Christian, Teos, Jochen y Marius permanecían inmóviles observando con mirada estudiosa el tejado de la casa. Los rostros de los polacos cargados de algún tipo de dramatismo que Christian no acababa de comprender. Tenían una forma sincrónica de pesimismo compartido. En cuanto veían un problema podían pasarse al menos un par de horas repitiendo con gesto apesadumbrado «esto no es cosa buena…, nada bueno» mientras el dueño de la casa aguardaba con paciencia la solución, convencido de que, fuese lo que fuese, alguna solución tendría. El tío de los polacos, Teos, acababa de descubrir que el tejado se hundía ligeramente en la parte central, y, desde el descubrimiento, los cuatro permanecían observándolo con parsimonia, como si esperaran que cayera definitivamente en cualquier momento. Los cuatro de pie enfilados delante de la casa mirando con gesto preocupado al cielo componían un cuadro algo cómico. El tío hablaba con sus sobrinos en polaco, y los hermanos traducían interrumpiéndose el uno al otro, sin que sus discursos superpuestos llegaran jamás a una conclusión. Tal vez era su forma de justificar que la reforma iba a costar mucho más de lo que habían previsto en un principio.
—Eso son vigas… —decía Marius.
—Las vigas de tejado son de madera —completaba Jochen.
—Teos dice vigas están podridas.
—Mojados…
—Podridas, muy malo… Tejado todo entero puede caer…
—Entonces —Christian intentaba conducirlos a la solución— ¿hay que cambiar las vigas?…
Y enseguida los gestos de preocupación asaltaban los rostros compungidos de los hermanos.
—Cambiar vigas… Eso es complicado…
Y así llevaban dando vueltas un buen rato sobre lo mismo. En ocasiones se preguntaba si los polacos le estaban tomando el pelo. El caso es que le caían bien. Aunque a su ritmo, trabajaban sin parar y sin quejarse, lo que le parecía aún más importante, y, a pesar de su dramatismo constante, avanzaban con rapidez en la casa. Habían terminado el dormitorio y el baño, tal y como se había propuesto Christian, y desde hacía unos días había podido mudarse a la casa. Seguía sin cocina, pero eso resultaba fácil de solucionar con pedidos de comida a domicilio. Electricidad sí tenía, lo que le permitía usar el ordenador y tener una pequeña estufa eléctrica que calentaba el dormitorio, que era bastante más amplio que la habitación de hotel en la que se había estado alojando. Le caían bien sobre todo porque, aunque pudieran sobreactuar su preocupación por los problemas de la reforma, seguían teniendo esa predisposición a las resoluciones clandestinas propias de quien está acostumbrado a vivir en el margen de la legalidad, lo que incluía que no les importaba enseñarle al dueño de la casa a hacer cosas que no había hecho en su vida y dejarlo haciéndolas con absoluta confianza, y que estaban dispuestos a buscar soluciones creativas a cualquier problema con el que se encontraban, lo que hacía que la reforma resultara mucho más divertida, alejada de los absurdos de las pequeñas burocracias tan propias de los españoles.
—Teos dice, hay que contratar grúa…
—¿Una grúa? —se sorprendió el modelo.
—Hay que quitar tejado…
—Todo entero tejado
—Poner vigas… Luego construir tejado otra vez…
—¿Hacerlo todo nuevo?
Y discutían una vez más entre ellos en polaco dejando a Christian al margen antes de retornar a él para darle el veredicto.
—Todo nuevo no —llegaba al fin la información—. Nosotros quitar tejas y usar de nuevo…
—¿Eso se puede hacer? Si es más seguro cambiarlo, prefiero hacerlo de una vez… El dinero no es problema…
Entonces Marius tradujo, y el tío Teos dijo algo que los hizo reír a los tres. Y el portavoz, Marius, no tardó en dirigirse a él con una explicación.
—Teos dice, dinero siempre problema…, dinero y mujeres, siempre problema. —Y volvían a reír juntos, esta vez también con Christian.
—Entonces ¿lo hacemos?
—Sí, hacemos tejado… —La resolución era ahora unánime, y ya podían dejar el momento de reflexión y volver al trabajo.
Eso hicieron los tres polacos justo en el instante en el que Christian se encontró con una visita inesperada. Su estómago se puso a dar saltitos de alegría que el resto de su cuerpo se esforzó en ignorar cuando sus ojos se toparon con la preciosa cara del chico ruso a la entrada del jardín de su casa.
—Traigo tu comida —anunció él con su delicioso acento eslavo. Y Christian se acercó por el camino hacia la cancela simulando un gesto de resignación.
Ahora que no vivía en el hotel, había dejado de ir a la taberna, pero la comida le gustaba, así que solía encargar su almuerzo o su cena y pasaba en algún momento a recoger las bolsas de papel con sus platos de aluminio organizados dentro, y procuraba hacerlo evitando cruzarse con Vlad. La taberna no hacía entregas a domicilio, por lo que la visita del joven con su comida era claramente intencionada, y ese detalle estaba provocando todo tipo de reacciones orgánicas en su cuerpo… y quería disfrutarlo un poco.
—¿Cómo has sabido dónde vivía? —dijo con cierto regodeo.
—Mi jefa, Rut, se entera de todo…
—No hacía falta que te molestaras, iba a pasar por ahí —añadió cogiendo la bolsa con el almuerzo. Sí, definitivamente lo estaba disfrutando, porque era cosa de Vlad justificar por qué había caminado más de quince kilómetros para traerle aquella bolsa hasta su puerta.
—Ya, bueno, quería… disculparme… —Se notaba que le costaba arrancar, su rostro era una madeja de gestos. No se lo pensaba poner fácil, así que se limitó a levantar las cejas y a dejarle hablar—. No me he comportado bien contigo… No quiero que pienses que estoy loco o que… me he enfadado… No es culpa tuya…, soy yo, lo sé…
Al fin, no pudo evitar dejar escapar una pequeña sonrisa de triunfo. Sí, Vlad se había portado como un capullo, pero ahí estaba en su puerta hecho un manojo de tics nerviosos disculpándose. Y, la verdad, se estaba poniendo cachondo. Aunque había intentado alejarse del bailarín ruso, el mero recuerdo de sus intensos encuentros sexuales era suficiente para ponerlo duro como una roca. Llevaba semanas masturbándose con las imágenes del último polvo que habían echado en su sótano, y ahora que lo tenía delante le costaba concentrarse en lo que tuviese que decir. Ya lo había perdonado en cuanto lo vio en su puerta, pero le divertía dejarlo sufrir un poco.
—El caso es que… no hace mucho terminé una relación muy larga y que… no acabó muy bien que digamos, y… supongo que eso me hace reaccionar como un loco…, a veces, o casi todo el tiempo…
Ahora Christian sonrió sin reservas.
—Vale, disculpas aceptadas. ¿Quieres pasar a ver la casa? —Y Vlad volvió a convertirse en un nudo de gestos.
—No lo sé…, quizás es mejor que me vaya…
—No es una cita, ni siquiera estoy solo en la casa… Ya que has venido hasta aquí…
—Claro, sí…, perdona. —Y al fin sonrió él también, mordiéndose ligeramente el labio inferior, con esos colmillos torcidos, en un gesto descuidadamente provocativo.
Deambularon por las habitaciones, Christian le fue indicando los planes que tenía para cada una de ellas, el salón, el comedor abierto a la cocina, alguna habitación que aún no tenía un destino concreto. Le presentó a los polacos y Vlad estrechó sus manos sin que le importara que lo ensuciaran un poco. Y terminaron en la parte de atrás que daba a la pequeña finca que se extendía hacia las montañas, que en su día albergó un huerto con hileras de árboles frutales.
—Guau, esto es espectacular… —dijo él—. Me encantan las vistas.
—De pequeño me pasaba las tardes jugando aquí, era mi lugar favorito, había tantas cosas que hacer.
—No sé por qué no me extraña, creo que puedo imaginarte escalando por los árboles y eso… —A Christian le gustó el comentario —. Así que te quedas a vivir aquí. ¿No volverás a Madrid?
—No lo he decidido aún. Solo tenía ganas de hacer algo así, ¿sabes? De hacer algo por mí mismo, aunque, bueno, no es que lo esté haciendo yo solo… No sé cómo explicarlo, tengo ganas de que haya algo de lo que pueda decir: «Eso lo he hecho yo, con mis manos», algo que sea físico, que no desaparezca con el tiempo…, no sé si tiene sentido… —Había reflexionado mucho acerca de por qué le había dado por reformar la casa de sus abuelos, y era la primera vez que intentaba ponerlo en palabras, por alguna razón no había sabido explicarlo antes.
—Ya, creo que te entiendo. Es una idea bonita.
Tal vez fuese porque, de alguna forma, intuía que él lo comprendería. Se quedaron un instante en silencio mirando el paisaje de campo con el bosque frondoso al fondo y las montañas a lo lejos, aunque no era un silencio incómodo, era un silencio familiar.
—Puedo pasar a buscarte más tarde, si quieres, cuando termines de trabajar, y… podemos pasar un rato juntos.
Y la forma en la que Vlad lo miró en ese momento ya adelantó una decepción.
—Es mejor que no. —Christian resopló desviando la mirada, sin ocultar su frustración—. Deja que intente explicarlo —siguió él, con una dulzura que se le clavó en el pecho—. Me gustas mucho. Me gustas demasiado… Hace unos años te hubiese dicho que sí a todo, pero ahora mismo… no estoy preparado para lo que sé que me hubiera gustado… Me enfadaría contigo por cosas que no has hecho tú y me volvería loco sin que entendieras por qué, porque no sería por nada que hayas hecho tú en realidad… Creo que no sería justo para ti.
Y por más que le doliera su respuesta, comprendía perfectamente sus motivos.
—Te entiendo. A mí también me costó pasar página con mi ex. ¿Amigos, entonces? —Y él sonrió con un gesto que decía que aquello era un engaño—. Podemos probar al menos.
—Claro. Podemos probar…
Aunque en el fondo, y no tan en el fondo, sabía que fracasaría por completo en ese intento, y puede que la sonrisa desengañada de él tradujese exactamente eso. Pero antes de que pudiesen añadir algo más, una voz chillona los interrumpió.
—Hola. —Y la risa enérgica de Patricia se hizo omnipresente de golpe—. Pensé que tendrías ganas de tomarte un descanso y he traído algo para almorzar… —anunció casi cantando mientras alzaba su cestita de la merienda como había hecho en otras ocasiones.
—Acaban de traerme comida —la cortó él mostrando su pedido de la taberna.
—Vaya, ¡qué casualidad!
—Bueno, yo ya me iba… Tengo que volver al trabajo —se excusó Vlad. Le hubiera gustado pedirle que se quedara un poco más, pero el momento de intimidad que habían compartido se había estrellado contra el suelo de forma abrupta, y se notaba que el chico tenía ganas de salir huyendo—. Nos vemos por ahí…
—Sí, nos vemos…
Y Vlad se alejó revelando una vista perfecta de su culo redondito ceñido en sus pantalones negros, y no pudo evitar evocar la imagen de ese mismo culo en otra posición… y volvía a endurecerse irremediablemente.
—Uuuh…, ándate con cuidado con este, me parece que a ese chico le gustas —dijo con tono de advertencia—. Ya sabes… —Y acompañó su insinuación con un gesto de la mano que indicaba cierta connotación de reproche o burla. Y cuando volvió a sonreír dejando a la vista sus encías, su mueca se le antojó falsa y estridente. Se le quitaron las ganas de pasar un minuto más con ella.
La noche que se mudó a la casa, Patricia había aparecido con una botella de vino para festejarlo, habían bebido, habían hablado del pasado; ella, algo más ebria, acabó contándole sus desdichas como ama de casa, confesando su decepción ante un matrimonio que había acabado por convertirse en rutina y tedio. «Necesito que mi vida vuelva a ser emocionante», había dicho, «todos los días es lo mismo», se quejaba, «los niños, la comida, el colegio, los deberes, la casa, las peleas de los niños… Estoy harta… Imaginaba que mi vida iba a ser diferente, pero es exactamente igual que la de mi madre…». Y lo cierto era que la había entendido, porque era una mujer inteligente, la recordaba siempre como la mejor alumna del curso y seguramente había sido igual durante la carrera, y toda esa energía e inteligencia no se había invertido en nada concreto, solo en convertirse en invisible limpiadora y organizadora familiar a tiempo completo. Empatizaba también porque había conocido al marido, un hombre achatado, ensimismado en su teléfono, que se había contentado con la mediocridad, incapaz de darse cuenta de lo afortunado que era por tener a esa mujer simpática, hermosa y eficiente a su lado con todo lo que seguramente aportaba a su vida. «Necesito volver a sentirme mujer», había dicho ella también aquella noche, seducida por la embriaguez y la intimidad nocturna, y, aunque Christian evitaba como podía sus intentos de flirteo —porque no pensaba adentrarse en ese terreno de ningún modo—, agradecía la compañía, porque Patricia le caía bien y tenía una capacidad asombrosa para ayudarlo a resolver los problemas que le surgían con la reforma de su casa, su mudanza o cualquier otro asunto, siempre con eficiencia y una sonrisa. Pero de pronto, no quería seguir jugando a las aventuras con ella. Puede que fuese por su comentario crítico, o porque acababa de interrumpir una conversación que prefería mil veces antes que su visita; de cualquiera de las maneras, su paciencia con Patricia acababa de llegar a su límite.
—La verdad, no es un buen momento, Patricia. Estoy algo ocupado hoy, si no te importa. —Y según acabó de decirlo, se sintió mal al comprobar cómo a ella le cambiaba el gesto y de golpe se sentía incómoda y fuera de lugar.
—Claro, perdona, debería haber llamado antes…
Tuvo la tentación de corregirse, se sintió un capullo hiriéndola de esa forma, aunque tal vez fuese mejor así, acabar de una vez con un juego que podía ser peligroso y que tenía claro que no le interesaba.
Se le ocurrió de pronto de qué forma la vida podía ser cruel. Él le estaba haciendo a Patricia lo que Vlad acababa de hacerle a él, y quizás había un toque de venganza en su intención que no había calculado. Cupido tenía un sentido del humor perverso. Mientras ella se alejaba algo humillada por el mismo camino por el que había visto alejarse a Vlad, recordó una obra de Shakespeare que vio una vez en Regent’s Park en Londres, en el teatro al aire libre: El sueño de una noche de verano, de la que no entendió mucho, pero alcanzó a comprender que todos perseguían a quien no les correspondía en amor, hasta que llegaba un duende y con una poción mágica los hechizaba para que acabaran emparejados con la persona correcta. Qué conveniente sería contar con una pócima semejante, cuántos malentendidos, momentos humillantes y corazones rotos se ahorraría la humanidad.
—Te he pedido perdón, ¿es necesario que volvamos a empezar otra vez? ¿Por qué cada vez que quiero arreglar las cosas tú vuelves a sacar el tema?
—Intento hablar contigo ahora porque estás más receptivo, cuando vuelvas a estar enfadado ya no me escucharás.
—Y ¿eso es culpa mía? ¿Por qué nunca asumes tú un poco de responsabilidad en el asunto? Al menos yo te he pedido perdón.
—Espera, ¿en serio? ¿Esperas que te pida perdón? ¿Por qué exactamente?
—Los problemas en una pareja son cosa de dos, ¿no lo sabes? Algo tendrás tú que ver, ¿no te parece?
—No sé para qué pides perdón si en realidad no te arrepientes de nada.
Entonces lanza el vaso a la pared y el cristal estalla en mil pedazos.
—¡Joder! Te he hecho un regalo, te he pedido perdón, ¿es que nunca puedes dejarlo estar simplemente? —El joven se lleva la mano a la boca, se tapa la cara, es mejor quedarse callado—. ¡No te pongas a llorar ahora! ¡Joder! ¡Joder! ¡Eres una puta maricona de mierda!, ¿te enteras?
—No me insultes. —Y casi sale como un gruñido en su lucha interna por mantener su dignidad—. Yo no te he insultado, solo intento hablar contigo.
—Y de qué cojones quieres que hablemos, ¿eh? —vuelve a gritar, ahora más enfurecido que antes.
—Olvídalo, da igual. De nada. —Huye y se encierra en el dormitorio. Cierra con pestillo, ya no puede controlar las lágrimas que empiezan a emerger en sus ojos contra su voluntad. Al otro lado de la puerta lo oye deambular por el apartamento que comparten, de vez en cuando escucha como cae algo al suelo, puede que una silla o algún libro, y la voz de él hablando solo ahora.
—¡Joder! ¡Siempre igual! ¡Siempre igual! ¡Me cago en la hostia!
Y sin esperárselo, un golpe fuerte sobre la puerta en la que está apoyado lo sacude con fuerza, un puñetazo seguramente que debe haberle hecho daño en la mano, aunque no dice nada, y se pregunta si sería capaz de echar la puerta abajo si se lo propusiera. Ya no le importa nada más, solo quiere que se acabe. Cierra los ojos, intenta llorar en silencio. Después de un rato de escuchar improperios y los golpes de algunas cosas más chocando contra el suelo, él sale de la casa y se escucha un último portazo que hace temblar las ventanas ligeramente. Entonces siente un alivio profundo, puede volver a llenar los pulmones de aire, aunque aún tarda un rato en moverse de donde está; sabe que es solo un alivio temporal, porque él volverá a casa. Quizás cuando vuelva echen un polvo y todo quede en el olvido. El sexo siempre consigue apaciguar las cosas entre ellos.