El poder de las palabras
—¡Menuda energía tienes esta mañana! —se burló Belio deteniendo un nuevo ataque de su gladius de madera con un simple gesto del escudo.
Mael no replicó, necesitaba todas sus fuerzas y no pensaba desperdiciar su aire en una charla intrascendente. Lo haría bien. La conversación de anoche le había servido de mucho y le había dejado demasiadas cosas en qué pensar. Pero una idea la tenía clara: no iba a rendirse. Ni con la espada, ni con Marcus, ni con los sidhe.
«Volvemos a Roma», le había dicho su domine y anoche no quiso profundizar en lo que significaba ese anuncio. Ahora, a la luz del día, tenía que encontrar el momento para hacerlo, no podía permitir que el que se rindiera fuera Marcus.
Con un sonido seco, la espada de madera se partió contra el escudo astillándose en mil pedazos que salieron rebotados en todas direcciones. Al no haber nada que absorbiera el impacto, Mael perdió el equilibrio y acabó golpeándose contra la rodela de madera que sujetaba el centurión.
—Ey, cuidado —le dijo Belio ayudándolo a levantarse—. No tengas tanta prisa por conseguir cicatrices nuevas, llegan cuando menos te lo esperas.
—¡Ja! —Mael se incorporó con dificultades, sentía sus labios arder del golpe y no se extrañó cuando paladeó el sabor metálico y acre de la sangre. Repasó los dientes con la lengua y suspiró, aliviado, al ver que todos los que tenía permanecían fijos. Tan solo se había partido el labio; con suerte, mañana no quedaría ni rastro—. ¿Qué he hecho mal ahora?
—Todo —resumió el legionario—. Has mejorado en destreza y velocidad, pero sigues sin visualizar el combate. No podrás ganarme con fuerza bruta, a mí no y casi a nadie que conozca. Estás en buena forma, pero no mejor que cualquiera de mis hombres.
—¿Y qué se supone que debo hacer? —preguntó exasperado—. Dices que he mejorado, pero yo no lo veo. No he podido alcanzarte ni una vez.
—Tus golpes son mejores, te lo he dicho —explicó—. Ahora sabes moverte con la espada. Solo hace falta que mires un poco más allá. No a ti, a tu rival. Eres un chico listo, pero parece que se te olvida en cuanto coges el gladius. Piensa un poquito. Se supone que eso se te da bien, ¿no? Solo piensa antes de actuar.
—Dudo mucho que en un combate real tenga tiempo de pararme a pensar —protestó Mael mientras se limpiaba con el puño la sangre del labio.
—A veces sí, a veces no —admitió Belio—. En combate, la mente es un músculo más. Solo tienes que entrenarlo y será tan rápido y preciso como el resto. Venga, levántate y vuelve a intentarlo.
Mael sonrió, pero negó con la cabeza mientras recogía el escudo y los restos de la espada de madera que yacían diseminados por el barro.
—Mañana. Ahora tengo que irme. Tengo que lavarme bien y cambiarme de túnica antes de presentarme en la tienda del domine.
—Oh —emitió Belio alargando la o con una sonrisa capciosa—. ¿Eso significa que cierto pelirrojo ha sido perdonado?
—Tendrás que encontrar a otro para que se ocupe de los esclavos de Servilio —suspiró con aire inocente.
—¡Me alegro! —exclamó y le agarró el cuello con el brazo en una efusiva muestra de cariño que lo dejó sin respiración—. A estos nobles les meten un palo en el culo cuando nacen para que no puedan inclinarse. Por eso es tan difícil que reconozcan que se han equivocado. Pueden torcer un poquito la cabeza, pero doblarse nunca. Pero me alegro de que el legado haya torcido la cabeza.
—Creo que el que no haya encontrado un sustituto adecuado tiene algo que ver —bromeó Mael—. No me malinterpretes, no creo ni de lejos que alguien sea capaz de sustituirme, pero estoy seguro de que en el campamento de esclavos había alguien sin un problema crónico de timidez.
—Puede, ¿quién sabe? Hoy es un gran día —dijo con una sonora carcajada—. Todo vuelve donde debería estar.
Mael enarcó una ceja con curiosidad y se planteó decir algo para que el gigante explicara a qué se refería con todo, pero no era necesario, Belio estaba deseando hablar y solo esperó a que estuvieran un poco apartados de oídos indiscretos.
—Llevaba unos días pensando que a lo mejor Magus no estaba bien conmigo, que no quería mi compañía. Quizá soy un poco inseguro —bromeó con una mueca nerviosa—. Pero anoche todas mis dudas se esfumaron. Vino a buscarme. Él vino a buscarme, ¿entiendes? Era la primera vez que pasaba y… —Belio expulsó el aire en un sonoro bufido de satisfacción—. Ya sé que no se debe presumir de estas cosas y menos con alguien como tú, pero… fue memorable.
—¿Alguien como yo? —repitió Mael con una mueca incrédula.
—Ya sabes, alguien que lleva más de un año sin más compañía que su mano derecha, ¿o eres zurdo?
—¡Ja! —Iba a soltar una réplica mordaz, pero se la ahorró; después de todo, sentía algo de lástima por el centurión.
Entendía los motivos de Magus, claro que sí. Probablemente, si él estuviera en su situación, haría lo mismo, así que no era nadie para juzgarlo, pero… ¿engañar? En todo el tiempo que había estado en la casa de baños sus clientes tenían claro qué era lo que pagaban. Podía fingir y hacer creer al cliente que era único y especial, pero, de alguna forma, era un engaño sincero. Como le habían recordado en más de una ocasión: nadie iba a un burdel buscando amor.
Lo que hacía Magus no tenía nada de sincero. Allí todo era diferente y puede que el legionario no estuviera enamorado, pero sentía un cariño auténtico por el chico y él se aprovechaba. Sabía que no podía recriminarle que usara su cuerpo para asegurarse una protección, pero no así.
¿Y de él? ¿Qué buscaba de él? Quizá solo era gratitud, o quizá en esa ocasión sí era una atracción sincera. Pero, aunque fuera vanidoso, Mael no era tan tonto como para pretender ser el único al que no engañaban.
—Creo que luego iré a ver a Magus —decidió—. Tengo curiosidad por los detalles truculentos que tú no me cuentas.
Esa mañana se encontró la ropa perfectamente ordenada en una silla y el desayuno preparado encima de la mesa. Aunque no había ni rastro de su esclavo, reconoció la mano de Mael detrás de todo eso. Era detallista, tanto que rozaba el fanatismo. Todas las prendas estaban dobladas, dispuestas en el orden que tenía que ponérselas, una encima de otra, excepto la lorica, que permanecía en su soporte, y el cinturón con las armas, que colgaba del respaldo. No era la primera vez que lo hacía, pero sí la primera que Marcus apreciaba la meticulosidad que había en sus gestos.
Se estaba vistiendo cuando Dédalo apareció cargando una bandeja con su ración del desayuno. Fue a dejarla encima de la mesa, pero dudó al ver que otra ocupaba su lugar.
—Ah, sí, Dédalo. Anoche acordé con Mael que hoy retomaría sus obligaciones, puedes regresar a las cocinas. Has hecho un buen trabajo.
—Como deseéis, domine —dijo el joven con una inclinación que hizo peligrar el contenido de los platos que llevaba.
Marcus sonrió al escuchar lo que identificó como un suspiro de alivio. No a todos los esclavos les gustaba ser el blanco de las miradas. La mayoría prefería permanecer en un segundo plano donde no atrajeran demasiado la atención y pudieran llevar una vida tranquila. El muchacho parecía ser de estos, y casi como para darle la razón Mael entró en la tienda como un vendaval de color.
—¿Todavía está este aquí? —exclamó al ver a Dédalo—. Vete, fuera, fuera —dijo haciendo el mismo gesto con las manos que utilizaría para deshacerse de un gato hambriento—. No haces falta. Vuelve a… donde sea.
El chico lo miró perplejo y puso los ojos en blanco.
—Menudo idiota —masculló mientras se marchaba.
—Mael haciendo amigos —suspiró Marcus mientras tomaba asiento y se disponía a desayunar—. ¿Quieres comer algo? —le preguntó—. Hoy tengo ración doble —dijo señalando la bandeja que acababa de dejar Dédalo.
—¿Todavía no has desayunado? —se extrañó el galo tomando asiento delante de él—. Menuda forma de dar ejemplo, tu campamento lleva horas en pie. Coge la bandeja que te ha traído el gordito; a estas horas, la mía debe estar helada y las gachas frías están asquerosas. Aunque están asquerosas de cualquier forma —añadió en voz baja tras intercambiar el plato con el suyo—. ¿Mala noche?
Así era Mael, capaz de hacerle reír y enojarlo en una misma frase. Capaz de preocuparse por detalles triviales y ser consciente de los problemas de verdad, aunque no fuera capaz de verlos.
—Sí —reconoció—, era de día cuando al final conseguí dormirme.
—¿Volvemos a Roma? —preguntó Mael con un hilo de voz. El desánimo era palpable en su expresión. Marcus asintió en silencio y decidió centrarse en las gachas de su plato para no ver el brillo acusador de esos ojos pardos—. No puedes rendirte —murmuró—. No lo hagas.
—Por desgracia, no me dejan opción —suspiró—. Servilio parte mañana hacia Lugdunum y llevará con él mi carta de renuncia. Supongo que para su regreso, antes del solsticio de verano, ya deberíamos tener la orden de partida definitiva.
—Pero… ¡tiene que haber una alternativa! —insistió—. No puedes…
—Mael —Marcus lo interrumpió con suavidad—, entiendo tu punto de vista y créeme cuando te digo que no tengo opción. No sigas por ahí, por favor. No quiero hablar de esto. Se ha acabado.
Pareció que el galo iba a añadir algo, pero al final recapacitó y bajó la cabeza, alicaído.
—¿Por qué Servilio te la tiene jurada? —preguntó Mael—. ¿Por qué tiene tanto interés en que te vayas? Es como si no quisiera que descubrieras la verdad.
—Se muestra muy escéptico con todo este asunto —reconoció—, supongo que se ha cansado de que alguien malgaste los recursos del Imperio a la caza de quimeras.
—Tú no crees que sean quimeras, ¿verdad?
—No, Mael, no lo creo, pero ahora mismo lo que yo crea no importa. No he podido probar su existencia. En un año no he conseguido más que rumores y pistas vagas; quizá si me voy, el que se ocupe del caso tenga más suerte que yo.
—¡No puedes creer eso! —exclamó el galo incorporándose de golpe.
¿Lo creía? No, claro que no. El que viniera en su lugar seguramente cerraría el caso con lo que le dijera Servilio, puede que incluso Leto lo ayudara. Pero él ganaría tiempo para poner tierra entre su esclavo y ellos. Ahora mismo los sidhe eran lo que menos le preocupaba. ¿Cómo podía centrarse en el pueblo alegre si estaba demasiado ocupado protegiéndose de las víboras que lo rodeaban?
—No tengo hambre —decidió apartando el plato casi lleno—. Dédalo no era muy bueno con la colada, ocúpate de lavar las túnicas y el resto de la ropa.
—Vale —suspiró Mael—, capto la indirecta: ocúpate de tus asuntos y déjame en paz, ¿no es eso?
—Siempre he sabido que eras un chico listo —respondió Marcus con una sonrisa mientras se ajustaba el gladius a la cintura—. Yo me olvidaré de los… duendes y buscaré al responsable de la muerte de Primo Léntulo. Tengo poco más de un mes para ello y, por ahora, mi principal sospechoso es físicamente imposible que pudiera hacerlo.
—¿Y eso? —se extrañó Mael.
—No voy a hablar contigo del caso —replicó Marcus—. Ya he dicho demasiado.
—No pretendía sonsacarte nada —se defendió el galo—. Me ha llamado la atención tu comentario, nada más.
—Mael…, las túnicas —le recordó antes de marcharse.
—Como desee, mi domine —lo despidió la voz mordaz de su esclavo mientras abandonaba la tienda.
Marcus no pudo menos que sonreír y respiró aliviado, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima. Miró hacia atrás un momento, lo justo para comprobar que el joven estaba amontonando la ropa de cama y los manteles. Nada especial, tal vez; sin embargo, parecía que poco a poco las cosas volvían a encajar.
Oscuras nubes en el horizonte presagiaban una tempestad. Marcus tomó aire de nuevo y respiró la carga estática que precedía a la lluvia. Sobre su cabeza, el sol brillaba en un cielo celeste. Un augurio quizá: la calma antes de la tormenta.
Podía estar equivocado, claro que sí; de hecho, cada vez que pensaba en ello se daba cuenta de que lo que estaba haciendo no era más que una tontería. Una tontería muy grande, y que era ridículo que intentara algo así a raíz de una sospecha poco fundada. Pero no era una sospecha, eran demasiadas cosas las que no encajaban y, aunque todas por separado tenían una explicación lógica, todas a la vez resultaban demasiado… sospechosas.
Aunque todavía se veía el sol en el horizonte, la noche había empezado a reclamar su reino. El añil cubría un cielo sin estrellas y en cada esquina del castrum empezaban a prender las hogueras.
No debía estar allí y era consciente de ello. Tenía deberes que hacer, tareas que atender. Debía encender el brasero y las lámparas de aceite del praetorium[1] y prepararlo todo para la cena de oficiales. Seguramente el tribuno Leto estaría allí. Y Servilio.
Servilio… Odiaba a ese hombre. Odiaba el miedo que sentía cuando estaba cerca, la sensación de asco que se adueñaba de él cuando recordaba sus dedos recorriendo su piel, y lo que más odiaba era la forma en la que había sido capaz de desnudar su alma y exponer sus temores.
Y, sin embargo, debía agradecerle la fuerza necesaria para actuar.
«No voy a dejar que Marcus se rinda —se dijo una vez más—. No voy a permitírselo».
Por ese motivo, atravesaba el foro en dirección contraria a donde requerían su presencia y rezaba a Esus para no cruzarse con nadie que lo obligase a dar explicaciones. Porque todo tenía una explicación, claro que sí, una que haría que lo trataran de loco. Por suerte, el campamento no era demasiado grande y el valetudinaria no estaba muy lejos del praetorium.
Una palmatoria iluminaba de forma mortecina la mesa en la que se encontraba el joven griego, con la vista clavada en una tablilla de cera apuntaba algo ayudado por un pequeño cincel.
—Magus —dijo Mael llamando al joven—. ¿Tienes un momento?
Magus levantó la vista y lo miró con desgana. No se molestó en disimular su desagrado cuando le respondió.
—Estoy bastante ocupado ahora mismo, tengo que hacer un inventario —dijo con sequedad y volvió a centrarse en lo que tenía entre manos.
Mael frunció el ceño y pateó el suelo con impaciencia. No podía perder el tiempo con tonterías como esas. Se acercó al chico y le susurró al oído.
—Necesito tu ayuda.
—¿De verdad? Pensaba que era un pretencioso por pretender que podía ayudarte —replicó Magus esgrimiendo contra él las mismas palabras que había empleado la noche anterior.
—No te hagas el dolido ahora —bufó el galo con una mueca—. No tengo tiempo para eso. Necesito tu ayuda.
—No me hago el dolido, no te preocupes. Necesito acabar el inventario de vendas para pedir las que necesito al valetudinaria de la guarnición o tendré que romper túnicas viejas yo mismo. Así que si me disculpas…, como ya te he dicho, estoy ocupado.
—No seas tan capullo —exclamó Mael—. Sí, te rechacé, supéralo. ¿Podemos seguir como antes, por favor?
Magus alzó una ceja y le dedicó una mirada que habría congelado los fuegos de Taranis.
—Me pregunto cómo es que nadie te ha partido la cara aún —masculló masticando cada palabra.
—Eso se preguntan todos —admitió Mael—. Oye, siento haberte rechazado, es que no tenía un buen día. No te lo tomes a mal, ¿vale?
—¿Eso pretende ser una disculpa?
—Algo así —balbuceó—. ¿Qué tal se me ha dado?
—Mal, muy mal —gruñó Magus—. Pero supongo que no puedo esperar nada más de ti sin ser ciudadano romano. Por ellos sí, por ellos hasta te pones de rodillas.
—Sí —admitió—, es lo que haces cuando eres su esclavo. Si pretendes ofenderme con eso, tendrás que esforzarte un poquito más.
—Había mil formas de rechazarme, se me ocurren mil y no tengo mucha imaginación. Y ninguna hace tanto daño como la que usaste tú.
—No fue para tanto —murmuró, aunque no lo dijo muy alto.
—Me gustas… o… me gustabas —confesó el joven—. Y creía que éramos amigos y nos llevábamos bien. Lo que te ofrecí no era tan disparatado. Y si no estabas interesado… Mil formas, de verdad. Pero tú solo tienes ojos para tu domine.
—¿Podemos dejar de hablar de eso? Tengo prisa —abrevió comenzando a impacientarse.
—¿Ves? En cuanto sale el tema te pones a la defensiva y rehúyes la conversación. Si no fuera tan patético sería hasta cómico.
Mael tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Bien —reconoció con una sonrisa torcida—, esa ha estado cerca. Sigue esforzándote así y conseguirás ser un auténtico cabrón. Y me gustaría quedarme un rato más y ayudarte con unas lecciones, pero la verdad es que tengo prisa y necesito tu ayuda. Así que, si ya te sientes más orgulloso de ti mismo y crees que me puedes volver a hablar, ¿me acompañarías?
—¿Por favor?
—Por favor —suspiró Mael.
Magus torció la sonrisa y se levantó.
—Está bien —aceptó—. Tú ganas por ahora. ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero que me ayudes a capturar un sidhe.
Magus parpadeó sorprendido justo antes de estallar en sonoras carcajadas. Mael esperó con paciencia a que el arrebato del griego se suavizara. Ya se esperaba una reacción así. Podía haberse tomado su tiempo para presentar la situación, pero al final todo se habría reducido a utilizar más palabras para exponer la misma idea. Lo que quería era capturar un sidhe y, para ello, necesitaba la colaboración del esclavo.
—Lo estás diciendo en serio —observó asombrado al ver la expresión del galo.
—Sí, lo estoy diciendo en serio —dijo y lo instó a que se levantara y caminara a su lado—. Y tengo prisa, porque tengo que conseguir hacerlo antes de la cena de esta noche, la cual debería estar sirviendo en este momento. Te explicaré el plan mientras me ayudas.
—¿Te ayudo a qué? —preguntó extrañado mientras seguía sus pasos a través del campamento.
—Ya te lo he explicado —gruñó Mael sin aminorar el paso—. Puede ser una tontería, pero tengo una sospecha. Creo que hay un sidhe entre nosotros, uno que lleva tiempo haciendo de las suyas y no sé qué pretende en realidad, pero ahora mismo lo que necesito es desenmascararlo para que Marcus no tenga que regresar a Roma con el rabo entre las piernas.
—Así que toda esta payasada es por tu domine —exclamó Magus—. No sé de qué me extraño. Te encanta ser su perro. Lo dicho: patético.
—¿Sabes quién es Servilio? —preguntó Mael en voz baja haciendo caso omiso del comentario de su amigo—. Es el edil de Vorgium y tiene mucho poder, tiene poder para movilizar legiones. ¿Por qué un edil tiene ese poder cuando de lo que debería ocuparse es de decidir si hace falta un acueducto o un puente?
—No te sigo —confesó el muchacho.
—He estado pensando: desde que llegó no hace otra cosa que intentar que nos vayamos. ¿No te parece sospechoso? Centra sus esfuerzos en detener la investigación, es como si no quisiera que nadie descubriera nada de los sidhe.
—A lo mejor cree que son tonterías. —Magus se encogió de hombros—. Te sorprendería saber cuántos lo creen.
—Primero pensé que no era más que política romana —continuó Mael ignorando la interrupción del esclavo—, pero… ¿y si la respuesta fuera la más sencilla? ¿Y si nos quiere alejar porque estamos demasiado cerca? Tiene sentido, piénsalo. Incluso traer a los esclavos no es más que una forma de hacer que Marcus centre sus recursos en el cuidado de esos hombres en vez de hacerlo en seguir investigando. Creo que hasta… —Mael hizo una pausa, pensar en ese hombre le retorcía el estómago—. Creo que hasta su interés en mí es una treta. Creo que solo lo hace para molestar a Marcus, para que crea que tiene que apartarse de él.
Magus no se rio ni hizo ninguna broma. Parecía escuchar sus palabras con atención, ¿le creía?
—¿En serio crees que es un sidhe?
—Creo que no pierdo nada por intentarlo —respondió—. Es… es un plan sencillo. Si no funciona, ni siquiera se dará cuenta de que había una trampa. No… no tenemos nada que perder. Hemos llegado.
Mael señaló la pequeña tienda de suministros que tenía delante. No era mayor que una de las tiendas de los legionarios y lo único que la distinguía de una de ellas era la ausencia de bártulos en el exterior.
—¿Qué hay aquí? —preguntó el muchacho griego.
Mael cogió una antorcha y frotó el pedernal para encenderla. La trémula luz iluminó el interior bañándolo todo con un cálido resplandor anaranjado.
—Toallas, sábanas, manteles, alfombras, túnicas viejas, tiendas de campaña…, todas esas cosas —explicó mientras colocaba la antorcha en su soporte. Aunque no habría sido necesario ninguna explicación, ya que todo lo que había dicho se apilaba de forma ordenada en los estantes—. Guardan un inventario riguroso de estas cosas, pero yo tengo entrada libre. Mañana informaré al regular que se ocupa de los suministros y lo anotará en uno de sus listados. Nunca me han dado problemas.
—Manteles y sábanas… Ya sé dónde encontrar telas viejas cuando me quede sin vendas —comentó—. Pero no acabo de entender qué tiene que ver esto con tu plan.
—Manteles, sábanas y alfombras —remarcó Mael mientras arrastraba con dificultad una que estaba separada del resto, enrollada en un rincón—. Mi tía me enseñó un… hechizo. —Puso los ojos en blanco al pronunciar esas palabras en voz alta, sonaba ridículo y era consciente de ello—. Se trata de unas palabras que mantienen alejados a los sidhe. Forman una barrera para que no pasen.
—Un hechizo… —El recelo en la voz de Magus era evidente.
—He pensado que si formo un círculo con ellas, será como una cárcel. Tiene sentido, ¿no? Las escribo en la alfombra y si un sidhe cae dentro, no podrá salir. Ni siquiera sé si funcionarán —reconoció nervioso—, nunca he podido comprobarlo. La última vez que las escribí nadie intentó entrar en la habitación y… yo me alegré por ello.
¿Funcionaría? Miles de dudas, miles de incógnitas se abrían ante él y solo dependía de las enseñanzas de su tía. De las enseñanzas que aprendió cuando no era más que un crío estúpido.
«Las escribí cada noche y nadie vino —pensó—. Luego dejé de hacerlo y tampoco vinieron. ¿Se cansaron de insistir o nunca tuvieron intención de venir? Solo son dibujos, letras sin sentido. ¿Qué poder pueden tener?».
—Ayúdame a extenderla bien. —Mael sacudió la cabeza como si así pudiera deshacerse de las dudas y se subió a la alfombra de lana tejida para empezar a desenrollarla.
Magus lo imitó, se puso de pie sobre la gruesa tela y la empujó con una patada descuidada.
—Veo un punto cojo a tu plan —dijo el muchacho mientras daba un nuevo puntapié al tapiz—. ¿Cómo vas a hacer que Servilio entre en el círculo si no puede atravesar la barrera?
Mael cogió el bote de brea que tenía a su espalda y se apresuró a trazar las runas que cerraban el círculo mientras Magus acababa de extender la alfombra y dejaba al descubierto los símbolos que había dibujado esa misma tarde.
—Dejaré el círculo abierto y lo cerraré cuando esté dentro —murmuró, y dio una última pincelada antes de alejarse un par de pasos—. Como ahora.
«Es una tontería. Tiene que ser una tontería».
Magus se cruzó de brazos y contempló la alfombra que había extendido. Las runas pintadas en negro destacaban sobre el fondo claro del rígido lienzo y dibujaban un círculo casi perfecto. El joven estaba en el centro.
—Me has dejado dentro —comentó.
—Sí, pero no importa, ¿no? Tú puedes salir cuando quieras, ¿verdad?
Magus observó los extraños símbolos a su alrededor girando sobre sus pies. La expresión de su rostro era indescifrable.
—«No eres bienvenido» —leyó en voz alta y chasqueó la lengua en un gesto de enojo—. Un mensaje muy desagradable.
Mael tragó saliva y retrocedió un par de pasos más. Sabía lo que ponía, ¿cómo podía saberlo?
—Sal de ahí, Magus, sal del círculo —le pidió con la voz temblorosa.
—Lo que dijiste era mentira. Todo eso de Servilio… era una treta para desviar mi atención y hacerme caer en tu trampa. —Magus estiró el cuello y se llevó las manos a la cabeza—. ¿Cómo lo has sabido?
—Dijiste que no hablabas galo. —«Esto no puede estar pasando. No puede ser real»—. Me… me llevaste para que te ayudara con los esclavos porque no hablabas galo, pero… hablaste con Ambiorix sobre sus muelas. Él no habla una palabra de latín. Me mentiste.
—¿Hablas en serio? ¿Fue por esa tontería? Podía haberte dicho que lo hice para estar contigo, tampoco sería mentira. Mierda, tendría que haber sido más cuidadoso.
—Esa fue una de las cosas —admitió Mael demasiado sorprendido por la situación para ser consciente de lo que había hecho—, pero había más, muchas más.
—¿Muchas más?
—Las marcas en el pecho de Belio. Era luna llena y le dejaste el pecho lleno de marcas. Apuesto lo que quieras a que lamiste su sangre como hacía Seth. Y anoche era luna llena también, y cuando no pudiste seducirme a mí volviste con él. Belio dijo que habías sido igual de pasional que en aquella ocasión.
—Es verdad, me habían llegado rumores, pero lo había olvidado. Tú habías sido amante de esos sidhe. De los dos, ¿me equivoco? Conocías el ritual de la sangre.
—Pero para serte sincero, lo que me hizo sospechar fue el agua —continuó—. Cuando tú estás cerca, el agua se queda quieta, como un espejo. Incluso la del río.
—El agua… Sí, eso es un… efecto secundario que no puedo controlar. Supongo que no tiene mucho sentido intentar explicarlo, pero no creí que nadie se diera cuenta.
—He visto antes el espejo de agua. En un lago, con una dama roja, hace mucho tiempo.
Magus enarcó una ceja, extrañado.
—Llevo siglos buscando a los míos y tú ya te has encontrado con tres por… accidente. ¿Y además conoces a la Dama Roja?
—Fue hace mucho tiempo. ¿Por… por qué? —preguntó con voz trémula—. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué te haces pasar por un esclavo?
—Escuché los rumores de que un oficial romano estaba buscando sidhe y decidí acercarme —explicó con una voz fría y clara que no parecía la del muchacho; era como si de repente el paso de los años hubiera caído sobre él—. ¿Los encontraría? Lo acabo de decir: llevo siglos sin ver a nadie de mi pueblo. Si alguien los encontraba, yo quería estar cerca. Y si ese alguien resultaba ser una amenaza para los nuestros… Bien, también estaría cerca. Pero el problema no era el romano, el problema eras tú. El problema siempre has sido tú. Marcus solo sabe lo que tú le explicas. ¿Dónde viste a la Dama Roja, Mael?
—Por eso querías que me alejara de él —comprendió—, por eso intentaste seducirme y no funcionó. Querías que me alejara de él.
—Pero llegué tarde —resumió—. Siempre has sido tú. Tú eres la auténtica amenaza y he estado demasiado ciego para verlo. Eres el único que tiene poder para hacer algo, pero… ¿por qué lo haces? Ellos te lo han quitado todo. ¿Por qué sigues trabajando para ellos? Mael, déjame marchar —le pidió con voz llorosa y, por un momento, no vio nada más que al muchacho griego, el de los ojos grandes, y tan menudo, tan indefenso…—. No he hecho nada malo, déjame marchar.
—No —respondió Mael y deseó que su voz sonara más firme.
—Déjame marchar y te ayudaré en lo que deseas —insistió—, sabes que puedo darte lo que deseas. Tengo ese poder.
—Mi tía me advirtió que nunca me fiara de los sidhe. Pero ahora mismo, lo que deseo es que Marcus tenga algo que le permita continuar con la investigación. Una prueba de que no persigue quimeras. Y eso tengo.
Miró a su alrededor e inspeccionó las runas. No podría salir. Lo tenía atrapado. Ahora tenía que traer a Marcus cuanto antes.
—¡Te equivocas, Mael! —exclamó Magus, desesperado—. ¡Te estás equivocando! ¡No me dejes aquí! ¡Mael! ¡Mael!
La voz del sidhe gritando su nombre resonaba a sus espaldas cuando Mael se alejó corriendo y sin volver la vista, todavía incapaz de creer lo que había conseguido: había atrapado un sidhe.
«¡He atrapado un sidhe!».
Cuando llegaron al praetorium estaba a oscuras. La mesa estaba preparada para varios comensales, pero no había viandas encima de ella, solo un par de jarras de vino.
—¿Dónde tienes a Dédalo? —preguntó Leto cogiendo él mismo una de las jarras para servirse una copa.
—En las cocinas, supongo —respondió Marcus mirando a su alrededor. No había nadie en la tienda, ni siquiera habían encendido el brasero o las lámparas. ¿Dónde estaba Mael? Frunció el ceño y cogió el pedernal necesario para iluminar la estancia.
—¿En las cocinas? ¿Tienes un esclavo nuevo?
—No, he vuelto a llamar a Mael —confesó mientras encendía una de las lámparas de aceite—. Debería estar aquí.
—¿Mael? —El gesto de su amigo se crispó en una mueca de rabia—. Eres un idiota.
Ya se imaginaba que esa discusión tendría lugar y no pudo menos que alegrarse de que Mael no estuviera allí en ese momento. Habría sido mucho más incómodo con él delante.
—Al final Servilio va a tener razón, no me puedo creer que hipoteques el honor de tu familia por un maldito esclavo —masculló con desdén.
—¿Qué clase de honor es el que se salva con mentiras? —espetó Marcus—. No es por Mael, es por mí, por lo que soy y por lo que no soy. No soy un mentiroso. El honor es para usarlo y para defenderlo, el honor te viste. No puedes dejarlo en una pared para que haga bonito. No puedes limpiarlo con un paño y fingir que todo está bien. No puedes quitártelo y dejarlo a un lado cuando te moleste. No voy a mentir.
—¡Eres un idealista idiota! Tu hijo creerá que su padre es un fracasado —replicó Leto.
—Y será cierto —aceptó con pesar—, pero sabrá que no soy un mentiroso y que no busco una salida fácil. Espero que eso cuente algo.
Dolía, claro que dolía. No era fácil. Pero lo correcto no solía serlo.
—¿Si Mael no estuviera implicado, tu respuesta sería la misma? —insistió el tribuno—. Porque si dejamos de lado todo el asunto de los sidhe, los culpables seguirían siendo los mismos. Podría convencer a Servilio de que dejara a tu esclavo al margen.
—Servilio no aceptaría. Por otro lado, creo que cerrar los ojos a la existencia de esos seres es una irresponsabilidad —repuso Marcus—. Sé lo que piensas, sé lo que dijo Servilio; no me ha seducido. No estoy enamorado de él. No… no voy a negar que existe cierta atracción —admitió tras tragar saliva, negarlo era ridículo—, pero no hay nada más.
—Vale, lo que tú digas. —Leto suspiró—. Oye, odio ser la voz de tu conciencia, pero alguien debe serlo. Sé que ahora no me crees, pero yo estoy de tu parte. Lo que más deseo es que demuestres que no estamos locos ni hemos sido engañados y que mis hombres no fueron vencidos por un par de bárbaros borrachos. De verdad, lo que quiero es que demuestres que los monstruos existen.
—Pero no he podido hacerlo —reconoció Marcus bajando la cabeza—. Así que sí, mi hijo sabrá que su padre es un fracasado porque será la verdad.
La llama vaciló un instante antes de iluminar con su luz anaranjada aquella esquina del praetorium. Cientos de sombras salieron de la oscuridad y bailaron animadas por el tembloroso ritmo del fuego. Marcus pensó que algunas tenían formas extrañas, formas de monstruos.
—Tiene que haber alguna forma. Si solo tuviéramos algo más de tiempo…
—¿Sabes? Mael dijo lo mismo esta mañana —recordó con una sonrisa nostálgica mientras encendía una nueva lámpara que arrojaba nuevas sombras—. Él tampoco quiere que me rinda.
—Ni se te ocurra ponerme los ojitos que le pones a él —bromeó Leto—. Mi culo es terreno sagrado.
Marcus ahogó una carcajada y asintió con la cabeza.
—No te preocupes: tu culo está a salvo conmigo.
—Oye, ahora en serio. Detesto a Servilio y me gustaría que te quedaras, más de lo que te imaginas. Y no es por tu bodega —añadió con una sonrisa efímera—. Pero si tienes que marcharte, no lo hagas como vencido. Tiene que haber alguna forma.
—Me vaya como me vaya, Servilio habrá ganado.
—Esto no debería ser así. Lo siento, de verdad, lo siento mucho —se disculpó el tribuno—. Me gustaría hacer algo más, pero me tiene completamente atado de manos.
—Te creo —aceptó Marcus—. No es culpa tuya.
—Ya, pero me siento como si lo fuera. Él… es un edil. Un puto edil. Se supone que es alguien que protesta porque el presupuesto para la construcción del acueducto es demasiado elevado…
Marcus alzó la mano para hacerlo callar. No tenía sentido seguir dándole vueltas al asunto. Servilio tenía un poder que no le correspondía. Un poder dado por la misma Roma.
—Tengo que pedirte un último favor —pidió—, me gustaría que la conversación de ayer con Servilio se mantuviera en secreto. No quiero que se alcen acusaciones cuando me haya ido. Y no quiero que Mael se entere de la propuesta de Servilio. El chico ya está bastante aterrado con él, no quiero que encima sepa que tiene motivos.
Leto asintió con la cabeza.
—Haré todo lo posible para que todo este asunto permanezca enterrado —accedió—. Pero tú tienes que prometerme una cosa. Cuando estés en Roma, tienes que averiguar cómo demonios ese bastardo consiguió tanto poder y destruirlo para que todos podamos vivir tranquilos.
El tribuno alzó la copa de vino en un brindis que Marcus se apresuró a corresponder.
—Tienes mi palabra —dijo y alzó la copa sellando así su promesa.
—¡Marcus!
Mael irrumpió en la tienda gritando su nombre como un loco, y su aspecto parecía indicar lo mismo. Parecía haber hecho una carrera, el sudor impregnaba su ropa y su cabello y apenas podía articular palabra.
—¿Qué sucede? —Marcus dejó la copa de vino y se acercó a su esclavo.
—H-he… atrapado uno —consiguió articular entre bocanadas de aire—. He atrapado un sidhe.
Marcus lo miró sin comprender mientras él luchaba por recuperar el aliento e intentaba silenciar a la vocecita que, dentro de él, le insistía una vez y otra en que tenía que regresar, en que lo único que mantenía a Magus en aquella tienda eran unas runas pintadas en la alfombra.
—¡Vamos! —urgió tirando de su mano—. ¡Lo he dejado solo, se escapará!
—¿De qué estás hablando? —preguntó su domine—. ¿Has atrapado a uno? ¿Cómo…?
—¡Ahora no! —lo interrumpió alzando la voz—. Marcus, domine —añadió, soltó su mano y cambió el tono al percatarse de que no estaban solos—, por favor, confíe en mí. Tiene que venir conmigo.
Marcus dudó un momento, pero asintió con la cabeza.
—Vamos —aceptó.
Eso era todo lo que necesitaba oír para emprender de nuevo una carrera a paso ligero.
—¡Marcus! —exclamó Leto deteniendo a su amo con un gesto firme. Mael se giró y negó con la cabeza, impaciente. ¿En serio? ¿No podía hablar con él un poco más tarde?—. ¿Vas a fiarte de él? Odio ser yo el que te lo diga, pero… —El tribuno cuchicheó algo al oído de su domine mientras a él le dedicaba una desconfiada mirada.
—Ahora no —murmuró Mael para sí—, ahora no es el momento.
Y se mordió el labio intentando mantener el control y no gritarle al imbécil de Leto que dejara de retrasarlos, que iba a perder a Magus, y si Magus conseguía escapar, todo se habría terminado para él. Pero tampoco podía zarandear a su amo y llevárselo a rastras, no podía hacerlo, ¿no? Y debía mantener la educación, ante todo. Debía ser responsable y…
—¡Marcus! —exclamó fuera de sí—. ¡Por favor!
—Dame un instante —le pidió Marcus, que también parecía ansioso por deshacerse del tribuno.
—¡Marcus, no tengo ese instante! Yo… —El legado parecía casi tan impaciente como él, pero no haría nada para deshacerse del tribuno. Negó con la cabeza y se giró—. Está en la tienda de suministros que hay cerca del fortín de los esclavos. Date prisa, por favor —añadió antes de salir corriendo tan rápido como le daban sus piernas.
Aunque el campamento tenía las calles muy marcadas, Mael atajó entre las tiendas, acortando en diagonal, tropezando con los vientos y recibiendo algunos insultos por el camino. Pero eso no importaba, ya pediría disculpas más tarde o lo que hiciera falta. Confiaba en que su amo intercediera por él si había alguna queja.
«No importa. Nada importa salvo llegar a tiempo».
Pero… ¿por qué la prisa? Si era un sidhe no podría salir de allí ni tocar las runas. Estaba atrapado. ¿Por qué entonces esa urgencia que atenazaba su garganta e impulsaba su corazón con el galope de cien caballos? ¿Por qué ese mal presentimiento? ¿Esa sensación de que todo se desplomaría sobre él como uno de esos pajares endebles ante un viento fuerte?
Casi se atrevió a respirar cuando vio la tienda delante de él, pero no soltó el aliento retenido hasta que no vio que el joven esclavo permanecía en ella, sentado en cuclillas.
—¿Vuelves solo? —inquirió el sidhe—. ¿Tu amo no te creyó?
Mael se apoyó en las rodillas para tomar aliento. Apenas podía respirar y se tomó unos instantes para dejar que sus pulmones se llenaran de aire.
—Ahora viene —siseó con la voz entrecortada—. No podía dejar que…
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Belio.
La silueta del enorme centurión se recortaba en el umbral de la tienda. Al verlo, la expresión de Magus cambió por completo.
—¡Belio! Tienes que ayudarme —suplicó entre llantos.
¿De dónde habían salido esas lágrimas? ¿Tenía el rostro demacrado antes? ¿Era un truco?
—¡Magus! —exclamó el legionario apartándolo de un manotazo—. ¿Qué sucede?
—¡Es Mael! —lo acusó—. Me tiene atrapado. ¡Yo no le he hecho nada! ¡Pero no me deja en paz! ¡Ayúdame, Belio! ¡No dejes que se acerque a mí!
Mael abrió los ojos al darse cuenta de lo que estaba pasando. Le pareció ver un brillo extraño en la mirada del gigante, pero fue demasiado lento al reaccionar. Quiso apartarse, decir algo, salir de allí, pero cualquier intento habría resultado en vano. Meses de práctica con el centurión le habían revelado que era tan rápido como fuerte y que su resistencia solo era comparable a su destreza. Le habría gustado decir que no lo había previsto, pero la verdad era que no le había dado tiempo. En un instante Belio lo miraba, al otro, sujetaba su garganta entre las manos y apretaba.
—Be… lio. —Mael intentó hablar, pero el aire se negaba a llegar a sus pulmones. Sentía las venas del cuello a punto de estallar. Agarró las manos que rodeaban su garganta e intentó soltarlas, golpearlas, clavarles las uñas, cualquier cosa que hiciera que aflojara la presa, pero todo fue inútil.
¿Iba a morir?
Así, sin más.
Sin luchas heroicas, sin… nada.
«¡Piensa! ¡Piensa! ¡Piensa!». Sí, eso estaría bien. Quizá si se concentrara pudiera hacer algo útil. «¡Está hechizado! ¡Siempre ha estado hechizado!».
¿Y cómo romper el hechizo?
«Por favor, Belio. Por favor, soy yo, mírame. Mírame. Soy el pelirrojo. El galo estúpido. ¡Mírame!».
Estiró la mano e intentó llegar hasta su rostro. Hasta sus ojos, lo que fuera. Pero sus dedos apenas llegaron a rozar la mejilla del soldado. Dirigió su atención hacia atrás, hacia la figura que lo contemplaba todo con una expresión de rabia en su rostro.
—Podía haber sido de otra forma —le oyó decir. O a lo mejor se lo imaginó. Su visión comenzaba a nublarse.
La única duda que le quedaba era saber si llegaría a oír el crujir de sus cervicales antes de perder la consciencia para siempre.
Entonces se soltó y Mael cayó al suelo como un muñeco de paja, boqueando como un pez, dejando que el aire entrara por su garganta y llenara su pecho. Respirando, por fin, como el primer aliento de un recién nacido.
Se llevó las manos al cuello y tosió varias veces antes de alzar la cabeza para ver como dos regulares inmovilizaban a su centurión.
—Las ru… —Mael quiso hablar, pero le costaba demasiado, señaló al suelo—. No pi… séis las r-ru… nas.
—¿Estás bien? —le preguntó Marcus. Mael asintió con la cabeza y tosió de nuevo, intentó incorporarse, pero la cabeza le daba vueltas—. Poco a poco —le dijo su domine con voz amable. Lo cogió de la cintura y lo ayudó a levantarse.
—Gra… cias —respondió a duras penas.
—¿No puedes hablar? ¿Eso significa que no tendré que escuchar tus chistes malos en un tiempo? —bromeó el romano.
Mael sonrió.
—T-te encan… tan m-mis chistes ma… los —replicó con la voz tomada por el esfuerzo.
—Seguro. Ahora que parece que no te vas a desmayar, ¿puedes contarme qué ha pasado aquí?
El galo miró a su alrededor. Dos hombres habían inmovilizado a Belio y lo mantenían de bruces contra el suelo mientras otro más le ataba las muñecas. El tribuno esperaba en el umbral de la tienda con una expresión de sorpresa dibujada en su rostro. El círculo de runas permanecía intacto y Magus seguía en él.
—L-lo ha hechizado —explicó señalando con la cabeza al centurión—. Él lo ha hechizado. Es un sidhe.
Marcus contempló extrañado al joven esclavo mientras hacía un gesto a sus hombres indicándoles que se llevaran al enorme soldado.
—Domine, no puede creerle —gimoteó Magus—. No tiene sentido. Solo soy un humilde esclavo que sirvo a mi señor.
—Dile que salga del círculo —lo interrumpió Mael—. ¡Dile que salga del círculo!
—Todo esto no son más que tonterías —dijo Leto hablando por primera vez—. Yo lo único que veo es a un pobre muchacho inocente que se ha vuelto el blanco de las envidias de tu esclavo.
—¡No! —se apresuró a aclarar el galo—. No, de verdad. Está usando su magia. Solo es… solo es pintura. ¿Por qué no sale?
—Este chico no tiene por qué probarle nada a nadie. Es una trampa ridícula —insistió Leto.
—Entonces… ¿por qué no sale del círculo? —respondió Marcus con voz calmada—. ¿Y tú por qué defiendes a un esclavo? ¿Desde cuándo te importa lo que le pase a uno?
—Es… —Leto parpadeó confuso—. Es… es algo injusto. Es evidente. No es más que un chico que…
—Es un chico en una alfombra —observó el legado—. No tiene cadenas, ni barrotes, es una alfombra con dibujos. ¿Por qué no sale?
Marcus se colocó en el borde exterior del círculo, fijándose en donde ponía los pies para no pisar los dibujos del galo. Extendió la mano y pareció dudar. Mael contuvo el aliento cuando su domine alargó el brazo y agarró la túnica del esclavo griego.
—No —murmuró el joven con una expresión de genuino terror en su rostro—. Domine, por favor.
Marcus tiró de él con fuerza, con la firme intención de arrastrarlo al exterior del círculo. Para su sorpresa, un muro de luz se materializó de la nada y golpeó al joven cortando en seco su avance. El romano contempló sorprendido el fragmento de tela que quedaba entre sus dedos: lo único que había conseguido sacar había sido el pedazo de túnica que había agarrado.
—Por Júpiter —murmuró Leto a su espalda.
—Sí, por Júpiter —exclamó también el legado—. Es un sidhe. Es un sidhe de verdad.
—Fun… ciona.
Mael suspiró aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima. Un peso enorme, el peso de la duda, el de los remordimientos, el de pensar que todo lo que sabía no era cierto, que no eran más que habladurías de una vieja, supersticiones de pueblo.
«Era… era verdad. Todo era verdad».
En un arrebato de júbilo, Marcus lo abrazó. Ese gesto, tan impropio en él, lo cogió desprevenido.
—No… no me lo puedo creer —repitió con una amplia sonrisa—. ¡Lo hiciste! ¡Lo hiciste, Mael! Atrapaste uno.
Apenas podía reconocer a su domine en el hombre que sonreía ante él, pero no le importaba demasiado, también quería conocer a ese extraño.
—¿Y ahora? —preguntó Mael—. ¿Qué hacemos con él?
—Pues… —Marcus se llevó una mano a la barbilla como solía hacer cuando pensaba—. Creo que lo primero sería recuperar mi carta de renuncia antes de que Servilio se marche a Lugdunum con ella. Si conseguimos que venga acá…
—Yo me ocupo de eso —dijo Leto—. Conseguiré que nos dé más tiempo. Ahora hay algo que ofrecer, ¿no? Tenemos algo importante. No puede cerrar la investigación y hacer caso omiso a lo que hemos encontrado.
«¿Ahora es hemos?». Mael frunció el ceño, pero no dijo nada.
—¿Te ocupas tú? ¿De traerlo aquí?
—Conociendo a ese cabrón, me costará bastante convencerlo de que me devuelva tu renuncia, no creo que quiera aplazar su viaje. Aunque solo sea por joder, no lo aplazará. Pero encontraré la forma de darnos más tiempo, no te preocupes.
—Bien, te lo dejo a ti.
Sin mirarlo, Marcus despidió al tribuno con un gesto de la mano y se puso en cuclillas para contemplar al joven menudo que yacía dentro del círculo. La furia era patente en el brillo de sus ojos grises.
—¿Cuánto crees que aguantarán estas runas?
Mael tardó un segundo en darse cuenta de que le estaba hablando a él.
—No lo sé —confesó—. Es la primera vez que hago algo parecido. Deberían funcionar mientras se mantengan intactas. Pero… es un círculo muy pequeño. ¿Qué piensas hacer con él?
—Por ahora no lo sé —admitió Marcus—. Interrogarlo, sacarle todo lo que pueda sobre su pueblo, sobre los asesinatos… Apenas sabemos nada de ellos. Necesitamos información, toda la que podamos conseguir. Pero tienes razón, es un círculo muy pequeño y muy frágil. Lo que le hizo a Belio… ¿puede hacérselo a cualquiera?
—Supongo —Mael se encogió de hombros—. No sé cómo funciona. Quizá me equivoque, pero… también parecía afectar al tribuno.
—Ni a ti ni a mí nos ha afectado —observó—. ¿Por qué a unos sí y a otros no? Eso también quiero saberlo. ¿Puedes dibujar otro círculo? Otro más grande, que englobe a este. Solo por si acaso.
Mael asintió.
—Claro, los que necesites. Si mi tía tenía razón… —«y todo parece indicarlo»—, el hierro también serviría, les hace daño.
—¿Hierro?
—Cuanto más puro, mejor.
—Podríamos hacer una jaula, o una cadena, o… algo más —dijo Marcus pensando en voz alta—. Pero todavía me preocupa lo de los guardias. ¿Cómo puedo saber que la persona que escoja no se verá afectada por su magia? Fíjate en Belio. Si no lo hubiera visto estrangulándote le habría encomendado esta misión sin ninguna duda.
—Belio llevaba tiempo bajo su hechizo.
Mael se llevó una mano al cuello, todavía podía sentir los dedos del gigante apretando su garganta.
—Era… era mi amigo —murmuró en un hilo de voz—. Todavía lo es. Marcus…, no ha sido culpa de Belio. No…
Marcus le sujetó la barbilla con suavidad y lo obligó a alzar la cabeza para descubrir el cuello.
—Puedo ver cada uno de sus dedos dibujados con cardenales en tu garganta. —Marcus colocó las manos alrededor de su cuello, exactamente igual que Belio había hecho poco antes—. Casi te mata.
—Pero no lo hizo —repuso Mael. Cogió las manos de Marcus y las alejó sin soltarlas—. No puedes perder a un centurión por pegar a un esclavo. Te quedarías sin soldados en una semana. —Pretendía ser una broma, pero, aunque se obligó a sonreír, no tenía gracia. Ninguna.
Marcus no rio, ni siquiera sonrió. Sus ojos no se apartaron de su cuello hasta que los cerró un momento para asentir lentamente.
—Yo mismo haré guardia esta noche y mañana ya se me ocurrirá algo. Pinta el círculo y vete a descansar. Ah —añadió como si se olvidara de algo—. Mael…, has hecho un buen trabajo. Gracias.
Mael asintió y cogió el bote de brea para pintar nuevas runas. Podía notar la mirada de Magus sobre él lanzándole dagas envenenadas, pero no le importaba, el corazón le latía a un ritmo incontrolable y se sentía absurdamente feliz.
[1] Tienda grande destinada al oficial de mayor rango, donde se reúnen los oficiales y se elaboran las estrategias.
Hasta aquí la lectura gratuita de los primeros capítulos de la novela. Somos malos y sabemos que te has quedado con ganas de más, así que ya sabes… wink