SE RECOGE LO QUE SE SIEMBRA
A medida que pasaban las semanas y el vientre de la Maediam se hacía más prominente, la paciencia de su hijo disminuía. Lejos de desobedecer a la Gran Alquimista, Darial actuaba con más reservas que nunca, y la promesa de usar sus influencias en el laboratorio seguía sin cumplirse. «Pretendo congraciarme con la bruja, ten paciencia», le dijo en una ocasión para justificar sus ausencias, excusa que no convenció a un Caradhar temeroso de haber ensombrecido —sin saber cómo— la inclinación que Darial sentía hacia él. Poco podía hacer, en efecto, salvo tener paciencia. Y una noche particularmente tediosa en la que ya comenzaba a elaborar planes para abordar a Killien —los planes prohibidos por el Sombra—, el alquimista mandó a buscarlo y lo acaparó en su dormitorio con la misma exigencia y pasión de siempre; casi como si estuviese poniendo todo su empeño en recuperar el tiempo perdido.
Durante la madrugada, dos guardias aporrearon la puerta. El alquimista abandonó el lecho, intercambió algunos susurros nerviosos con los soldados y regresó junto a Caradhar. Su rostro era una máscara inexpresiva.
—Vístete, vas a acompañarme. Acaban de encontrar un cadáver en una de las cabinas de experimentación. Se trata de la Gran Alquimista.
La segunda visita de Caradhar al laboratorio resultó menos agradable de lo esperado. El cuerpo de la poderosa elfa yacía en un pequeño cuarto de paredes reforzadas, en medio de un batiburrillo de viales y frascos rotos; la causa del fallecimiento había sido, según concluyeron, inhalación de vapores tóxicos. Cómo una alquimista de su categoría había cometido tal error permanecía envuelto en misterio, y era lo bastante sospechoso para no descartar el sabotaje o el asesinato. En cualquier caso, una cosa estaba clara: no había nada que la milagrosa sangre del dotado pudiese hacer por aquella carcasa fría.
En su calidad de asistente principal del laboratorio, Darial acudió a informar al Maede de la tragedia. Mientras tanto, en Elore’il se respiraba la atmósfera habitual. Ninguna Casa se habría apresurado a anunciar el hecho de que habían perdido a su Gran Alquimista, misión tanto más fácil cuanto que la fallecida no se dejaba ver en público. Sus virtudes jamás serían ponderadas en un funeral fastuoso.
Decir que Killien estaba furioso era quedarse corto en extremo. Se prometió una muerte lenta y dolorosa para el culpable, si lo había. Se intensificó la guardia, se habló en susurros de Darshi’nai que habían acudido a vigilar la Casa. Durante los días siguientes, Caradhar no recibió la visita de su Sombra particular. En cambio, sí que pudo acceder al laboratorio, de la mano de un Darial que había asumido las funciones de Gran Alquimista. Aunque las malas lenguas murmuraban que no poseía la habilidad para ostentar el cargo, su candidatura era la única viable en medio de la crisis. Con orgullo mal disimulado, y en clara contravención de las reglas, enseñó sus nuevos dominios a Caradhar, quien vagó de un extremo a otro sin dejar rincón por examinar mientras su guía, parapetado tras una copa del mejor vino de la bodega privada de su predecesora, lo contemplaba con indulgencia. ¿Las reglas? Ahora era él quien las estipulaba. Agotada su paciencia al cabo de una larga sesión de curioseo y preguntas, lo tomó por la cintura y lo acorraló contra una mesa.
—Vamos, vamos, ¿voy a tener que competir contra un anaquel atestado de viales? ¿No deberías estar celebrándolo conmigo? ¿O te divierte hacerme sentir celos de una habitación? El cargo que he asumido es la aspiración de toda una vida y, como planeo conservarlo, podrás seguir acudiendo en el futuro. Además, ya que desde ahora estaré confinado en la Casa, necesitaré que te quedes aquí para hacerme compañía. —Acarició los labios de Caradhar con el pulgar y lo hizo beber de su copa. Luego se inclinó para saborearlos—. Ah, ¿no lo encuentras delicioso?
—Supongo.
Darial remató los últimos restos del vino, aupó al elfo sobre la mesa y se encajó entre sus piernas separadas. Estaba de un humor excelente.
—Confieso que no logro entenderte. Tan joven y a veces te comportas igual que un viejo elfo hastiado de los placeres de la vida. No importa; de una forma u otra, me las arreglaré para derretir todo el hielo que guardas dentro. —Se dedicó a soltar las cintas que cerraban su camisa y a besar con pasión la piel al descubierto. El nuevo anillo que lucía en el meñique, herencia de su predecesora, dejaba una estela helada allí por donde rozaba—. De una forma u otra…
Desde lo alto de su trono particular, la vista alcanzaba hasta muy lejos. Darial miraba alrededor y sonreía con orgullo: todo cuanto deseaba era suyo. Si bien se había expuesto a un gran riesgo, ciertamente había merecido la pena.
El Sombra hizo su reaparición al cabo de varios días, cuando Caradhar ya comenzaba a preguntarse si volvería a verlo. Encontrárselo repantigado en su cama, según era la costumbre del espía, fue más tranquilizador de lo que esperaba.
—Tiempos difíciles —dijo, agitando los dedos enguantados. Caradhar ocupó el otro extremo del colchón y se desató las botas—. Hola, Adhar. Intuyo que me extrañabas, pero se ha armado un buen revuelo con el asunto de la bruja asfixiada y no era seguro dejarse caer por aquí. El caldero de la Casa bullía con más camaradas míos de la cuenta, por no hablar de los guardias. No la habrás matado tú, ¿verdad?
El dotado se detuvo para echarle una ojeada huraña, como si no entendiese lo que decía. Al cabo de unos segundos, replicó:
—No. Mi recuento de muertos asciende, por ahora, a una persona.
—Por la manera en que has respondido, veo que no descartas una futura ampliación. Si no ha sido cosa tuya, ¿tienes idea de quién ha podido hacerlo? No sé, ¿algún rival celoso? ¿Algún… subordinado aprovechado?
—Según dicen, inhaló productos tóxicos.
—Claro que sí, ciñámonos a la versión oficial. —A la ironía no le faltaba cierto respeto por la voz tan desprovista de inflexiones que era capaz de usar el dotado. Por no hablar de su discreción—. En fin, ¿sigues interesado en colarte en el dormitorio del Maede?
—Sí. ¿Al fin estás dispuesto a ayudarme?
—Estoy, pero antes deberás ponerme al tanto de tus planes. Ya es difícil para un Sombra arrastrarse hasta allí, así que imagina llevar a hombros a un tipo tan visible como tú. No voy a dejar que arriesgues mi pellejo ni el tuyo.
—Tengo una idea que no puedo revelar aún. Lo haré en cuanto resuelva cierto asunto en el laboratorio.
—Joder, pelirrojo, te has abierto camino hasta el lugar más impenetrable de Casa Elore’il. Te trabajaste de maravilla al alquimista.
—Ahórrate esos comentarios que ya cansan y búscame un somnífero. Uno potente.
—Ahora sí que siento curiosidad. ¿No querrías explic…?
—No.
Desde el otro lado de la oscuridad de su capucha, el espía escrutó a aquel joven, casi un adolescente, que se desvestía sin atisbo de pudor mientras maduraba planes suicidas con toda tranquilidad. Y que —habría puesto la mano en el fuego respecto a ello— era el responsable de la muerte de la Gran Alquimista. De manera indirecta, al menos. Buscó en su cinto y le lanzó un pequeño saquito.
—Un pellizco basta para echar a dormir a un ser vivo con la complexión, digamos, ¿de un alquimista?
En tanto Caradhar examinaba el saquito, él se colocó a su espalda, tan cerca que llegaba a aspirar el aroma de aquel cabello rojo como el plumaje de un cardenal. Si es cierto el rumor de que los dotados despiden un olor más dulce y agradable —pensó—, esta es la mejor ocasión para comprobarlo. Y así era. Cerró los ojos un segundo, se inclinó un poco más…
—No deberías relajarte hasta el punto de compartir cama con alguien de mi calaña. Soy peligroso. ¿O es que tratas de ponerme cachondo a propósito?
En las palabras del Sombra vibraba una nota de deseo. Caradhar se volvió de súbito y manoteó para apartar la capucha que ocultaba su rostro. Fue muy lento, por supuesto. Cuando quiso lanzarse sobre él para obligarlo a destocarse, el Darshi’nai ya se hallaba junto a la puerta con una mano en el tirador.
—No sé por qué, pero las tripas me dicen que confíe en ti, chaval —afirmó antes de marcharse—. Bien, veremos qué tramas.
La oportunidad de usar la droga no tardó en presentarse. Igual que muchos alquimistas, Darial solía pasar noches en vela en su lugar de trabajo cuando estaba en medio de algún experimento crucial; la diferencia con sus colegas era que muy pocos de estos se habrían planteado siquiera llevarse a un profano a hacerles compañía. A Caradhar no le costó demasiado convencerlo para ello, y tampoco le fue difícil deslizar la sustancia en su bebida. Cuando cayó dormido sobre la mesa, el joven fue capaz, al fin, de registrar el laboratorio sin interrupciones.
Ya había estudiado el lugar durante sus escasas visitas previas. Eso, sumado a su experiencia en Llia’res, le permitió identificar los rincones idóneos para guardar objetos valiosos. El más obvio era un gran armario de metal labrado. Estaba cerrado con llave, pero contaba con un aro de plata del que colgaban varias —producto de husmear entre las ropas de Darial— y localizó con facilidad la correcta. Sin embargo, no se atrevió a girarla: algo le decía que el procedimiento no podía ser tan sencillo, que una trampa lo protegía. Los elaborados relieves de la puerta, una sucesión ordenada de sellos con la marca de la fallecida Gran Alquimista, le recordaron algo que veía a menudo. Al momento pensó en el nuevo anillo de Darial. Lo extrajo de su dedo, lo encajó en un sello ligerísimamente más profundo que los demás y escuchó el clic de un mecanismo oculto. Para su decepción, el armario solo contenía viejos pergaminos iluminados. Después de presionar las paredes de madera y pasar la mano por la parte inferior de los estantes, se resignó y continuó la búsqueda.
Por casualidad se fijó en un panel para colgar anotaciones que parecía clavado a la pared. El objeto, tan a la vista que pocos habrían sospechado de él, se deslizaba sobre unas guías y revelaba otra puerta de metal con cerradura. Probó hasta dar con la llave adecuada, palpó en busca del hueco del sello, la abrió… y halló un compartimento con pequeñas cajas idénticas al cofrecito de Ummankor. En una de ellas, entre capas de algodón, había un vial lleno de líquido dorado y un pergamino cubierto de notas, signos y pequeños diagramas desconocidos para él. Tras copiarlo lo mejor que supo y devolverlo a su sitio, lo venció la curiosidad de examinar el vial más de cerca. Nada ocurrió al sostenerlo bajo su nariz; se sintió tentado a probar un sorbo, pero decidió que era arriesgado y despertaría las sospechas de Darial. Al cerrar el compartimento no le quedaban dudas: aquella era la fuente del extraño poder del Maede.
Cuidándose de dejar todo igual que estaba, escondió la copia del pergamino en la suela de su botín y se preparó para soportar la reprimenda del alquimista por haberle permitido dormirse.
Se comentaba por todos lados que a la Maediam le habían comenzado los dolores de parto y estaba recluida en la sala del nacimiento con su dama de compañía y el Maestro Cirujano. Elore’il al completo se pasó el día en vilo, a la espera de noticias. A última hora de la tarde, el júbilo inundó los corredores de la Casa: Corail había traído al mundo un varón sano. El Maestro Cirujano presentó el bebé ante el Maede, quien le otorgó la más satisfecha de las bendiciones. El niño era, con carácter oficial, el heredero de la Casa.
Caradhar se recluyó en su cuarto porque auguraba que recibiría una visita. No se equivocó; el Sombra se presentó por la noche, cuando todos celebraban el acontecimiento.
—Si lo has meditado bien, esta noche es la mejor; en poco tiempo caerán todos borrachos como si lloviera vino. Me ocuparé de neutralizar la seguridad y a los acompañantes, pero sabes que no puedo mover un dedo contra el Maede. Y tú tampoco. Te lo repito, ¿cómo vas a enfrentarte a él?
—Creo que he dado con un método para evitar lo que llaman su voz de mando.
—Veo que no he sido lo bastante claro. Si te cortan el cuello o te capturan, a mí me recompensarán con una muerte lenta y creativa, así que tendrás que ser más específico para que le dé el visto bueno a ese método tuyo.
—No puedo.
—Un mínimo de datos o no hay trato. Cuéntame algo sobre tu plan, joder.
—El otro día dijiste que confiabas en mí.
Caradhar tuvo la sensación de que un par de ojos hechos de agujas se hincaban en los suyos desde las sombras de aquella capucha. Mantuvo la mirada al frente, sin perder una pizca de serenidad. Al cabo de unos instantes de pesado silencio, el Darshi’nai se rindió con un gruñido exasperado.
—Me estoy dejando camelar por un chaval. ¿Qué narices me pasa? ¡Al abismo de fuego contigo! Prepárate, te haré una señal cuando haya vía libre. —Antes de desaparecer, le advirtió—: ¡Y no se te ocurra hacer que te maten!
Tras el tumulto de las celebraciones, la mayoría de los habitantes de la Casa cayeron en un profundo sueño etílico. Caradhar encontró el camino despejado para llegar al ala de los aposentos principales, atravesar los corredores y presentarse ante las recias puertas de madera. Misteriosamente, los guardias estaban inconscientes.
—Nos hemos ocupado de que todos duerman —susurró una figura invisible con la voz inconfundible del Sombra. Aunque el dotado registró el plural, la tarea que tenía por delante monopolizaba su concentración—. Por mucho que quisiera ayudarte, para lo único que serviría ahí dentro es para ser un pelele del Maede, así que estarás solo a partir de aquí.
Caradhar franqueó las puertas, atravesó la antecámara a tientas y se deslizó en el dormitorio de Killien. La claridad de la luna delineó algunos detalles de la magnífica estancia octogonal. En sus ocho paredes, ventanales con elegantes vidrios rojos, grises, blancos, negros y plateados se alternaban con tapices tan amplios que cubrían todo el espacio del techo al suelo; los hilos de plata entrelazados en sus diseños resplandecían bajo la tenue luz. Presidía la habitación la cama más enorme que había visto jamás, flanqueada por cuatro columnas de madera tallada y colgantes cortinas de gasa. En una camita a sus pies dormía con placidez una figura adolescente, aunque el dotado no supo reconocer si era un chico o una chica. Se acercó de puntillas y observó a los durmientes sobre el gran lecho.
A través de la tela translúcida se distinguían tres cuerpos, Killien y dos elfas. Ni con su recién estrenada paternidad había renunciado el señor de la Casa a su prerrogativa nocturna. Una de ellas era casi una cría; Caradhar calculó que debía ser la hermana del que descansaba en el pequeño lecho, la pareja de mellizos dotados al servicio del Maede. La otra era una joven de formas voluptuosas cuya cabellera de rizos negros componía una aureola en torno a sus sienes. La atención del intruso osciló de la silueta de la joven, apenas perfilada por la luz argéntea, a los deditos de la niña enredados en su melena. Luego escuchó durante un largo rato, buscando cualquier sonido inusual en el silencio. Dado que no percibió nada amenazador, se acercó al señor de la Casa y extrajo un puñal de su cinturón.
El instinto de conservación de Killien actuó con rapidez y lo sacó de su sueño. Caradhar le concedió que su sangre fría era admirable, pues no mostró alarma alguna al verlo, sino que se limitó a ordenar que se detuviese. Su calma estaba justificada; en condiciones normales, nadie se habría acercado con la intención de atacarlo ni se habría movido al escuchar esa orden.
Pero aquellas no eran unas condiciones normales.
Caradhar saltó a horcajadas sobre el noble, le aprisionó los brazos con las rodillas y le cubrió la boca. Killien forcejeó tanto que logró zafarse de la presa. Por unos segundos se olvidó de gritar, incapaz de comprender por qué ignoraban su voz de mando o por qué sus compañeras no gritaban pidiendo auxilio. No se quedó inmóvil hasta que sintió la presión del acero y reconoció, al fin, al intruso que obraba tan increíble magia.
—Tú —logró articular el Maede— eres el dotado de Llia’res. ¿Cómo…?
Caradhar experimentaba la sensación de haber vivido ya aquella escena en la que un hombre a sus pies, con la punta de un arma en la garganta, lo contemplaba con ojos implorantes. Se inclinó sobre su presa. Quería estudiarla en profundidad, comprobar si sus ojos le recordaban a los de Nestro. Se miró en ellos durante unos instantes que a Killien se le hicieron eternos.
No sintió nada especial.
Hundió la hoja en el cuello del Maede y aguardó a que dejara de sacudirse. Después esperó aún más, acercando el oído al pecho de su víctima. Su corazón se había detenido. Luego bajó de la cama, se cercioró de que el resto de los ocupantes de la habitación continuasen dormidos, limpió el puñal en las sábanas y salió a toda prisa, atravesando el corredor por el que había llegado.
Cuando ya se creía a salvo, un brazo surgió de las sombras y lo agarró por la frente antes de que pudiese reaccionar. Sufrió el mordisco de una hoja en el cuello, el lúgubre tirón de la carne seccionada, la cálida humedad de su propia sangre. Por fortuna para él, la presa que lo sujetaba se aflojó antes de que el arma profundizase más. Al volverse, con la mano en el corte, distinguió el cuerpo muerto de un Sombra y a un segundo encapuchado que sostenía una daga ensangrentada. A primera vista no logró identificar si se trataba de su aliado —el aspecto de los Sombra se caracterizaba por su uniformidad—, hasta que se percató de que era, sin duda, más alto. Su salvador se llevó el dedo índice a la nariz y le propinó dos golpecitos, alzó la comisura derecha de la boca en una media sonrisa y le señaló la salida. Después se volatilizó.
Caradhar siguió su ejemplo tras detenerse un único momento para librarse del puñal anónimo. Ya en su habitación hizo desaparecer cualquier traza de la aventura nocturna, incluidas la herida del cuello y las ropas ensangrentadas, y se tendió para pretender que dormía, perdido en conjeturas sobre el Darshi’nai desconocido. Y he aquí que oyó un susurro y, al girarse, se dio de bruces con su familiar visitante de negro. La luz de la luna, derramada sobre la mitad visible de su rostro, reveló un labio partido y la barbilla cubierta de sangre reseca. Los dos se miraron en silencio.
—Quedaba uno —confesó, al fin, el Sombra—. Después de drogar a los guardias y al resto, creí que los había neutralizado a todos, pero quedaba un Darshi’nai del Maede, el que te atacó. Si mi neidokesh no hubiera sido rápido, quién sabe lo que te habría ocurrido.
—¿Tu qué?
—Mi mentor, mi maestro, quien me hace probar el gusto de mi propia sangre. —Sonrió con desgana, señalándose el labio—. Me lo merezco. Oye, ¿es cierto que te has cargado al Maede? ¿Cómo? ¿Localizaste un antídoto en el laboratorio?
—No.
—¡No lo entiendo! ¿Por qué esa ansia de ser admitido allí, entonces? Si no conseguiste nada para hacerte inmune a la voz de mando (lógico, nadie lo ha hecho hasta ahora), ¿cómo te las has arreglado para resistir?
Caradhar no respondió. Ignoraba por qué era inmune; ¿qué habría podido decir? Persistía, además, su malestar por el episodio con Nestro. Afirmar que lo era equivalía a reconocer que había acabado con su vida sin necesidad. Ahora el equilibrio se había restablecido y eso era cuanto importaba.
El interrogatorio del Sombra se interrumpió de súbito. Con un salto, alcanzó la ventana.
—¡Mierda! Se oyen voces, me he demorado demasiado. Escucha, respira hondo y no actúes de manera sospechosa. Tampoco pienses en quitarte de en medio. ¡Aún no he terminado contigo!
Hizo honor a su nombre fundiéndose con la noche. Al poco, Caradhar empezó a oír ese rumor que el entrenado oído del espía captara con antelación. Esperó un tiempo prudencial y luego salió al corredor, como uno más de los curiosos y los asustados.
Por inconcebible que pareciese, Killien había sido asesinado. El descubrimiento de los cadáveres de tres Darshi’nai llevó a la guardia a deducir que otra Casa rival había enviado a sus propios Sombra y que estos habían tenido éxito. Pero ¿cómo? Varios consejeros al borde de la histeria llamaron a la puerta de Corail en busca, paradójicamente, de consejo. «Acabo de dar a luz y de perder a mi esposo. ¿Qué más esperáis de mí? Sabéis bien que debo preparar su funeral. Entretanto, sed comprensivos y considerad que Elore’il sigue teniendo un Maede», fue la réplica que les dio; poco práctica, dadas las circunstancias, aunque realista. Por su parte, el nuevo Gran Alquimista no hacía gran cosa aparte de frotarse las manos, temeroso de que pudieran achacar la muerte del señor de la Casa a una negligencia por su parte.
Caradhar pasó las horas recluido en su habitación. Al anochecer fue convocado a los departamentos de la Maediam, donde una dama de compañía lo guio al aposento privado de su ama, allá donde nadie más era admitido. El lugar estaba en silencio salvo por los quedos balbuceos que surgían de una enorme estructura de madera tallada y colgaduras de gasa e hilo de plata. Una cuna.
Corail no tardó mucho en acudir. Se mostraba serena, bella aun con sus vestiduras de luto, si bien un poco pálida. Sonrió y caminó, orgullosa, hacia la cuna. El joven elfo no tenía experiencia con ese tipo de acontecimientos, pero le sorprendió encontrarla en tan buena forma. Supuso que habría recibido los servicios de otro dotado.
—Y bien, ¿no quieres saludar al nuevo Maede de Casa Elore’il?
Los brazos de Corail sostenían un bebé muy hermoso, los ojos aún no habituados a la luz que lo rodeaba, la cabecita cubierta de finas hebras de cabello rojizo. Hasta Caradhar supo reconocer el inconfundible aire de familia, si bien lo hizo desde su posición alejada. Prefería mantener la distancia con los protagonistas de aquella situación tan incómoda, con unas ataduras de sangre que nadie le había enseñado a reconocer ni apreciar.
La toma de contacto fue interrumpida por un nuevo personaje: la doncella muda de Corail, de pie sobre el umbral que esta acababa de traspasar. Llevaba el borde de su camisón blanco salpicado de manchas sanguinolentas. Aunque el miedo distorsionaba sus facciones y apenas se sostenía derecha, intentaba desesperadamente comunicarle algo mediante gestos; al final señaló al bebé y luego a Caradhar, en una silenciosa súplica de entendimiento.
Los ojos de este saltaron de un rojo a otro, de la cabellera del bebé a las salpicaduras sobre la tela y las piernas de la muchacha. Era una visión tan hipnótica que, durante un largo rato, no fue capaz de asimilar nada más, ni siquiera la furia de Corail al devolver al pequeño Maede a la cuna y dirigirse hacia la intrusa, a quien sacó a rastras. A sus oídos llegaron débiles gemidos de dolor y el sonido de una puerta al cerrarse. Luego todo volvió a quedar en calma.
—¿Qué le ha pasado? ¿Qué es todo esto? —preguntó a Corail cuando regresó, el ceño fruncido por la desconfianza.
—Debí haberme ocupado de ella. En cualquier caso, olvídala, ya no tiene nada que ver con nosotros. Te doy mi palabra de que me preparaba para decírtelo, solo lamento que haya de ser así. Caradhar, era cierto que ya no podía ser madre. Sin embargo, de ello dependía nuestra supervivencia en la Casa y que estuviera en condiciones de darte la posición que mereces. Entonces sucedió algo… oportuno, maravilloso. Algo que debía ser un regalo de la diosa. Este bebé, el heredero de Elore’il, no es hijo mío. —Se volvió y lo miró a los ojos—. Es tuyo.
La cabeza del joven comenzó a dar vueltas mientras negaba tal posibilidad desde todos los ángulos. Era absurdo, una mentira ridícula, él nunca se había prestado a ello. Aun así… Una diminuta posibilidad acudió a su memoria: imágenes de aquellas noches en la Zanja, la joven doncella que se deslizaba dentro de su cama. ¿Casualidad o premeditación? No, no, Corail habría sido incapaz de urdir un plan tan retorcido, ¿verdad?
La sangre abandonó su rostro.
—Si hablas —prosiguió ella—, privarás al pequeño de sus futuros derechos y nos condenarás a todos. En cambio, si dejas que me ocupe yo, lo convertiré en el Maede más poderoso que hayan conocido Casa Elore’il y Argailias. Y tú siempre serás su padre. Permanecerás aquí como el dotado que vela por él, su consejero imprescindible.
»Acércate, querido mío. Contempla a la carne de tu carne.
Caradhar cerró los ojos. Una presión en el pecho le impedía respirar con normalidad, una mezcla de turbación, ansiedad e ira, expandiéndose como una burbuja. Esa sutileza al dirigirse a él, sin hacer mención a su parentesco… Porque no estamos en tu escondrijo seguro y es peligroso —divagó—. Porque ya no importa que seas mi madre, sino que yo soy su padre. Y tenías que usarme a mí, no te valía otra marioneta. Querías tu sangre en el sitial de Elore’il y eso es lo que has conseguido. Consideró tomarla por el cuello y apretar hasta partírselo. Consideró gritar con toda la fuerza de sus pulmones y hacer pedazos la habitación, sin importarle que hasta el último habitante del edificio descubriese su secreto. Consideró, en fin, hacerse un ovillo en el suelo y no volver a moverse. ¿Para qué? Hasta donde le alcanzaba la memoria, sus decisiones nunca habían sido suyas, sino de alguien más. La toma de conciencia de este hecho lo golpeó con tanta fuerza que casi sintió el dolor en el cuerpo.
La burbuja dentro de él explotó y no dejó restos atrás, tan solo un cansancio infinito.
—No —dijo, simplemente. Sus ojos recuperaron el hielo habitual.
—Nada ha cambiado, excepto para mejor. Eres libre de pertenecernos, igual que los miembros de una familia. Tu única familia.
—Familia. Ese crío es tan hijo mío como yo soy hijo de mi madre. —Tranquila, no te delataré. Si las apariencias son cuanto te importa, puedes quedártelas—. Después de todo, ¿qué sé yo de esas cosas? Nada. No me quedaré, mi vaiam, recogeré mis pocas pertenencias y me marcharé enseguida de la Casa. ¿Deseáis mi silencio? Esa es la condición, me lo debéis. No voy a seguir siendo el títere de nadie.
—Caradhar, este es tu sitio. ¿A dónde ibas a ir? Al fin tendrás lo que deseabas, prestigio y fortuna junto con tu soñado acceso a la alquimia. Aquí serás más querido que en ningún otro lugar. —Se aproximó a él y posó la mano sobre la espalda que ya se presentaba ante ella. Su voz era suave, plañidera. Irresistible—. ¿Vas a abandonarme?
»Te lo ruego, no abandones a tu familia.
El elfo se detuvo y se giró para mirarla por encima del hombro. Por primera vez, frunció los labios en una sonrisa diminuta; la más amarga que ella había visto en su vida.
No lo detuvo mientras salía. Ni siquiera se movió cuando la voz ronca que era su sombra diaria se materializó, más tarde, en un extremo de la habitación.
—Sé que me ordenaste vigilar al consejo, pero he visto a tu dotado caminar por los corredores con una bolsa de viaje. Es muy peligroso permitirle partir. Ya ha cumplido su cometido, si no me equivoco. Mandaré que lo encierren o me desharé de él.
—No harás nada de eso. —La suavidad de la voz de Corail adquirió la dureza de un diamante—. Pediré tu cabeza si tocas un pelo de la suya. No, déjalo que se vaya. No irá muy lejos y la distancia lo ayudará a calmarse y a recapacitar.
—¿Recapacitar? ¿Por qué tantos miramientos? Si le da por soltar la lengua, todo vuestro esfuerzo se vendrá abajo. No os entiendo, mi vaiam, no entiendo que arriesguéis tanto por él. ¿Qué lo hace tan especial?
—Eso será todo por ahora, ocúpate del resto de las órdenes que sí te he dado. Y déjame descansar.
Caradhar cumplió su palabra. Preparó un paquete con dos o tres cosas imprescindibles —la fórmula robada, la cajita de Ummankor, su puñal—, se echó una capa de viaje sobre los hombros y lanzó un último vistazo a su hogar de aquellos meses. Dejaba atrás el mejor laboratorio al que habría podido aspirar cuando ya lo rozaba con las yemas de los dedos. La idea lo frustraba, cierto, pero también significaba librarse de Darial, y eso compensaba en gran medida las oportunidades perdidas. Además, sospechaba que llevaba consigo uno de sus tesoros más valiosos.
Caminaba con pasos lentos, casi remolones. No era la nostalgia lo que le movía; esperaba, quizá, que una voz burlona le dedicase unas pocas palabras antes de abandonar la Casa. No obstante, nada llegó a turbar el silencio.
Tras alcanzar la salida de los sirvientes, cruzó las puertas y emprendió su camino en la oscuridad, dejando atrás Elore’il.