Edik e Igor estaban patrullando el exterior de la Sala Inferno, como había ordenado Yarik. Hasta el momento, solo habían visto a grupos de jóvenes haciendo botellón y armando jaleo en las inmediaciones de la discoteca y ambos estaban mortalmente aburridos. No entendían por qué motivo tenían que redoblar la vigilancia por culpa de un dichoso asesino en serie en lugar de salir a buscarlo ellos mismos y eliminarlo del mapa de una vez por todas. Se suponía que eran la mafia rusa, no estúpidos boy scouts.
Llevaban horas hablándolo y estaban de acuerdo en que las medidas que habían adoptado sus jefes eran insuficientes y ridículas, pero los dos ocupaban el escalafón más bajo y no se les permitía dar su opinión, así que se limitaban a hacer lo que les mandaban por muy absurdo que les pareciera.
—¡Esto es una jodida pérdida de tiempo! —refunfuñó Igor mientras miraba con desaprobación a una adolescente que estaba vomitando en una papelera.
—Opino lo mismo, pero no nos queda otra que obedecer. —Edik se encogió de hombros—. No me apetece nada cabrear a Yarik. Ese tipo me da escalofríos.
—Y a mí. ¿Te has fijado en la forma tan fría que tiene de mirarnos a todos? Es como si los demás le pareciésemos insectos a los que puede aplastar cuando quiera. Incluso se lo hace a Viktor, aunque él parece no darse cuenta.
—Es verdad. Como el jefe no se ande con cuidado, ese chalado acabará por robarle el puesto. Inexplicablemente, tiene a mucha gente de su parte.
—A mí no, desde luego, porque…
Igor no pudo terminar lo que iba a decir; de repente, algo llamó su atención y perdió el hilo de sus pensamientos. Todavía estaba amaneciendo y no había demasiada luz, pero le pareció ver a un hombre vestido completamente de negro y con una capucha que le cubría la cabeza y la mayor parte de la cara observándolos desde el otro lado del aparcamiento principal de la discoteca. Aquel individuo iba solo y su aspecto distaba mucho del típico juerguista que solía frecuentar la Sala Inferno. Además, parecía que los estuviese observando a ellos directamente, como si los conociera de algo o pretendiese estudiarlos. Una atronadora alarma se disparó en la cabeza de Igor. ¿Y si ese encapuchado era el famoso Carnicero de Madrid? ¿Y si Edik y él tenían la oportunidad de apresarlo para hacerse un nombre dentro de la organización y ascender en su jerarquía? El ruso no estaba dispuesto a desaprovechar la formidable oportunidad que se le presentaba ante sus narices, por lo que se acercó a su compañero de la forma más discreta que su excitación le permitió y le susurró:
—Creo que hay alguien vigilándonos entre los coches del fondo. Su aspecto es muy sospechoso. Podría ser ese asesino que tiene a todo el mundo tan nervioso. Deberíamos ir a ver. —Hizo un leve movimiento con la cabeza para señalarle el lugar exacto.
Los ojos de Edik siguieron la dirección que le indicaba su amigo hasta detenerse en el desconocido de negro que continuaba acechándolos sin importarle que lo hubiesen detectado. Un desagradable escalofrío recorrió su espalda. Había oído que el Carnicero era un auténtico sádico que se ensañaba a cuchillazos con sus víctimas, llegando a destriparlos antes de rajarles la garganta. Ya había matado a dos de sus compañeros, hombres armados y versados en la lucha, y no tenía ningunas ganas de enfrentarse a él sin refuerzos por si le esperaba el mismo destino. Pero preferiría morir antes de confesar sus temores en voz alta y quedar como un cobarde ante los demás. Las apariencias lo eran todo en ese mundo. Inspiró hondo, tragó saliva y declaró, con una resolución completamente fingida:
—De acuerdo. Yo voy por la derecha y tú por la izquierda.
Igor asintió y echó a andar con paso decidido. Tras unos segundos de duda, Edik lo imitó. A medida que se acercaban al singular individuo, ambos pudieron apreciar mejor su aspecto: era bastante alto, vestía ropas holgadas que no permitían adivinar su complexión y, además de la capucha, tenía una especie de bufanda que le tapaba la boca y la nariz. También se percataron de otro pequeño pero turbador detalle: llevaba un cuchillo enorme en la mano. Los dos desenfundaron sus pistolas al instante para encañonarlo con ellas mientras seguían avanzando. El sujeto continuaba sin moverse, casi parecía que los estaba esperando y eso los puso muy nerviosos. Incluso Igor sintió una punzada de temor.
Cuando los dos rusos habían recorrido la mitad del camino, el encapuchado echó a correr hasta perderse detrás de la pared lateral de la discoteca y ellos también apuraron el paso para poder alcanzarlo. En medio de la confusión del momento, se perdieron de vista el uno al otro. Edik fue el primero en doblar la esquina y se quedó asombrado al descubrir que el lugar estaba desierto. No había ni rastro de aquel extraño hombre. Casi parecía que se había evaporado en el aire porque allí no existía ningún lugar en el que esconderse y, por muy rápido que corriera, era imposible que le hubiese dado tiempo a rodear la inmensa nave industrial en la que se asentaba la Sala Inferno. Confuso, Edik giró sobre sí mismo para mirar a su alrededor sin atreverse aún a bajar el arma. Les dedicó un fugaz vistazo a sus manos y descubrió que estaban temblando.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó Igor a su espalda.
—¡Mierda! ¡Me has dado un susto de muerte! —Se dio la vuelta enfadado—. No tengo ni idea. Lo único que se me ocurre es que se haya escondido ahí. —Señaló la nave de al lado, que llevaba abandonada desde comienzos de la crisis económica.
—Vamos a ver. —Echó a andar hacia la puerta.
—¿No sería mejor que pidiésemos refuerzos? —sugirió, asustado.
—¿Para qué? No es más que un chalado con un cuchillo. Nosotros tenemos pistolas. —Giró la cabeza para lanzarle una sonrisilla burlona—. ¿No me dirás que te da miedo?
—¡Claro que no!
Sí que se lo daba. Algo le decía a Edik que lo que se disponían a hacer era una pésima idea y que muy posiblemente no iban a vivir lo suficiente como para lamentarlo, pero no quería exteriorizar sus temores. Eso destruiría cualquier posibilidad que tuviese de prosperar en la organización, así que silenció todas sus dudas y siguió a su compatriota hasta la entrada del edificio abandonado. Cuando Igor tiró del pomo de la puerta, descubrieron que no estaba cerrada, como les había parecido en un principio, sino solo arrimada. Cada vez era más evidente que el encapuchado se había ocultado allí y la aprensión de Edik iba en aumento. A pesar de ello, cruzó el umbral justo después de su compañero. El interior de aquel lugar estaba en la más absoluta de las penumbras, carecía de ventanas por las que pudiese entrar la escasa luz del amanecer. Los dos tuvieron que coger sus teléfonos móviles y activar la función de la linterna para poder ver algo. Alumbraron a su alrededor en busca del individuo de negro, pero no hallaron más que telarañas en las paredes y basura en el suelo.
—Deberíamos separarnos. De esa forma cubriremos más terreno —sugirió Igor.
Edik quiso protestar, pero para cuando logró reunir la determinación para hacerlo el otro ya se encontraba a mitad de las escaleras que conducían al piso superior. Se encogió de hombros con frustración y se dispuso a inspeccionar la planta baja. En los años de mayor bonanza española, aquella nave había albergado un almacén de materiales de construcción y todavía podían encontrase desperdigados por el suelo algunos restos de esos productos, que eran vestigios de una época que jamás volvería. El ruso caminaba con precaución para no tropezar con nada y al mismo tiempo oteaba en todas direcciones para evitar ser sorprendido por el asesino. Allí dentro reinaba un sepulcral silencio que únicamente servía para ponerlo aún más nervioso. A medida que iba avanzando en medio de la más absoluta negrura, su ansiedad aumentaba. Tenía la extraña sensación de que estaba siendo observado y de que en cualquier momento alguien se abalanzaría sobre él para acabar con su vida de un certero cuchillazo.
Sin embargo, poco después, Edik llegó al otro extremo del edificio sin que nada malo le hubiese ocurrido por el camino. Encontró frente a él una puerta que conducía al que había sido el despacho del gerente del almacén de construcción. Todavía había una polvorienta placa de metal pegada a la madera en la que se podía leer su nombre y cargo. Alargó con dudas una mano trémula para girar el picaporte y a continuación abrió la puerta de una brusca patada. Se plantó bajo el umbral con la luz del teléfono y el arma apuntando hacia delante y luego revisó los flancos para descubrir que tampoco había nadie en la oficina. Pero antes de que pudiese darse la vuelta e irse, algo llamó su atención: la pared del fondo estaba totalmente cubierta de fotografías y folios con extensas anotaciones. Se acercó para poder ver mejor de qué se trataba y, en cuanto sus ojos registraron y su cerebro procesó lo que allí había, estuvieron a punto de caérsele la pistola y el móvil al suelo del susto. Reconocía a todas las personas que salían en las instantáneas. Eran imágenes de Viktor, Yarik y algunos otros miembros de la banda. Y, en los papeles, había detalladas descripciones de sus costumbres y todos sus movimientos diarios.
—Nos está vigilando —masculló, atónito.
Edik se encontraba tan ensimismado inspeccionando el turbador hallazgo en aquel tabique que no reparó en la persona que salía sigilosamente de detrás de un escritorio, donde había permanecido agazapada durante todo el tiempo, y se le acercaba por la derecha, amparada en la oscuridad. Tampoco fue consciente del puño que se dirigía hacia él a toda velocidad hasta que se estrelló en su garganta, cortándole la respiración y provocando que se le cayese el teléfono y casi soltase el arma en un fuerte impulso de llevarse las dos manos al cuello magullado. El ruso emitió un ronco quejido de dolor, boqueó en busca de aire y se giró hacia el lado del que provenía el golpe dispuesto a hacer frente a su agresor. El problema era que apenas vislumbraba nada en medio de aquella penumbra y no sabía a dónde apuntar. Vio una sombra que se movía con rapidez cerca de él y lo siguiente que notó fue una violenta patada contra la mano en la que llevaba el revólver, lo que provocó que este saliese volando por los aires y aterrizase muy lejos.
Sabía que buscar su pistola en medio de una pelea en la que ni siquiera podía distinguir lo que había a escasos centímetros de él era inútil y una receta infalible para morir rajado, así que tomó la rápida decisión de defenderse con lo único que tenía a su disposición: su propio cuerpo. Completamente histérico, lanzó manotazos y puntapiés al aire sin tocar nada más que el vacío. Su oponente parecía tener una habilidad sobrenatural para ver en la oscuridad y conseguía esquivar todos sus golpes con una rapidez sorprendente. Edik trató de aguzar el oído para anticipar los movimientos del encapuchado, pero no logró oír nada más que su propia respiración agitada: el otro se movía con un sigilo que no parecía humano. Ni siquiera sus pies emitían ruido alguno al pisar el suelo.
«Este tipo es como un maldito espectro», fue todo lo que consiguió pensar antes de que su atacante le enredase con destreza una pierna en la suya y lo hiciese caer sobre el áspero cemento boca abajo. Acto seguido, le apoyó la rodilla en la espalda y le retorció el brazo hasta casi estar a punto de rompérselo. Edik se removió con agitación para tratar de zafarse de su agarre, pero sentir la fría y afilada hoja de un cuchillo contra su garganta lo disuadió de hacer ningún otro movimiento. Durante unos aterradores instantes, estuvo convencido de que iba a morir y lo único en lo que pudo pensar fue en que había desperdiciado muchos años de su vida a las órdenes de hombres que ni siquiera sabían su nombre. Trató de abrir la boca para suplicar clemencia, pero no logró emitir sonido alguno. El pánico se había llevado su voz. Entonces, cuando pensó que todo iba a acabar por fin, el desconocido lo soltó y echó a correr, perdiéndose y confundiéndose entre las sombras. Edik se quedó allí tendido durante lo que le pareció una eternidad, sintiendo que sus piernas ya no le respondían, hasta que su compañero lo encontró.
—¿Qué haces ahí tirado? —le preguntó Igor, extrañado.
—Lo he visto —respondió en un leve hilo de voz—, y no era humano.
—Pues yo no me he tropezado con nadie cuando venía para aquí. Debe de haber salido por otro sitio. —Se rascó la cabeza con aire pensativo—. ¿Estás bien? ¿Te ha herido?
—No, pudo hacerlo, pero me perdonó la vida. —Se incorporó con cierta dificultad y le dedicó a su amigo una mirada cargada de estupor y confusión—. No lo entiendo. ¿Por qué no me mató?
—Creo que no somos su objetivo —afirmó mientras deslizaba lentamente el foco de luz por la pared con las fotografías—. A juzgar por lo que veo aquí, parece que va a por Viktor, Yarik y otros peces más gordos que nosotros. Venga, hay que salir de este estercolero para ir a informar de lo que hemos descubierto. —Le palmeó la espalda de forma amistosa—. Quizá esto nos ayude a ganar algunos puntos con los jefes.
Tras la aterradora experiencia que había vivido, ganar puntos estaba al final de la cola de prioridades para Edik, pero decidió no compartir su opinión. Suponía que no sería comprendida y además también le urgía abandonar aquel lugar tenebroso cuanto antes. Su compañero y él se dirigieron rápidamente a la salida y no pudo volver a respirar tranquilo hasta que puso los pies en la calle. Después, no perdieron ningún tiempo y entraron en la Sala Inferno para hablar con Viktor o, si no quedaba otro remedio, con Yarik, pero cuando estaban a punto de llamar a la puerta del reservado, fueron interceptados por Misha, que les increpó con cara de pocos amigos:
—¿A dónde os creéis que vais?
—Necesitamos hablar con alguno de los jefes. Hemos descubierto algo muy preocupante sobre el Carnicero —le explicó Igor, ansioso.
—Ahora mismo los dos están ocupados. Podéis decírmelo a mí. —Les mostró una hilera de dientes amarillentos.
Al escuchar aquellas palabras, Igor y Edik intercambiaron una mirada. Igor estaba decepcionado; Edik, aliviado. Sin embargo, ninguna de esas emociones importaba lo más mínimo porque sabían que no tenían otro remedio más que compartir la información de la que disponían con aquel viejo pretencioso, que también aspiraba a ser más de lo que era y que posiblemente se adjudicaría todo el mérito del hallazgo. Así que se dispusieron a explicarle por turnos todo lo que acababa de suceder y le hablaron de la inquietante pared con las fotografías. Cuando terminaron su relato, Misha se llevó a algunos hombres con él para verlo con sus propios ojos y ahí acabó la participación de los dos amigos, que fueron relegados a seguir vigilando los alrededores de la discoteca por si el asesino volvía a aparecer. No lo hizo.