Alma de esclavo
Mael cogió una bandeja y empezó a colocar en ella los vasos semivacíos que habían dejado los diferentes comensales. La cena de oficiales había sido tan aburrida como las otras veces, pero mucho más seca que de costumbre. Marcus apenas había dicho nada y ya no recordaba el número de veces que había llenado su copa. No era normal que su domine se excediera con la bebida. El tribuno Leto había intentado aligerar el ambiente con un montón de anécdotas que despertaron las carcajadas del resto de comensales, pero Marcus había permanecido ajeno a todo, más centrado en lo que sucedía dentro de su copa de vino que en la gente que tenía delante.
Aunque era habitual que la sobremesa se alargara hasta la madrugada, en esa ocasión los oficiales no tardaron en encontrar excusas para abandonar a su anfitrión aun con la mesa repleta de viandas.
En el centro, todavía quedaba una fuente llena de carne. Mael miró a ambos lados, Marcus había salido y en ese momento estaba solo, así que nadie podría recriminarle nada. Cogió un pellizco con los dedos y se lo metió en la boca. Estaba un poco seca, pero era una agradable diferencia con su comida habitual. Cogió un nuevo pellizco, y luego otro que engulló casi sin masticar.
—¿Por qué no te sientas y te sirves un plato? —preguntó Marcus. No lo había visto entrar, sabía que no tardaría en volver, pero, a pesar de eso, su retorno lo pilló desprevenido.
Mael se forzó a tragar todo lo que tenía en la boca y se tomó su tiempo en conseguirlo. Cuando lo hizo, la bola de carne le hizo daño al bajar por su garganta. Marcus le tendió su vaso de vino. El esclavo se lo agradeció con un gesto de la cabeza y dio un par de tragos que ayudaron a empujar la comida hasta el estómago.
—Gracias —murmuró, recuperando la respiración—. Solo quería probar cómo sabía, no pretendía…
—¿… Engullir como un perro hambriento? —dijo Marcus, terminando la frase por él—. No te preocupes. Puedes sentarte y comer con calma. No me importa.
—No, gracias —respondió el galo—. Estoy bien.
—¿Prefieres vino? —Marcus levantó la jarra, y, antes de que pudiera decir nada, había llenado el vaso que tenía en la mano.
Marcus arrastraba las palabras, si seguía bebiendo así… Mael tragó saliva. Era la primera vez que veía a su domine con esa expresión y no le gustaba, no le gustaba en absoluto.
—Bebe —le ordenó con un tono cortante. Mael obedeció y, en cuanto dejó la copa, el legado se ocupó de volver a llenársela—. Bebe —le ordenó de nuevo.
—Marcus…, yo no suelo beber —se excusó.
—No voy a beber solo y quiero beber —replicó—. Bebe.
Mael dudó un momento, pero se tragó el contenido del vaso en tres largos tragos. El vino quemaba en su garganta y amenazaba con llenarle la cabeza de niebla. Hacía casi un año que apenas probaba el líquido de Baco, desde aquella última fiesta. Y quizá antes tenía cierta tolerancia a la bebida, pero una ligera pérdida de equilibrio al abrir y cerrar los ojos, la sensación de las paredes moviéndose… No, ya no tenía la misma resistencia que antes.
—¿Ha sucedido algo? —se atrevió a preguntar cuando el legado llenó su copa de nuevo.
Marcus frunció el ceño y se dejó caer sobre su silla.
—Nada importante. He recibido una carta de mi esposa —dijo—. Me cuenta que el pequeño Lucio ya camina y ha empezado a decir sus primeras palabras. Ninguna de ellas será «padre» —murmuró.
—Pensaba que… odiabas a tu esposa —dijo Mael con suavidad, no quería exponerse a un arrebato de mal genio, y ese tipo de conversaciones solían ser arenas movedizas.
—Oh, la odio —admitió—. Fue un matrimonio de conveniencia. No hemos pasado juntos más de tres noches, pero al parecer es tiempo más que suficiente para concebir a un hijo. No, no la odio —rectificó tras otro largo trago—. Es más bien… que no la conozco. Es una extraña. Es el tono de la carta lo que me saca de quicio. «Amado esposo…». ¿Se puede ser más falso? Odio esa falsedad. Silvina y yo podríamos ser amigos y llevarnos bien solo con que ella fuera sincera conmigo, pero no, ella opta por aparentar ser la amantísima esposa preocupada. ¡Me conoció el día antes! Resulta ridículo. Un consejo, Mael, si puedes evitarlo, no te cases.
Sí, Marcus estaba borracho. No cabía ninguna duda, solo así se explicaba que hubiera hecho ese comentario a alguien como él.
—No te preocupes —dijo Mael con una sonrisa amable—. No me pasará.
Con todo, parecía que Marcus había desistido de obligarlo a beber y el galo pudo dejar su vaso casi lleno entre los otros antes de retomar su trabajo. Apiló los platos sucios bajo la atenta mirada de su domine, que lo miraba sin verlo realmente.
—¿Estás bien? —preguntó, extrañado.
Marcus asintió con la cabeza, pero desvió la mirada y la centró de nuevo en su copa.
—Mañana tengo una fiesta en la casa de baños, he pensado en llevarte —dijo—. No es que necesite que nadie me acompañe, pero al parecer es normal que los esclavos acompañen a sus amos. ¿Quieres venir?
—Me encantará saludar a mis viejos amigos —reconoció ensanchando su sonrisa—. Hoy mismo he podido ver a uno y me he quedado con las ganas de ver a los demás y asegurarme de que están bien.
—Eso me imaginaba, aunque se me ocurrió que a lo mejor era ponerte en una situación incómoda.
—¿Incómoda? ¿Por qué? —preguntó Mael.
—Volver de nuevo a todo aquello… Ver a antiguos clientes… ¿No es incómodo?
—Quizá —admitió él encogiéndose de hombros—. Pero eso también me pasa aquí.
—Ah, sí, Leto me lo contó.
—Sí, Leto y Barca y Escilo y… —Mael no continuó, la expresión del rostro de Marcus le indicaba que no era necesario hacerlo—. La mayoría de los que tenían cargos en el campamento antes de que tú llegaras visitaban la casa de baños alguna que otra vez. No muchas, cierto —admitió—. Seguramente ahorraban durante semanas para poder permitírselo y tampoco asistían a las fiestas. Todos saben quién soy, hace tiempo que la incomodidad forma parte de mi día a día.
—Así que te has follado a la mitad de mis hombres… —masculló Marcus, visiblemente molesto. Mael se arrepintió de haber hablado demasiado, pero había dado por supuesto que su amo conocía la situación.
—A nadie desde que soy tu esclavo —se apresuró a responder—. Y a ninguno como Mael. En realidad, ellos se han follado a Ganímedes. Aunque… para ti no debe haber diferencia, supongo.
—¡Ganímedes, el dios del sexo! —exclamó su domine alzando su vozarrón ebrio.
—No era así, precisamente —murmuró Mael, pero no se molestó en corregirlo.
Marcus no estaba bien y él se sentía como un cobarde por querer abandonar la tienda. Sospechaba que si se demoraba mucho tiempo, ambos harían o dirían cosas de las que se arrepentirían más adelante, así que se apresuró a terminar con lo que estaba haciendo y amontonó de cualquier forma los platos dentro de la bandeja.
Tuvo que hacer un esfuerzo considerable para levantar la pesada fuente y avanzó con pasos tambaleantes rumbo a la salida.
—Quítate la ropa. —Las palabras de su domine cortaron el aire y lo helaron por dentro.
Tragó saliva y se giró lentamente. Sus manos temblaban cuando dejó la bandeja con la vajilla encima de la mesa.
—Marcus… —empezó a decir alzando las manos—, esto puede ser divertido para los dos. Oye…, no tiene por qué ser así. Déjame hacer a mí, de verdad, déjame demostrarte que puede ser divertido. Lo pasarás mejor, ambos lo pasaremos mejor.
—He dicho que te quites la ropa.
Mael dio un respingo al escuchar el tono áspero de su voz y supo que no le quedaba más alternativa que obedecer. No tenía sentido intentar hablar con él, hacerlo entrar en razón. Ese no era su domine.
«No lo hagas, Marcus. Así no». No era lo más difícil que había tenido que hacer y, sin embargo, le dolía como una paliza. Sus manos siguieron temblando y se movieron con torpeza cuando deshizo los cordones que sujetaban su túnica. Todo él lo hacía cuando el subligatum[1] cayó en la alfombra a sus pies y se quedó desnudo, completamente desnudo.
Mael mantuvo la cabeza gacha y la mirada en el suelo.
«Podría ser tan diferente…», pensó, y se mordió el labio inferior para contener las lágrimas de pura rabia que amenazaban con aflorar en cualquier momento. Ya no tenía a Akron, ni a Dafnis, ni a Hierón… Si Marcus le hacía esto, ¿qué quedaba? ¿Qué le quedaba a alguien como él?
Marcus no dijo ni hizo nada, se limitó a quedarse allí, en su silla, estudiando su anatomía con detenimiento.
—De espaldas —dijo, pasados unos minutos que se hicieron eternos.
Mael contuvo el aliento y lo obedeció. Cerró los ojos con fuerza cuando sintió unos dedos rozando su columna.
—Tu marca —murmuró su domine, y la tocó con cuidado, siguiendo el recorrido que el fuego había dejado sobre su piel—. ¿Todavía te duele?
Mael negó con la cabeza. No, ya no dolía. Ni siquiera tenía constancia de que estuviera allí. Solo en esos momentos, la marca con todo lo que implicaba, pesaba como una losa y amenazaba con asfixiarlo. Pasara lo que pasara, él era un esclavo y ni siquiera su cuerpo le pertenecía.
—Vístete, anda.
Mael parpadeó asombrado. ¿Que se vistiera? ¿Y ya está? Se apresuró a recoger la ropa del suelo y se giró extrañado. Marcus lo contemplaba con una sonrisita triunfal.
—La última vez que te dije que te quitaras la ropa, me amenazaste con pegarme un puñetazo y arrancarme los huevos. ¿Has perdido tu chispa, pelirrojo?
Mael frunció el ceño y se puso de nuevo la túnica.
—¿Era una broma? No tiene gracia.
—Para mí la ha tenido —replicó Marcus—. Y ha servido para que me dé cuenta de una cosa. Por mucho que juegues a provocarme, en realidad no quieres que pase.
—¡No has entendido una mierda! —protestó el galo sin dejar de vestirse—. Quiero tener sexo contigo, estoy deseando tener sexo contigo, lo que no quiero es que me trates como si fuera… ¿Cómo lo dijiste entonces? ¡Un agujero!
—Eso no es lo que decía tu cara hace un momento.
—No, eso era lo que intentaba decirte con palabras. Pero no pasa nada —murmuró de malos modos cogiendo de nuevo la pesada bandeja que contenía los platos y los vasos sucios de la cena—, tú ganas; no más jueguecitos. No volveré a insinuarme ni nada parecido. ¿Puedo retirarme ya?
—No es para tanto, solo ha sido una broma —se defendió el legado, intentando quitar hierro a toda la situación.
—¿Puedo retirarme ya? —insistió Mael.
Marcus pareció dudar, pero finalmente asintió, moviendo la cabeza con aire cansado.
—Sí, puedes retirarte ya. Mañana tienes entrenamiento, no te olvides.
—No me olvido, buenas noches —dijo, con sequedad, y salió de allí sin ni siquiera girarse para dedicar una última mirada a su amo.
Dejó la tienda atrás con pasos largos y rápidos, tenía mucha prisa por alejarse de aquel lugar y poner tierra entre ambos. Salió del campamento cargado con los bártulos y se acercó al río. Las hogueras apenas iluminaban aquella zona, pero ya estaba acostumbrado. En la otra orilla también había tiendas. Otro campamento se extendía en la vecina campiña, el de los esclavos y las prostitutas que viajaban con los legionarios. Quizá, si él también se alojara allí, hubiera tenido más posibilidades de hacer una vida normal como el resto de los esclavos. Pero no, Marcus insistía en que permaneciera dentro del castrum y él había habilitado su pequeño lecho en las cuadras. Como mínimo, dormía bajo una cubierta de madera y la paja seca ofrecía un colchón más que aceptable.
—Maldito imbécil —dijo, y empezó a limpiar la vajilla en el cauce del arroyo—. Es un completo gilipollas.
Casi sin darse cuenta se llevó una mano a la mejilla para limpiar la lágrima de rabia que finalmente había hecho su aparición.
—Joder —murmuró, avergonzado de sí mismo.
Dejó los cacharros y se sentó en el suelo enlodado de la orilla. Se sentía cansado y confundido. ¿Por qué Marcus había hecho eso? ¿En verdad le había parecido divertido? ¿Y en qué momento empezó la broma? El vino, la carta de su mujer… ¿Todo eso también había formado parte del engaño para hacerle creer que estaba borracho? ¿Con qué fin? Era la primera vez en lo que llevaban juntos que Marcus había hecho algo parecido.
—Es tu amo, imbécil —se increpó—. Puede tratarte como le dé la gana y no tiene por qué darte explicaciones.
Un sonido entre los arbustos llamó su atención e hizo que sus absurdos problemas pasaran a un segundo plano. Allí había algo. Quizá fuera una persona, pero no podía descartar que fuera un animal. No era la primera vez que los jabalís se acercaban al campamento y rebuscaban entre la basura. Encontrarse con una de esas bestias en la oscuridad y sin armas no era algo que nadie deseara.
Se incorporó con un vaso en la mano. No es que fuera la mejor arma, pero tenía buena puntería y podía darle una posibilidad de correr hacia el campamento y alertar a los centinelas, la puerta no estaba lejos.
Las ramas se movieron de nuevo y Mael contrajo los músculos, dispuesto a saltar a la menor señal de amenaza. Cuando finalmente la criatura salió entre el ramaje, no era lo que esperaba, ni mucho menos.
Reconoció al muchacho que ayudaba al médico. El joven esclavo parecía desorientado, su túnica estaba desgarrada a la altura del hombro. Mael corrió hacia él y lo sujetó antes de que este cayera al suelo. Tenía el cuerpo lleno de heridas y de golpes.
—Estoy bien, estoy bien —dijo el muchacho, e intentó incorporarse de nuevo, pero las fuerzas le fallaron.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Mael mientras escudriñaba la oscuridad de la que había surgido pensando que en cualquier momento su agresor saldría dispuesto a rematar la faena.
—Nada importante —dijo el joven, e hizo ademán de levantarse. Pero al ver que sus piernas se negaban a sostenerlo, dejó de debatirse y se quedó sentado en el suelo, apoyado en los brazos del galo, que lo sujetaban con firmeza.
—No te muevas —dijo Mael—, iré a buscar ayuda.
—¡No! —El muchacho lo agarró del brazo, la desesperación impregnaba su voz—. No digas nada a nadie, por favor —le suplicó—. Será mucho peor. Si él se enfada, podría… —No continuó.
Mael tenía una ligera sospecha de lo que había pasado. Lo ayudó a incorporarse lentamente y lo condujo hasta la orilla del río. Cogió el paño y le limpió las heridas que podía ver, seguramente había muchas más, ocultas bajo la ropa que le quedaba.
Su cuerpo era menudo, apenas un manojo de piel y huesos. Parecía ser de ese tipo cuyas costillas no desaparecían por mucho que comiera. Su cabello, rizado, formaba amplios bucles que componían una descuidada maraña en la que se habían enredado algunas hojas. Su nariz revelaba su origen griego, dándole un aire irreal que recordaba a las estatuas, y esa estatua tenía una expresión de terror y confusión tallada en mármol.
—¿Ha sido Belio? —preguntó mientras aplicaba el paño húmedo en las marcas del cuello. No hacía falta ser demasiado perspicaz para distinguir las huellas ennegrecidas de cinco dedos cerrándose sobre esa delgada garganta. El legionario le caía bien y se le hacía difícil imaginarlo en ese papel, pero había sido testigo de su reacción ante el joven y conocía la fuerza de sus manos.
—No, no, él me trata muy bien. Nunca me hace daño. Es… es bastante dulce —dijo el joven. El rubor tiñó sus mejillas y agachó la cabeza—. No, Belio nunca me ha hecho daño. Si hubiera estado él, esto no habría pasado. No sé su nombre —dijo sin apartar la vista de algún punto del suelo—. No… no hay que darle importancia, tampoco es la primera vez que me pasa. No debí intentar escapar. Siempre es más difícil luego.
Mael dejó que el paño se empapara bien en agua fría. No era gran cosa, pero era lo único que podía hacer con lo que tenía al alcance. Las palabras del joven le dolían como si fueran propias.
—¿Tu amo les permite que te traten así? —preguntó Mael, entre sorprendido y enojado.
—Mientras pueda hacer mi trabajo y esté disponible para él, nada importa —dijo, y se encogió de hombros—. Me gustaría tener un amo como el tuyo, seguro que el legado te trata muy bien. No deja que nadie te toque. La placa de tu cuello te protege de todo el mundo, aunque él no esté. Eres muy afortunado.
Mael agachó la cabeza, avergonzado. No era un buen momento para recordar esas cosas, no cuando tenía tan reciente el incidente de la tienda.
«¿Acaso preferirías a alguien como Pulvio?».
El joven esclavo tenía razón, no tenía derecho a quejarse, no era un mal amo y debía ser consciente de eso. El problema no era de Marcus, el problema era suyo por perder la perspectiva. No era su compañero, no era su amigo; era su domine.
—Sí —reconoció—, supongo que soy afortunado de tener a Marcus. Soy el esclavo más afortunado del mundo. Lástima que sea esclavo —murmuró con desdén.
—¿Lo llamas por su praenomen[2]? —comentó extrañado.
—Cuando nos conocimos se presentó así y, para mí, ha sido lo natural. Creo que soy la única persona que lo llama así —dijo—. A él no le molesta. No creo que signifique una mierda, pero…
—Yo nunca he sido capaz de llamar a mi amo de otra forma que no sea domine. Me da demasiado miedo intentarlo. Y él no me ha llamado nunca más que muchacho —dijo con una sonrisa torcida—. Muchacho, ven aquí. Muchacho, haz esto. A veces creo que no tengo nombre.
—¿Y cómo te llamas, muchacho? —bromeó Mael.
—No recuerdo mi nombre. Me llaman Magus —respondió. Mael no pudo evitar soltar una carcajada seca—. ¿De qué te ríes? —preguntó Magus, extrañado.
—¿Sabes qué significa magus en mi idioma? —le preguntó. El joven negó con la cabeza—. Muchacho.
Magus lo miró asombrado y también él empezó a reír. El galo sonrió a su vez y contempló la vajilla a medio limpiar. Resopló y se puso de nuevo con los platos.
—Como veo que eres capaz de aguantarte en pie tú solito, voy a continuar con mi fabuloso trabajo —bufó—. Se supone que tengo que limpiar todo esto antes de irme a dormir y mañana me espera un fantástico y frustrante entrenamiento al que me muero de ganas de asistir, así que más me vale descansar un poco.
—Ellos te miran —dijo Magus.
Mael no se giró, continuó con los cacharros.
—¿Quién me mira? —preguntó.
—Todos —repitió el joven—. Los oigo hablar y veo cómo te miran. Te desean. Y… es normal, supongo.
—No sé lo que habrás oído, Magus —dijo, y sacudió un plato para eliminar los restos de agua antes de dejarlo con los otros cacharros limpios—, pero como mucho sienten lástima por el pobre catamita caído en desgracia; no deseo.
—Saben lo que eres, han oído los rumores —continuó—, y están deseando saber si son ciertos. Te desean, Ganímedes. Si tu amo no estuviera…
—No me llamo Ganímedes, ¿vale? —Mael dejó otro plato entre sus compañeros, con demasiada energía. Si no se rompió sería porque los dioses no lo querían, no porque el galo no lo hubiera intentado—. Mi nombre es Mael. El jodido Ganímedes desapareció y por mí puede quedarse bien muerto, y si todos esos que me miran creen que pueden encontrarlo, se van a dar con un canto en los dientes. ¡Solo queda Mael, el galo gilipollas y aburrido, con un humor de perros y que no es el jodido amante de nadie!
—Está bien —aceptó Magus—. No quería molestarte, Mael. Has sido muy amable conmigo. Gracias.
—No hay nada que agradecer —suspiró—. No he hecho nada.
—Has hecho más de lo que crees.
—Oye, esto ya está —dijo, y se incorporó cargando la pesada bandeja de nuevo—. ¿Quieres que siga con mis buenas acciones y te acompañe a tu tienda?
—No hace falta —negó Magus sin levantarse del suelo—, ahora no llueve y se está bien aquí. Creo que me quedaré un rato antes de regresar al campamento.
—¿Quieres que me quede contigo? —preguntó tras pensarlo un momento.
—No, no te preocupes. Estaré bien.
Mael miró la bandeja que tenía en las manos y luego al jovencito que seguía sentado en el barro. Sus ojos grises brillaban bajo la lejana luz de las antorchas y, cuando creyó que el galo ya no lo miraba, se llevó una mano a la mejilla y se limpió las lágrimas.
Mael dudó, se mordió el labio. Quizá…
—Ven conmigo —le ordenó con voz tajante.
Magus lo miró extrañado, pero lo obedeció. Le llevó un par de intentos ponerse completamente en pie y caminó a trompicones. Mael retrocedió unos pasos para que el joven pudiera apoyarse en su hombro al caminar.
—Mi tienda está en el otro campamento —comentó Magus señalando las luces que quedaban a su espalda.
—No vamos a tu tienda —replicó Mael, y continuó andando en dirección al castrum.
El joven griego parecía dudar, pero no dijo nada y atravesaron el campamento bajo la mirada curiosa de los centinelas. Por fortuna, era tarde, ya había pasado la duodécima y apenas quedaban legionarios despiertos. Las tiendas, perfectamente ordenadas, se disponían a ambos lados de la via praetoria[3], por la que caminaban los dos esclavos.
—Es tan diferente de noche… —murmuró el chico.
—Espera aquí —dijo Mael, cuando llegaron al establo. Magus obedeció sin decir ni una palabra y él salió a paso ligero.
Saludó con un movimiento de cabeza a los dos legionarios apostados ante la carpa de su amo y dejó los cacharros limpios en un lateral de la tienda principal. Mañana, con la salida del sol, los recogería y los guardaría en su lugar, dentro de la tienda del legado. Apenas se demoró unos instantes y volvió corriendo donde el muchacho lo aguardaba.
Demasiada gente los había visto esa noche. ¿Tendría problemas? No quería problemas, no era un buen momento para tener problemas, no ahora, cuando acababa de pelearse con Marcus. Tenía que encontrar el momento para hablar con él antes de que le llegaran los chismes del campamento. Seguro que su domine lo comprendería, o eso quería creer. Marcus era bastante sensato.
¿Merecía la pena buscarse problemas con él solo por ayudar a otro esclavo? ¿Uno con el que ni siquiera había cruzado dos palabras? Por Taranis, él no era la niñera de nadie. Pero al alzar la vista, vio la silueta encogida de un muchacho enclenque que se abrazaba a sí mismo y todas sus dudas se disiparon.
«Mañana hablaré con Marcus, seguro que lo entenderá».
—Ven —dijo, y lo instó a pasar con un gesto de la mano. Le mostró su pequeño lecho—. Túmbate ahí, no te muevas y ni se te ocurra roncar. —Mael se echó en la cama y le mostró el hueco vacío que quedaba a su lado. Magus vaciló un momento antes de obedecerle—. Cuando estaba en la casa de baños, pensaba que era una mierda dormir acompañado. Luego me di cuenta de que es importante saber que tienes a alguien a quien le importas a tu lado. Solo es dormir —añadió con sequedad—. Si noto una mano donde no debe estar te la cortaré, ¿vale?
—¿Te importo? —preguntó el muchacho.
—No te pases —gruñó el galo—. Digamos que no me parece bien que abusen de ti y me gustaría que no pasara. Supongo que sí, que podríamos decir que me importas. Al menos… más que a ellos.
—Gracias —dijo el joven con voz ahogada—. No tengo mucho que darte, pero si en cualquier momento necesitas algo de mí, yo…
—Necesito que te duermas y no ronques —replicó.
—Vale.
Mael se giró y esbozó una sonrisa amparado en la oscuridad de la noche. Él también necesitaba dormir con alguien a quien le importara.
El joven galo doblaba las túnicas secas que acababa de recoger. El sol arrancaba destellos cobrizos a una melena que, aunque no tenía el rojo inconfundible de los pueblos del norte, no dejaba lugar a dudas del preciado color bermellón que, de una forma u otra, había marcado el destino del esclavo. Ahora, su melena formaba una mata descuidada que desaparecía antes de tocar sus hombros. Cuando lo conoció, esa mata era una cascada que llegaba casi a la cintura y él había sido el responsable de cortarla. La expresión de sorpresa y dolor en el rostro de su esclavo al descubrir lo que había hecho era algo que permanecería para siempre en su memoria.
Casi tanto como su expresión de terror cuando anoche le pidió que se desnudara.
Marcus mordió la manzana que tenía entre las manos y se obligó a apartar la vista del joven. La lista de suministros que tenía ante él debía centrar toda su atención, pero no podía leer más de dos líneas que sus pensamientos volvían a moverse en círculos, dando vueltas una vez más a lo que había sucedido anoche, a su relación con Mael.
«Tú ganas; no más jueguecitos. No volveré a insinuarme ni nada parecido».
¿De verdad ganaba él? ¿Por qué, entonces, no se sentía victorioso?
—¿Estás ocupado? —preguntó Mael. Llevaba las túnicas dobladas en los brazos y a duras penas podía mantenerlas en equilibrio.
—Depende —dijo Marcus fingiendo indiferencia—. ¿Quién me necesita?
—Quería hablarte de algo antes de que alguien te cuente una historia que no es verdad —dijo el galo.
Marcus alzó la vista y frunció el ceño. Mael tragó saliva y desvió la mirada, parecía preocupado.
—En realidad… no tiene importancia —dijo tras un ligero balbuceo—. No quería molestarte.
—Mael —lo llamó antes de que el joven se alejara—, puedo dejar esto un momento, dime lo que tengas que decirme.
—Bien… —Pareció pensar antes de continuar y Marcus se impacientó. Iba a decir algo al respecto cuando Mael empezó a hablar—. Anoche… ¿Conoces a Magus? —preguntó—. Es el chico griego, el esclavo que ayuda al médico. Es poco más que un crío.
—Sé quién dices —dijo—. El chico delgado de los ojos grandes y azules.
—En realidad son más bien grises, pero sí, ese es —dijo Mael asintiendo con la cabeza—. Anoche me lo encontré y…, bueno, alguien había abusado de él. Por lo que me dijo, no era la primera vez que le pasaba y tampoco era el único.
—¿Te dio nombres? —preguntó Marcus. Mael negó con la cabeza—. Sin nombres no hay nada que pueda hacer, lo siento.
—En realidad, tampoco hay nada que puedas hacer con nombres —replicó el galo con un tono arisco—. Lo siento —murmuró, agachando la cabeza.
—Mael…, no necesitas escudarte en esta falsa humildad —le increpó—. Dime lo que tengas que decirme.
—Me gustaría ayudarlo —espetó con un tono cortante—. Me gustaría impedir que alguien le hiciera daño otra vez, pero eso no es posible. No puedes castigar a tus hombres por abusar del esclavo de otro si a su amo no le importa, ¿no es verdad? Yo tampoco puedo protegerlo, pero anoche tenía que hacer algo, así que me lo llevé a dormir conmigo. Es una gilipollez sentimental, lo sé. Y solo fue dormir, ni se me habría ocurrido tocarlo después de eso. Ni antes tampoco. Así que cuando alguien te venga con el cuento de que tu esclavo se folla al crío del médico, que sepas que no es cierto. Eso es todo lo que quería contarte.
—Mael… —empezó a decir.
—¿Sabes lo más curioso de todo el asunto? —lo interrumpió el galo—. No entiendo la diferencia, de verdad, no la entiendo. Cualquiera puede ir y follarse al esclavo que quiera, y no importa que sea labrador, criado, médico o catamita mientras sea un esclavo. Mientras sea un esclavo puede follarse a un gladiador si su amo se lo permite. Pero, según tú, el que tiene que estar avergonzado de su trabajo es el catamita. Solo el catamita. No lo entiendo. ¿Por qué tengo que estar avergonzado de mi trabajo?
—¿No lo estás? —preguntó Marcus entre extrañado y ofendido—. ¿Acaso preferirías volver a tu antiguo oficio? ¿De verdad no sabes por qué deberías estar avergonzado?
—Supongo que sería más honorable ser un gladiador —continuó sin hacer caso a su interrupción—: luchar en la arena y matar a mis compañeros para que los romanos se rían y disfruten mientras derramo la sangre de mis iguales. Sí, sería mucho más honorable. —Sus palabras destilaban una amargura que hacía temblar su voz—. Sí, estoy avergonzado —confesó—, claro que estoy avergonzado. Pero escogí vivir con vergüenza en vez de morir y ahora cargo con el peso de mi elección.
Marcus no dijo nada. Sentía que cualquier cosa que dijera estaría fuera de lugar. Mael lo miró durante un rato, esperando una respuesta que no se dio. Cuando fue consciente de que no le diría nada, bajó de nuevo sus ojos pardos y movió la cabeza.
—¿Quieres llevar alguna en concreto esta noche? —preguntó con suavidad y alzó las túnicas ligeramente para indicar que estaba hablando de ellas.
—La azul con detalles dorados —contestó el legado.
—¿La de los ribetes rojos?
—Sí —asintió—, esa misma.
—Me ocuparé de que esté perfecta.
—Hablaré con Belio, le diré que vigile a los muchachos —dijo—. No importa lo que diga su amo, puede que algún día sus vidas estén en las manos de ese chico, alguien debería recordárselo. Si no hay una denuncia del amo, poca cosa más podré hacer.
—Lo sé —respondió—, gracias.
—¿Estaba mejor? —preguntó Marcus. Mael lo miró sin comprender—. El muchacho, ¿estaba mejor después de dormir contigo?
—Se durmió —dijo el galo encogiéndose de hombros—, creo que eso ya es mucho.
—Sí… —Marcus volvió su vista al listado interminable de suministros, pero no prestaba la más mínima atención a las palabras que estaban escritas.
«Mael, siento mucho lo de anoche. No quería hacerte daño». Era tan fácil pensarlo… Sin embargo, ni un solo sonido salió por su boca. Pedir disculpas a un esclavo era algo absurdo, pero desde el mismo momento en que él había decidido no tratarlo como a uno más, debería haber sido capaz de ser consecuente con sus actos y decisiones.
¿Por qué era todo tan difícil?
El agua estaba quieta, muy quieta. Nada interrumpía la quietud de su superficie y un cielo plomizo se reflejaba sobre el cauce que había adquirido una tonalidad plateada. El río parecía haberse transformado en un gigantesco espejo.
Mael contemplaba el extraño efecto con el corazón en un puño, con la extraña sensación de que ya había visto algo así antes.
—Hola —dijo Magus sacándolo de su ensoñación—, te estaba buscando.
Mael parpadeó y tardó un momento en ubicar el rostro del muchacho que le hablaba. Era el mismo esclavo griego de la noche anterior, pero estaba completamente diferente. Sonreía y sus ojos brillaban.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. Parece que hubieras visto un fantasma.
—Es el río —dijo Mael y sacudió la cabeza como si así pudiera sacarse todas esas ideas de ella—. Está… diferente. Nunca lo había visto tan quieto. Me recuerda a… a algo que vi de pequeño. Por un momento todo ha sido muy real. Es extraño —murmuró—, llevo meses intentando recordar cualquier cosa y ahora los recuerdos acuden sin que los llame. ¿Por qué?
—No entiendo —repuso Magus.
—No te preocupes. —Mael le restó importancia y se ocupó de sonreír—. Yo tampoco me entiendo. Son tonterías mías. ¿Qué sucede? —preguntó.
—Van a trasladar a los prisioneros al nuevo fortín, pero quieren asegurarse de que ninguno esté enfermo. No quieren arriesgarse a que se les mueran todos —explicó—. Tengo que hacerles un reconocimiento básico y me vendría bien que alguien me ayudara con el idioma. Tú hablas su lengua, ¿verdad?
—Hace mucho tiempo que no la hablo —se excusó. Habría preferido dar una negativa más rotunda, pero tampoco tenía ninguna excusa válida.
«¿Qué puedo decirle? No, no quiero ver a los esclavos porque me recuerdan lo que pude haber sido y no fui».
—Te defenderás mejor que yo —bromeó Magus—. Además, yo he venido a buscarte, pero ha sido idea de Belio y supongo que se lo habrá comentado al legado y…
—O sea, que o voy ahora por propia voluntad o iré más tarde porque me lo ordena mi domine. Sí, gracias, estaba muy aburrido. No tengo nada mejor que hacer para ocupar mi tiempo —dijo poniendo los ojos en blanco.
Magus se rio y Mael no pudo menos que sonreír al escucharlo. Su risa era fresca y clara como el borboteo de un manantial. En ese momento, bajo la luz del día, parecía que lo que le había sucedido la noche anterior no era más que un mal sueño.
—No tengo muchas ganas de ir —confesó—. Pero supongo que puedo hacer el esfuerzo antes de recibir la orden directa. Es más cómodo para ambos —murmuró para sí—. ¿De dónde han salido los galos?
—No tengo ni idea —confesó el joven encogiéndose de hombros. Su cabello rizado se movía con la brisa fresca y se empecinaba en entorpecer su visión.
—Ven acá —dijo Mael y, sin pensar demasiado, se desenrolló la cinta de cuero que rodeaba su muñeca. Solía llevarla allí desde sus tiempos en la casa de baños, cuando tenía una larga melena que sujetar. Ahora no tenía más sentido que una mezcla de nostalgia y dejadez, seguía allí porque no se la había quitado. Hasta ese momento. Hizo que el chico se girara y con una práctica que creía olvidada, le sujetó el pelo—. Así podrás ver algo.
—Gracias —respondió Magus, sorprendido—. ¿No lo necesitarás tú? A ti también te debe molestar.
Mael negó con la cabeza. En el momento en que Marcus lo viera recogerse el pelo, seguro que mandaba que se lo cortaran de nuevo. No, a él el viento no le molestaba. Tanto la respuesta como la explicación quedaron en el aire ante la llegada de Belio.
El veterano centurión llamaba la atención allá donde fuera. Sus casi dos metros de puro músculo provocaban que todas las miradas recayeran en él, de una forma u otra. Pero a pesar de su aterrador aspecto, Belio era uno de los pocos hombres del campamento con los que se podía mantener una conversación decente. Era amable y casi nunca alzaba la voz, pero cuando lo hacía, solía ser para soltar una carcajada sincera que hacía temblar la tierra. Nunca lo había visto enfadado, aunque conocía los rumores de dientes rotos y ojos volando que circulaban entre los reclutas. Belio era el maestro de casi todos ellos y el suyo propio, aunque no es que pudiera decirse que Mael fuera un alumno aplicado.
—Mael, no me acicales al chico —bromeó—, ya me cuesta bastante convencerlos de que no es una dama.
Magus se ruborizó y bajó la cabeza. Mael estaba acostumbrado a ese tipo de comentarios que, aun sin quererlo, podían ser dolorosos. Belio no había tenido ninguna intención de ofender o hacer daño. El legionario debió ser consciente de que su observación no había sido la más acertada y balbuceó una disculpa.
—Supongo que tú no tienes problemas con el pelo, ¿verdad? —se burló Mael. Belio era casi calvo, y el poco pelo que le crecía en las sienes y en la nuca se lo afeitaba casi a diario con una dedicación infinita.
—El que no me crece en la cabeza me crece en… —Las últimas palabras las vocalizó sin llegar a pronunciarlas en voz alta—. Venga, criaturas, tengo que llevaros con los perros galos.
—¿De dónde son? —preguntó de nuevo Mael trotando detrás del legionario. Era difícil seguir el paso del gigante, cada zancada suya equivalía a tres del joven y caminaba deprisa, como si el infierno lo esperara. Magus todavía lo pasaba peor y el muchacho corría, literalmente, para mantener el ritmo.
—No sé, ¿importa? —respondió el legionario—. De algún sitio de la Galia.
—Vale, muy listo —suspiró—. Como si la Galia fuera pequeña… A mí me importa. ¿Sabes el nombre de su tribu o…? No sé, algo. ¿Vienen todos del mismo sitio? ¿Son pueblos diferentes?
—Pregúntaselo tú cuando los veas —replicó—. Ellos lo sabrán mejor que yo.
Señaló a los hombres que se apelotonaban en el interior de un destartalado carro con barrotes. En el cuello de cada uno, había una argolla de acero de donde pendía una cadena. Esa cadena se unía a los grilletes que sujetaban sus manos.
Apenas llevaban ropa. Un pedazo de tela en algunos, un trozo de piel en otros, servía para cubrir su entrepierna, aunque ninguno podía considerarse un subligatum. Cómo podían caber dieciséis personas en una carreta en la que en condiciones normales viajarían ocho, era algo que Mael no sabía. La cuestión era que, si se paraba y se fijaba, podía llegar a contar cada una de las cabezas entre el amasijo de manos y cuerpos. Y cada una de esas cabezas tenía una melena trenzada y una barba frondosa. No era difícil distinguir tatuajes y marcas de anillos en las orejas, aunque ya no quedaban joyas.
Una broma cruel del destino le hizo recordar una escena, apenas una imagen. Un niño que tiraba de la barba de su padre y jugaba con los pendientes. Mael tragó saliva y bajó la cabeza. No quería estar allí. Prefería limpiar letrinas a estar allí. Sin embargo, apretó los puños y se mantuvo en pie, esperando instrucciones.
Uno de los legionarios abrió la puerta y cogió una cadena al azar. Tiró de ella hasta que un cuerpo arrastrado la siguió, empujando otros detrás de él. Otros dos regulares se ocuparon de meter a empellones a los que habían medio salido y cerraron la puerta con llave.
—Empezaremos por este —dijo Belio, cogió la cadena que le tendían y tiró de ella obligando al esclavo a arrastrarse detrás.
Mael quiso gritar que no hiciera eso. Era evidente que el tiempo de inmovilidad había afectado al cuerpo del galo, que dibujaba una mueca de dolor cada vez que tenía que mover las piernas.
—Con cuidado —dijo Magus posando su mano en el brazo del gigante. Belio se giró sin comprender, el muchacho lo miró a los ojos y sonrió—. Llevan mucho tiempo en una mala postura, podrías hacerle daño.
Belio parpadeó, aturdido, y alternó miradas entre el joven y el esclavo que pendía de la cadena. Casi avergonzado, aflojó la tensión y permitió que el galo se incorporase. Magus parecía satisfecho. Se fue hacia el esclavo y le indicó que se agachara un poco. El galo era muy alto, no tanto como Belio, pero su estatura superaba con creces a la media de la guarnición. Magus, en cambio, era un muchacho menudo. Alzó las manos hacia el rostro del esclavo y este se apartó.
—Dile que se quede quieto y que se agache —le pidió.
Mael tardó un poco en comprender que le estaba hablando a él.
—El chico quiere asegurarse de que no estés enfermo —explicó usando por primera vez en años su lengua natal. Y, aunque parecía extraño, todavía la recordaba y sus sonidos despertaban más recuerdos, recuerdos que había enterrado y que creía olvidados.
—Deberían dejarnos morir de disentería —gruñó el bárbaro, pero se agachó y permitió que Magus empezara su examen—. Cualquier cosa es mejor que el destino que nos espera.
—Que abra la boca —pidió Magus. Mael lo tradujo y el galo obedeció. El muchacho comprobó la dentadura y el interior de la garganta y, después, lo miró fijamente a los ojos descolgando la piel del párpado inferior—. Parece que está bien. Que lo bañen y le den algo de ropa para cubrirse.
—Ahora te bañarán y te darán ropa limpia.
—¡Qué bien! —comentó con desdén—. Ahora seré una mascotita romana como tú. Dime, ¿también tengo que poner el culo y dejar que me follen?
Mael ignoró el comentario y le dio la espalda al bárbaro. Ya había dicho todo lo que tenía que decir. Aprovechó el momento de paz que había entre que se llevaron al prisionero y traían uno nuevo para tomar aire y calmar sus nervios. Pero parecía una misión imposible. Su corazón latía como un corcel desbocado. Todo lo que había soñado de niño se presentaba ante él como una representación cruel de lo que podía haber sido su destino.
«—Si tuvieras todo el poder en tus manos, ¿qué harías con él?
»—¡Mataría a todos los romanos!».
—Te van a revisar para que no estés enfermo —informó con voz monótona al nuevo prisionero—. Si todo está bien, se te bañará y se te proporcionará ropa limpia.
—¿Eres galo? —le interpeló el desconocido—. ¿Por qué estás ahí sin un arma? ¿Por qué no los atacas?
—¿Qué dice? —preguntó Belio con curiosidad.
—Nada —repuso Mael—. Nada importante, de verdad.
—No parece que sea nada.
—¿Dónde está tu sangre, perro, dónde la perdiste? Tu padre se avergonzaría del maldito bastardo cobarde que eres. Eres una vergüenza para…
—¿Qué sabes tú de mi padre? —le espetó Mael—. No tienes ni puta idea de su vida ni de la mía, no me jodas diciéndome lo que está bien o lo que está mal. ¿Crees que escogí ser esclavo? No, lo que yo escogí fue vivir. Y llegará un momento en que tú también escogerás, y a lo mejor crees que morirás con honor, pero no es cierto. Solo serás mierda para alimentar a las moscas.
Una mano grande se apoyó en su pecho y lo empujó ligeramente. Mael la apartó con brusquedad antes de saber siquiera quién era el propietario.
—Calma, pelirrojo —dijo Belio, colocando de nuevo la mano en su pecho—. No dice nada, ¿eh?
—Nada importante —replicó mostrando los dientes—. Me insultan, pero no es importante.
—Tienes la piel más fina de lo que creía si dejas que te afecten esas cosas —repuso el legionario.
—Eso debe ser porque soy una puta princesa malcriada —gruñó—. O una princesa puta, sí, quizá eso sea más exacto. Joder, preferiría que me follase un elefante a seguir aquí, ¿de verdad me necesitáis para decirles que abran la boca?
Belio se rio con sonoras carcajadas.
—Si mostraras un poco de esa agresividad con la espada, serías temible —comentó.
«Cortaría sus cabezas y las colgaría de los árboles para que los cuervos de Esus se alimentaran de sus ojos».
—No es un buen momento para darme una espada, Belio. —Mael tragó saliva y bajó la cabeza. Se abrazó a sí mismo en un desesperado intento de darse calor, pero no había forma, una mano helada surgía de su estómago y trepaba por su garganta. Contuvo la respiración y contó hasta cuatro, cinco, seis…, lo que hiciera falta. Lo que fuera necesario para que su corazón volviera a su sitio.
«Ira, Essu, Esura…».
—Mael… —murmuró Magus y acercó una mano a su rostro. Sus ojos brillaban con una luz extraña. ¿Era piedad? ¿Comprensión?
Mael negó con la cabeza y se deshizo de la caricia del muchacho.
—Estoy bien —replicó con sequedad—. Acabemos con esto de una puta vez. Tengo trabajo que hacer.
Marcus entró en su tienda y empezó a desligarse las correas de su armadura. No tenía ganas de fiestas, nunca las había tenido. Ni siquiera cuando de joven su madre insistía en ello; entonces, él aprovechaba cualquier excusa para escabullirse a un rincón tranquilo lejos del bullicio y de las gentes. Pero en esa ocasión no tenía excusas que valieran, después de todo, era por trabajo, ¿no?
«Servilio…». Torció el rostro al recordar al pequeño patricio. Era inusitadamente bajo y todo su cuerpo parecía un montón de huesos unidos por pellejo. La mayor parte de la curia[4] de la ciudad, y de todas las ciudades, adquirían formas esféricas al abandonar el periodo de instrucción militar, pero el nuevo edil no. Debía ser la sangre corrosiva del político que quemaba sus carnes como la cal viva.
Pero se suponía que tenía que llevarse bien con él o, como mínimo, enterrar las hostilidades para poder continuar con su trabajo.
«¿Por qué quiere que me vaya?», se preguntó. Con un sonido sordo, la lorica cayó al suelo y golpeó contra la gruesa alfombra.
Mael entró en la tienda cargando un barreño lleno de agua. Las toallas colgaban de su antebrazo, y en su mano, con bastantes dificultades, sujetaba el estrígilo[5]. Llevaba el pelo mojado y la ropa empapada.
—Ha empezado a llover —dijo como toda excusa y dejó su carga encima de la mesa. Al hacerlo, un poco de agua sobresalió del barreño y se extendió sobre la superficie resbalando hasta el suelo—. ¡Joder! —exclamó, y se apresuró a limpiarlo con uno de los paños.
Marcus observó al joven en silencio y frunció el ceño al apreciar los evidentes signos de nerviosismo que manifestaba. Como para dar más énfasis a su opinión, su armadura cayó de nuevo al suelo cuando el esclavo hizo ademán de colocarla en su soporte. El chico estaba temblando.
—Iba a pedirte que me afeitaras —comentó con un tono que pretendía ser cordial—, pero ahora no estoy tan seguro. Ven aquí —dijo, y antes de que el galo se escabullera, le sujetó las manos. Tal y como había observado, todo su cuerpo parecía ser presa de pequeñas convulsiones. Mael apretó los labios y alzó la cabeza ligeramente antes de desviar la mirada de nuevo—. ¿Qué sucede? —preguntó con suavidad.
Mael suspiró y cerró los ojos, parecía hacer esfuerzos por tranquilizarse. Marcus le dio tiempo a que se serenara antes de preguntarle de nuevo.
—Belio me pidió ayuda con los prisioneros.
—Con los esclavos —lo corrigió con amabilidad.
—No —negó Mael—. Yo soy un esclavo, ellos son… prisioneros. Puede que algún día sean esclavos, pero no lo son. Ahora no lo son. ¿Te atreverías a soltarlos? —lo retó con una sonrisa nerviosa—. ¿Les pedirías que te limpiaran las túnicas o que cocinaran para ti? No, no son esclavos, son prisioneros.
—Hasta donde yo sé, su destino es el circo —explicó. Lo que decía Mael tenía sentido. Era cierto, no eran esclavos o, al menos, no eran esclavos al uso. Quizá algún día encontraran su lugar en el Imperio, pero en ese momento lo único que deseaban era su destrucción—. Muchos morirán como bestias sin saber nada de lo que significa ser un gladiador.
—Quieres decir que morirán sin haber sido nunca esclavos. —La sonrisa de Mael adquirió un punto amargo—. Es igual…, deberías arreglarte para la fiesta. He traído las cosas para lavarte.
—¿No se supone que voy a una casa de baños? —bromeó. No se le escapó el hecho de que Mael no le había explicado lo que le sucedía. ¿O quizá sí lo había hecho?
—No acabarás en las piscinas a menos que quieras —replicó Mael—. Y pareces demasiado un… —arrugó la nariz y dejó las palabras en el aire.
—¿Un legionario? —concluyó Marcus.
—Sí, un legionario —respondió el galo en un tono burlón que dejaba bien claro que esa no era la palabra que estaba a punto de decir.
Marcus sonrió y empezó a quitarse la túnica. Mael lo ayudó y la echó a un lado. El legado pensó algún comentario gracioso sobre que ahora era él el que estaba desnudo, pero se mordió la lengua. No, aunque ahora su esclavo se esforzara por aparentar su buen humor característico, sabía que no estaba del todo bien y todavía estaba muy reciente el episodio de la noche anterior.
«¿En qué narices estaba pensando?», murmuró para sí y frunció el ceño al notar la disculpa que volvía a juguetear en su boca. No la diría, claro que no. Pero estaba allí.
Mael se echó una cantidad abundante de aceite en las manos y empezó a frotarle el cuerpo con ellas.
—¿Sabes? Creo que he hecho esto mil veces, pero siempre que lo hago recuerdo cuando nos conocimos —comentó el galo.
—Aún no entiendo cómo te tragaste la encerrona —se burló—. En mi vida había bañado a alguien.
—Solo pensé que eras un esclavo incompetente —replicó—. Te sorprendería saber cuántos existen.
—Oh, creo que puedo hacerme una idea. Todavía recuerdo cómo quedaban las túnicas las primeras veces que las lavaste. —Sonrió satisfecho al ver la sonrisa en la cara del galo.
—Ey, no tienes derecho a tirarme eso en cara —protestó mientras proseguía con su labor y le pasaba el estrígilo por la piel—. Mi trabajo no era precisamente lavar túnicas. Da gracias a tus dioses de que aprendo rápido.
—Desde luego, el baño lo tienes dominado —admitió. En apenas unos minutos, Mael había conseguido que pareciera menos legionario, como decía él. Y en ese momento era cuando el galo soltaba un comentario de lo que había sido su trabajo real. Un comentario divertido y cargado de intenciones que él rehuía con una broma. En vez de eso, Mael limpió el estrígilo y le pasó el paño húmedo sin abrir la boca.
«Tú ganas; no más jueguecitos».
—¿Qué hacen los esclavos cuando sus amos van a fiestas como estas? —preguntó.
—No lo sé —respondió Marcus sobresaltado con el cambio de tema—. No he ido a muchas fiestas. Tú tienes más experiencia en ellas que yo.
—Ya, pero yo estaba demasiado ocupado con los amos como para saber lo que hacían sus esclavos —replicó—. A veces los veía esperando, cerca de la entrada. Alguna vez vi a un pobre chaval cargar con su domine, que debía pesar como cien kilos más que él, porque él estaba demasiado borracho para tenerse en pie. Espero que no me hagas algo así —le advirtió señalándolo con el estrígilo.
Marcus se rio al imaginarse a Mael cargándolo a hombros. El galo estaba en buena forma, sí, de eso no le cabía la menor duda. Como si fuera necesario recordárselo, la imagen del cuerpo desnudo de su esclavo se dibujó ante él tal y como estaba la noche anterior. Seguramente, Mael ni se imaginaba lo cerca que había estado de que Marcus hiciera algo de lo que se lamentara el resto de su vida. Por suerte, un momento de lucidez disfrazó de broma de mal gusto lo que había sido un arrebato de pasión etílica mal contenida. Pero el joven tenía esa capacidad de encenderlo con el más pequeño gesto, y lo más probable era que ni siquiera fuera consciente de ello. Era algo que estaba bajo su piel, en la forma en la que se movía, en el reflejo casi infantil de colocarse el cabello detrás de las orejas para que, al poco rato, volviera a colgar entorpeciendo su visión.
Marcus se sentó en una de las sillas con respaldo y se dejó caer de forma que la nuca tocara la tela del mueble.
—¿Seguro que quieres afeitarte? —preguntó Mael mientras le colocaba una toalla doblada bajo la cabeza para que estuviera más cómodo—. Pensaba que los soldados no tenían que hacerlo.
—Mientras estén de campaña no, no es necesario hacerlo. Pero hazlo, así pareceré un poco menos… legionario, como dices tú —respondió él con sorna.
—A mí me gusta tu barba —murmuró el galo en voz baja, casi para sí. Pero no por ello vaciló un instante cuando le puso la crema en la cara y empezó con la labor.
Marcus aprovechó esa oportunidad para mirarlo a los ojos. Mael no le devolvía la mirada, su vista estaba pendiente de la hoja que rasuraba su piel, pero, aun así, sus ojos estaban lo bastante cerca como para verlos y eso no era algo que pasara a menudo. Quizá en otro tiempo no hubiera sido así. No le costaba imaginarse a Mael como un niño rebelde y lenguaraz, todavía conservaba parte de su carácter, pero no así su mirada. Había sido criado como esclavo y eso se manifestaba en la naturalidad con la que ese gesto adquirido estaba presente. Nunca lo miraba a los ojos. No a él. No desde que supiera que era su amo.
No lo había mencionado antes, pero en su primer encuentro fue el fuego de su mirada lo que más le llamó la atención. Ahora, con la luz de las lámparas de aceite, los ojos del galo parecían adquirir el color de la miel dorada; sin embargo, él recordaba haber visto brasas ardiendo.
—Deja de mirarme —comentó Mael—. Me pones nervioso.
—¿Te pongo nervioso? —bromeó.
—Ríete, pero no es lo más prudente que puedes hacer cuando tengo una navaja en tu garganta. —En ese momento, Mael pareció ser consciente de algo, abrió mucho los ojos y su pulso tembló. Su mano vaciló antes de continuar con su trabajo.
Marcus aguantó la respiración y cerró los ojos. ¿Mael se había planteado cortarle el cuello? No, él no haría eso. Pero había vacilado, ¿por qué?
—Nunca… —Marcus dudó antes de seguir hablando—. Nunca me has hablado de cómo fue tu llegada a Roma.
—Nunca me lo has preguntado —repuso el galo—. De todas formas, no me gusta hablar mucho de mi pasado. La mayoría de las veces prefiero hacer como que no existe. Es más fácil.
—Es que me preguntaba cómo…
—¿Cómo me convertí en entregado catamita? —Marcus no contestó, pero desvió la mirada. Sí, era eso. Mael titubeó un momento, sacudió la navaja más veces de las que era necesario, tal vez para ganar tiempo, tal vez para recordar, tal vez para reunir el valor de enfrentarse a ello—. No fue por las buenas —confesó—. No hicieron falta azotes ni latigazos, el amo Pulvio tenía mucha imaginación y no quería estropear su preciada mercancía. No voy a entrar en detalles, pero la cuestión es que un día decidí que no tenía sentido luchar, nadie iba a rescatarme y no tenía a dónde huir. Lo único que podía conseguir si eso seguía era mi muerte, y no quería morir. Nunca he sido muy valiente —admitió con una sonrisa triste—. Si colaboraba, todo era más fácil. No era mejor, solo… más fácil. Y en algún momento perdí las ganas de luchar, solo quería que fuera fácil. Nada más. Esto ya está —dijo, cambiando de tema mientras le pasaba un paño húmedo para limpiar los restos del afeitado. Torció la comisura de la boca en una sonrisa apenas perceptible—. Con la barba no me había fijado en que tienes un hoyuelo en el mentón —comentó, acercándole el espejo.
Marcus miró la imagen que le devolvía la superficie de plata e inspeccionó el contorno para decidir que el galo había hecho un buen trabajo. Apenas podía reconocerse, pero sí, el característico hoyuelo en el mentón, tan típico de su familia, resaltaba en una barbilla lampiña como la suya.
Mael lo ayudó a colocarse la toga, se había malacostumbrado a la cómoda facilidad de las túnicas de soldado, y el vestirse de nuevo con todo el ropaje político suponía un tedioso cambio. Una razón más para añadir a las que ya tenía para no gustarle las fiestas.
—¿Qué tal estoy? —preguntó mientras el galo le colocaba bien los pliegues del hombro.
—Irreconocible —respondió él, dedicándole una mirada fugaz.
—Vaya —murmuró con un cabeceo—, ¿y eso es bueno o malo?
—Ninguna de las dos cosas. Es solo que se me hace raro verte vestido así, ya no pareces tan…
—¿Legionario?
—Para que conste: a mí me gustan los legionarios —replicó con una sonrisa pícara que se desvaneció en el aire al ser consciente de lo que había hecho—. Lo… lo siento. Solo bromeaba, no… no volverá a ocurrir.
—Mael… —dijo Marcus agarrándolo del brazo para que no se alejara—. A mí no me molestan tus bromas. No necesitas disculparte cada vez que haces un comentario. Creía que…
—Sí —lo interrumpió el galo con brusquedad—. Yo también lo creía, pero no es tan fácil, ¿no? No te preocupes, aprenderé a ser el esclavo que quieres que sea, solo… ten un poco de paciencia, he pasado muchos años siendo otra cosa, tengo que deshacerme de un montón de malos hábitos.
Y aunque sonreía cuando le habló y se encogió de hombros como si no importara, Marcus fue consciente del poso amargo que había en su voz. Seguía dolido por lo de la noche anterior y no podía reprochárselo.
«El esclavo que quiero… —repitió para sí—. Idiota…». Sin embargo, no dijo nada y se limitó a asentir con la cabeza.
—Sigue lloviendo —observó para romper el silencio incómodo que se había adueñado de la tienda—, creo que todo tu esfuerzo en convertirme en un ciudadano respetable va a quedar en agua de borrajas si salgo ahí fuera. No me he traído la litera cubierta.
—¿No te la has traído? —comentó el galo con tono burlón.
—No se me ocurrió que la pudiera necesitar en una campaña militar —replicó él, siguiendo la broma.
—¡Qué falta de previsión! —Mael movió la cabeza y chasqueó la lengua en un gesto de profunda reprobación.
Marcus rio y asintió. ¿Por qué quería ir a esa fiesta? Recordó las palabras de Leto, «vino, mujeres, música…». No necesitaba ninguna de esas cosas. ¿Qué buscaba él? «Complicidad, confianza, deseo…».
—Quizá debería mandar a alguien con una disculpa y olvidarnos de todo esto.
—No tienes muchas ganas de ir a la fiesta, ¿verdad? —preguntó Mael.
—La verdad es que odio todas estas cosas, llevar toga, afeitarme… Es como si intentara ser otra persona. Me siento desnudo sin la lorica. Supongo que no soy más que un legionario.
—¿Entonces, por qué dijiste que irías?
—Buena pregunta —suspiró—. En su momento me pareció buena idea. Servilio quiere que regresemos a Roma —explicó tras un momento de duda. ¿Qué le importaba a un esclavo las cavilaciones de su amo?—, Leto sugirió que debería granjearme su amistad y que eso no era fácil si siempre que nos encontramos es en reuniones en las que nos pasamos el rato discutiendo.
Mael no dijo nada, pero asintió con la cabeza mientras buscaba en los arcones de ropa.
—La fiesta debía ser la oportunidad perfecta de acercarnos en otro contexto, pero… creo que será inútil —confesó más desesperado de lo que quería aparentar—. Ese tipo me odia, desde que apareció intenta deshacerse de mí. No creo que su opinión cambie por escuchar música y tomar vino juntos. Lo único que tenemos en común es…
No continuó. Sin pretenderlo, sus ojos se clavaron en el galo. Mael, al sentirse observado, dejó lo que estaba haciendo y bajó la mirada. Sus manos estrangularon la tela que había sacado del baúl.
—¿Quieres que yo…? —Su voz tembló ligeramente.
—No —respondió Marcus con rotundidad—. No eres un catamita. Tendría que estar muy desesperado para pedirte algo así y no lo estoy —aseguró—. Vamos a esa maldita fiesta —gruñó y cogió el sobretodo que le tendía su esclavo—, pero ya puedes estar contándome chistes todo el camino; necesito tema de conversación.
—Por supuesto, te puedo contar mil chistes, pero no tienes ninguna gracia contándolos —dijo este ayudándolo a ponerse la pesada tela que habría de cubrirlo por completo.
—Esclavo engreído…
Mael sonreía al ver cumplido su cometido y, mientras le colocaba los pliegues de la capucha, Marcus sintió que sus ojos se iban una vez y otra vez a esa sonrisa…, a esos labios. Lo apartó, incómodo. Disfrazó sus gestos con impaciencia mientras balbuceaba alguna excusa inconsistente e hizo ademán de salir de la tienda. Al abrir la lona que cubría la entrada, una bocanada de aire frío y húmedo lo golpeó.
—¿Es que no piensa dejar de llover? —masculló y salió a la tormenta, dispuesto a darse la ducha de agua fría que necesitaba.
[1] Prenda de ropa interior consistente en un lienzo sujeto con una correa.
[2] Nombre familiar usado cuando eres niño o en círculos íntimos.
[3] Camino que atravesaba el campamento de delante hacia atrás pasando por el praetorium.
[4] La alta sociedad.
[5] Herramienta romana para el aseo.