiaba; apenas me quedaba lo justo para comprobar si estabas bien y luego me largaba. Echaba de menos al dotado pelirrojo más particular al que me ha tocado proteger.

Caradhar dudó. Luego se giró de improviso y tiró de la capucha del Sombra sin encontrar resistencia. Como ya había adivinado, no era mucho mayor que él. Poseía facciones regulares, unos labios que tendían a arquearse con suavidad y unos brillantes ojos oscuros bajo cejas en punta. Era atractivo. En cierta forma, le recordaba a una versión juvenil de Nestro con la melena negra corta y recogida en una cola de caballo.

—Vaya, el dotado pelirrojo ha crecido. Ahora eres casi igual de alto que yo. —El Sombra sonrió. Esta vez, sin una pizca de burla.

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