París, 19 de enero de 1912
El ático estaba tal y como lo había dejado la última vez. Con más polvo y arañas, eso sí. Pero nada parecía haber cambiado a la luz de los candelabros. Los legajos se amontonaban encima del escritorio, y el tiempo había oscurecido los botes de cristal que había en la estantería y ahora apenas se podía distinguir el contenido.
«Mucho tiempo», pensó Clauzade. Dejó con cuidado la palmatoria sobre la mesa y repasó con la vista el contenido de su colección. Negó con la cabeza y se mordió el labio inferior. No podía hacerlo. Sabía que no podía. No era la primera vez que rompía las reglas, pero se habían cuidado de que tuviera claro que la siguiente ocasión sería la última.
—¿Qué haces? —le sorprendió una voz juvenil.
Clauzade dio un respingo al sobresaltarse, y después suspiró algo más tranquilo al ver que era Gerard. En esta ocasión, el joven había escogido una camisa amplia de color granate que no se había molestado en abotonar y caminaba con aire distraído observando con curiosidad todo lo que le rodeaba.
—Hacía mucho que no venías aquí —dijo mientras inspeccionaba de cerca un extraño animal disecado. Apenas desvió la mirada para hablar con él y sin embargo, le pareció ver el brillo de la curiosidad en sus ojos verdes—. Creía que lo habías dejado.
No supo encontrar sombra de recriminación en su tono de voz, pero, a su pesar, se sintió amonestado y se vio obligado a admitir que se lo merecía.
—Lo he dejado. Sabes que lo he dejado. ¿No deberías estar durmiendo?
El comentario pareció divertirle y sonrió ampliamente cuando le respondió.
—Yo nunca duermo. ¿Es por el chico aquel? —inquirió con suavidad—. El chico valiente y cobarde al mismo tiempo.
—Philippe no es cobarde —replicó—. Es solo que… no tiene por qué luchar.
—¿Y tú vas a darle un motivo para luchar?
—¿Estás celoso? —bromeó, y un segundo demasiado tarde, se dio cuenta de que no debía haberlo hecho—. Lo… lo siento, Gerard. Sabes que…
—… solo bromeabas —dijo terminando la frase por él—. Sí, Clauzade, estoy celoso. Claro que estoy celoso. Pero eso no debería importarte. Nunca te ha importado, ¿no? —No había ira en su voz solo… «Solo desilusión», pensó, y de nuevo sintió el molesto nudo de la culpa en la garganta. Claro que sentía celos. ¿Acaso podía culparle? Gerard desvió la mirada y cuando la volvió a posar en él, se había endurecido—. Solo… solo he hecho una pregunta. Si no quieres contestarla no lo hagas, pero no me ataques. No es justo.
—No voy a darle un motivo —se apresuró a responder—. Él ya tiene sus motivos aunque crea que no, solo voy a darle algo de tiempo. Solo algo de tiempo mientras pienso en otra cosa, ¿vale?
—¿Te gusta?
Clauzade se llevó las manos a la cabeza. Ahora era él el que empezaba a enfadarse. Maldito crío, ¿cuántas veces iba a esgrimir la culpa en su contra? Frunció el ceño y se encaró al joven. Gerard retrocedió asustado. «¡Asustado! ¿De qué tienes miedo?», pero el chico estaba aterrorizado.
—No… no importa. No me importa, de verdad, Clauzade. Siento haber preguntado —dijo mientras retrocedía hacia la puerta—. No… no molestaré. No… —tragó saliva y negó con la cabeza a la par que alzaba las manos en señal de paz—. Puedes hacer lo que quieras con tu vida, Clauzade, para eso es tuya.
—¡Gerard! —le llamó Clauzade mientras el joven se apresuraba a abandonar la estancia—. ¡Gerard! —exclamó e hizo ademán de perseguirlo.
«Solo es un crío que sufre», le dijo la voz de su conciencia, pero no tenía ganas de escucharla en ese momento. Lo único que quería era agarrar por el pelo a ese maldito canalla y obligarle a aceptar su chantaje emocional. Pero claro…, no podía hacerlo.
Igual que tampoco podía abrazarle y prometerle que todo iría bien, que nunca le dejaría.
Clauzade se detuvo. Gerard estaba asustado. Estaba celoso, sí, pero estaba asustado y ahora entendía la razón de su miedo. Y lo peor era que, por primera vez en mucho tiempo, era consciente de que, a lo mejor, su pánico estaba más que justificado.
Pensó en ir a buscarle pero cambió de opinión. No podía darle lo que necesitaba.
Era demasiado tarde para ayudar a Gerard, pero quizá estuviera a tiempo de hacer algo por Philippe.
«Solo es un poco más de tiempo», se repitió mientras rebuscaba en el armario.
Cogió un mortero de cristal y vertió en su interior un poco de polvo blanco que sacó de otro frasco. Después, cogió la daga y se remangó. Odiaba esta parte del proceso. Se había dicho mil veces que esa sería la última vez y en verdad hacía muchos años de eso. Dio un respingo cuando el acero se abrió camino a través de la piel de su muñeca. Su sangre manó lentamente, el corte era profundo pero no demasiado. Movió la mano y dejó que las gotas de sangre cayeran pesadamente dentro del pequeño mortero. Cuando hubo suficiente, se colocó un paño limpio encima de la herida y contó hasta diez aplicando un poco de presión. Tras eso, retiró el paño; la herida se había desvanecido por completo y su piel seguía igual de inmaculada.
Con la mano del mortero, empezó la ardua tarea de mezclar completamente la sangre con el polvo blanco hasta conseguir una masa compacta. Hacía mucho tiempo que no trabajaba en el laboratorio, pero sus manos todavía conocían la técnica a la perfección y solo necesitó consultar un par de apuntes de su vieja libreta para asegurarse de que lo que hacía era correcto. Añadió un par de ingredientes más a la mezcla.
En algún momento de la noche se quitó la chaqueta y se remangó las mangas de la camisa. Quizá fuera cuando tuvo que encender el pequeño horno. Y le costó hacerlo, porque la vieja antigualla llevaba demasiado tiempo sin funcionar. Mientras la reducida fragua comenzaba a calentarse, se dedicó a prensar la masa pegajosa y rojiza y a dividirla en porciones poco más pequeñas que una castaña que dispuso con cuidado en una bandeja metálica. Iba a introducirlo en el horno cuando frunció el ceño y cambió de opinión. Rebuscó en los cajones del escritorio hasta encontrar un pequeño tampón que estampó con cuidado encima de cada una de las píldoras. Más satisfecho, introdujo, ahora sí, la bandeja en el crisol. Y giró el reloj de arena.
Ahora tenía otros relojes, más modernos, con campanillas que anunciaban la hora deseada, pero había algo de tranquilizador en el curso de granos que desaparecían de un lado para amontonarse en el otro. Eso era lo que estaba fabricando: tiempo.