El Caminante •Capítulo 7•

| Las sombras de Ys |

 

«Tenías razón, hermano, no debí haber vuelto. Ys ya no es nuestro hogar».

Oz se giró, agarró el pescuezo de la sombra que lo seguía y tiró de él. Y la sombra se deshizo en jirones.

Sin sangre.

Sin vísceras.

Sin sonido.

Era lo que más odiaba de ellas, que no emitían ningún ruido. A veces, cuando era de noche y la oscuridad se extendía por las ruinas, le parecía escuchar un eco, una especie de lamento sibilino parecido al viento entre las rocas. Pero no era el viento, porque ningún viento era tan frío ni estaba tan cargado de malos augurios.

Se miró las manos y dejó que el viento, el de verdad, arrastrara los pedazos deshilachados del ser de tinieblas.

¿Qué era? Oz no lo sabía.

No recordaba haber visto nunca nada igual en el mundo de los sidhe ni en el de los hombres. Era la oscuridad en movimiento. Si se fijaba, podía distinguir unos ojos rojos y una boca que se abría ansiosa por devorarlo. Porque si había algo de lo que no tenía duda, era de que esos seres eran enemigos y estaban por todas partes.

El tiempo en Annwn no transcurría a la misma velocidad que en el mundo de los hombres. A veces, las noches se alargaban durante años y los días eran un suspiro. En otras ocasiones era el sol el que permanecía en el firmamento durante lo que se antojaban semanas.

En el mundo de los sueños, los años eran instantes y los minutos, siglos.

Quizá estaba equivocado y no era el tiempo lo que cambiaba, quizá era su percepción de él. Lo que sí sabía era que ya llevaba mucho tiempo en Ys y que maldecía cada una de las veces que había deseado volver.

Las alas desaparecieron en cuanto tocó tierra. Incluso antes, cuando su cuerpo traspasó aquella frontera invisible que había atravesado mil veces antes. Una frontera que en otro tiempo había sido como cruzar el agua de un estanque. Ahora el agua del estanque estaba helada y la frontera se había solidificado.

Con esfuerzo, mucho esfuerzo, Oz había conseguido abrirse paso a través del hielo. Pero se vio forzado a dejar atrás sus alas.

«No importa —se dijo entonces—. Estoy en casa». Ahora esas palabras lo perseguían como el eco de una burla, una carcajada silenciosa y cruel.

Sin embargo, Oz no tenía tiempo para sogas de reproches. De un salto, atravesó los restos de un muro que otrora fuera una pared del Salón de los Altos, una bóveda sujetada por estatuas, hombres y mujeres que alzaban sus manos y tocaban un cielo de cristal donde las estrellas trazaban las imágenes de un muestrario de seres fabulosos; los habitantes del Inframundo.

Oz se escurrió entre las piedras derribadas, engullidas en el abrazo mortal de una enredadera. El sonido de los cientos de cristales al partirse bajo sus cascos despertó los ecos de un lugar en el que ni el viento se atrevía a entrar. Los rostros desfigurados de los portadores se giraron hacia él, acusadores.

Los sidhe no tenían emociones, no como los humanos. Por eso el pueblo alegre sentía la imperiosa necesidad de escabullirse de ese mundo y saborear la mortalidad. No sentían amor, ni odio, ni rabia, ni dolor. Y, sin embargo, Oz se sentía mal.

Eso no debía ser. No estaba bien. Esos salones debían estar llenos de música y luz y no de sombras y silencio. Desde su llegada, sus días habían sido un continuo deambular por pasillos vacíos, por rincones de lo que en otro momento había sido Ys, la maravillosa Ys, la ciudad de la luz, la de las torres de plata que tocaban el cielo, la de los millones de flores que impregnaban el aire con sus fragancias. Ys, la ciudad de los seres de magia, la ciudad de los sidhe.

Sombras crecían en las esquinas del paraíso y se extendían cubriéndolo todo, asfixiando las flores, derruyendo las torres de plata, silenciando la música, las risas… ¿Matando a sus hermanos?

Eso Oz no lo sabía.

No había cadáveres, no había tumbas. Solo ruinas y sombras. Solo silencio y polvo.

Y esas cosas.

La primera vez que se encontró con uno de esos seres, acababa de llegar a Ys. Oz había abandonado a su hermano solo para descubrir que ya no había un hogar al que volver. No quedaba nada. No quedaba nadie. Vagó sin rumbo buscando cualquier cosa, cualquier indicio de que no estaba solo. Y no lo estaba.

Llegaron de quién sabe dónde y atacaron sin piedad. Oz peleó con garras y dientes, con pezuñas y cuernos y a duras penas consiguió escapar. No sin antes recibir una herida profunda.

Ahora, todo eso quedaba atrás, excepto la cicatriz que salía de su vientre y trazaba una extraña espiral cerca de su omóplato, un tentáculo de oscuridad; un tatuaje de piel y carne muerta. Y quemaba, solo los Altos sabían lo que llegaba a quemar. Pero ese dolor lo mantenía con vida. Era algo que había descubierto al poco de resultar afectado: la cicatriz dolía cuando rondaba su creador.

En ese momento escocía y molestaba; sin embargo, no quemaba. Estaban cerca, pero no demasiado.

Oz deambuló entre los recuerdos poniendo cada piedra en su lugar, cada rostro en su sitio. Incluso fue capaz de recuperar una melodía y el sonido de una conversación. Los fantasmas de las ausencias llenaban el vacío impregnándolo todo de esa extraña sensación que se agarraba a las entrañas. Quizá fuera un resto de la piel, un desagradable efecto secundario de pasar tanto tiempo vistiendo un traje mortal, apenas ecos de lo que un humano llamaría dolor, tristeza, soledad, rabia, impotencia…

Una flecha cortó el aire y silbó cerca de él. Oz abandonó su mundo de recuerdos y giró la cabeza en dirección al sonido. Aquellas cosas no usaban flechas.

Lucha. Eran sonidos de lucha.

Oz salió corriendo. De un par de saltos consiguió trepar el muro semiderruido y pasar al otro lado. El dolor en su costado lo avisó de que si seguía en aquella dirección se encontraría con esos indeseables. ¿Cuántos serían? Empezó a moverse entre las columnas en un intento de vislumbrar el combate antes de meterse de lleno en él. Pero no era necesaria tanta precaución, estaban demasiado ocupados para hacerle caso.

Tres de esas cosas con forma vagamente humana acorralaban a un cuarto sujeto que se movía con velocidad y destreza manejando algo que parecían espadas. Oz parpadeó extrañado al reconocer la silueta de un hombre.

Estaba desnudo de cintura para arriba, en su pecho y en sus brazos se dibujaban intrincados tatuajes de runas que no acertaba a distinguir. El cabello era largo y trenzado, de un llamativo color rojo que brillaba enardecido por la luz solar. Oz se quedó a una distancia prudencial, el desconocido no parecía necesitar ayuda y no tardó demasiado en deshacerse de sus asaltantes.

Jirones de oscuridad volaron arrastrados por el aire. Uno se enredó en un matojo a sus pies. Oz lo miró con desdén y lo pisoteó con los cascos. Alzó la vista y se encontró contemplando unos ojos pardos que lo observaban con curiosidad.

—¿Eres un hijo de Ys? —preguntó el desconocido y esbozó una amplia sonrisa a la par que envainaba sus espadas—. Pensaba que ya no quedaba ninguno.

—Y tú eres un humano —observó Oz—. Pensaba que la barrera estaba cerrada.

El humano se encogió de hombros. Llevaba una poblada barba que ocultaba parte de su rostro, pero no aparentaba ser demasiado viejo. Oz tenía la extraña sensación de haberlo visto antes, pero trescientos años daban para conocer a mucha gente y todo el mundo sabía que en Annwn el tiempo era diferente.

—Que yo sepa está cerrada, por eso lo raro es ver a uno de los tuyos por aquí —respondió.

—Si la barrera está cerrada… —Oz no continuó, miró al extraño guerrero y se tomó su tiempo en estudiarlo.

Debía reconocer que estaba en forma, cada uno de los músculos de su cuerpo destacaba en una anatomía precisa. Llevaba pantalones de tela gruesa, como los que usaban los galos, el cinturón que los sujetaba y donde estaban sus armas también parecía de manufactura gala. De un lateral de su cintura colgaba un carcaj de flechas cortas. Sus orejas estaban decoradas por varios pendientes, y alrededor de su cuello había un pesado torques, similar al que él mismo había lucido en más de una ocasión. Los dibujos de su cuerpo estaban hechos con tinta azul y trazaban espirales, aunque en sus antebrazos el patrón se interrumpía y formaba la silueta inconfundible de un cuervo.

—Los cuervos de la Dama Roja… ¿Eres un caminante? —preguntó con curiosidad.

—Así es —contestó y esbozó una sonrisa aún más amplia—, y así me llaman todos.

—¿No tienes nombre? —se extrañó.

—Si lo tuve, no lo recuerdo. Pero… tú sí estás aquí. ¿Atravesaste la barrera o… sales de la Tierra Oscura? —dijo. Aunque su entonación seguía siendo cordial, a Oz no se le escapó el detalle de que el Caminante colocó su mano sobre la empuñadura de la espada. No había una amenaza en su gesto, solo precaución.

—¿La Tierra Oscura? Hasta donde yo sé la Tierra Oscura está muy lejos y ninguno de los míos ha estado allí.

—Entonces no sabes mucho —concluyó el guerrero.

—Entonces… —Oz miró a su alrededor, la Tierra Oscura era el reino del miedo, del dolor, de las sombras; era el reino de los Fomoré— ¿la Tierra Oscura…? Acabo de regresar desde el mundo de los hombres y esta no es la Ys que dejé. ¿Qué ha pasado aquí?

—Yo no sé mucho —dijo el joven encogiéndose de hombros—. Cuando llegué yo, todo estaba así. Me dedico a matar esas cosas, es más divertido que cazar y así me mantengo en forma. Mientras no haya romanos, me conformaré con espectros.

—¿Espectros?

—Espectros, fantasmas, sombras… No sé cómo llamarlas, solo sé que son malvadas y que, si te tocan, te pudren el alma. Veo que a ti ya te han tocado —observó y señaló la marca que nacía en su costado.

Oz frunció el ceño y él también dirigió la vista hacia la cicatriz oscura. ¿Pudrir el alma? Solo era una cicatriz, oscura y extraña, pero una cicatriz.

—La bruja de la espesura puede curarte —explicó el Caminante—. Ella puede contestar a tus preguntas, sabe muchas cosas, pero está un poco loca. No tengo mucho más que hacer, así que, si quieres, puedo llevarte con ella.

—Solo es una cicatriz —negó Oz restando importancia.

—¿Ves esos zarcillos? Se abren camino hacia tu corazón. Ni siquiera la Dama Roja puede contenerlos sin ayuda. Pero no voy a insistir, tú sabrás qué quieres hacer.

El Caminante se agachó y recogió una flecha del suelo, inspeccionó la punta y la guardó de nuevo en el carcaj. Después buscó con la mirada y se agachó para recuperar un nuevo proyectil.

Oz dudó. Ese caminante era el único contacto que había mantenido desde su llegada a Ys sin contar con los espectros. ¿Debía creerlo? ¿Y si era un enemigo? Lo había visto luchando contra las sombras, pero no sería rival para alguien como él. El sidhe se miró las manos, sus largas uñas en forma de garra eran unas armas formidables, las espadas del guerrero poco tenían que hacer contra ellas. Además, se había fijado en que ni siquiera eran de metal, el filo era una extraña piedra pulida. Un golpe directo debería quebrar el arma en mil pedazos.

—Tus espadas son extrañas —observó en voz alta, casi sin darse cuenta—. ¿No son de metal?

El Caminante dejó por un momento su tarea de recuperar proyectiles y se acercó a él. Con un gesto brusco desenvainó el arma. Oz retrocedió un paso y el guerrero le tendió el arma por el mango, con una sonrisa burlona. El sidhe dudó, pero cogió la espada. Tal y como había observado, su hoja era una piedra pulida de un extraño color azulado.

—Piedra de luna —lo informó—. Me las dio la Dama Roja cuando le dije que quería matar cosas. El metal no le gusta mucho. Al principio creí que se me romperían por nada, pero ni siquiera se ha mellado el filo.

—¿Te gusta matar cosas? —preguntó Oz con suspicacia y dudó antes de tenderle el arma de vuelta.

—Soy un guerrero —exclamó el Caminante con una carcajada—, no tiene mucho sentido que me quede encerrado en los Salones del Agua entre vino y música. A la Dama le costó entenderlo, pero al final me dejó marchar. De verdad, tendrías que venir conmigo. No creo que sea muy seguro que te quedes por aquí, ya no queda nada de lo que conocías. Si no quieres venir a ver a la bruja de la espesura, te puedo llevar hasta los Salones del Agua.

Oz intentó recordar lo que sabía sobre los Salones del Agua; retazos de conversaciones con su hermano sobre las ninfas que se esconden en fuentes, lagos y cascadas. Se decía que en cada lago, en cada arroyo, había una entrada a su reino. Pasaron casi trescientos años buscando esas entradas, los hermanos habían supuesto que esas puertas estaban tan cerradas como el resto. Pero… ¿y si se habían equivocado? ¿Y si había una oportunidad de regresar al mundo del hierro?

—¿Qué es lo que está más cerca? —preguntó Oz.

El Caminante se mesó la barba en un gesto pensativo.

—Puede que los Salones del Agua, pero te lo desaconsejo.

—¿Por qué? —Su tono no era amable, pero el guerrero no parecía enfadado.

—Ese lugar me resulta desagradable y aburrido, pero si es lo que tú quieres… —El joven suspiró, enfundó de nuevo la espada y empezó a caminar sin esperar a Oz—. Te acompañaré, pero te advierto que soy un caminante; eso significa que, si ves que desaparezco, tendrás que esperarme y no sé cuánto tardaré en volver.

—¿Sí? No tenía ni idea.

La ignorancia de Oz era auténtica. Solo tenía constancia de haber cruzado una vez con un caminante de Babd y apenas habían intercambiado un par de palabras. Normalmente los caminantes preguntaban demasiado y contaban poco. Eran aburridos y peligrosos al mismo tiempo.

Volvió un momento la vista atrás para despedirse de lo que había sido su hogar y empezó a caminar detrás del guerrero.

—Cuando hablas de desaparecer, ¿a qué te refieres? —preguntó.

Pero no hubo respuesta. Delante de él ya no había nadie.

Oz se detuvo, miró a su alrededor buscando cualquier pista que le explicara en dónde se había metido su improvisado guía. Al ver que no había ni rastro, se cruzó de brazos y se sentó en el suelo a esperar.

—Creo que ya lo entiendo —suspiró resignado.

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