El núcleo urbano de Pelayos de la Presa ocupaba casi todo el valle circundado por los tres cerros del municipio, en el sur, norte y este, y se extendía en dirección oeste hacia el término vecino, San Martín de Valdeiglesias. La gran proliferación de urbanizaciones residenciales para turistas, junto con las minúsculas dimensiones del municipio, había ocasionado que todas estas edificaciones estuviesen muy concentradas en un espacio reducido, colmando así la mayor parte del terreno. La construcción masiva del valle contrastaba en gran medida con las amplias extensiones de vegetación de las colinas que lo rodeaban.
Eran las ocho de la tarde de un jueves. A pesar de que se encontraban a principios de septiembre, las temperaturas habían descendido de manera abrupta esa semana, y un incesante viento del norte soplaba entre los edificios de aquel sombrío barrio residencial, donde apenas daba el sol durante unas pocas horas. Evan caminaba medio encogido por el repentino frío y con las manos metidas en los bolsillos de su vieja y desgastada sudadera mientras miraba a su alrededor, tratando de localizar la dirección que buscaba.
Dos largas filas de edificios idénticos, con cinco plantas, fachadas blancas y tejados de barro natural, se erguían a ambos lados de la calle. La acera por la que avanzaba y el carril de un solo sentido para los vehículos eran muy estrechos. Todo el espacio de los arcenes había sido aprovechado en plazas de aparcamiento, y no existía ningún tipo de vegetación en esa zona porque el suelo estaba totalmente pavimentado con asfalto. En aquel momento, no había más peatones ni coches circulando por la oscura y constreñida calle de la urbanización, por lo que reinaba allí un silencio casi sepulcral, solo interrumpido por el zumbido del viento y el murmullo lejano del tráfico en el centro.
Con aire distraído, Evan comprobó la dirección que llevaba anotada en un trozo de papel arrugado y se aseguró de que estaba frente al lugar correcto. Nervioso e impaciente, llamó al telefonillo varias veces, pero nadie respondió. Insistió durante unos quince minutos más antes de darse por vencido y asumir que Yarik todavía no había vuelto a casa. No le quedaba más remedio que esperarlo en el portal. Suspiró con resignación, dejó caer la pesada mochila donde cargaba sus escasas pertenencias y se sentó en el escalón de la entrada, encogiéndose todo lo que pudo para conservar el calor corporal.
Entonces, un vecino salió del inmueble y, tras dedicarle una profunda mueca de asco, comenzó a increparle algo en un tono de voz muy brusco. Evan no necesitaba entender el español para comprender que ese hombre lo estaba «invitando» a largarse de allí porque, en su corta vida, ya lo habían echado de muchos lugares. No obstante, aquel también era el edificio de su hermano y él no estaba dispuesto a moverse hasta que lo viera, así que lo mandó a la mierda en ruso y se quedó donde estaba. Al sentirse ignorado, el hombre todavía se irritó más y su tono de voz se elevó de la queja enérgica al grito estridente. Como tampoco eso dio resultado y aquel vagabundo seguía ensuciando con sus mugrientas posaderas el impoluto mármol de la entrada, decidió llamar a la policía y que ellos se encargasen del problema, que para eso les pagaba con sus impuestos.
Yarik ya había reparado en el altercado a varios metros de distancia, pero hasta que estacionó el coche frente al portal de su bloque, no se dio cuenta de que el joven andrajoso que estaba enfureciendo al vecino del tercero se parecía mucho a su hermano pequeño, y ese descubrimiento lo dejó perplejo. Estaba más alto de lo que recordaba y el antiguo rostro adolescente se había endurecido con las facciones adultas y varoniles de un hombre. Aun así, la semejanza resultaba asombrosa, por no decir espeluznante. Pero Yarik se dijo que no podía ser. Era absurdo creer que Evan hubiese podido localizarlo después de tanto tiempo. Trató de convencerse a sí mismo de que solo estaba imaginando cosas, de que bastaría con salir del coche y verlo de cerca para darse cuenta de que había cometido un error ridículo.
—No puede ser él —murmuró con la voz quebrada.
Sin embargo, cuando los ojos del chico se clavaron en los suyos a través del parabrisas de su coche y leyó el reconocimiento en ese rostro tan familiar, comprendió con horror que no se había equivocado; ese joven de aspecto desaliñado era de verdad su hermano. Parecía algo completamente imposible, no lograba encontrarle ninguna explicación verosímil a tan repentina aparición, pero allí estaba. Y los ojos azules que lo escrutaban con un inconfundible brillo de furia ardiendo en sus pupilas no dejaban lugar a dudas de que su peor pesadilla acababa de convertirse en realidad.
—¡No, joder, no!
Yarik observó aterrorizado como Evan se levantaba del escalón donde estaba sentado, esquivaba ágilmente al impertinente vecino, quien no cesaba de increparle, y avanzaba hacia su coche con paso decidido. En aquel instante hubiese dado cualquier cosa por ser capaz de volatilizarse en el aire, desaparecer, ir a cualquier otro lugar en el mundo. No se sentía preparado para enfrentar a Evan, nunca podría estarlo. Deseaba con todas sus fuerzas poder girar la llave en el contacto, reincorporarse al carril y clavar el pie en el acelerador hasta perder la urbanización de vista para siempre; huir de nuevo y poner tanta distancia entre ellos como le fuese posible. Sin embargo, por alguna extraña razón, no era capaz de moverse. Su cabeza sabía lo que tenía que hacer, pero el resto del cuerpo se negaba a obedecer las órdenes que le enviaba. Estaba completamente paralizado por el pánico. Ni siquiera fue capaz de reaccionar cuando Evan se detuvo a su lado, atravesándolo con la mirada, y dio unos toquecitos con los nudillos en la ventanilla del conductor para llamar su atención.
Desde que salió de San Petersburgo, rumbo a aquel pequeño municipio oculto entre colinas, Evan no había cesado de preguntarse cómo reaccionaría su hermano cuando por fin se reencontrasen. Llevaba días soñando despierto con el instante en que los dos volviesen a estar juntos y pudiera estrecharlo entre sus brazos, borrando con el calor de sus cuerpos todas las miserias que habían acontecido en sus vidas durante la década en la que permanecieron separados. No se engañaba, sabía que no obtendría un gran recibimiento, su relación era demasiado complicada para eso, pero tampoco esperaba ser ignorado de aquel modo. Yarik ni siquiera lo miraba, permanecía sentado dentro de su automóvil, cabizbajo y con los ojos cerrados mientras se aferraba al volante con tanta fuerza que parecía querer aplastarlo con sus propias manos.
En un principio, Evan se había propuesto dejar las recriminaciones atrás para no hurgar en un pasado que prefería olvidar, pero el comportamiento cobarde de Yarik estaba reabriendo sin remedio las viejas heridas que nunca habían llegado a cicatrizar del todo. No pudo evitar que una punzante furia, la cual llevaba mucho tiempo latente y adormecida en su interior, sustituyese a esa frágil esperanza que tanto se había esforzado por cultivar y mantener a toda costa. Entonces, sin ser demasiado consciente de lo que estaba haciendo, abrió la puerta del conductor y lo agarró de un brazo, tirando de él violentamente con el propósito de forzarlo a salir del coche. Para su sorpresa, no halló ni la más leve resistencia en Yarik, quien se dejó manipular como si fuese un bulto sin voluntad hasta quedar de pie frente a su hermano, ante el atento escrutinio del vecino que no parecía muy predispuesto a irse.
Perplejo e incapaz de asimilar lo que estaba ocurriendo, Yarik se quedó mirando aquella cara que casi parecía un reflejo más joven y menos dañado de la suya: los mismos ojos azules, idénticas narices griegas y mandíbulas cuadradas, similares tonos de castaño en el cabello. Además, ambos tenían una constitución fuerte y una altura más que considerable, rozando el metro noventa, que les venían de herencia paterna. Se podría decir que las únicas diferencias significativas consistían en que Yarik llevaba el pelo más corto y no estaba tan pálido como su hermano. Mirar a aquel hombre adulto en el que Evan se había convertido, era para Yarik como verse a sí mismo en un espejo y, a la vez, contemplar la versión rejuvenecida de su infame padre. Sin duda, se trataba de una de las muchas razones por las que su hermano le provocaba aquel irracional rechazo, aunque ni de lejos era la peor.
—¿Evan? —logró articular con un débil hilo de voz, cuyo tono sonó más a un ruego que a una pregunta.
—Me sorprende que aún me recuerdes después de diez años sin saber nada de ti. —Cada palabra fue pronunciada lenta y contundentemente. Sin titubeos ni emoción alguna. Como dardos envenenados directos al adormecido corazón de Yarik, que, por primera vez en una década, volvió a experimentar el dolor.
—¿Qué… qué haces aquí? —masculló al tiempo que un escalofrío le recorría toda la espina dorsal, las náuseas ascendían peligrosamente por la boca del estómago y un despiadado puño invisible le oprimía el pecho.
—Tras tanto tiempo, ¿eso es todo lo que tienes que decirme? —le recriminó, sin poder disimular ni por un segundo más la profunda tristeza y decepción que le había causado su frío recibimiento.
—Yo…
—¿Lo conoces? —intervino el vecino con desconfianza, interrumpiendo el tenso intercambio de palabras.
—Es mi hermano —respondió Yarik sin apartar los ojos del aludido.
—Ah, ya, claro —murmuró, malhumorado, antes de proseguir su camino.
Al ruso le pareció que el hombre refunfuñaba algo por lo bajo sobre los malditos extranjeros que estaban invadiendo el país mientras se alejaba de ellos, pero no le prestó demasiada atención. Tenía cosas mucho más importantes de las que preocuparse en ese momento.
—¿Vas a invitarme a subir o quieres que nos quedemos aquí todo el día? —protestó Evan de mala manera, dispuesto a no concederle ni un segundo de tregua.
Yarik se limitó a asentir y, tras abrirle el portal, se apartó a un lado para dejarle paso. Hicieron el resto del camino en medio de un tenso silencio, el cual vivió como la calma fugaz que precedía a una inevitable tormenta. El ruso entró en su apartamento con la cabeza gacha y el paso vacilante, seguido muy de cerca por su hermano. Tras cruzar el umbral, Evan cerró la puerta de una patada y arrojó su mochila al suelo sin ningún cuidado. Al momento, Yarik se encogió en su sitio como el pobre niño aterrorizado que un día fue. Inspiró profundamente y, cuando por fin logró reunir las fuerzas necesarias, se giró para enfrentarlo. No pudo sostenerle la mirada más de un par de segundos antes de volver a clavar la vista en el suelo.
Por mucho que lo lamentase, no era capaz de mirar a su propio hermano a la cara sin ver también en ella al monstruo retorcido que los torturó a ambos durante toda su infancia y adolescencia. Odiaba admitirlo, pero ese bonito rostro se había convertido para él en un vivo recordatorio del horror. La prueba estaba en que no hacía ni cinco minutos que se tropezaron en el portal y su mente ya no acertaba a controlar el torrente de imágenes de pesadilla que, hasta ese día, había mantenido bien enterradas en lo más profundo de su memoria: podía ver los jóvenes ojos azules de Evan, tan similares a los suyos, llenos de lágrimas y una tensa mueca de dolor deformando su expresión, oír sus quejidos entrecortados y afónicos. E incluso le parecía escuchar su propia voz desesperada, repitiendo sin parar las palabras «perdóname, por favor», como si de un mantra sanador se tratase, mientras acariciaba su mejilla con dulzura en un torpe intento de ofrecerle algún consuelo.
Yarik resopló, consternado. Diez años huyendo de su horrible pasado, construyendo una vida nueva y reinventándose a sí mismo, empezaron a derrumbarse sin remedio, como un frágil castillo de naipes, en cuanto reconoció al desaliñado joven que lo esperaba en la calle. A pesar de todo, sabía que su hermano no tenía la culpa de evocar en él aquel profundo desasosiego. Ninguno de los dos la tenía, y ya no quedaba nadie a quien odiar, eso era lo peor de todo. Por ese motivo, hizo un gigantesco esfuerzo por suavizar un poco la expresión de su rostro y contener todos los reproches que le bullían en la cabeza, alimentados por el sentimiento de impotencia y el profundo miedo irracional que habían resurgido con la presencia de Evan.
—Evan, necesito saberlo, ¿cómo has dado conmigo? —preguntó sin aliento—. No es por ti, tengo enemigos y me preocupa que cualquiera pueda encontrarme con tanta facilidad —se apresuró a aclarar.
—Si es por eso, puedes estar tranquilo. Fue Viktor quien me trajo a España y me dio tu dirección. Ahora trabajo para él —respondió con una frialdad tal que le heló la sangre.
—¿Qué? ¿Te has vuelto loco? ¡Ese hombre es muy peligroso!
—Resulta bastante curioso que seas precisamente tú el que me lo diga, teniendo en cuenta que llevas casi una década en su organización.
—Tú no tienes necesidad de… El dinero que os mando todos los meses debería bastar para…
—¿Dinero? No sé nada de ningún dinero —lo interrumpió—. Me fui de casa hace años porque mamá se volvió completamente loca después de que él muriese, y ya no aguantaba más. Lo sabrías si te hubieses molestado en ir a buscarme alguna vez. —El enfado y la decepción que impregnaban cada una de las palabras de su hermano le tensaron todavía más el nudo en la garganta.
—Evan, ¿qué estás haciendo aquí?
—He venido por ti. —Trató de acortar la distancia entre ellos, pero el otro retrocedió de forma brusca, como si su mera cercanía le resultase insoportable.
—No.
—Yarik, por favor.
—¡No! —gritó, horrorizado.
Una espantosa idea acababa de cruzar por su cabeza y amenazaba con quedarse allí, atascada para siempre. No, no podía permitirlo. Evan tenía que irse por el bien de su salud mental. Aún estaba a tiempo de fingir que nada había pasado, que la visita de su hermano no había sido más que una cruel pesadilla, la macabra broma de una imaginación desquiciada. No obstante, sabía que no resultaría tan sencillo. Aquel hombre, de pie frente a él, había venido para quedarse y no estaba dispuesto a desaparecer de su vida sin pelear. Podía leerlo en sus ojos, en su expresión, lo llevaba escrito por toda la cara. Siempre había temido que llegase ese momento más que cualquier otra cosa en el mundo. Podía lidiar con todas las armas, las extorsiones, los asesinatos e incluso con el insufrible Viktor Udinov, pero no con los sentimientos encontrados que Evan le despertaba.
—Tú no tuviste la culpa, ni yo tampoco. No éramos más que dos críos asustados en las manos de un maldito bastardo degenerado. Ya hice las paces con aquello, ¿por qué tú no puedes? —dijo como si fuese capaz de leer sus pensamientos.
—No quiero hablar de eso.
—De acuerdo —murmuró, resignado—. Necesito un lugar para quedarme un par de días hasta que Viktor me encuentre otra cosa. No me cruzaré en tu camino.
—Tampoco quiero que trabajes para él.
—Ese tema está fuera de cualquier discusión, Yarik. Perdiste el derecho a opinar sobre mi vida hace diez años, cuando te largaste de aquella casa sin mí.
—Bien. Hay una habitación libre al final del pasillo —se limitó a decir, con una incipiente furia bailando en su voz, antes de atravesar el umbral a toda velocidad de vuelta a la calle.
—Ojalá pudieses verte a ti mismo como… —Un violento portazo lo interrumpió y dejó la frase a medias.
«… Yo siempre te he visto: mi protector, mi ángel, lo único que tengo… —prosiguió en su cabeza—. Ojalá dejases de odiarte por algo que nunca fue culpa tuya. Ojalá pudieses verme realmente a mí y no a la pequeña víctima que recuerdas. Soy un adulto ahora, Yarik, igual que tú». Evan deseaba con todas sus fuerzas tener el poder de hacerle llegar ese pensamiento a su hermano, porque sabía que él nunca lo escucharía si trataba de decírselo en voz alta.
Dejó escapar un largo suspiro de resignación, recogió la mochila del suelo y se encaminó hacia su nuevo dormitorio. No iba a rendirse con él, todavía no. Se lo debía. Yarik era la única razón por la que seguía vivo. Si él no lo hubiese protegido tantos años atrás, lo más probable habría sido que ninguno de los dos lo estuviese. Le parecía muy injusto que continuase atormentándose de esa forma por algo que siempre escapó a su control.
Yarik solo tenía dos años más que Evan, pero desde que eran muy pequeños, ya se había responsabilizado de la tarea de cuidar de su hermanito mientras sus padres vivían inmersos en las brumas del alcohol y pasaban inconscientes la mayor parte del día. Los primeros recuerdos que Evan tenía de su madre eran los de un ser inanimado que dormitaba en el viejo sofá del salón o sobre la mugrienta alfombra, rodeada de botellas vacías y vasos sucios. Únicamente les dirigía la palabra a sus hijos para gritarles que cerrasen la maldita boca y no hiciesen tanto ruido.
Años más tarde, descubriría que había sido su propio padre quien la enganchó a la bebida para que no fuese consciente de lo que sucedía bajo aquel techo. Pues la verdadera pesadilla de los dos hermanos comenzaba cuando este se despertaba de sus etílicos sueños y arrastraba los pies por toda la casa en busca de sus hijos. «Niños, mis niños, ¿dónde estáis?», rugía con su asquerosa voz. Y no importaba lo bien que ellos se escondiesen, porque él siempre los encontraba.