El alquimista eterno (parte II) •Fantasía a cuatro manos•

París, 16 de enero de 1912

 

No le gustaban los hospitales, le recordaban la mortalidad. Por supuesto, no era que eso le afectara demasiado; solo resultaba desagradable y sucio. Hubo un tiempo en que sí le afectaba, pero ahora no era más que una molestia. Una molestia con un característico olor a podredumbre y corrupción. Y desde luego no estaba allí por eso, no. Estaba en aquel lugar por otro motivo, uno muy claro: opio.

Había hospitales y hospitales, y aquello no era un sitio donde los pacientes fueran a curarse; era un lugar donde los padres pudientes mandaban a sus hijos a morir, lejos, donde no molestaran, pero con todas las comodidades que el dinero podía comprar. Nada era suficiente para una conciencia torturada. Cientos de ricos silenciaban sus remordimientos en aquel lugar. Un gigantesco mausoleo dorado en el que los muertos todavía respiraban.

Clauzade se había vestido para la ocasión. Había dejado el maquillaje y las prendas orientales en el armario y lucía su magnífico disfraz de persona normal. Su larga melena del color del oro viejo caía recogida en una coleta en su nuca. La chistera y el bastón remataban su atuendo de perfecto caballero.

Avanzó por los pasillos sin llamar demasiado la atención. Contempló los cartelitos de las puertas y cuando llegó a la que le interesaba, la golpeó con un par de movimientos de bastón.

Una muchacha de cara cuadrada y ojos pequeños le abrió la puerta y lo invitó a entrar. Iba vestida como el resto de las jóvenes que se había cruzado, un largo mandil blanco cubría el vestido oscuro, el uniforme de las enfermeras. Clauzade le dedicó una cortés inclinación de cabeza y se quitó el sombrero.

—El doctor Fontanelle vendrá ahora —dijo la joven señalando una de las butacas vacías e invitándole a sentarse—. ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Un té tal vez?

Sus labios dibujaban una sonrisa de color cereza, demasiado atrevida para el lugar en el que estaba. Unos bucles rubios se escapaban de la prisión en la que la cofia reglamentaria los había recluido.

—Sí, un té estará bien —aceptó con suavidad.

Malditas las ganas que tenía Clauzade de quedarse allí, pero tampoco tenía mucha más opción. Con un gesto impaciente, se aflojó el corbatín y se desabrochó un par de botones de la camisa. Le asfixiaba. La moda le asfixiaba. La ropa le asfixiaba. Las convenciones sociales le asfixiaban y mucho. Y pocas cosas simbolizaban más esas estúpidas convenciones que las camisas de cuello cerrado y los corbatines que le apretaban el cuello como la soga de un condenado. Por suerte, el médico que esperaba no tardó en llegar.

El doctor Fontanelle tenía poco más de treinta años. Era un caballero en la flor de la madurez. Llevaba el cabello oscuro peinado hacia atrás, dividido por una raya ancha y perfecta, casi matemática. El bigote también parecía dibujado con una escuadra y un cartabón. La bata blanca destacaba sobre el inmaculado traje confeccionado a medida.

Sí, un respetable caballero de buena casa e impecable educación que palideció al verle y se apresuró a cerrar la puerta tras él.

—Por un momento pensé que era una broma de mal gusto —murmuró con una mueca nerviosa.

Clauzade alzó una ceja, intrigado y divertido, y esbozó una sonrisa torcida.

—Mi querido Charles —dijo arrastrando las eses del nombre, haciendo un sonido sibilino y sugerente que sabía era difícil de resistir—. Querido Charles…, te he echado tanto de menos. Ya no sé nada de ti. No vienes a verme…

—M-me… me he casado —titubeó nervioso.

—Tráetela —sugirió Clauzade ensanchando su sonrisa—, es bueno que una pareja comparta aficiones.

—N-no digas esas cosas —dijo el médico enrojeciendo hasta la punta de las orejas—. Ella es una dama respetable.

—Y tú un caballero respetable —recordó divertido—. ¿Qué te da más miedo? ¿Que te odie o que le guste tanto como a ti?

—¿Qué es lo que quieres, Servais? —espetó el doctorcillo con malos modos—. ¿Qué tengo que hacer para que desaparezcas de mi vida?

Clauzade chasqueó la lengua en un gesto impaciente. Al final todo se reducía al chantaje, a la vergüenza… Él les había dado un refugio y el olvido, un lugar donde podían esconderse del resto del mundo y ser ellos mismos, sin inhibiciones, pero al final todo se acababa reduciendo a lo mismo; la negación. Bien, si Charles quería dejarse de formalismos y entrar en materia, ¿quién era él para negárselo?

—Tengo algunos problemas para abastecerme de algo que tú tienes en cantidad —dijo, cambiando radicalmente su tono de voz y su lenguaje corporal. Si antes había sido como un gato juguetón, ahora era un tigre que estiraba las garras.

—¿El qué? ¿Tuberculosos? —bromeó Charles con una risita histérica.

El médico permanecía de pie, al lado de la puerta, como si tuviera miedo de que esta se abriera en cualquier momento y le atraparan en una actitud indecorosa. Clauzade le dirigió una mirada reprobatoria y se acomodó en la butaca, cruzando las piernas con indolencia. No tenía prisa, sabía exactamente lo que quería y cómo conseguirlo. El tigre se miró de nuevo las garras y las estiró mostrando su longitud.

—Una de las principales medicinas que usas para tratarlos es láudano —continuó con voz tranquila—, y el láudano se hace con…

—Opio —contestó el médico tragando saliva.

—Opio —asintió Clauzade con lentitud—. Sé que tú elaboras las fórmulas magistrales así que debes de tener bastante acceso a la materia prima. Y seguro que no te será difícil encargar un poco más. Por supuesto, serás generosamente recompensado.

—Eso puede ser complicado —murmuró Charles, agachando la cabeza—. Hay bastante control y… podrían quitarme la licencia si se enterasen.

—Te podrían quitar la licencia por muchas cosas —replicó el tigre mostrando los colmillos al sonreír—, y si se enterasen de otras, perderías mucho más que tu licencia de médico. ¿Sabes? Siempre he creído que éramos amigos. Después de todo lo que hemos pasado juntos…

—¿D-de cuánto estaríamos hablando? —Charles agachó la cabeza.

Su voz temblaba y todo su lenguaje corporal hablaba de rendición. Clauzade no pudo evitar sentirse un poco decepcionado al ver como todo se había reducido a un simple y velado chantaje. A pesar de eso, acentuó su sonrisa y el tigre volvió a ser un lindo gatito juguetón. Estaba contento. Un poco decepcionado pero contento. Al fin y al cabo, una victoria era una victoria.

El doctor Fontanelle insistió en acompañarle a la salida personalmente. Clauzade puso los ojos en blanco pero le dejó hacer, así le permitía mantener una falsa sensación de control.

—Debes aburrirte mucho —dijo con un bostezo, aunque más que un intento de conversación, ese comentario no era más que un pensamiento que había cobrado voz—. Tanta gente enferma… que no puede curarse. Todos tus estudios y te limitas a tratar la tos.

—Esto es algo más que un tratamiento para la tos —negó Charles con vehemencia. Había enrojecido de nuevo, pero en esta ocasión era algo parecido a la ira. Su bigotito se curvaba en un gesto cómico del que no debía ser consciente—. La mayoría son chicos jóvenes. Intento que sus vidas sean más fáciles.

—Lo que les queda de ellas —comentó Clauzade con un aire despreocupado mientras caminaba por el largo pasillo sin preocuparle de que pacientes, visitantes o el personal se detuvieran a escucharle. En realidad, le traía sin cuidado lo que les sucedía a esos chicos. La muerte era algo muy triste que llegaba a todos tarde o temprano, o eso les hacían creer.

Una enfermera, la misma muchachita de los labios de cereza, sonrió con picardía al verle pasar y Clauzade la saludó con un toque de sombrero pensando que, de repente, sentía un antojo tremendo de comer cerezas.

—Por Dios santo —exclamó Charles con un siseo que pretendía ser un susurro—. ¿Nunca tienes bastante?

—¿De qué? —preguntó Clauzade haciéndose el inocente.

—De… —Charles hizo un gesto dramático de difícil interpretación pero que le arrancó una carcajada.

—Nunca hay demasiado, querido Charles —replicó—. Cantidad, calidad y variedad es mi lema.

—Agradecería que no sacaras ese tema en mi hos…

Clauzade le chistó y le silenció con un dedo. Algo había llamado su atención. En algún lugar, alguien tocaba un piano. Era un sonido melancólico que hablaba de esperanzas perdidas y de sueños truncados. Clauzade quiso hacer un comentario sarcástico al respecto, algo sobre que nunca nadie tocaba un vaudeville en un hospital, pero se sorprendió al ver que no podía. En vez de eso, se encontró siguiendo el origen de la melodía.

El médico no pareció percatarse de que Clauzade había abandonado su guía para adentrarse por su cuenta por los pasillos del sanatorio. Charles siguió caminando unos metros, hablando sobre lo poco apropiado que era tratar de esos temas en un lugar así, hasta que la falta de una réplica le hizo girarse y apreciar que caminaba solo. Se apresuró a volver sobre sus pasos y se encontró con que Servais estaba delante de una de las habitaciones dispuesto a abrir la puerta sin molestarse en llamar siquiera.

—¿Qué te crees que haces? —le espetó interponiéndose entre él y el pomo.

—Quiero ver quién toca el piano—respondió Clauzade con naturalidad, divertido ante la actitud protectora del médico—. No voy a corromper a ninguno de tus chicos —añadió, y se relamió los labios en una actitud provocativa, solo para ponerle nervioso—, solo es curiosidad.

—Es uno de mis pacientes —le recordó Charles, pero no ofreció mucha resistencia cuando Clauzade lo empujó a un lado. Con una nueva sonrisa triunfal, abrió la puerta e irrumpió en el salón sobresaltando al pianista.

La música se detuvo casi al instante y se encontró mirando directamente a un frente tormentoso. Era un joven delgado, de complexión menuda y rasgos afilados; unos ojos desafiantes le contemplaban a través de una cortina descuidada de cabello ceniciento. No apartó la mirada y Clauzade tampoco lo hizo. Sonrió de nuevo, pero esta vez su sonrisa era diferente. Curiosidad, excitación… Reconocía a ese chico, el chico de Didier. Apenas se habían visto una vez pero se acordaba de él como se acordaba de todos los que eran especiales. Y ese muchacho de aspecto frágil era especial.

—Buenos días —saludó el doctor Fontanelle visiblemente nervioso por la violenta irrupción del personaje—. Disculpe las molestias, el señor…

—Philippe Dulac —dijo Clauzade en voz alta sin desviar la mirada.

—Clauzade Servais. —La voz de Philippe sonó firme, casi ruda. Sus ojos grises no se apartaron. Un desafío en toda regla. Eso le gustó, tuvo que reconocerlo. Hacía mucho tiempo que no le excitaba tanto que alguien pronunciara su nombre.

—¿S-se… se conocen? —balbuceó Charles sorprendido—. Ah, cierto, no recordaba que el señor Dulac es… —Clauzade desvió lentamente la mirada de Philippe y la clavó en el médico, que pareció atragantarse y no continuó su frase.

Philippe esbozó una mueca torcida cargada de desdén y retomó su interpretación con el piano, ignorando premeditadamente a sus dos inesperados oyentes. Ese gesto no pasó desapercibido para Clauzade y renovó la sensación de excitación.

—Me gustaría hablar con él —dijo al médico sin alzar el tono de voz.

—El señor Dulac es uno de nuestros pacientes y… no… no debería ser molestado —empezó a decir Charles, pero su discurso tenía el énfasis de una homilía católica, aburrido, predecible, sedante.

Clauzade resopló y entrecerró los ojos, no iba a discutir por esa chorrada. Solo quería hablar con el crío.

—No me molesta, doctor Fontanelle —replicó Philippe con voz firme, sin dejar de tocar el piano—. Si al señor Servais no le preocupa mi enfermedad, puede quedarse si así lo desea.

Charles intercambió miradas entre uno y otro, parecía resistirse a abandonar la habitación. Para forzarle a decidirse, Clauzade abrió la puerta y, con un gesto silencioso, le conminó a salir.

—Si tiene algún problema, avise a la enfermera —dijo el médico antes de abandonar la estancia.

Apenas hubo salido al pasillo, Clauzade dio un golpe seco a la puerta, que se cerró con gran estrépito.

—Ojalá le haya dado en el culo. No era tan mojigato cuando nos conocimos —comentó con desdén—. ¿Qué se ha creído que voy a hacerte?

—¿Drogarme y meterme en una orgía donde no tendría voluntad para negarme a nada? —dijo Philippe encogiéndose de hombros.

«Uy, un ataque frontal, eso me gusta», pensó mordiéndose el labio inferior. Excitación era poco. Ese chico le calentaba con solo respirar.

Se acercó con pasos largos y lentos, jugando con su bastón. El joven no se había detenido ni un segundo, seguía tocando la melodía con la vista clavada en el pentagrama, pero a Clauzade no se le había escapado que, de vez en cuando, le miraba de reojo con fingida indiferencia. Si eso seguía así, se agujerearía el mentón de tanto morderse el labio intentando contener el deseo que ese muchacho enclenque despertaba en él.

Se acercó mucho, mucho más de lo que el decoro consideraba correcto, pero Philippe no hizo ademán de apartarse, ni siquiera vaciló en su interpretación.

—¿Eso te molestaría mucho? —le susurró sugerente, tan cerca de su oído que su aliento rozó la piel del joven poniéndole el vello de punta.

—No debería acercarse tanto, tengo tuberculosis, ¿recuerda? —dijo Philippe con indiferencia, aunque en sus labios le pareció ver bailar una sonrisa.

—No me preocupa la tuberculosis —confesó Clauzade—, aunque supongo que a mis invitados sí —se vio obligado a admitir con un suspiro—. Pero podríamos dejarlo en algo más íntimo, si estás interesado. Eres condenadamente apetecible, Puck —suspiró—, todavía recuerdo aquel beso… Me quedé con ganas de más. ¿Tú no?

Philippe dejó de tocar y miró al techo como si se estuviera pensando la respuesta.

—No —dijo con lentitud—. Me siento halagado y tentado, a decir verdad, pero prefiero no hacerlo. Quizá sea un estúpido pero no me queda mucho tiempo de vida y quiero llevarme el recuerdo de otros labios.

Clauzade sintió un escalofrío al escuchar sus palabras. Sabía lo que era la tuberculosis, sabía que era una enfermedad incurable y que, como tal, llevaba a la muerte del paciente. Pero escuchar a alguien referirse a su propio fin, a un condenado, con tanta ligereza, le resultaba sobrecogedor.

—No pareces muy enfermo —dijo, pero su voz apenas fue un murmullo. Su rostro era pálido y las ojeras parecían tatuajes bajo sus ojos nublados; con todo, solo parecía un chico cansado, nada más.

—Anoche conseguí dormir y hoy tengo un buen día —contestó Philippe sin darle importancia—. Al menos, por ahora.

«Al menos, por ahora…», se repitió mentalmente. Estaba incómodo. No era que no quisiera estar allí, era que le resultaba incómodo. No sabía qué decir. Ese chico le dejaba sin palabras.

—Tocas muy bien —dijo, cambiando el tema de conversación.

—No sabe mucho de música, ¿verdad? —se burló Philippe. Clauzade se vio obligado a negar con la cabeza—. Sé tocar, pero no soy bueno —explicó con cierta tristeza—. Tampoco importa mucho. Solo toco para distraerme, no es que tenga mucho más que hacer. Toda mi vida se ha visto resumida a esperar la muerte. ¿No es irónico?

—Supongo que sí —murmuró Clauzade desviando la mirada. No le gustaba ese diálogo, no le gustaba en absoluto. Ser consciente de la mortalidad era algo doloroso y molesto. En la mayoría de las ocasiones habría replicado con un sarcasmo y habría cambiado el tema de conversación—. ¿No hay nada más que hacer? —repitió extrañado.

—Al principio intenté dibujar —dijo Philippe—, pero para eso sí soy un auténtico desastre. Debería ver mis cuadros, parecen pintados por un niño pequeño.

El tono que usaba era jovial y una sonrisa sincera, pero poco pronunciada, iluminaba su rostro aunque fuera con la intensidad mortecina de una vela.

—Si no le importa perder la cordura por ello, seguro que mi padre se los muestra —continuó—, ahora guarda absolutamente todo lo que hago como si fuera una obra de incalculable valor. Antes los quemaba en la chimenea cuando creía que no le veía, pero claro, antes no estaba enfermo. Ahora leo mucho. Antes también leía pero ahora tengo más tiempo, y…, bueno, aquí hay un piano. No les molesta demasiado que lo toque, así que paso el rato.

Philippe se detuvo y le miró como esperando una respuesta. Clauzade no dijo nada, se sorprendió al darse cuenta de que en realidad no había prestado nada de atención a lo que el chico le había contado, solo había escuchado el sonido de su voz y se había perdido, hipnotizado por el movimiento de sus labios.

—Hablo demasiado, ¿verdad? —Philippe agachó la cabeza—. Lo siento.

Había amargura en su voz y dolor, muchísimo dolor. ¿Por no haberle escuchado? Clauzade no era una persona atenta, a duras penas escuchaba a Liu-Xin cuando decía cosas que de verdad le interesaban. Philippe se quedó contemplando las teclas del piano, en silencio, esperando a que fuera él el que hablara o que decidiera marcharse.

—¿No tienes visitas? —preguntó. Philippe negó con la cabeza sin alzar la vista.

—Mi padre viene a veces —comentó.

—¿Y el chico ese de la otra vez?

—René hace tiempo que no me habla —dijo—. Más o menos desde que se enteró de que era un degenerado que me acostaba con su hermano. Supongo que es mejor así.

La siguiente pregunta era previsible, pero no por ello era fácil.

—¿Y Didier?

Casi pudo ver como un relámpago de dolor atravesó el cuerpo del joven. Cerró los ojos y se tomó unos segundos para reponerse.

—Supongo que está bien —respondió Philippe con la cabeza baja, acariciando sin tocar las teclas del piano—. Está en América, ¿no lo sabía?

—Algo había oído —reconoció Clauzade—. Pero se me hace extraño verte aquí, solo, y que él no esté cerca.

Philippe entornó los párpados. Su labio inferior temblaba ligeramente. Sus dedos se crisparon sobre el teclado y el piano protestó elevando una nota discordante.

—No lo sabe —murmuró Clauzade abriendo mucho los ojos—. Su duende, su Puck, se muere y él no lo sabe. Ni siquiera se lo imagina, ¿verdad?

Philippe escondió el rostro tras las manos y negó con energía.

—¡No, no lo sabe! —masculló, y su voz se quebró en un lamento desgarrado—. ¡Y no va a saberlo! —replicó mirándole directamente, clavando en sus pupilas sus ojos enrojecidos, una tormenta desatada en un cielo ensangrentado.

Clauzade alzó la mano con cuidado y rozó su mejilla en una caricia amable, una que pretendía tranquilizarle. No era proclive a ese tipo de gestos, pero ese chico necesitaba una muestra de afecto tanto como respirar. Philippe no la rehuyó.

—No va a saberlo —dijo Clauzade en un susurro—, no voy a decir nada pero no podrás ocultárselo siempre. No es tan sencillo, Puck. La muerte nunca es sencilla y, por desgracia, es muy permanente. No tengas prisa en llegar a ella, el camino todavía te reserva algunas sorpresas.

—Pues tendrá que darse prisa en dármelas —respondió Philippe con una risita nerviosa.

Clauzade le miró fijamente, dibujó con los ojos cada línea de su rostro, desde sus ojos tormentosos a sus generosos labios pasando por el arco de una nariz menuda, cincelada a la perfección, y sus pequeñas orejas que casi parecían acabar en punta. «Sí que parece un duende», se vio obligado a reconocer.

—¿Seguro que no te interesa mi proposición? —dijo, permitiendo que el deseo aflorara de nuevo, lo justo para arrancarle una nueva carcajada—. A mí no me importan los gérmenes.

Philippe se rio de nuevo y un leve rubor cubrió sus mejillas.

—Seguro —afirmó, asintiendo con la cabeza—. Pero… gracias. Mala hierba nunca muere, ¿no?

—Algo así —respondió Clauzade con una mueca burlona.

—Tenía que haber sido más malo.

Philippe era extraño; ni le rehuía ni le buscaba. Ese último comentario estaba lleno de amargura y de inocencia al mismo tiempo. No parecía albergar ninguna inquina hacia él ni hacia lo que era. Recordó el comentario de Charles y la diferente forma en la que ambos se enfrentaban a la realidad de sus sentimientos. Uno los negaba y se fabricaba un disfraz que llegaba a creerse, y el otro… luchaba por seguir siendo auténtico el tiempo que le quedaba. Aunque eso implicara soledad y rechazo.

«Me duele… Me duele que se muera. No quiero que se muera».

—Nunca es tarde para ser malo.

—Mi padre dice que nunca es tarde para arrepentirse —replicó Philippe—, pero sigue esperando a que lo haga. Me tienta más su oferta, Monsieur Servais, pero…

—Tengo que irme —dijo Clauzade con voz hueca, levantándose del banco. No le gustaba. Había una sensación molesta, un hormigueo en la punta de la nariz del estornudo que nunca llega—. Tengo muchas cosas que hacer, la fiesta no termina.

—Claro… —dijo Philippe asintiendo con la cabeza, parecía algo decepcionado— Yo… seguiré tocando un rato más.

—Lo haces muy bien —repitió Clauzade, no recordaba que ya se lo había comentado antes. Se dirigió hacia la puerta con una urgencia que no obedecía a razón alguna más que a una necesidad imperiosa de poner distancia entre ese chico y él.

Monsieur Servais. —Le detuvo Philippe. Clauzade giró sobre sus talones y contempló al joven que le observaba completamente ajeno al maremágnum de emociones que había despertado en su interior—. Me ha gustado hablar con usted. Es… fácil —dijo, y su sonrisa le pareció sincera—. No tengo muchas visitas. Puede volver, si quiere hacerlo. Si no… si no tiene nada más importante que hacer, claro. Solo si… si le apeteciera pasarse, pues… puede hacerlo. Aunque no creo que haya nada que usted no pueda hacer si quiere hacerlo.

Philippe bajó la mirada, parecía avergonzado pero no había hecho nada para sentirse así. Le había pedido que viniera a verle… ¿Tan necesitado estaba que alguien como él suponía una buena compañía?

—Lo haré —dijo Clauzade sorprendiéndose a sí mismo—. Sí, seguro que lo haré. Nos veremos de nuevo, Puck. —Y le guiñó un ojo antes de salir de la habitación.

En el interior del salón sonaba una melodía oriental mientras los invitados comenzaban a llegar. La iluminación todavía no había adquirido la tonalidad mortecina de las velas y las lámparas de aceite que se encenderían más tarde. En ese momento solo un poco de incienso confería un aire especial a un espacio lleno de cojines de terciopelo y divanes. Los grandes fumadores se habían colocado en rincones estratégicos, siempre en el exterior de la alfombra central, reservada para otros fines.

En aquel lugar regía un código de silencio, uno que Clauzade no había roto jamás aunque alguna vez había jugueteado con la idea, lo justo como para que los ratoncitos se asustaran y regresaran a sus escondrijos.

Confianza era la clave de todo. Confianza y seguridad para poder actuar con total libertad dejando sus inhibiciones en el vestíbulo. Algunos llevaban máscaras pero casi todas caían antes del amanecer.

Cantidad, calidad y variedad era su lema, pero la mayoría de los que iban allí sabían lo que buscaban y su carta se había especializado bastante.

Los «habituales», como le gustaba llamar a los atractivos muchachos que estaban cada noche, ultimaban los últimos retoques a su indumentaria. Iban ataviados con collares y amplios bombachos orientales que traslucían invitando a adivinar lo que se escondía tras ellos y que prometían desprenderse con facilidad con un simple tirón del fajín. Estos chicos, ninguno sobrepasaba la veintena, habían empezado a prepararse para la fiesta y entre risas, perlas y kohl, daban cuenta del nuevo género llegado unas horas antes por obra y gracia de su amigo el doctor Fontanelle.

Conforme los invitados iban llegando, los chicos abandonaban su rincón entre las sombras para atender a los recién llegados. Algunos ejecutaban una danza en la alfombra central, una danza que ya habían ejecutado otras veces y que solía terminar bien entrada la madrugada, cuando los rayos del astro rey aparecían tímidamente por el horizonte. Una danza que se ejecutaba sin él pero en la que, cuando Clauzade estaba, era el bailarín principal y el director de orquesta.

Era enero, había nevado y todo tenía cierto aire fantasmagórico. Hacía frío pero eso no le molestaba. El interior de la casa era cálido, y el movimiento siempre invitaba al calor; pero Clauzade prefería estar allí, en la terraza, contemplando la llegada pausada y continua de los invitados de esa noche. Su largo batín de raso carmesí ofrecía un pobre abrigo contra el clima invernal. Iba vestido como sus chicos habituales, con largos bombachos de seda semitransparente y adornos de colgantes y monedas que tintineaban con cada movimiento.

Su melena caía hasta su cintura dibujando una cascada de ondulaciones doradas con reflejos cobrizos, el mismo tono que lucía su barba, que casi parecía dibujada marcando las facciones de su rostro. En noches normales, Clauzade era la reencarnación del deseo y la tentación, pero esa noche… esa noche su personal reencarnación de la tentación estaba muy lejos de allí.

Jugueteó con los largos collares que adornaban su pecho mientras sus ojos, de nuevo oscurecidos con kohl, se dirigían una y otra vez a la luna afilada que apenas comenzaba a mostrarse.

—¿No vas a entrar? —preguntó al chico joven, vestido como los otros con prendas orientales y con los ojos maquillados. A simple vista cualquiera diría que era uno de los habituales, pero Clauzade sabía que no. Gerard era diferente a todos.

A él tampoco parecía afectarle el frío. Se sentó con aire indolente en la barandilla del balcón como solía hacer. A su espalda había una caída letal, pero él no parecía muy preocupado.

—¿No es muy pronto para ti?

El chico se encogió de hombros y agachó la cabeza en un gesto de falsa inocencia que todavía era capaz de encenderle como pocas cosas lo hacían. Y, sin embargo, en esa ocasión le llenó de dolor.

—¿Por qué no vas dentro y… escoges a alguien?

—¿Estarás conmigo? —preguntó Gerard. Sus ojos verdes brillaron maliciosos y tentadores cuando la sorpresa iluminó su rostro.

—¿Al final… no lo estuve anoche? —se extrañó Clauzade. Gerard negó con la cabeza—. Habría jurado que sí. ¿La anterior?

—No —negó el joven. Lejos de sentirse ofendido parecía disfrutar con la confusión—. Pero no sé si quiero estar contigo hoy —dijo, arrugando la nariz—. Estás muy apagado. ¿La luna creciente?

Clauzade asintió con la cabeza. Eran demasiados años juntos. Gerard le conocía como nadie y sabía que no solo era eso.

—Hoy he visto a un chico valiente que se había rendido —le confesó.

—Te gusta la gente valiente —dijo Gerard frunciendo el ceño. Ese semblante tan serio era muy poco habitual en él—, pero no te gustan los vencidos. No te entiendo.

—Se está muriendo; tisis.

—Oh. —Gerard bajó de un salto del balcón y se puso a su lado—. ¿Vas a salvarle?

Clauzade negó con la cabeza.

—Después de cierto incidente no creo que me dejen intentarlo siquiera.

—¿Por si vuelve a salir mal?

—Creo que les preocupa más que salga bien. Ya sabes cómo son. Esos… viejos amargados.

—… Viejos amargados —repitió el muchacho al unísono y después se echó a reír. Clauzade se obligó a sonreír y se mordió el labio inferior al vislumbrar los hoyuelos del joven.

—Esta noche quiero estar contigo —dijo, arrastrando las palabras con un jadeo.

—¿Quieres mimitos y abracitos? —se burló Gerard.

—Sí —admitió Clauzade—. Y que me la chupe alguien con talento y experiencia.

Gerard se echó a reír de nuevo. Su risa era como un chorro de agua fresca que aliviaba los males y actuaba como un bálsamo sobre su alma dolorida. El joven se le acercó y le susurró al oído, tan cerca que pudo sentir el cosquilleo de su presencia.

—Te encontraré.

Clauzade cerró los ojos y no los abrió hasta que lo único que acarició su cara fue el viento de la noche invernal. Suspiró. Hablando de heridas…, algunas se resistían a cerrar. Gerard era bálsamo y sal al mismo tiempo.

¿Ya están todos? —preguntó sin girarse al reconocer a su espalda los pasos de los tacones de su asistente.

Eso parece —respondió Liu-Xin.

Clauzade asintió con la cabeza, conocía sus obligaciones de anfitrión pero había días —pocos, era cierto, pero ese era uno de ellos—, en los que sus obligaciones eran una pesada carga. Aunque el eco de las palabras de Gerard le reconfortaba.

Hace unas horas que han traído el opio —prosiguió Liu-Xin, incentivada por su silencio—. Tu nuevo doctor se ha portado en cuanto a tiempo, pero la calidad del producto es un poco… cuestionable. Deberías hablar con los ingleses.

Dame una tregua, Liu-Xin —contestó con voz cansada—. No he tenido mucho margen de maniobra.

—Lo habrías tenido si hubieras actuado cuando empezaron los problemas —recordó la mujer sin mostrar una pizca de clemencia.

Él se limitó a suspirar, no tenía ganas de discutir, no tenía ganas de nada. No le gustaba reconocerlo pero su visita al sanatorio había minado su estado de ánimo.

«¿Por qué?», se preguntó. Había visto gente muriéndose en otras ocasiones. La gente entraba en su vida y desaparecía de ella de muchas formas. Y gente mucho más cercana a lo que había sido nunca ese muchacho. Era algo que sucedía y punto. Hubo un tiempo en el que había intentado cambiarlo y el resultado había sido peor que la muerte. Ahora ya estaba acostumbrado, podía doler, podía molestar… Con el paso de los años había empezado a verlo con cierta indiferencia pero… eso no pasaba con Philippe. «¿Por qué?», se preguntó de nuevo. ¿Por qué esa rabia, esa impotencia?

Sin mediar palabra, Liu-Xin le tendió un vial de líquido lechoso. Clauzade lo cogió con una sonrisa torcida y lo alzó, agitando su contenido. La amalgama blanquinosa brilló con el tono iridiscente de la luz refractada.

—Por ti —dijo, dirigiendo un brindis a la luna, antes de apurar el contenido del frasco.

Sabía mal. Podían pasar mil años y seguiría sabiendo tan mal como la primera vez. No era agradable. Arrugó la nariz y bebió de la copa de vino que Liu-Xin le tendió casi al momento. Dejó que el áspero sabor de los taninos eliminara los restos de su condena.

¿Has conseguido más proveedores? —dijo entre tragos carmesís que bailaban en su boca, limpiando todo rastro del otro sabor.

—Me he puesto en contacto con Dubrotnik, pero, por ahora, he conseguido dos viales en la pequeña tienda del centro. Dicen que pueden conseguir más.

Pensé que allí no les quedaba —comentó sorprendido—, que ya no se ocupaban de esas cosas.

Y no les quedaba, pero al parecer han conseguido un nuevo suministrador —dijo la mujer—. Y me han hablado de rumores interesantes.

—¿Rumores?

Los boticarios de Barcelona han regresado.

Clauzade no se molestó en ocultar su sorpresa. La mayoría de los que eran como él tenían algo que ver con el clan de Barcelona. La familia de boticarios de la Ciudad Condal hacía tiempo que no estaba en el negocio. Dudaba que alguno de sus descendientes fuera capaz de utilizar esas artes. Según le habían dicho, solo quedaban banqueros y abogados; la rama de alquimistas y estudiosos había desaparecido con el apellido.

Están produciendo el elixir en grandes cantidades —continuó Liu-Xin—. Y todo parece indicar que conservan algunas piedras.

¿Piedras? —repitió Clauzade, incrédulo—. ¿De cuántas piedras estamos hablando? ¿Saben…?

Los rumores hablan de al menos dos; puede que más.

Pero… ¿quién es él? —insistió— ¿Ese hombre sabe con lo que está tratando?

—Alguien ha tenido que explicárselo.

En grandes cantidades… —Eso era preocupante. Y si alguien podía hacer nuevos rituales eso implicaba…

«Problemas. Implica problemas. No deberías pensar en eso. Pero justo ahora…, después de tanto tiempo».

Clauzade se apoyó en la barandilla de la terraza y dirigió la mirada al interior del salón. La música de tambores e instrumentos extraños llegaba hasta sus oídos. Las voces empezaban a apagarse y otro tipo de sonidos comenzaban a adquirir protagonismo. Tenía que entrar, no podía demorarse más. Pero las noticias de Liu-Xin habían acabado de matar sus pocas ganas de fiesta.

—¿Se van a ocupar de ellos? —preguntó.

—Nadie ha dicho nada aún.

Mejor —decidió sacudiendo la cabeza—. No es mi problema. Mi problema es conseguir esto cada mes —dijo tirándole el vial vacío—. Y mantener mi fuente de ingresos estable y el puto opio. ¡Esos son mis problemas! Y, por supuesto, complacer a mis clientes.

Abrió los brazos en un gesto teatral y se adentró en el salón, dispuesto a hacer bien su trabajo y complacer a todos sus clientes. Los clientes complacidos regresaban, siempre regresaban.

Cantidad, calidad, variedad…, ese era su lema.

Abrió un ojo, somnoliento, y se encontró con que estaba derrumbado en uno de los divanes, completamente desnudo. La luz entraba por los ventanales del balcón e iluminaba la estancia sin mostrar la más mínima clemencia. Se incorporó sobre sus codos, todavía adormilado. La lengua reseca se le pegaba al paladar.

Una brisa fresca entraba por la ventana del balcón y hacía ondear las cortinas como espectros dorados. Había alguien en la terraza, sentado sobre la barandilla de piedra. Clauzade sonrió al reconocer la silueta recortada por el sol, y sintió la familiar punzada del dolor y la culpa.

—Buenos días —dijo con un tono que pretendía ser jovial.

Atractivo era poco. Gerard poseía esa extraña belleza ligeramente andrógina tan difícil de encontrar. Unos ojos grandes, verdes, y unas pestañas largas. Una nariz perfectamente esculpida en un rostro que no estaba hecho para pasar desapercibido. El cabello castaño enmarcaba sus facciones afiladas y, en esa ocasión, caía despeinado obstaculizando su visión.

—Buenos días —respondió él con una sonrisa que apenas torció la comisura de la boca y que contrastaba ferozmente con la expresión que había lucido la noche anterior.

Clauzade suspiró y cabeceó contrariado.

—Estás enfadado.

—No estoy enfadado —negó Gerard girando la cabeza—. Solo… un poco desilusionado. Ya se me pasará —dijo, encogiéndose de hombros—. Siempre se me pasa.

No tenía ganas de discutir. Tenía demasiadas cosas en la cabeza y los sentimientos de su pequeña condena no eran lo prioritario. Entendía perfectamente el sufrimiento de Gerard pero él no podía hacer nada para remediarlo. «Ya has hecho demasiado», se reprochó.

—Anoche dijiste que me buscarías —recordó intentando averiguar lo que pasaba por la cabeza de su joven amante—. No te vi.

—Me sorprende que anoche fueras capaz de verte la polla.

Clauzade se quedó perplejo ante la seca respuesta del joven y frunció el ceño en un gesto bastante exagerado. Gerard giró la cabeza y dejó que el pelo actuara de barrera entre ellos. No parecía tener muchas ganas de hablar.

—Desilusionado, una mierda —masculló Clauzade, ofendido por el comentario.

Ambos se quedaron en silencio. Ninguno de los dos dio el primer paso en reiniciar la conversación, tampoco hicieron ademán de salir de allí. Gerard no varió su expresión y Clauzade empezó a suspirar teatralmente. Miró los árboles del pequeño bosque doméstico. Allá, no muy lejos, se podía adivinar la nube oscura que cubría la ciudad. Una nube muy oscura. Empezó a esbozar una sonrisa al sentir la mirada del joven sobre él. Pero al girarse, Gerard se apresuró a recuperar su postura.

A su pesar, Clauzade estalló en sonoras carcajadas.

—La verdad es que yo tampoco sé si me la vi anoche —admitió entre risas—. Menos mal que ella se sabe sola el camino. —Gerard relajó un poco la expresión y Clauzade se permitió un respiro—. Tienes razón —le concedió—. Últimamente descuido mucho mis deberes, Liu-Xin también está enfadada conmigo. Tengo que controlarme un poco. Deberíamos hacer algo diferente —comentó—. Podríamos ir al teatro, o a la ópera.

—¿Los dos? —preguntó Gerard abriendo mucho sus ojos verdes.

—Sí, claro. Podría reservar un palco, algo íntimo.

—¿De verdad vas a llevarme? —preguntó. Su rostro se iluminó. Clauzade sonrió al verle tan feliz.

—También podrías ir al museo, o… a dar un paseo. No tienes por qué quedarte en casa todo el día. Le diré a Liu-Xin que te lleve.

Casi pudo ver cómo la luz se apagaba.

—Claro —dijo el joven, y asintió con la cabeza.

Su desencanto era más que notable. Gerard siempre había sido transparente para él. Iba a añadir algo más pero seguramente no haría sino empeorar las cosas. Las cosas entre ellos siempre habían sido así. Todavía recordaba los cristales rotos y los cuadros destrozados de los primeros días. Con el paso del tiempo, Gerard se había ido calmando, y ahora…

Ahora Clauzade suspiró mientras su joven amante desaparecía.

«No es enfado, es desilusión».

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