EL JUEGO SE REANUDA EN ARESTINIAS
Varias semanas más tarde, Caradhar entraba a caballo por las grandes puertas de Argailias. Sentía un poco de aprensión después de la larga ausencia y no dejaba de mirar a todos lados, inquieto por volver a encontrarse entre sus muros. Para él, la ciudad no dejaba de ser una cárcel: hermosa, resplandeciente, inmensa…, pero una cárcel, al fin y al cabo. Su único consuelo era la nueva identidad proporcionada por Therendanar, que le permitiría evitar el acoso de una escolta permanente, dedicarse a la profesión que le gustaba y ocultar el Don que corría por sus venas.
Aquel tiempo extra lo había pasado aprendiéndose su papel de alquimista de Misselas con la ayuda del Sombra, el encargado de proporcionarle datos sobre el principado del norte y de ilustrarlo con los acontecimientos relevantes de los últimos años.
—Primero tendremos que cebarte bien —fue su primer consejo—. En tu estado, hasta un niño podría darte una paliza. También haremos ejercicio con la espada para desentumecer tus músculos, si es que aún siguen ahí. Nunca se sabe cuándo se va a necesitar un poco de diplomacia del acero. Yo, por mi parte, prefiero confiarme a una hoja antes que a las palabras. Por cierto, ojos rojos, pelo rojo… Demasiado llamativo, y tú no eres precisamente una cara nueva en la ciudad. Te teñiremos: a partir de ahora serás igual de moreno que yo. Una lástima, ¿eh?
»Casa Arestinias no alcanza el nivel de seguridad de Elore’il, ni siquiera el de Llia’res. Lo he comprobado por mí mismo. Mejor hubiera hecho la Maediam Neska en buscarse un consorte y aliado y reforzar su guardia, como hacen todos los Maedai, en lugar de dejarse llevar por el orgullo y gobernar sola. Su afición principal, similar a la del finado Maede Killien, es acostarse con todo el ganado que se le cruza, con la diferencia de que él lo hacía por puñetero vicio, mientras que Neska, más práctica, suele aprovechar para forjar alianzas o comprar favores. Una de sus mayores desventajas es que no confía en sus propios (e inútiles) consejeros. Eh, yo no los culpo: si hubiese visto a mis colegas caer ante mí como moscas por el simple hecho de hacer su trabajo, no estaría por la labor de aconsejar gran cosa. Y hablando de aconsejar: si por casualidades de la vida te topas con ella, no se te ocurra contradecirla. Lo digo por tu salud.
»Una vez dentro de la Casa, ten los ojos y los oídos bien abiertos; eso sí, sin pasarte. Eres extranjero y todos desconfiarán de ti, recuérdalo. Yo estaré cubriéndote las espaldas, pero siempre habrá lugares y momentos en los que no podré echarte una mano porque, por patéticos que resulten sus Sombra, habré de dar algún rodeo para esquivarlos. Sé un niño bueno y apártate de los objetos afilados. Si te hieres y descubren tu Don, algún lumbrera atará cabos y estaremos fritos. ¿Qué más? Utiliza ropas oscuras, guantes y…
—¿Cuál es tu nombre? —había preguntado, de buenas a primeras, Caradhar—. ¿Tendré que llamarte Sombra para siempre?
—Es, hum, Sül.
—Fácil de recordar.
—Mi neidokesh no quería complicarse mucho.
—¿Tu maestro te puso tu nombre?
—Hasta donde yo sé, mi maestro se ha ocupado de todos y cada uno de los aspectos de mi existencia. Menos de follarse a mi madre, quienquiera que fuese. Me encontró en un callejón de la Zanja, siendo un mocoso; me llevó con él, se ocupó de entrenarme y formarme; fue mi fiador cuando me convertí en miembro y siempre ha conseguido contratos decentes para mí. Es uno de los mejores y no porque yo lo diga. ¿La razón de que me adoptase? No me hago ilusiones estúpidas. Supongo que lo hizo porque nunca tuvo un hijo propio que llevase su nombre, y es un gran honor entregar tu sangre a tus hermanos Darshi’nai.
—¿No podrías marcharte si quisieras?
—El hijo de un Sombra pertenece a los Sombra. Aun siendo un hijo adoptivo, mis cadenas son más gruesas de lo que puedas imaginar. Como las tuyas.
Caradhar dejó las reminiscencias al desmontar ante la entrada lateral de Arestinias, edificio caracterizado por la parcialidad de los antiguos arquitectos hacia las espirales. Estaban representadas en los muros, en las ventanas y hasta en la silueta de las torres cónicas. Ese distintivo y el aire general de decadencia hacían reconocible a la Casa entre sus afines del primer círculo. Una guardia lo condujo a una sala de espera. Allí fue recibido más tarde por uno de los alquimistas asistentes, a quien mostró su certificado y la carta de recomendación con su nombre falso, Eitheladhar. Tras soportar durante horas el largo curso de la burocracia, al nuevo aprendiz de alquimista de Casa Arestinias le asignaron una cama en un dormitorio común y un hueco donde dejar el equipaje. Las comodidades escaseaban más que la gloria; con todo, era un alojamiento de lujo si lo comparaba con Therendanar.
Su primera asignación fue en un laboratorio auxiliar. En los días que siguieron, el joven tuvo que realizar las tareas más ingratas y tediosas, aquellas que eran encomendadas a los miembros inexpertos: limpieza, orden, acopio y traslado de material… Muchas noches permanecía en pie hasta el alba, vigilando procesos de cocción o destilación. Durante las mañanas que seguían le costaba un gran esfuerzo concentrarse, agotado como estaba, pero siempre se las arreglaba para exprimir algo de energía de su organismo reforzado con el Don. Si bien echaba de menos Therendanar y la libertad para acometer sus proyectos privados, volver a disfrutar la civilización propia de los elfos aportaba un cambio agradable a su vida cotidiana, por más que se resistiese a reconocerlo.
Procuraba no destacar en exceso. A pesar de esa actitud discreta, tardó poco en demostrar su capacidad para ser mucho más que un chico de los recados. El maestro alquimista de su laboratorio auxiliar fue de los primeros en darse cuenta: era más avispado que otros por encima de su nivel, necesitaba menos explicaciones para entender las órdenes, cometía escasos errores… Su talento estaba desperdiciado en aquel puesto y merecía ascender al principal. Por desgracia para el joven, el maestro no estaba dispuesto a perder al más diligente de sus aprendices cediéndoselo a sus superiores.
La suerte le cambió de una manera peculiar. La asistente personal del maestro, una elfa de ojos lánguidos y labios seductores, comenzó a desplegar sonrisas en la dirección de Caradhar con una frecuencia sospechosa. El maestro alquimista —que aspiraba al dominio exclusivo sobre la joven— sentenció entonces que el novato de Misselas no era tan imprescindible y había llegado la hora de enviarlo a mejores destinos. Obtener un puesto en el laboratorio principal supuso para el dotado acceso a más altas jerarquías y el uso de un diminuto —pero privado— cuarto para dormir. Cuando, finalmente, contactó con el Sombra y le explicó cómo habían ido las cosas, incluyendo el papel de su admiradora en la historia, este se rio tanto que tuvo que embutirse un guante en la boca para evitar hacer ruido.
El Gran Laboratorio de Arestinias contrarrestaba la falta de un equipamiento tan sofisticado como el de Elore’il con más personal y una actividad frenética, lo que llevó a Caradhar a preguntarse sobre las razones tras semejante bullicio. Por supuesto, las tareas que desempeñaba aún eran básicas, y ni era informado sobre los experimentos en curso ni había podido echar mano a ningún cuaderno de anotaciones desatendido. A sabiendas de que escalar posiciones era una empresa larga y requería paciencia, decidió seguir siendo cauto y no hacer preguntas inapropiadas.
La alquimista a cargo de vigilar su rendimiento era Raisven, una elfa madura y poco habladora cuyo único interés era la alquimia. Aunque Caradhar sacó a relucir el tema de Ummankor, sus intentos de tirarle de la lengua cosecharon un éxito muy pobre: Raisven no era una persona aficionada a la charla insustancial. De no ser por la misión que arrastraba, el dotado habría admirado esta y otras cualidades suyas; también era concienzuda, observadora y una buena profesional con la que formarse.
Su primer contacto con el Gran Alquimista se produjo una noche en la que debía velar una destilación junto a ella. Las puertas del laboratorio se abrieron; un elfo de cierta edad, rodeado de varios asistentes, se precipitó en la estancia y trotó derecho al despacho del fondo, sin reparar en los presentes. Quizá Caradhar también lo habría ignorado de no ser por el codazo en las costillas propinado por Raisven, amable recordatorio de que debía inclinarse. Aunque aguzó los sentidos para tratar de discernir algo de lo que sucedía allí dentro, su esfuerzo fue vano, dado que las puertas de madera maciza bloqueaban cualquier tentativa de espionaje.
Varios días después, las puertas del laboratorio volvieron a dar paso a una personalidad aún más eminente, alguien que paralizó el trabajo de todos los alquimistas y los dobló en respetuosas reverencias: se trataba de Neska, la Maediam de Arestinias. Caradhar no se había cruzado con ella hasta entonces, pero la reconoció por la descripción que le había proporcionado Sül. Sus ojos tenían el color de las aguamarinas y el carmín pintaba un corazón en su boca; un ceñido vestido púrpura le aprisionaba las formas de tal manera que era imposible no adivinar lo que la tela ocultaba; a pesar de su corta estatura, la leonina melena castaña rojiza que ondulaba en torno a una diadema de amatistas la hacía parecer más alta y augusta. En resumen, se la habría podido calificar de bonita y voluptuosa.
Tras cruzar la sala, la dama se encerró en el despacho del fondo a tratar asuntos con el Gran Alquimista. Caradhar se sorprendió del contraste con su experiencia en Elore’il, donde el Maede vivía en un retiro y una abulia casi perpetuos. La Maediam de Arestinias parecía involucrarse en la gestión de la Casa, como apuntaba el hecho de que, al terminar la reunión, ella y su escolta se dieran una vuelta entre las mesas del laboratorio. Por el rabillo del ojo, Caradhar notó que los alquimistas se inclinaban a su paso y después reanudaban los experimentos. Él los imitó cuando llegó su turno, pero Neska no siguió su camino, sino que se detuvo unos instantes y preguntó:
—A ti no te he visto antes. ¿Eres nuevo?
—Con vuestra venia, mi vaiam, su nombre es Eitheladhar, un aprendiz venido de Misselas —intervino Raisven con su voz más deferente—. Está a mi cargo y respondo por él para que no traiga deshonor a la Casa.
—Sí, sí. Nada de deshonor, ¿hmmm? Esperemos que sea como dices.
Mientras se alejaba, un alquimista guasón pronunció claramente las palabras carne fresca. Raisven lo mandó callar y luego advirtió a Caradhar que se comportase con una mirada severa y cargada de significado. No se molestó en acompañarla de discursos o amenazas. Si preveía que algo iba a ocurrir, también debía imaginar que sería inútil intentar evitarlo.
La predicción de la alquimista tardó muy poco en cumplirse. Aquella misma noche, un edecán se presentó en el cuartito del aprendiz de alquimista y le comunicó que la Maediam lo convocaba ante su presencia. Caradhar dudó durante algunos segundos. Ignoraba si aquello era bueno o malo, pero tampoco tenía elección, así que siguió al edecán sin decir una palabra. Esperaba que el Sombra estuviera alerta y actuase en consecuencia.
Fue guiado hacia una parte alejada de la Casa a la que se llegaba a través de un área abierta, a modo de peristilo. Llovía y el frío era intenso a pesar de la cubierta de los corredores. Su guía lo hizo pasar a una sala con enlosado de piedra y diseño de espirales, donde lo esperaban una bañera baja llena de agua humeante, un brasero, una cesta con utensilios de baño y un banco de mármol cubierto de cojines. En la parte superior de la pared del fondo, una curiosa celosía permanecía en sombras. El brasero llamó la atención del aterido Caradhar; la bañera y el resto de los objetos, en cambio, no hicieron más que despertar su desconfianza, en especial la celosía de la pared. Una elfa jovencita vestida de blanco lo saludó con una grácil reverencia.
—La Maediam me envía para que os asista en el baño.
Dicho esto, echó mano al jubón del asombrado elfo y empezó a desatarlo. Este dio un paso atrás. No era un ingenuo, se hacía una idea del motivo tras aquella llamada.
—Puedo hacerlo yo solo.
—Mi vaiam ha sido muy específica, debéis dejar que yo me ocupe o ella se sentirá muy contrariada. Y no deseamos contrariarla.
La operación de desvestir a Caradhar no sufrió más demoras ni interrupciones. La bañera era bastante amplia, pero tan baja que ofrecía poca consideración al pudor. La parte más alta, donde se reclinaba la espalda, estaba orientada de cara al tabique calado. Aunque el elfo agradecía el agua caliente tras sufrir el frío del exterior, la sensación de incomodidad no hacía sino aumentar: en toda su vida consciente, era la primera vez que alguien lo ayudaba a bañarse. Le preocupaba, además, cuánta agua resistiría el tinte de su cabello antes de diluirse. La doncella se arrodilló, tomó un paño y un recipiente de pasta de jabón aromática e hizo ademán de desatar su pelo. Caradhar reculó.
—¡No! Yo… lo haré.
Las atenciones de la muchacha se centraron entonces en enjabonar el resto. El agua que le empapaba la túnica blanca adhirió la tela a su piel. Debajo no llevaba nada más, salvo curvas suaves y areolas rosadas revelándose a través del tejido transparente; una visión que muy pocos habrían podido resistir. Caradhar no lo intentó, desde luego. Sus pupilas se concentraron en el espectáculo hasta que, se habría dicho que de manera calculada, las manos de la doncella resbalaron sobre su vientre y pasearon el paño por su ingle. Aunque el impulso del joven fue juntar y flexionar las piernas, se vio forzado a separarlas para darle acceso a la cara interior de los muslos, revelando así la erección que disimulaban; una consecuencia previsible de su largo periodo de castidad. Ella se mordisqueó los labios para ocultar la sonrisa, incapaz de concebir que aquel guapo muchacho llevara años sin acostarse con nadie. Finalmente vertió agua clara sobre el jabón, lo envolvió en una bata de baño y lo empujó a la salida. Una cortina con varias capas de gasas de colores y abalorios impedía distinguir qué había más allá.
Caradhar apartó los tintineantes adornos. La estancia contigua estaba iluminada con lámparas de aceite y conservaba el calor gracias a los braseros de cada esquina, las alfombras y los tapices. En el muro que la separaba del baño, oculta por una tela corrediza, adivinó la singular celosía. Aquella atmósfera dorada y discreta había sido concebida aposta para hacer resaltar el elemento más llamativo del conjunto, la cama; o, mejor dicho, la persona que se recostaba sobre su cobertura de sedas y pieles, que no era otra que Neska. Todo cuanto llevaba encima eran su melena suelta y un vestido de gasa sujeto con un ceñidor que empujaba sus pechos hacia arriba. La carne desbordaba de la sutil envoltura de tela. Se la quedó mirando hasta que recobró la compostura y se inclinó en una profunda reverencia. Ella sonrió, satisfecha por el efecto causado.
—Espero que hayas disfrutado el baño como yo lo he hecho. —Soltó una risita—. Te llamas Eitheladhar, ¿cierto? Acércate, quisiera examinarte con más detenimiento.
A sus espaldas se oyó el sonido de puertas que se cerraban, en poética alusión a su destino. Cuando lo tuvo a los pies de la cama, la dama gateó hacia él y se arrodilló al borde del colchón. Sus brazos, pegados al cuerpo, aprisionaban y juntaban los senos exuberantes, ofreciéndolos aún más a la vista. En aquella postura incitante desató el cinturón de la bata de baño; los ojos de color aguamarina quedaron prendidos en el miembro de Caradhar, de nuevo rígido, y vagaron después por su cuerpo esbelto y de piel inmaculada. Una mano de extravagantes uñas lacadas se posó sobre la erección.
—Me agrada que no seas tímido. —Sus dedos no dejaban de subir y bajar—. He pedido informes sobre ti. Tengo entendido que eres un joven cumplidor y muy obediente, y tu supervisora garantizó que no traerías deshonor a la Casa. Por ahora me conformo con que no lo traigas a mi dormitorio. Tus órdenes de esta noche son hacerme gritar de placer. ¿Crees que podrás cumplirlas?
Caradhar tragó saliva. Esa continencia suya durante el destierro voluntario en Therendanar, sin siquiera alguna escapada furtiva a una casa de citas, estaba a punto de cobrarse su precio. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no sucumbir enseguida a las caricias.
—¿Y qué deseáis, mi vaiam? —preguntó, en tensión—. ¿Que mis manos y vuestros gritos sean gentiles o brutales y sinceros?
—Vaya, vaya, ¿no somos presuntuosos? —La risita se convirtió en carcajadas—. Veamos, sí, cómo pretendes lograr eso.
Afianzó el agarre sobre los testículos del joven. Este aflojó su ceñidor de un tirón, liberó los senos de su escueto encierro y los juntó para lamer sus pezones. El aroma a diez fragancias diferentes de aquella carne suave pasó de largo sin seducirlo; para él solo era una punzada amarga en la parte posterior de la lengua. No tardó en empujarla de espaldas y rasgar la gasa de su vestido de arriba abajo, aplastando con su propio cuerpo cada porción descubierta, hasta hacer encajar la entrepierna en una entrada ya húmeda. Se frotó contra ella, pero no la penetró aún; prefirió separarle las piernas y exponerla en la misma postura vergonzosa que él soportara en el baño antes de dirigir hacia allá sus labios y demostrarle qué sabía hacer. Y cuando ya gemía de puro deleite —quizá con restos de una pequeña sonrisa, porque su placer distaba mucho de los gritos prometidos—, la tendió boca abajo, tiró de sus caderas y se preparó para entrar en ella.
La visión de aquel cuerpo estremecido bajo el suyo le trajo un recuerdo, una imagen de noches pasadas en la Zanja, aunque la muchacha de aquel entonces poseía curvas delicadas y casi no se la oía cuando suspiraba. Después de ella solo había habido manchas grises y una sucesión de encuentros decepcionantes. La escena se oscureció más y más, se trocó en sangre roja sobre tela blanca, en una criatura recién nacida del engaño…, y en el exquisito y radiante rostro de su madre. Se detuvo en seco, ahogado en sus propias dudas. Sintió miedo.
Cuando su compañera ya iba a protestar por el súbito cambio de ritmo, los dedos del elfo se sumergieron en la cálida humedad de su vientre y luego ascendieron por el surco entre las nalgas, donde se unieron con su lengua. Apenas podía mirarla, asustado por la perspectiva de volver a identificar en ella los rasgos de las otras. Neska reanudó el ronroneo placentero hasta que lo sintió, duro y violento, abriéndose camino en el paso posterior de su cuerpo.
—¿Qué es lo que estás…? ¿Ah? ¡Ah! ¡Aaaah!
—Felicidades, sí que la hiciste chillar.
Caradhar no registró la ironía del saludo que le dio la bienvenida a su cuarto. Ya hacía rato que cualquier excitación se había convertido en cansancio y su agilidad mental dejaba mucho que desear. Aun así, dedicó una larga mirada a la figura del Sombra, cuya indolencia contrastaba con una típica pose de alerta. Su lengua, en cambio, sí tenía ganas de moverse.
—Ha sido un día de lo más provechoso —continuó, con ese matiz sardónico—. ¿Quieres la crónica? Soy un Darshi’nai eficiente, así que te seguí en cuanto el criado pomposo vino a buscarte. Ya conozco esa zona de la Casa, tranquilo, para mí está tirado. Veamos… Bien por el numerito del baño, admito que me lo pasé en grande con tus expresiones. Se notaba que no te aburría tanto como aquel alquimista horrendo de pelo amarillo que… Perdona, rememoraba viejas hazañas. Al dormitorio no crucé (no soy tan temerario), pero pude echar un vistazo a través de la celosía. A partir de ahí no duré mucho. Un polvo se parece mucho a otro polvo, estaba cansado de espiar de puntillas y, además, se oía perfectamente sin necesidad de mirar. Desde siete habitaciones más allá, si me preguntas. —Caradhar no preguntó—. Sí, reitero mis felicitaciones: unas semanitas aquí y ya se la estás metiendo a la Maediam. Deberías haber empezado por el Gran Alquimista, si quieres mi opinión: es un gremio que se te da bien y así cubrirías todos los frentes.
Nadie, ni aun Caradhar, habría podido dejar de notar la acidez creciente en su voz. Y tal vez, solo tal vez, ¿el despecho? Le apartó la capucha y lo miró con esa calma suya tan enervante.
—¿A qué viene tu actitud?
—¿Qué actitud? Te he cubierto de elogios.
—Fuiste tú quien me aconsejó que no la contradijese.
—Y bien que me has hecho caso. Nuestra anfitriona y su permanente estado de celo… ¿Qué más se podría esperar de ella? Salvo que no es tan tonta, sabe elegir. Debe ser cierto eso de que los dotados huelen tan bien que a todos les entran ganas de tirárselos.
—Lo ignoro. —Se acercó al espía, imperturbable, hasta que sus rostros estuvieron a un par de pulgadas—. ¿Quieres comprobarlo?
Al escuchar esas dos simples palabras, Sül se estremeció. Estaba tan cerca que percibía su aroma bajo la capa intrusa de perfume femenino, y le resultaba casi doloroso resistirse. Se sintió tentado de quitarse los guantes, alargar la mano, gozar el tacto de aquella piel perfecta bajo las yemas de los dedos. Vulnerable, débil: así se veía. Así temía que lo estuviese viendo Caradhar.
Aunque trató de leer la expresión de este, no fue capaz de distinguir si era sincero o se burlaba. ¿Ofrecerse a un Sombra? ¿Quién, en pleno uso de su habilidad para razonar, habría sugerido eso? Azuzado por el miedo, huyó de la habitación.