Este relato es un regalo de Laurent a todos sus lectores, inspirado en la serie que comienza con Montañas, cuevas y tacones. Se trata de la historia de Ramiro y Víctor, el abogado, mucho antes de que nuestro fotógrafo conociera a Iván y su vida diera un giro de 180 grados.
Laurent Kosta
Víctor y Ramiro
Víctor supo de Ramiro mucho antes de conocerlo. Ya era el abogado de Tony y Alfred cuando ellos lo acogieron en su casa y, como abogado, fue uno más de los que les advirtió de los riesgos de acoger a un adolescente del que no sabían nada. Podría robarles, podría meter a gente indeseable en su casa, podría incluso meterlos en un lío legal si los demandara falsamente por abuso; por no hablar de las consecuencias mediáticas que una acusación así traería para su firma de moda. Bastaba que el chico supiera eso para que los chantajeara. Pero cuando de verdad se alarmó fue unos años después cuando Tony y Al, a quienes consideraba no solo clientes sino buenos amigos, le informaron de que deseaban incluir a Ramiro en su testamento.
Sabía que era un error, pero sabía también que no conseguiría nada con advertencias, estaba claro que el chico los había engatusado, lo veían como parte de su familia y nadie los convencería de lo contrario. Fue entonces cuando quiso conocerlo. Comprobar si habían metido en su casa a un pequeño estafador o si realmente era el buen hijo que ellos creían que era.
No le costó encontrar motivos para pasarse por el estudio de sus clientes, trabajar desde allí incluso; la empresa crecía, ganaba prestigio internacional y la gestión demandaba cada vez más tiempo de su bufete. Normalmente hubiera delegado esa gestión, pero tenía un interés personal por involucrarse.
Conoció a Ramiro una tarde cuando terminaba las nóminas de los empleados de la famosa firma de moda Alfred & Valenty, a solas en el despacho de Al, en su casa, mientras sus clientes trabajaban en su estudio en el piso de arriba. Levantó la mirada un momento y se lo encontró delante de él, de pie, apoyado en el marco de la puerta en una pose que no habría quedado más sexy si la hubiera preparado, aunque su cuerpo desprendía una indiferencia irresistible. Estaba ahí, observándolo de reojo, con una sonrisa perversa mientras entre sus manos desgranaba cuidadosamente una piedrecita de costo que dejaba caer en un papel de liar que reposaba sobre su otra mano, una acción que parecía manejar con destreza de experto.
—¿Te conozco? —preguntó, al tiempo que confeccionaba un cilindro perfecto entre sus dedos largos.
—Víctor Andrade, soy…
—El abogado —lo cortó y Víctor sonrió.
—E imagino que tú eres Ramiro. —El joven le devolvió la sonrisa—. He oído hablar mucho de ti.
Ramiro ignoró por completo la invitación a una charla superficial, se limitó a encender su porro y comenzar a fumar sin perder su chulería. Debía tener unos veinte años por entonces. Se notaba que estaba cómodo en su piel, su mirada insinuante y su pose provocativa no ocultaban que flirteaba. Se habían quedado en silencio, pero no se hacía raro, como si formara parte de un acuerdo prestablecido. Ramiro dio un par de caladas y le ofreció el pitillo. Entonces se fijó en sus ojos; eran de un azul casi trasparente, enmarcados por unas tupidas pestañas negras que creaban un efecto hipnótico en su mirada, aunque, por alguna razón, conseguía que un rasgo que debería tener algo de angelical resultara perturbador.
Víctor rechazó la droga, él volvió a fumar. Absorbió el humo, lo retuvo en sus pulmones un momento y luego lo soltó despacio mientras decía con voz arrastrada:
—Víctor el abogado. No me habían dicho que eras tan guapo.
Víctor soltó una carcajada, su descaro era apabullante.
—¿Te puedo ayudar en algo… legal? —preguntó de forma tajante, dejando claro que su presencia interrumpía.
Ramiro negó de forma casi imperceptible, luego se humedeció los labios y se estiró, alargando sus brazos por encima de la cabeza, en un gesto pretendidamente desenfadado. Víctor no pudo evitar fijarse en su cuerpo, su musculatura marcada se adivinaba a través de su camiseta verde de manga larga, que se ceñía a su torso y te llevaba inevitablemente a fijarte en su pelvis compacta, dura. Había algo exageradamente sexual que emanaba de cada uno de sus poros, y él lo sabía.
—Nos vemos… —dejó caer, y sonó más a invitación que a despedida.
Luego se dio la vuelta y se alejó con paso relajado, pero a medio camino se giró una vez más hacia Víctor, para descubrirlo con los ojos pegados a su cadera, y asomó una vez más esa sonrisa de quien sabe que ha logrado la atención que buscaba.
No podía menos que preguntárselo, así que cuando le comentó a Tony que había conocido a Ramiro, lo dijo:
—Vosotros ¿no estaréis…?
—¡Por supuesto que no! —se indignó el diseñador—. Es solo un crío. ¡Por dios! —Y la idea en su expresión parecía descabellada, aunque no lo había sido para nada mientras hablaba con Ramiro—. Ya sé que va de ese rollo de malote, pero es un buen chico, es muy trabajador y si se compromete a algo lo cumple… —Tony fue muy rotundo apartando las dudas—. En serio, Víctor, deja de preocuparte, no somos estúpidos. Nos encanta tener a Ramiro en casa, y te aseguro que nos ha aportado mucho más él a nosotros que nosotros a él.
Así que se olvidó del tema, no había nada más que pudiera hacer. Si se equivocaban o no, no era su responsabilidad.
No volvió a ver a Ramiro hasta tres años después, cuando él mismo se acercó a verlo. Tenía una pregunta legal, al parecer.
—Tony dijo que podía pasarme. No te importa, ¿verdad? —preguntó en cuanto entró en el bufete. Se había dejado crecer una perilla juguetona que le daba un aspecto más maduro y bohemio.
—No, claro… —invitó Víctor. Lo hizo pasar a su despacho, le ofreció un café y un asiento, y debía reconocer que había algo de alarde en darle tanta importancia a su consulta extraoficial.
Ramiro ignoró su invitación a sentarse y, en su lugar, se quedó de pie husmeando su estantería, deteniéndose a observar los libros legales, las fotos familiares, los diplomas y recuerdos de congresos.
—No quiero entretenerte… —aseguró al tiempo que se recreaba con un tomo de Metafísica de las costumbres, de Kant—. ¿Sabes si una técnica de fotografía tiene derechos de autor?
—¿A qué te refieres?
—Estoy trabajando para un fotógrafo, uno muy famoso en el mundo de la moda, que tiene una técnica peculiar para hacer fotos. —Siguió sin dejar de rebuscar entre sus libros—. El caso es que he aprendido a manejar su técnica; de hecho, muchas veces las fotos las hago yo y él solo viene por el estudio para cobrar…
—Vaya, no parece muy ético.
—Es bastante habitual… —Y la inspección de su pequeña biblioteca lo había llevado hasta Platón, La república—. Una revista me ha ofrecido hacer unas fotos con su técnica… por mi cuenta. —Y en ese punto levantó los ojos en su dirección en busca de la reacción de Víctor—. Me ofrecen la mitad de lo que suele cobrar él.
—Eso tampoco parece muy ético.
—Pero ¿es ilegal?
—Es difícil de saber. Si tiene una patente sobre algún mecanismo que utiliza en sus fotografías…
—No, es más bien un estilo, un concepto de fotografía…
—Las ideas también se pueden patentar. —Eso pareció no gustarle—. Aunque supongo que en el caso de una obra artística sería muy difícil demostrar que has utilizado el método exacto, si el resultado es una versión de su estilo. Bastaría con que introduzcas pequeñas variaciones… Siempre que, claro está, haya patentado su técnica. —Ramiro sonrió aprobatoriamente, pero no dijo nada. Era difícil adivinar lo que estaba pensando—. En todo caso, no creo que a tu jefe le haga mucha gracia.
—Esa es la parte que menos me importa. ¿De verdad lees filosofía o es solo para impresionar? —dijo, cambiando de tema, mientras hojeaba El miedo a la libertad, de Erich Fromm.
—Siempre me gustó la filosofía, pero esos los tengo aquí para impresionar. —Y a él pareció gustarle su sinceridad.
—¿Me prestarías este?
—Puedo regalarte uno nuevo, ese está subrayado y muy manoseado.
—Mejor. —Y su forma susurrante de decirlo era ambigua. Había libros que jamás prestaba. Era una norma no escrita que los libros prestados jamás se devolvían, y Víctor valoraba su biblioteca por encima de cualquier otra de sus pertenencias. Pero sabía que estaba a punto de hacer una excepción, porque había sucumbido al hechizo del joven de ojos traslúcidos, y la idea de tener una excusa para volver a verlo resultaba tentadora.
—Con vuelta.
—Por supuesto —confirmó—. Gracias… por el consejo —añadió antes de marcharse, y Víctor se quedó observando cómo se alejaba entre las mesas de su bufete con sus andares callejeros, con pocas esperanzas de volver a ver su libro.
Al final de la temporada, Alfred y Tony solían organizar una fiesta. En esa ocasión era para celebrar la presentación de la colección otoño-invierno de Alfred & Valenty. No era la primera vez que lo invitaban, pero en el pasado había encontrado buenas excusas para esquivarlas, no era el tipo de persona que disfrutaba de esas fiestas de famoseo y manoseo. Víctor era más bien cauto a la hora de elegir sus relaciones. Aunque debía confesar que parte de su motivación para asistir aquella noche era la esperanza de volver a cruzarse con el joven de ojos azules aspirante a fotógrafo.
La fiesta tenía lugar en el lujoso salón de un edificio del siglo diecisiete del centro de Madrid. Vestidos largos con firma de autor, atuendos brillantes, esmóquines, zapatos de precios desorbitados, joyería, mucho alcohol, cirugía plástica, desinhibición y libidos disparadas. Justamente el tipo de fiestas que Víctor detestaba por más que apreciara a sus anfitriones. Encontró algunos rostros conocidos, sobre todo de clientes suyos, por lo que pasó gran parte de la noche hablando de trabajo. Con una copa en la mano y la otra en el bolsillo de su traje de Prada, el abogado buscaba entre la multitud al objeto de su deseo. No fue difícil encontrarlo, iba de un lado a otro del local haciendo fotos de los invitados con una Canon antigua. Saludaba, bromeaba y hacía fotos, se movía con confianza entre los invitados y estaba claro que seducía a todo el que se cruzaba en su camino, tanto hombres como mujeres querían acercarse, abrazarlo, tocarlo, besarlo o respirar cerca. Víctor lo observaba en la distancia; en cambio, Ramiro no reparó en él. Vestía un traje negro ceñido, sin corbata, con una camiseta de cuello vuelto que realzaba la armonía de su cuerpo. Se sintió de pronto ridículo por haber albergado alguna esperanza; Ramiro era joven, atractivo y carismático, lo adoraban. Él, en cambio, solo era un abogado aburrido que rozaba los cuarenta, con una vida predecible y poco glamurosa. Era mejor olvidarse del chico de mirada hipnótica y buscar entre hombres que estuvieran más a su alcance, en su liga, como solía decirse.
Echaba de menos la época en la que las relaciones eran fruto de la casualidad. Te conocías en un bar, en una fiesta, te presentaba algún amigo… La oferta de sexo en redes le parecía una trampa endiablada. La gente ya no se hablaba, se estaba perdiendo la necesidad de la seducción, y a Víctor le gustaba ese juego. Las miradas, la conversación, el anhelo, la incertidumbre. Pero aquella noche se descubrió deseando pasar la noche con alguien, aunque fuese un encuentro fugaz y desechable.
El flash cegador de una cámara lo sorprendió de pronto en mitad de una conversación sobre economía de mercado. Y ahí estaba Ramiro, sexy, joven, con su sonrisa perversa.
—Víctor el abogado, deberías estar follando esta noche, no hablando de economía.
—La noche es joven —le respondió con rapidez sin dejarse intimidar por su actitud provocadora.
Ramiro cogió su copa y dio un trago largo antes de devolvérsela.
—Muy cierto —dijo. Le guiñó un ojo y se esfumó.
Lo detestó en ese momento, por su seguridad, por su capacidad para manipularlo. Para Ramiro el resto formaban parte de un juego que él controlaba, sería él quien eligiera con quién marcharse aquella noche, y se odió por ser uno más de los babosos que aguardaban en segundo plano anhelando las migajas de atención. Decidido a ignorarlo, se dedicó a buscar un rollo para esa noche…, no debía ser difícil en aquella fiesta. Las siguientes horas las pasó tonteando con unos y otros, flirteando como solía hacerse antaño. Ya de madrugada la fiesta empezó a desvariar; Alfred, borracho, bailaba con las modelos mientras Tony le echaba la bronca para que dejara de beber. Había parejas y tríos besándose y metiéndose mano en los sillones, otros vomitando en las esquinas o esnifando coca sin disimulo. La fiesta estaba en su apogeo más vicioso cuando Víctor notó que Ramiro se había esfumado. Sin poder evitarlo, comenzó a buscarlo por el salón. Sabía hacia dónde se encaminaban los que querían algo más que un morreo y, como él también andaba algo ebrio, se fue en esa dirección. Se alejó de la sala central dejando atrás el ruido de la música y el gentío, deambuló por algunos pasillos hasta encontrar una puerta entre bastidores que daba a un almacén. Ahí, entre la oscuridad, se escuchaban los jadeos de los amantes espontáneos de la noche.
Supo que estaba ahí, era a donde habría ido Ramiro sin duda, y no se equivocó; entre la penumbra pudo adivinar la figura del joven junto a una mesa, besándose con otros dos hombres. Víctor, con su vaso de whisky en la mano, se acercó un poco fijando su mirada en Ramiro sin disimulo. Tenía el torso denudo y Víctor se deleitó observando su piel, siguiendo la línea de sus músculos por brazos y pectorales. Uno de aquellos hombres le comía la boca, recorriendo con sus manos la piel desnuda que Víctor no podía dejar de admirar. El otro se agachó delante de él, le abrió la cremallera del pantalón y comenzó a chuparle la polla con dedicación. Víctor se apoyó sobre una pared con su copa aún en la mano y se quedó a mirar, sin reparo, deleitándose en el espectáculo que se le ofrecía. En ese momento su mirada se cruzó con la de Ramiro, y el chico siguió disfrutando de las atenciones de sus amantes sin perder de vista al intruso. Parecía estar disfrutando de tener un voyeur, agarraba la cabeza del chico que le hacía una mamada para dirigirlo, dejaba que el otro le lamiera el cuello, la oreja, los pezones… mientras Ramiro, con los labios semiabiertos, miraba a un tercero que no le quitaba los ojos de encima. Se concentró en la tensión de sus músculos, la piel brillante por el sudor, ese gesto entre el placer y el dolor, jadeando con las venas del cuello hinchadas, y sus preciosos ojos azules encontrándose con los suyos.
Entonces el hombre que besaba a Ramiro se bajó los pantalones, y el tercero, un chico rubio, pálido, con cara de niño y los mofletes colorados, comenzó a chuparle la polla también, alternando con su boca de labios generosos entre uno y otro mientras los otros dos se besaban recostados contra la mesa, o se lamian el cuello, sin que Ramiro perdiera de vista a su espectador. Las dos pollas estaban inflamadas y rosadas, y entonces cogieron al chico de la cara de niño y entre los dos lo fijaron boca abajo contra la mesa y le bajaron los pantalones para follárselo. Ramiro lo agarró por las nalgas, se escupió en la mano y restregó la saliva por el orificio del joven, luego empezó a embestirlo, entrando poco a poco en su agujero, con paciencia, pero sin contemplaciones. El otro hombre se colocó en el lado opuesto, y el chico de la mesa le agarró la polla con la mano y volvió a metérsela en su gran boca. Entraba y salía, y el rubio gemía de placer mientras lo penetraban por delante y por detrás. Víctor se fijó en el culo de Ramiro. Sus pantalones habían quedado a medio camino, y sus glúteos se tensaban con cada embestida. Tenía un culo precioso, duro y de un tamaño perfecto, creaba un espectáculo armónico con sus muslos y su espalda, realmente tenía un cuerpo envidiable. Y mientras se follaba a aquel desconocido, volvió la mirada hacia Víctor y sonrió al verlo tan entregado a la escenita erótica.
Cuando llevaban un rato follándose al tercero, Ramiro se apartó y, con un gesto, invitó a Víctor a participar, ofreciéndole el culo de ese desconocido para que se lo follara también. Había algo increíblemente excitante en la forma en la que convertía en objeto a ese tercero, como si fuese solo un cuerpo sin voluntad. No le cabía la menor duda de que aquella posibilidad excitaba también al objeto sexual. Podía hacerlo, desde luego, estaba muy cachondo, con ganas de sexo. Pero declinó la invitación. No quería follarse a ese otro joven, era a Ramiro a quien deseaba, lo quería para él solo, sin compartirlo. Se moría por besarlo, por reducirlo, objetivarlo también, y follárselo o que lo follara, lo que fuese, pero solo con él. Ramiro le dedicó una sonrisa antes de volver a lo que le ocupaba. Comenzó a embestir al rubio con fuerza, acelerando el ritmo, claramente acercándose al clímax, y Víctor no quería perderse un solo detalle. Cuando alcanzó el orgasmo, todo su cuerpo se tensó, levantó la cabeza hacia el cielo con los ojos cerrados, los músculos del cuello rígidos, la respiración contenida en jadeos dispersos que debían acompañar el chorro de semen que estaba llenando aquel cuerpo inerte, y se quedó suspendido en ese instante de liberación.
Entonces Víctor se levantó y se marchó.
Una hora más tarde, cuando ya todos se dispersaban y se disponían a regresar a sus casas, Víctor volvió a ver a Ramiro en la distancia, en la calle, junto a la salida del viejo edificio por la que ya casi todos los invitados ponían rumbo a sus vidas cotidianas. Estaba con un grupo de chicos de su edad, algunos con aspecto de modelos. Charlaban y bromeaban, uno de ellos le había pasado el brazo por encima de los hombros y Ramiro no parecía incómodo con el exceso de confianza.
Víctor se dirigió hacia su Audi Sportback plateado, condujo calle arriba hasta donde estaban Ramiro y su grupo, y detuvo el vehículo justo delante de él. Era una maniobra arriesgada, podía ser muy humillante que pasara de él, pero Víctor hacía rato que no pensaba con claridad. Ramiro lo vio, y durante un instante siguió charlando con sus amigos como si nada. Pero entonces:
—Bueno, me abro… —dijo. El resto protestó, como si el plan ya estuviera marcado y los estuviera traicionando. Él se disculpó—. Los siento, chicos, en serio, tengo que irme…
Ramiro abrió la puerta del Audi, subió y se sentó a su lado. Cuando ya estaban en marcha preguntó:
—¿Y a dónde vamos?
—Mi casa, supongo.
Puedes leer más relatos de Laurent Kosta en su blog: laurent-kosta.com