El Caminante •Capítulo 10•

La trampa de la araña

 

El agua ya burbujeaba cuando Mael arrojó la corteza en su interior. La dejó hervir un poco más y quiso alejar del fuego el pequeño cazo de metal. Apenas tocó el mango, retiró la mano por el calor intenso que desprendía.

—Te vas a quemar —le advirtió Belio y le tendió un pañuelo para que pudiera coger el recipiente.

—¡Gracias! —exclamó mientras se soplaba las yemas de los dedos. Utilizó la tela del legionario para coger el cazo y vaciar parte de su contenido en un tazón.

—¿Para qué demonios estás haciendo eso? —preguntó Belio al ver que removía la corteza—. Huele raro.

—Es corteza de sauce —explicó—. Uno de los esclavos tiene una muela podrida.

—Ah… ¿Y eso lo cura?

—No —negó Mael, y cogió el tazón entre las manos, todavía estaba caliente; y era difícil aguantar el calor. Esbozó una mueca, pero no lo soltó—. Es para el dolor. Después hablaré con Magus para que se la arranquen.

—Cuidas mucho de esos tipos —observó el centurión. Si había reproche en su voz, lo disimuló muy bien.

—Solo intento hacer mi trabajo lo mejor que puedo —contestó Mael encogiéndose de hombros—. Soy un chico aplicado.

—Y no importa el trabajo, ¿eh?

—No, no importa —replicó con una sonrisa—. Anda, ríete de mí si quieres.

—No necesito tu permiso, pelirrojo. Ya lo hago —se rio Belio; aunque su carcajada resonó en todo el campamento, no había sombra de burla en ella.

De todas formas, Mael tampoco iba a quedarse para oír los chistes. Tenía prisa.

Caminó todo lo rápido que le permitían sus pies, siempre manteniendo el equilibrio, intentando evitar que el agua del tazón rebosara. En una ocasión, se movió demasiado y parte del contenido de la taza se derramó sobre sus dedos.

—¡Joder! —exclamó y agitó en el aire la mano herida—. ¡Mierda! —masculló de nuevo y apretó los dientes para ahogar una maldición a uno de sus olvidados dioses.

El legionario lo dejó pasar sin hacer preguntas y la mayoría de los esclavos ni siquiera le dedicaron una mirada cuando atravesó los barrotes del fortín. Todos seguían con grilletes en las manos y en los pies, que se unían a través de una cadena. No era cómodo y no era la primera vez que Mael trataba las magulladuras de esos artefactos, pero ya no estaban comprimidos en el insano habitáculo de la carroza. Podían levantarse y moverse por un espacio que, aunque era reducido, les permitía variar de postura y hasta estirarse.

Cuidado que quemo —avisó y esquivó los cuerpos de los bárbaros galos hasta llegar a una de las paredes. Allí se acuclilló sin perder de vista el contenido del tazón y se lo tendió a uno de los esclavos—. Ambiorix…, toma.

Ambiorix permanecía agazapado con la mano apoyada en la mejilla y con los ojos entrecerrados. Abrió uno al ver que Mael lo llamaba por el nombre e hizo ademán de incorporarse. Alargó una mano para coger el vaso que le tendía el joven.

¿Qué es esto, sluag? —preguntó con voz pastosa.

Infusión de corteza de sauce —explicó—. Es lo que me dieron a mí cuando me arrancaron una muela. Es para el dolor.

¿Un príncipe sluag tenía caries? —dijo con desdén.

El sluag te ha traído esto para el dolor. El sluag se puede llevar esto para el dolor y dárselo a cualquier otro o hacerse una sopa. El sluag ha sido amable. El sluag puede dejar de serlo en cualquier momento —replicó y sonrió con confianza, esperando una respuesta que no tardaría en darse.

Tal y como esperaba, el esclavo empezó a reír a carcajadas, pero su gesto fue interrumpido por una mueca de dolor.

Dámelo, dámelo —pidió con un gemido y alargó la mano para cogerlo.

Mael lo alejó y lo ocultó contra su pecho. Acentuó su expresión burlona.

Al sluag le gusta que la gente sea educada y que pida las cosas bien.

Tienes muy mal genio —dijo Ambiorix, pero no había un tono belicoso en su voz. A través de la barba y de la mejilla inflamada, se podía intuir una mueca parecida a una sonrisa.

Al sluag no le gusta que un sluag lo llame sluag.

Mael, eres muy amable por traerme esa infusión. Me la das, ¿por favor? —pidió con una amabilidad tan forzada que ni siquiera un tonto la habría dado por sincera.

Por supuesto, faltaría más —respondió Mael, utilizando el mismo tono de voz mientras le cedía el tazón, que el bárbaro se apresuró a coger—. Cuidado, quema —advirtió con seriedad abandonando el aire burlón—. Esto te aliviará un poco, pero no hace milagros, hablaré con el chico del médico para que te la arranquen, no puedes seguir así.

Magus el magus —bromeó entre tragos—. Estuvo aquí antes, ya he hablado con él. Me dijo que tenía que ir al val… vale…

Valetudinaria —concluyó Mael.

Sí, ahí. Le falta no sé qué instrumental. Supongo que esta noche me la quitarán.

Bien, cuanto antes mejor —comentó, pero no pudo menos que extrañarse—. ¿Cuándo has hablado con Magus?

Cuando te fuiste, después de traernos la comida. Preguntó por ti, pero ya te habías marchado, ¿por qué?

Porque…

No pudo seguir hablando, las puertas del fortín se abrieron. Un par de legionarios entraron con palos y empujaron a todos hacia las paredes. Mael tuvo que esquivar los cuerpos para no quedarse atrapado en la marea de esclavos encadenados que se arrinconaban, algunos siguiendo las órdenes por voluntad propia, otros a empujones y algún que otro golpe de los garrotes. Uno de los legionarios, al reconocerlo, lo agarró del pescuezo y lo sacó de allí con malos modos.

Mael intentó mantener el equilibrio, pero un nuevo empujón lo hizo trastabillar. No cayó al suelo, pero su cara golpeó contra el acero de la lorica del oficial que en ese momento entraba en el fortín.

—¡Mael! Sé que hace mucho que no nos vemos, pero no es necesario que te arrojes a mis brazos —bromeó el tribuno Leto—. Al menos, hazlo cuando no esté tu amo cerca.

Mael retrocedió un paso para recuperar el equilibrio y bajó la cabeza manteniendo una postura sumisa. Marcus entró justo detrás de Leto.

—Mis disculpas, maese Leto, no pretendía importunarle —su voz mantenía la inflexión neutra que solía utilizar cuando hablaba con los ciudadanos romanos y que tanto contrastaba con la que utilizaba en cualquier otra ocasión.

No había motivo para estar asustado, el tribuno Leto bromeaba y no se había enfadado; sin embargo, Mael estaba temblando. Llevaba casi un mes a cargo de los esclavos galos, un mes durante el cual los encuentros con su domine se habían reducido a la mínima expresión. Un saludo cordial por parte de él, una inclinación por la de Mael. Y nada más.

Nada más.

Mael no se quejaba. Entendía que estaba castigado y que se lo merecía, así que lo único que le quedaba era desempeñar su trabajo lo mejor que podía, que su domine no tuviera ni una sola queja de él. Quizá así, Marcus se lo replantearía y le dejaría volver.

Pero los días pasaban y, aunque Mael seguía manteniendo su sonrisa y la esperanza, cada vez era un poquito más difícil.

Domine —saludó sin alzar la vista del suelo cubierto de paja. Al ver que Marcus no contestaba, Mael tragó saliva y, sin variar la postura, comenzó a caminar hacia la salida.

—¡Pero si es Ganímedes! —dijo la inconfundible voz del edil de Vorgium.

Mael se puso en tensión, pero no se movió ni un ápice. ¿Marcus lo defendería? Ahora que había caído en desgracia, ¿seguiría intercediendo por él o lo dejaría a merced del patricio? No quería ni imaginárselo. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mantener la expresión neutra cuando todo su cuerpo gritaba por salir corriendo de allí.

—Me preguntaba dónde lo habías escondido, Cota. —Había desdén en la voz de Servilio y cierta socarronería burlona.

—Mael es muy competente y habla galo, me pareció el adecuado para tratar con ellos —explicó su domine—. Además, que no tenga mayordomo es la excusa perfecta para no ser anfitrión.

—No, claro, ahora me toca a mí —suspiró Leto—. Tus esclavos están mejor atendidos que tú. ¿Ves, Servilio? Tus chicos fuertes están perfectamente. No necesitas preocuparte por ellos.

—Solo tienes que pagar sus facturas —replicó Marcus.

—Espero que no incluyas los servicios del catamita, no sé si tendría presupuesto para eso —bromeó el edil con una sonrisa torcida.

Mael no reaccionó ante el comentario. ¿Le había herido? Por supuesto, pero tampoco tenía sentido demostrarlo. Podría negarlo con vehemencia, pero el resultado habría sido el mismo.

—Mi querido Servilio —dijo Leto mientras cogía del hombro al edil y lo instaba con un gesto sutil, pero eficiente, a abandonar el fortín—, ya hemos visto que tus hombres están bien, ¿por qué no huimos del hedor de este lugar y conseguimos que el avaro de Cota saque el vino?

Marcus apretó las mandíbulas y esbozó la misma sonrisa forzada que ponía cuando tenía que tragar con algo que le desagradaba sobremanera. La forma en que las venas de su cuello se remarcaron, el discreto gesto de sus puños al crisparse… Mael reconoció los gestos del enfado de su domine y, en silencio, los agradeció. Quiso decírselo con una sonrisa efímera cuando sus miradas se cruzaran, pero no lo hicieron; su amo se marchó del fortín sin ni siquiera mirarlo. No quería admitirlo, pero ese gesto, no, más bien esa ausencia de gesto, le había dolido más que el comentario del patricio. ¿Acaso las cosas serían así siempre? ¿Había perdido por completo la confianza de Marcus?

Mael se quedó mirando la puerta por la que había desaparecido su domine. No se había dado cuenta, pero, al marcharse los patricios, los esclavos, poco a poco, habían abandonado su rincón y volvían a moverse por el limitado espacio.

Tienes cara de perro apaleado —gruñó Ambiorix a su lado.

Ya, bueno, no todo el mundo puede tener cara de jabalí como tú —replicó él encogiéndose de hombros.

Pones ojitos a tu amo… No lo entiendo —confesó el galo—. Te he tratado lo suficiente como para saber que no eres una mascota dócil. ¿Por qué…?

No creas que me conoces —lo interrumpió Mael con sequedad.

Ambiorix iba a añadir algo más, pero cambió de idea y asintió en silencio.

No estás solo, solo tienes que tener paciencia y todo cambiará —dijo con confianza—, ya lo verás. El momento de nuestra venganza está más cerca de lo que crees.

¿Había mejorado algo en ese mes de separación autoimpuesta? No.

Marcus podía intentar justificarse, pero la verdad era que no, que cada vez que veía al joven pelirrojo tenía que hacer un auténtico ejercicio de voluntad para no decirle que volviera a su puesto. A su pesar, Mael se desenvolvía bien en su nuevo trabajo. Había pensado que hacerle servir a otros esclavos sería un golpe para su vanidad, pero él se había adaptado a su nueva situación con una actitud envidiable.

No dejaba de observarlo, a veces directamente, otras, la mayoría, pedía informes a sus subordinados, a los guardias, a Belio, a quien fuera. Y todos parecían coincidir. El chico trabajaba bien, el chico era aplicado, el chico se esforzaba, parecía inagotable y contestaba con una sonrisa. No hacía nada mal; de hecho…, eso era lo que más rabia le daba. Él había castigado a Mael y, sin embargo, dada la actitud del esclavo, parecía que el castigado era el propio Marcus.

Era consciente de que su forma de pensar no tenía nada de lógica.

«Tus esclavos están mejor atendidos que tú», había bromeado Leto, pero tenía razón. Miró de reojo a Dédalo. El muchacho se esforzaba, pero se había pasado la vida entre fogones y era incapaz de servir una copa de vino sin que la mitad cayera fuera. En parte era por torpeza, en parte era porque vivía asustado por tener que servirle. Si eso era lo mejor que podía encontrar Belio…, no quería ni imaginarse cómo sería lo peor.

Cogió él mismo el ánfora de vino y llenó tres copas que tendió a sus invitados.

—¿Ahora nos sirves tú? —preguntó extrañado Leto.

Marcus se limitó a ignorarlo y a sentarse en una de las sillas. Era consciente de que no estaba siendo el mejor anfitrión, aunque en esas circunstancias le importaba muy poco. Leto vaciló un momento y tomó asiento delante de él. Servilio, en cambio, se quedó de pie y empezó a deambular observando la tienda con cierta actitud curiosa.

—¿Ganímedes ya no es tu mayordomo? —preguntó mientras inspeccionaba la vajilla amontonada, lista para ser usada, en la mesita auxiliar.

—Ya he dicho que le he dado un nuevo cometido —masculló—. No entiendo por qué mi esclavo tiene que centrar cada una de nuestras conversaciones. ¿Cuántas veces hemos mantenido esta misma discusión? No lo voy a vender, no lo voy a prestar y agradecería que no volvieras a acorralarlo, suelo cabrearme mucho cuando tocan mis cosas.

—¿Y quién pagaría su ira si sucediera algo? —preguntó el edil—. Pero tienes razón, no debería importarme lo que hagas o dejes de hacer con tu esclavo. En realidad, me importa más lo que haces con tu investigación. Llevas un año en nuestras tierras, me gustaría saber si tienes alguna novedad respecto a la búsqueda de tus sospechosos.

—Hay novedades, pero mi deber es informar directamente al propretor o, en su defecto, a un hombre designado por él, y no creo que…

—Ah, ¿no te lo había dicho aún? —dijo Servilio con fingida inocencia—. Nuestro amadísimo propretor, Rómulo Sertorio, me ha designado su representante en la región y me ha puesto al mando de toda investigación relativa al asesinato de su predecesor, Quinto Julio César.

Decir que el vino se agrió en su boca era bastante exacto. La presencia del edil solía tener ese efecto corrosivo. Marcus se obligó a tragar el amargo líquido, que cayó en su estómago como una piedra. ¿Representante del propretor? ¿El mando de la investigación?

El silencio se asentó como una losa, una que además de pesar tenía espinas y se clavaban. Ni siquiera Leto fue capaz de romper la tensión del ambiente con una de sus bromas. Servilio sonreía satisfecho.

—Si quieres, puedo enseñarte la carta, da la casualidad de que la llevo conmigo.

Marcus le arrebató con brusquedad el pergamino que le tendía, lo abrió con un gesto rápido y dirigió sus ojos hacia unas letras que no hacían más que corroborar lo dicho por el edil. Pero eso ya se lo imaginaba, no tenía sentido darle la carta si fuera de otra forma. No, lo que buscaba no estaba en el texto, estaba en el timbre, en la firma, en cualquier cosa que le indicara que era falso. Porque… debía de serlo, ¿verdad? El edil se ocupaba de las obras públicas y ejercía como gobernante civil. En otras circunstancias, bajo esa tienda de campaña, Leto tendría más poder real que él y, sin embargo, Servilio era la voz del propretor y eso lo cambiaba todo. ¿Por qué el propretor daría tanto poder a alguien así? ¿Por qué no mandar a un legado o a un tribuno? ¿Por qué un edil? ¿Por qué Servilio?

Preguntas, preguntas y más preguntas, preguntas que se sumaban a la ya interminable pirámide de cuestiones sin resolver que amenazaba con derrumbarse y sepultarlo en la ignorancia.

—¿Y bien? —dijo Servilio tomando asiento al lado de Leto—. Estoy esperando.

—¿Quieres que te ponga al tanto de todo? —preguntó Marcus con frialdad. Se levantó de la mesa y se dirigió al otro extremo de la tienda, allí donde estaban el catre y el pequeño escritorio—. Muy bien. Llevo un diario detallado de todas las actividades —comentó mientras rebuscaba entre los rollos de pergamino—. Creo que tiene que ser uno de estos. Dejo constancia absolutamente de todo, así que… ¡Sí! Este es el primero. Podemos empezar por aquí y luego seguimos por los otros. Espero que no tengas prisa —dijo, y dejó una docena de pergaminos—, puede que nos lleve algún tiempo.

—Muy gracioso —lo interrumpió el edil sin borrar su amplia sonrisa—. ¿Tomas nota absolutamente de todo?

—Releo los informes cada día buscando alguna pista o detalle que haya podido pasar inadvertido. Así que sí, procuro tomar nota de todo y ser muy exhaustivo —aseguró Marcus con brusquedad.

La rabia que sentía amenazaba con nublar su razón y lo instaba a sacar de allí a patadas al maldito enano arrugado, pero no, no le daría esa satisfacción. Seguiría siendo un adalid de la diplomacia, aunque su sangre hirviera y la bilis le destrozara el estómago.

—¿Te has dado cuenta de que lo único que no tienes es una sola pista que relacione lo sucedido en la casa de baños con la desaparición del difunto propretor? —Servilio parecía confiado—. Te reto a que encuentres algo entre todos esos pergaminos. Pero… sé realista: no encontrarás nada salvo la declaración de un esclavo. Tienes razón —se rio y su risa le hizo estremecer—, al final siempre acabamos hablando de él.

—Uno de los esclavos del antiguo edil corroboró la versión de Mael —aseguró, llamándolo por su nombre. No debía haberlo hecho. Había resultado demasiado vehemente y la sonrisita de Servilio se ensanchó al escuchar su alegato.

—Lo que corroboró fue la supuesta identidad del esclavo fugado.

—El hermano menor de Quinto Julio —asintió—, con motivos de sobra para planear un secuestro y un asesinato. La forma en la que desapareció Julio coincide con lo que sabemos de las criaturas que aparecieron en la casa de baños y mataron, entre otros, al tribuno Cayo Voreno y al edil de Vorgium.

—Siempre he encontrado fascinante tu forma de creerte la mitología local —replicó con sorna—. En todo este tiempo has sido incapaz de encontrar una prueba que justifique la presencia de esos seres. Lo único que tienes son las declaraciones de unos esclavos que abandonaron a su amo a una muerte segura. ¿Qué declaraciones se usaron para hacer venir al propretor y movilizar sus cohortes? Las suyas. ¿Quién habló de castigos divinos y relacionó las muertes en la casa de baños con la presencia de dos dioses coléricos? Dioses que, en otra versión, pasaron a ser esos… sidhe. Debe reconocer que su chico tiene una gran capacidad para inventar historias.

—No creo que Mael se inventara ninguna historia —lo defendió sin pensar—, él mismo reconoció que lo del castigo divino había sido…

—¿… Una historia inventada fruto de la desesperación? —concluyó Servilio—. Me caen bien esos chicos, trabajan duro, pero ambos sabemos que deberían haber muerto en la cruz hace tiempo. Todos ellos.

Marcus tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que su expresión no variara. Apretó los puños y bebió vino antes de continuar. Necesitaba esos segundos para pensar, para encontrar una forma de salir de esa situación.

—¿Es lo que quieres? —preguntó—. ¿Crucificar a los esclavos?

—¡Oh, no! —se apresuró a negar—. No, no, no, no. No tiene sentido hacer algo así cuando ha pasado tanto tiempo.

—¿Por qué no dejas de dar vueltas y me dices claramente qué es lo que quieres de mí?

—Qué impaciente —bromeó Servilio. Se tomó su tiempo para beber un trago de vino, que degustó en la boca antes de tragar. Sus ojos oscuros, fríos como piedras, lo observaban sin pestañear—. ¿Qué es lo que quiero? Es bastante sencillo: quiero que abandones la investigación y que te lleves tus centurias de vuelta a Roma. Ha pasado un año entero, no tienes más pistas, cierra la investigación con lo poco que tienes o la cerraré yo con lo que tengo.

—Lo que tienes…

—Los hermanos bárbaros irrumpieron en la casa de baños y no pudieron ser detenidos. Lo más lógico es pensar que recibieron ayuda desde dentro de sus propios amantes, los mismos que habían intentado comprar sin éxito días antes. Es un buen móvil, ¿verdad? Juraría que tú mismo te planteaste la posibilidad. ¿Pero cómo ayudaron? ¿Qué fue lo que hicieron que les dio una fuerza sobrehumana capaz de competir con los mismos dioses? No, no creo que ellos fueran más fuertes. Los otros eran más débiles. No descarto que hubiera algún tipo de sustancia en el vino que llevara a la alucinación colectiva, eso explicaría las visiones y las muertes de tantos hombres con los reflejos mermados. Alucinaciones que tomaron la forma de seres mitológicos al ser dirigidas por la mente brillante de un gran embaucador, un seductor nato capaz de nublar la perspectiva del mismísimo legado Cota.

Las palabras del edil eran veneno, veneno vertido en forma de chantaje y amenaza, un veneno que se extendía como una mancha de aceite, espesa y pegajosa, enrareciendo la atmósfera.

—Como ves…, yo también soy bueno inventando historias —continuó—. El resultado sería prácticamente el mismo. En ambos casos abandonarías la investigación y regresarías a Roma.

—El resultado no es el mismo —negó Marcus. Un sentimiento de macabra inquietud danzaba en sus entrañas y la copa de vino trepaba por su garganta. ¿Era verdad lo que había oído? ¿De verdad sería capaz? Solo necesitó una mirada fugaz al edil para darse cuenta de que sí, lo haría, y disfrutaría con ello.

—No, con la segunda opción puede que te vieras un poco más perjudicado —admitió—. Es duro reconocer que no has estado a la altura de las expectativas. El hecho de perseguir quimeras durante tanto tiempo, desperdiciando los recursos de tu familia, manchando el cognomen de tu padre… Sí, no debe ser fácil. Y aun así lo veo preferible a aparecer como un pelele sin voluntad, incapaz de discernir lo que es real de lo falso, hechizado por la sonrisa de un simple esclavo. Por eso te doy la oportunidad de elegir, legado Cota. Soy un hombre generoso.

—Eso sin contar con la vida de Mael, ¿no? —masculló con un gañido nervioso—. Si abandono por voluntad propia, podré conservar a mi esclavo, ¿no es así?

—Sí, supongo que la vida del catamita podría considerarse un incentivo para que abandones por propia voluntad —aceptó Servilio.

—En realidad —dijo Leto en voz baja, como si no quisiera captar la atención de los otros dos—, hay una tercera opción.

¿Una tercera opción? ¿De qué estaba hablando? Marcus miró a su amigo sin comprender a qué se refería. Leto parecía avergonzado, quizá se arrepentía de haber hablado, pero…

—¿A qué te refieres? —preguntó con voz trémula.

—A que cierres tú la investigación, Cota. A que expliques tú la historia de Servilio. Entrégales a Mael y regresa a Roma con la cabeza alta.

La luna llena se reflejaba sobre la superficie espejada del río que, aquella noche, parecía completamente quieto. Mael se giró para comprobar que los centinelas estaban entretenidos hablando entre sí y no parecían preocuparse mucho por los quehaceres de un esclavo. El silencio marcial que se extendía por esa orilla contrastaba con el bullicio y las voces que provenían del otro lado, del campamento de los esclavos y las prostitutas. Casi cada noche había fiesta. No era fiesta como tal, no, ni mucho menos; era más el sonido de las conversaciones y las risas. A veces sentía deseos de unirse a ellos, de ser parte de algo, de hacer algún amigo… Luego recordaba que a él no se le daban bien esas cosas y que probablemente acabaría peleándose con alguien demasiado idiota. Y había dos cosas claras en su vida: el mundo estaba lleno de idiotas y él no tenía paciencia para los idiotas.

«¡Esa lengua será tu perdición!», le gritaba la voz de su tía desde sus recuerdos. Mael esbozó una sonrisa al recordarla mientras se quitaba la túnica y la dejaba, con cuidado, encima de la hierba seca de la orilla, lejos del barro. Junto con la túnica se quedaron las cáligas y el cinturón, incluso el subligatum, y dudó un momento antes de dejar también la pequeña placa de metal.

Sabía que en el castrum no era necesaria la placa. No era más que un simbolismo. Todos lo conocían, así que nunca había sido necesario recordar quién era su amo; sin embargo, se sentía desprotegido sin ella.

«Te agarras a esa medalla como si fuera un escudo cuando en realidad es una soga».

Frunció el ceño al recordar las palabras de Servilio.

«No es un escudo, no es una soga, es solo un trozo de metal», se dijo y la dejó con la ropa doblada. No podía arriesgarse a perderla en el río.

El verano se acercaba. Las celebraciones de Beltane habían quedado atrás, los días eran más largos y el calor había hecho su aparición. No demasiado, por supuesto, nunca hacía demasiado calor en Vorgium, pero sí el suficiente como para que un baño nocturno en el río se presentara como una idea atractiva. Evidentemente, diurno habría sido más seguro, más cálido y más agradable —recordó cuando sus pies rompieron la superficie de la corriente y sintió el gélido abrazo del agua—, pero también menos íntimo. No tenía ganas de energúmenos babeantes ni bromas previsibles sobre su pasado. Si al menos fueran originales…

Ahogó un grito cuando el agua helada alcanzó su vientre y expulsó el aire lentamente antes de dejar que le llegara hasta el cuello. Estaba fría. ¡Verano, y una mierda! ¡Todavía faltaba mucho para el verano! Sus músculos se contrajeron y empezó a tiritar.

«Venga ya, Mael, el frigidarium estaba más frío que esto», se reprendió, aunque ni siquiera la voz de su conciencia era capaz de convencerlo. Pero ya que estaba allí, aguantó la respiración y se sumergió. Volvió a salir al cabo de unos segundos solo para boquear sin aliento. «Vale, ahora se supone que es cuando empiezo a dejar de notarla fría, ¿verdad? Pues yo la sigo notando fría».

Comenzaba a pensar que no había sido tan buena idea.

En aquella zona, el río hacía una curva donde el agua se acumulaba formando una pequeña balsa. Había visto a los legionarios bañarse en ella esa misma mañana y, por una locura del momento, le pareció buena idea imitarlos y quitarse así la capa de roña permanente que llevaba desde que había abandonado el servicio de Marcus.

Después de cada entrenamiento, sumergía la cabeza y se lavaba el torso en una de las tinas. Pero eso distaba mucho de un baño de verdad y Mael habría matado por agua caliente, aceites y estrígilo.

—Veo que no soy el único al que le parece una buena idea bañarse de noche —dijo una voz familiar desde las sombras de la orilla.

—¿Magus? —preguntó Mael.

La distancia que los separaba no era mucha, pero, aunque era una noche clara, los árboles cubrían aquella zona y era oscura. Cualquiera podría quedarse allí sin ser visto. Por eso, cuando vio acercarse la figura del joven griego, respiró más tranquilo.

La luz de la luna lo hacía parecer más pálido de lo que era. Avanzaba agachado, con el agua hasta los hombros. Sabía que si se ponían en pie, apenas les llegaría a la cintura, así que Mael permanecía en la misma postura, para conservar el calor, mientras sus labios temblaban.

—¿Soy el único que está arrepentido? —bromeó el galo sin dejar de tiritar—. Hace muchísimo frío.

—Eres un exagerado —se burló Magus acercándose a él con un movimiento ondulante—. Pero si quieres…, puedo abrazarte para que entres en calor.

Mael no borró la sonrisa, pero arqueó una ceja al ver la expresión en el rostro de su amigo. Estaba muy cerca. No era necesario estar tan cerca para hablar.

—Yo… no soy mucho de abrazos —confesó agitando la cabeza—. No…

Quizá fuera la luna que esculpía sus facciones, pero Mael creyó que, más que nunca, el muchacho parecía una estatua griega. ¿Por qué sus ojos se desviaban? ¿Por qué se encontraba mirando sus labios, preguntándose a qué sabrían? Y ahora los tenía tan cerca que casi podía morderlos o… besarlos. ¿Por qué no? Besarlos estaría bien. ¿Cuánto hacía que no besaba a nadie? ¿Cuánto desde que deseara hacerlo? ¿Por qué no lo hacía? Solo tenía que acercar un poco más la cabeza, solo eran unos centímetros, apenas un…

—Creo que no —murmuró echándose hacia atrás—, demasiados problemas. Es curioso, estaba seguro de que el agua fría iba bien para estas cosas —se rio—, pero está visto que no. Lo siento, Magus, no… no sé en qué estaba pensando.

Magus lo miró extrañado.

—¿Por qué es un problema? —dijo, y le pareció notar cierto matiz de desesperación en su voz. ¿Se lo imaginaba?—. No te entiendo. ¿Por qué iba a importarle a alguien que tú y yo…?

—A Belio le importaría —observó Mael.

—No tiene por qué saberlo —replicó Magus—. No le pertenezco, no es mi domine y a mi domine no le importa con quién me acueste. Mael… —susurró y de nuevo redujo la distancia que los separaba—. He visto el deseo en tu mirada, no me lo niegues, por favor. Sé que te mueres de ganas. Yo me muero de ganas.

¿Se moría de ganas? ¿Un poco de sexo por diversión? No era un mal plan, no lo era…, pero no era su plan. Era extraño, llevaba tiempo quejándose de la falta de sexo, pero nunca se había planteado acostarse con otro que no fuera Marcus.

Esa revelación lo cogió desprevenido. Era la primera vez que era consciente de eso. Aunque llevara meses quejándose de la falta de sexo no era más que una broma. Podía alegar que su amo se enfadaría, pero la verdad era que no se lo había planteado, ni siquiera había pasado por su cabeza. Cada vez que había visto alguna muestra de interés por parte de alguno de los hombres, y sí, Esus sabía que las había visto, él se había limitado a ignorarlas por completo porque no le interesaban. Ninguna le interesaba salvo las pocas que presumía de su amo.

De repente, no tenía ganas de bromas, flirteos o tonterías de nadie.

—¿Recuerdas aquella noche? —Mael asintió con la cabeza, claro que la recordaba—. Fue especial. Para mí lo fue. Sé que no era tu intención, pero… ¿sabes con cuánta gente amable me he topado?

—Belio es amable —murmuró. ¿Por qué defendía al gigantón?

—Belio es amable porque quiere algo de mí —replicó Magus—. Y… prefiero su forma de conseguirlo a la que han empleado otros, pero no me digas que es desinteresado. Ni tú puedes creerte eso.

Mael se llevó las manos a la cara y negó con la cabeza. Eso no podía estar pasando. Aquella vez, todas las otras veces… solo había querido ser amable y quizá, solo quizá, hacer un amigo. Uno como los que había tenido en la casa de baños. Recordó a Dafnis y la forma en que lo trató la última vez que se vieron. Eso dolía, todavía dolía. Habían pasado cosas que habían dolido más y esa herida había quedado en un segundo plano, pero pensar en ello escocía mucho. Y luego estaba Akron, el Akron por el que había dado todo con una sonrisa y que lo había dejado tirado en un calabozo. Quería pensar que no importaba, convencerse de que había sido lo mejor, lo lógico, lo único que podía hacer, pero cada vez que pensaba en ello el vacío en su pecho se hacía más y más grande. Por eso no pensaba nunca, ¿qué ganaba con hacerlo? ¿Y qué más le quedaba? ¿Marcus? Un mes había pasado desde que tuviera la última conversación con su domine, un mes y apenas había conseguido una mirada de reojo. Y, sin embargo, su sombra estaba detrás de cada movimiento que hacía. Cada paso que daba lo hacía pensando en ese romano.

¿Cuánto más tenía que dar hasta que alguien le diera algo a él?

Y estaba ese chico, ese chico al que había ayudado, y él se entregaba, le decía que quería estar con él y Mael… Mael dudaba.

—¿Por qué te haces esto? —Magus le tocó la mejilla con la mano y la dejó allí. Mael no se movió. Los ojos del joven brillaban muchísimo, era como si la propia luna estuviera en su mirada y le prometiera olvido y consuelo—. Puedo darte lo que quieres, solo tienes que tomarlo.

—¿Por qué estoy pensando ahora en eso? —murmuró.

Entonces se dio cuenta de la lágrima que corría por su mejilla. Una lágrima que recorría un camino trazado por su compañera. Una lágrima seguida de cerca por otra. ¿Estaba llorando? ¿Por qué lloraba? Apretó los dientes, furioso consigo mismo. Apartó la mano de un golpe seco y retrocedió unos pasos.

—¿Qué sabrás tú de lo que yo quiero? No seas pretencioso, Magus, tú no puedes darme lo que quiero. Si crees que mi vida se va a solucionar con un poco de sexo es que eres un idiota. Creo que ya estoy bastante limpio y el agua sigue estando demasiado fría para mi gusto. Buenas noches.

Se giró y no quiso dedicarle una última mirada al muchacho. No era culpa suya, claro que no, pero no estaba de humor. En realidad, hacía mucho tiempo que no se encontraba tan abatido, tan furioso con el mundo y consigo mismo. ¿Por qué? Tenía ganas de gritar y de golpear algo. En vez de eso, se conformaría con irse a dormir pronto y con desear que esa horrible sensación de desazón desapareciera cuanto antes.

Salió del agua con pasos rápidos y, tiritando, se apresuró a cubrir la distancia que lo separaba de su ropa. Con un movimiento rápido se colocó la túnica y la dejó suelta mientras se sentaba a ponerse las cáligas. Buscó el resto de cosas, el cinturón, la tela del subligatum, la pla… ¡La placa!

El corazón se le detuvo al ver que la placa de su amo no aparecía. Golpeó la hierba donde había dejado la ropa. No había demasiada luz, pero si se hubiera caído la habría visto, ¿verdad? O puede que no. El metal apenas estaba lustrado, no brillaba reflejando la luz de las antorchas o de la luna. Era un pequeño pedazo de hierro completamente mate.

—Esto no puede estar pasando —gimoteó en voz baja mientras palpaba el suelo y metía las manos entre las hierbas—. No, por favor.

¿Qué podía pasar si perdía la placa? Nada, en realidad poca cosa. Todos sabían quién era. Muchas veces, la pieza se le había colado por dentro de la túnica, invisible a los ojos de cualquiera. Nunca había necesitado enseñarla. Nunca.

Tomó aire e intentó tranquilizarse. Podía regresar por la mañana, con un poco de luz sería más fácil encontrarla. Y si no lo hacía, solo tenía que comentárselo a Marcus y él encargaría que le hicieran otra.

—Solo tengo que decírselo a Marcus —murmuró—. Como si fuera tan fácil hablar con él.

—¿No es fácil hablar conmigo? —preguntó su domine.

Mael estaba en cuclillas buscando entre los matojos cuando escuchó la voz. El respingo fue tal que por un momento sintió que el corazón se le escapaba por la boca y, del sobresalto, perdió el equilibrio y se quedó sentado, incapaz de levantarse de nuevo.

—No pretendía asustarte —se excusó Marcus al ver la reacción del esclavo. Desde donde estaba, Mael no podía ver su rostro, pero por el sonido entrecortado de sus palabras parecía que estaba conteniendo la risa—. Llevo un rato aquí sentado, me pareció escuchar tu voz y decidí quedarme. Pensaba que me habías visto.

—No te había visto. Puede que el hecho de que sea de noche y estés a contraluz haya influido algo —replicó con sequedad. Entonces, fue consciente de con quién estaba hablando y se arrepintió del tono empleado—. Lo siento —añadió con un murmullo—. No esperaba encontrarte aquí.

—Ya —Marcus suspiró—. Necesitaba alejarme un poco del castrum. Mi idea era dar una vuelta, pero os oí hablar y decidí quedarme.

—¿Nos oíste? —preguntó sintiendo como un molesto rubor cubría su rostro.

—No pretendía ser indiscreto —se explicó, y Mael reconoció que eso era lo más cerca que estaría nunca de una disculpa de su domine—. Tengo curiosidad, ¿por qué lo has rechazado? Es un muchacho atractivo y parece realmente interesado en ti.

No era un buen momento, el encuentro con Magus le había dejado los nervios a flor de piel. Sentía como si tuviera el pecho abierto y el corazón expuesto, listo para que cualquier cuervo lo destrozara con su pico. Si no se andaba con cuidado, diría alguna cosa que lamentaría profundamente y quizá en esa ocasión un golpe no fuera bastante castigo.

—¿Preferirías que no lo hubiera hecho? —preguntó Mael e intentó que la amargura que impregnaba su alma en ese momento no se transmitiera a sus palabras, pero era difícil.

—No es eso. Es solo que… está bien, supongo. Y se me ocurrió que a lo mejor pensabas que no podías porque yo no te dejaría, pero… creo que me parece bien. Es… lógico.

—Vale —murmuró sin entender muy bien lo que su domine quería decirle. Sin embargo, una sensación muy parecida a la ira iba gestándose en su interior, poco a poco crecía y se alimentaba y se iba haciendo más y más grande—. Entonces saldré corriendo a buscarlo porque como a ti te parece bien a mí me tiene que parecer bien, ¿no es eso? ¡Magus, espera! ¡A mi domine le parece bien! —dijo imitando con su voz un tono jovial que en absoluto era suyo—. ¡No importa en absoluto nada de lo que haya dicho antes, a mi domine le parece bien, eso significa que está bien! ¡Es fantástico! ¡Podremos follar como conejos con su consentimiento! Voy corriendo a decírselo, no sea que cambie de idea.

—¿Has terminado? —preguntó con sequedad.

—Solo bromeaba —añadió apresuradamente, aunque dudaba que su amo lo encontrara divertido—. Solo era una broma. No… no veo tu cara, así que no sé si estás sorprendido o molesto o si estás demasiado concentrando pensando qué trabajo vas a encargarme para castigarme ahora. Perdóname —añadió de nuevo con un hilo de voz al ser consciente de que estaba escupiendo lo que pasaba por su cabeza sin darse un segundo siquiera para pensarlo; si lo hubiera hecho, seguramente no se sentiría tan arrepentido como estaba—. No… no soy yo mismo esta noche. Tú solo has sido amable y yo… yo necesito desaparecer antes de que diga alguna otra estupidez que no puedas perdonar.

—No estoy enfadado —lo tranquilizó su domine—. Parece que tú tampoco estás teniendo una buena noche. ¿Qué te ha pasado? ¿Hay algún motivo para que estés…?

—¿… Gilipollas perdido? —concluyó Mael con una mueca nerviosa—. No, no lo hay. La luna llena, supongo.

—La otra vez también fue luna llena —recordó el legado.

—Sí, cierto —murmuró—, era luna llena —repitió para sí—. Debería irme —dijo e hizo ademán de levantarse, pero Marcus posó una mano en su hombro para detenerlo. No fue un gesto rudo, fue más bien una petición amable.

—Quédate un rato más —le pidió—, no tengo ganas de regresar aún.

No era una orden o, al menos, él no lo sintió así. No era una buena noche, sería la luna o lo que fuera, pero no era una buena noche. Quedarse allí más tiempo era tentar a la suerte, arriesgarse a meter la pata todavía más. Sin embargo, Marcus parecía necesitarlo. No sabía el motivo y probablemente no se lo dijera, aunque se lo preguntara, pero lo necesitaba, eso era evidente. Así que asintió con la cabeza y tomó asiento a su lado, sobre la hierba.

—Si digo alguna estupidez, sé comprensivo —le pidió con un gañido—. Estoy harto de recoger excrementos. Ese lugar apesta.

—¿Estás harto? —se extrañó Marcus—. Pensaba que te gustaba tu trabajo. Siempre sonríes y lo haces todo bien, nunca te quejas… No parece que estés harto. He llegado a pensar que me he equivocado al castigarte porque no pareces muy castigado.

Mael parpadeó y abrió la boca para volver a cerrarla de golpe, incapaz de creerse lo que estaba oyendo.

—¿Preferirías que estuviera llorando y pasándolo mal? —preguntó, incrédulo.

—Bueno… —Marcus dudó antes de continuar—. No es eso, pero… Sí, ¿no? Se supone que es un castigo. Un castigo es algo malo que te hace pensar en lo que has perdido. ¿Qué gracia tiene si no lo pasas mal?

Mael debía reconocer que el razonamiento de Marcus no estaba carente de lógica, pero era… era ridículo. Toda la situación era demasiado ridícula. Sin poder evitarlo, rompió a reír en sonoras carcajadas.

—No te rías, ¡no tiene gracia! —protestó su domine, aunque era evidente que él hacía evidentes esfuerzos para no reírse también—. Creo que el único castigado he sido yo.

Mael siguió riendo y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas. Lágrimas surgidas de un cómico malentendido, lágrimas inocentes y sinceras entre las que se colaban otras lágrimas, unas más oscuras, surgidas de dentro.

—Siempre lo hago todo bien —replicó, no sin cierta soberbia, cuando fue capaz de recuperar la palabra—. Soy el mejor.

—Vanidoso —se burló Marcus.

—No es vanidad, es orgullo. Orgullo de esclavo —explicó con una punzada de nostalgia—. Es… es un orgullo pequeñito que se puede guardar en el bolsillo cuando hace falta.

Marcus se rio de su comentario, él también se rio, era gracioso, ¿no? Si lo pensaba bien no era muy gracioso, quizá hasta era triste, pero no era momento de pensar las cosas bien, Marcus parecía feliz. Todo el que ríe parece feliz, aunque no sea cierto. Pero a él le tranquilizaba verlo bien.

«Desde luego, soy capaz de hacer tan pequeñito mi orgullo que puedo olvidarme de que existe», suspiró.

—Puedes llamarlo como quieras, pero la verdad es que eres un presumido fanfarrón —bromeó su domine.

—Sí, lo soy, pero solo porque tengo motivos —insistió el galo—. Dame el trabajo que sea y lo haré bien. Dame algo más de tiempo para aprender y seré el mejor. No importa de qué se trate. Excepto… si tengo que pelear con la espada —suspiró y puso los ojos en blanco—. Sé que lo conseguiré, no voy a rendirme aún. Tampoco me he rendido contigo —añadió en voz baja.

—¿Conmigo? —repitió Marcus. Seguía sin poder ver su rostro, así que solo podía imaginarse su expresión, y se imaginó sus ojos azules muy abiertos, brillando sorprendidos.

—Te dije que sería el esclavo que querías que fuera. Sigo trabajando en eso y lo conseguiré, tarde o temprano. Sé que lo conseguiré, aunque a veces es… difícil —suspiró—. Eso es bueno, me gustan las cosas difíciles. Mi tía decía que tenía talento para las cosas difíciles. Supongo que por eso se me da tan mal la espada.

—Oh, ¡esa excusa me ha encantado! —se rio Marcus—. Es que la espada es demasiado fácil y a ti solo se te dan bien las cosas difíciles. Es una gran excusa, no sé por qué no la oigo más a menudo.

—¡No es eso! —Mael meditó un momento sus palabras—. Matar es muy sencillo; dar la vida es difícil. Hacer daño es fácil; curar, difícil. Equivocarse y herir a alguien con tus palabras es muy fácil; conseguir que te perdonen es difícil.

—Muy profundo —admitió el legado—, pero me parece muy pacifista para alguien que no tiene ningún miramiento en amenazar a un desconocido con arrancarle los huevos y que soñaba con matar romanos y colgar sus cabezas de los árboles.

—Ya…, bueno, no eran mis palabras —reconoció tras un ligero tartamudeo—. Mi tía decía que yo no servía para guerrero, que no importaba lo mucho que quisiera matar romanos, no tenía talento para ello, porque yo había nacido con el don de hacer cosas difíciles. Y con esas palabras rimbombantes intentaba convencerme de que me olvidara de ir a jugar con espadas y de que lo mejor era que me aprendiera los nombres de las plantas y cómo usarlas para quitar las verrugas —bromeó.

—Yo me alegro de que te quitara esas ideas de la cabeza. Tu tía debía de ser una mujer muy interesante —comentó Marcus—. Sus creencias son extrañas, pero no carecen de lógica. ¿Qué fue de ella?

Mael no respondió al momento, prefería no pensar en ello, pero tampoco podía negarse a responder una pregunta directa. Escondió sus manos en la tierra, estiró la hierba y arrojó las briznas para que se las llevara el aire. No tenía ningún motivo para hacerlo, pero así sus manos estaban ocupadas. Así, tal vez, no tuviera deseos de morderse las uñas. Así, tal vez, no se notaría tanto que estaba temblando.

—Murió —dijo, sencillamente, no le gustaba hablar de eso. No le gustaba hablar de nada que tuviera que ver con su pasado. Nunca le había gustado. No lo había hecho ni siquiera con sus amigos. Tenía que encontrar una forma de cambiar de tema, lo necesitaba—. ¿Y qué te ha ocurrido a ti?

Quizá era meterse en camisa de once varas, pero necesitaba con desesperación alejar el tema de conversación de sus recuerdos.

—Servilio —respondió su domine con sequedad—. Esta noche he llegado al punto en el que una retirada ha sido la opción más diplomática. La alternativa habría sido golpear su cara arrugada hasta que fuera irreconocible, pero eso solo me habría dado una satisfacción temporal, supongo.

La voz de Marcus temblaba de rabia y en la penumbra de la noche pudo apreciar cómo crispaba los puños.

—No hay que subestimar el placer rápido —bromeó Mael, intentando aliviar la tensión. Debió funcionar porque le pareció que Marcus ahogaba una carcajada—. Sé que a mí no me incumbe, pero… —«aquí estoy», quiso añadir, pero no lo dijo. Era evidente que estaba allí, sugerir a su amo que podía confiar en él era algo que podía considerarse de mal gusto. Después de todo, le pertenecía, su lealtad estaba más allá de toda duda.

Marcus no contestó, miraba algo que tenía entre las manos.

—Será mejor que regresemos —dijo mientras se levantaba, Mael lo imitó—. Toma —Marcus le colocó algo en la palma, Mael la abrió y descubrió su placa, la pequeña placa de hierro que un poco antes buscaba desesperado—. Mañana vuelve a tus obligaciones. Leto tiene razón, los esclavos de Servilio están mejor atendidos que yo y ahora habrá mucho trabajo; tendremos que empacar los bártulos.

—¿Empacar? —repitió Mael extrañado, apartando la vista del medallón de su domine. La euforia de su reincorporación apenas había durado un segundo—. ¿Nos vamos?

—Sí, me temo que regresamos a Roma: abandono la investigación.

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