París, 20 de enero de 1912
Tenía que llegar a tiempo.
«¡Cumple tu promesa!».
Clauzade apretó las mandíbulas y se mordió un nudillo. Su corazón latía al ritmo impetuoso de la urgencia. Dio un par de voces al cochero y le ofreció a pagarle el doble si conseguía llegar antes. Pero a esas horas de la mañana, París era una tediosa marea de coches de caballos y automóviles, de carros transportando la mercancía y de viandantes descuidados. A Clauzade le gustaba París, le gustaba la muchedumbre que se amontonaba, la humanidad que impregnaba cada rincón… Pero en ese momento, si hubiera podido, los habría apartado de un manotazo como si fueran moscas.
—Hacía mucho tiempo que no te veía así —dijo Liu-Xin, y si no fuera por su tono monocorde y su rostro impertérrito, casi habría dicho que se preocupaba, o se sorprendía, o se enfadaba… Quién sabe. Las muñecas de porcelana eran más expresivas que ella.
Clauzade bufó y miró por la ventana del carruaje que permanecía detenido mientras alguien descargaba un montón de coles y ocupaba por completo una de las estrechas callejas. Contuvo las ganas de salir corriendo e ir a pie, tampoco estaban tan lejos.
—¿Qué quieres que te diga? —replicó Clauzade encogiéndose de hombros—. Cuesta encontrar cosas que me apasionen.
Miró de reojo a la mujer oriental y no se le escapó el sutil movimiento de desdén que realizaron las órbitas de sus ojos. En otra ocasión ese gesto le habría provocado una carcajada y cierta satisfacción, pero se limitó a elevar un poco la comisura de la boca.
—Has… has vuelto a entrar en el laboratorio —murmuró su secretaria. Clauzade chasqueó la lengua impaciente—. Me prometiste que no volverías a eso.
—No es lo que crees —respondió a la defensiva—. No voy a hacer nada. Nadie más. Te lo prometí y así será. Pero… ese chico necesita tiempo y… solo voy a darle eso; un poco de tiempo.
—No es un milagro —recordó Liu-Xin—. Es una…
—Es una maldición, lo sé, querida —replicó poniendo los ojos en blanco.
En el callejón, el cochero de las coles empezaba a mover su carro con lentitud. Las ruedas traqueteaban sobre el pavimento empedrado y el sonido de los cascos herrados acompañó el movimiento de su propio carruaje.
—Solo es tiempo —dijo de nuevo con un suspiro—. Un poco de tiempo robado a la eternidad.
—Con eso solo postergarás su agonía. Clauzade…, si el chico te importa, déjale en paz. Es lo mejor que puedes hacer por él. Si sigues así te arriesgas a que se repita lo que pasó con Gerard y…
—No será como Gerard —replicó de mala forma.
Clauzade bufó y se aflojó el corbatín. Se estaba asfixiando. Tenía calor y sentía una impaciencia poco habitual en él. Estaba cansado. La noche anterior se la había pasado trabajando en el laboratorio y, aunque no era nuevo para él pasarse la noche en vela, sí lo era el no poder dormir al día siguiente. Era su hora de estar durmiendo, su cuerpo se lo recordaba, su mente insistía en ello, pero Clauzade sacudía la cabeza y pensaba: «más tarde».
—Si me dijeras Didier —continuó Liu-Xin haciendo gala de una verborrea inusual—. Sé que en su momento también insistí en que te deshicieras de él, pero comprendía tu atracción. Era… pasión. Era perfecto para ti. Sin embargo, ese Philippe… —Chasqueó la lengua en un gesto reprobatorio—. No dudo que sea un buen chico es que… es demasiado buen chico para ti. Es como un gorrión asustado. Ni siquiera le veo el atractivo.
—¡Ja! —exclamó Clauzade sorprendido ante la revelación de su secretaria—. ¿Ahora te dedicas a valorar mis conquistas?
—Ese chico no es tu conquista —replicó desdeñosa.
—No, no lo es, por ahora —apostilló él—. Un gorrión, ¿eh? —repitió pensativo. Sí, tenía sentido. Quizá fuera eso lo que pasaba. Quizá todo se resumía a eso; un gorrión asustado—. ¿Sabes? De pequeño me llamaban gorrión —comentó como quien hablaba del tiempo. El coche había empezado a moverse aunque lo hacía despacio, frenado por el carro de coles—. Durante mucho tiempo fui Gorrión, por eso mi sello es un pajarito.
—No te veo con cara de gorrión —repuso Liu-Xin—. Aunque, para ser sinceros, me es difícil imaginarte de niño. ¿Cuánto hace de eso?
—No lo sé —admitió Clauzade—. ¿En qué siglo estamos?
Podía parecer una exageración pero no era así. Clauzade había vivido tanto tiempo que había dejado de preocuparse por el paso de los años. Hacía mucho tiempo que Gorrión había desaparecido. Hacía mucho tiempo que ya no era un crío tímido que buscaba con ahínco el conocimiento que le había sido vedado. Ahora nada tenía importancia, todo eso era… absurdo. El poder para transformar el plomo en oro, para curar las enfermedades, para conseguir la vida eterna… Le habían hablado del precio, pero nunca se imaginó cuál sería.
Las píldoras de terra sigillata que llevaba en un saco en el bolsillo contenían una parte infinitesimal de ese poder, el precio no sería demasiado elevado. «Solo es un poco de tiempo, nada más», se repitió por enésima vez. Pero Philippe necesitaba algo más, algo que él no podía darle, ya no.
Una idea tomó forma en su cabeza. Apenas era una chispa, algo pequeñito, un simple pensamiento que al principio apartó a un lado con desinterés, pero se encontraba volviendo sobre él una vez y otra, y otra más. Y la chispa se convirtió en llama y la llama en incendio.
—¡Liu-Xin! —exclamó levantándose de golpe. Pero al hacerlo, no calculó la altura del techo del coche y se golpeó en la frente—. ¡Ay! —protestó llevándose las manos a la cabeza.
Liu-Xin disimuló su risa colocando una mano delante de su boca. Su rostro oriental parecía transformarse por completo con ese gesto tan poco habitual en ella. Mientras se frotaba la frente, dolorido por el golpe, Clauzade tuvo una visión de la pequeña niña perseguida por los espíritus que nadie más veía, sagrada para unos, maldita para otros.
—Liu-Xin, llévame a la tienda del centro, la Apothecarie de Lautrec. Es esa, ¿verdad? Allí es donde consigues el elixir.
—¿No íbamos al sanatorio? —preguntó extrañada su secretaria.
Clauzade negó con la cabeza y cerró los puños con fuerza. «¡Cumple tu promesa!».
—Me esperará, seguro —dijo con confianza—. Me lo ha prometido.
Hacía mucho que no pisaba la pequeña tienda. Muchísimo. Siempre procuraba que fuera Liu-Xin la que tratara con los intermediarios, no quería responder preguntas ni levantar más sospechas de las necesarias. Aquel lugar olía a plantas, a hierbas, a medicinas perfectamente dispuestas en esos botes de cerámica decorados con su contenido, exquisito y bonito, sí. Las pastillas de jabón de Marsella estaban artísticamente dispuestas, cerca de las esponjas traídas de los mares del Pacífico, botes de sales aromáticas y ramos de lavanda compartían el protagonismo con el láudano y la dedalera. Pero no era más que una bonita fachada. Una máscara blanca que engañaba a la clientela y al espectador curioso.
Sin embargo, Clauzade sabía que, detrás del mostrador, tras esa cortina de colores pastel a juego con el embaldosado, había otra puerta, una pequeña que llevaba a otro sitio, a una escalera que bajaba a un sótano, a otra habitación, a una que olía a polvo, a viejo, a secretos, a oscuridad. Una habitación donde los botes no eran tan bonitos y las etiquetas, de caligrafía apresurada en idiomas extraños, no eran más que papeles amarillentos ajados por el paso de los años que apenas podían entenderse, pero cuyo contenido no dejaba mucho lugar a la imaginación.
Clauzade suspiró con aire indolente y se apoyó en su bastón esperando que la campanilla de cristal que había anunciado su llegada y la de su asistenta atrajera la atención del amo de la botica. Ese sitio le ponía los pelos de punta, le recordaba demasiadas cosas que quería mantener en el olvido, pero no iba a permitir que esa emoción se manifestara de modo alguno. Tal y como se imaginaba, no pasó más de un minuto hasta que la cortinilla de colores pastel se movió y tras ella surgió la figura del apotecario.
A simple vista, Jean-Louis Lautrec era exactamente lo que uno se habría esperado de un respetable apotecario. Rostro enjuto y bigote al uso, lustroso y oscuro. Era alto, no tanto como Clauzade; sin embargo, era una de esas personas que parecían más altas de lo que eran por su hábito de andar un poco inclinados hacia delante, acostumbrados a mirar desde arriba a todo aquel que se le acercara. Aunque el hecho de que el mostrador estuviera situado en una tarima podría haber influido también.
—¡Monsieur Servais! —exclamó sin ocuparse en disimular la sorpresa—. No… no entiendo. Ya le dije a la señorita…
Clauzade alzó la mano interrumpiéndole con un gesto de desdén. Y, sin mediar palabra, colocó encima del mostrador tres piezas oscuras con su emblema grabado en ellas. Lautrec boqueó como un pez. Su mano tembló al coger una de ellas y observarla de cerca.
—Esto es… —comenzó a decir. Tragó saliva y la dejó junto a sus hermanas sobre la madera lustrada. Tardó un par de instantes en poder articular palabra—. ¿Cuánto? —dijo, y en sus ojos vio avaricia, desesperación, miedo…
Clauzade frunció el ceño y, durante medio segundo, se planteó que a lo mejor estaba cometiendo un error.
—Con esto compraré información y tu silencio —respondió—. Sabes lo que esas tierras pueden hacer, sé prudente al usarlas y… confío en tu discreción para que esto no llegue a oído de ya sabes quién.
Lautrec esbozó una mueca de dolor y empujó las tres piezas de nuevo hasta su origen. Clauzade observó estupefacto cómo le devolvía el preciado regalo y le miró sin comprender. ¿Por qué? Si había alguien que conocía lo que eran capaz de hacer esas diminutas porciones de barro cocido era el boticario, y el precio no era demasiado alto.
Su interlocutor intentó sonreír pero el gesto se desvaneció en el aire.
—Me temo que eso no es posible —dijo.
—¿Por qué? —inquirió Clauzade—. No te estoy pidiendo que mientas, solo te digo que no les hables de mi visita. ¿Por qué no puedes…?
—Porque ya estoy aquí, viejo amigo —dijo una voz familiar con un marcado acento extranjero. La sangre abandonó su rostro al ver la figura que se había mantenido oculta tras la cortina: Jules Steimberg—. Y lo he escuchado todo.
El alemán seguía en su tónica habitual. Al igual que él, llevaba el cabello recogido en una larga coleta que pendía por su espalda, pero su cabello era claro, tan claro que más que rubio parecía blanco. Sus cejas y sus pestañas también tenían esa extraña tonalidad y el efecto era, cuando menos, extraño. Vestía de negro, cómo no. Un tipo como él estaba anclado a la tradición. En realidad, él era la tradición y todo lo que representaba. El colgante con la cuadratura del círculo, el símbolo del oficio, aquel que Clauzade nunca tuvo, colgaba de su cuello como silenciosa advertencia y escandalosa burla.
—¡Jules! —exclamó Clauzade con una amplia sonrisa que ni el más inocente habría considerado auténtica—. ¡Viejo amigo! ¡Cuánto tiempo! ¿Ahora te dedicas a espiarme?
Jules rio bajo la nariz y negó con la cabeza.
—Siempre has tenido problemas de ego. —El alemán dio un par de pasos lentos, con parsimonia, como si estudiara la situación y planteara lo que tenía que decirle.
Clauzade tragó saliva y fingió indiferencia aunque su corazón estuviera a punto de salírsele por la boca. Liu-Xin, a su espalda, había adoptado una posición de guardia, dispuesta a saltar ante cualquier amenaza. Pero… ¿había una amenaza?
El alemán cogió una de las tierras y la estudió tal y como había hecho el boticario antes que él.
—Les has puesto tu sello —comentó y chasqueó la lengua en un gesto reprobatorio—. El pequeño gorrión… ¿Ves? Problemas de ego.
—Nunca se me ha dado bien pasar inadvertido —replicó Clauzade e hizo una teatral reverencia—. Hace siglos que dejé de intentarlo.
—¿Sigues conservando a esa mascota tuya? —preguntó Jules—. Ya sabes, el hijo de la viuda. ¿Te has deshecho ya de él?
Había tanta mezquindad en ese comentario… Jules lo único que pretendía era hacerle daño y sabía exactamente dónde atacar, por eso, aunque su sangre hervía con la rabia contenida, su voz era de hielo cuando contestó.
—Se llama Gerard y sí, sigue conmigo.
—Los tiempos han cambiado —continuó el alemán sin darle aparente importancia a su respuesta—. He visto cosas extrañísimas, hombres que disfrutan cuando les azotan y que gozan siendo golpeados. ¿Te lo puedes creer? Me refiero a que disfrutan en el sentido sexual de la palabra —exclamó escandalizado—. Y, sin embargo, nunca he conocido a nadie tan masoquista como tú.
—¿Podemos acabar ya esta conversación? —espetó Clauzade, acompañando sus palabras con un bufido de hastío—. Eres aburrido, Jules. Eras aburrido hace cien años y lo sigues siendo. Tener toda la eternidad por delante no significa que tengas que hacer que el tiempo parezca eterno. ¿Vas a amenazarme? ¿Echarme la bronca? ¿Puedo marcharme?
Jules chasqueó la lengua de nuevo y le mostró la terra sigillata con la marca del pájaro que él mismo había dejado encima del mostrador un par de minutos antes.
—No deberías darte tantos humos, sabes que no saldrías bien parado si esto llegara a oídos de la Cámara.
—¿Y no llegará? —Clauzade se mostró escéptico.
—¿Cuántas tienes de estas? —preguntó el alemán guardándose las tres en el bolsillo del abrigo bajo la mirada envidiosa del boticario.
—No hay más —mintió.
—¿Solo tres? No te lo crees ni tú —replicó Jules con sorna.
—No necesito esas cosas. Solo hice un par para tener algo para negociar, pero tú me has jodido la jugada —respondió mostrando los dientes en una amplia sonrisa.
—Es verdad, querías información… —murmuró el alemán mirando de reojo al boticario—. Si nuestro querido Jean-Louis hubiera disimulado un poco más… Quizá podría saber qué te ha traído hasta aquí.
—¿Qué crees que me ha traído? —le retó Clauzade, alzando la barbilla en actitud beligerante—. Apuesto que lo mismo que te ha traído a ti: el próximo cuarto creciente.
—¿No tienes suministros? —preguntó extrañado—. No pensaba que alguien como tú se viera en esa situación. Siempre tienes recursos para todo. De todas formas, tienes razón —aceptó—, lo que me trae aquí es lo mismo que te trae a ti. El elixir de espíritu.
—Espíritu potencial —corrigió Clauzade—. Nunca fuiste bueno estudiando, recuérdame cómo conseguiste tu… —señaló vagamente el símbolo que colgaba del cuello del alemán— título.
Durante un segundo, el rostro de Jules fue la imagen misma de la rabia y la humillación. Un rayo colérico desfiguró su gesto en una mueca de odio y frustración. Miles de insultos y de improperios quedaron atrapados tras el rictus de sus labios.
Pero solo fue un segundo. Jules se llevó una mano a la frente y se colocó con cuidado el largo mechón que, incomprensiblemente, había escapado del férreo control al que sometía su cabello. Más relajado, transformó su expresión en una sonrisa torcida.
—Mírate, tan mojigato que eras y ahora vendes tu cuerpo al mejor postor.
—En realidad es al revés —le corrigió. Sabía por dónde iba a atacar su viejo amigo. Tanto tiempo y algunas cosas nunca cambiaban—. Ellos me pagan para que les folle. Deberías probarlo, se me da realmente bien.
—No lo dudo…, Gorrión —dijo Jules con suavidad—. ¿No tienes la sensación de que siempre que nos encontramos mantenemos la misma conversación, una vez y otra? Resulta aburrido hablar en bucles.
—Te lo he dicho, eres aburrido —replicó Clauzade agitando la cabeza con desdén.
—¿Necesitas viales? —inquirió su viejo amigo utilizando el tono amable que emplearía un padre con un hijo travieso.
«¿Unos azotes y un abrazo?», pensó y se mordió la lengua para no dar voz a ese pensamiento. Se limitó a encogerse de hombros en un gesto indiferente.
—Estoy intentando contactar con Dubrotnik, pero parece que hay algún problema —explicó—. Y hace tiempo que no tengo noticias de mi suministrador en China, parece que también hay problemas en las rutas orientales.
Jules asintió con la cabeza.
—Tengo gente ocupándose de Dubrotnik, su silencio también nos preocupa. Y las rutas orientales nunca fueron ni rápidas ni fiables. ¿Has probado con El Cairo? —Clauzade negó en silencio.
—¿Ámsterdam? —sugirió.
—No, poco y muy controlado, te saldrá carísimo. Deberías probar con El Cairo, Yusuff trabaja bien y puedes tenerlo aquí en un par de semanas. ¿Estás cubierto este mes?
—No te preocupes —respondió de forma escueta—. No me cae bien Yusuff, no le gusto.
—¿Y te extraña? —se burló Jules—. Amará tu dinero, no necesitas acostarte con él.
—Había pensado en Barcelona —replicó Clauzade sacando a relucir el tema de la visita. Porque… a eso se reducía todo, ¿verdad? A saber qué era lo que pasaba en Barcelona. Porque eso podía ser lo que él necesitaba. Eso podía ser lo que Philippe necesitaba.
El rostro de Jules palideció y negó con la cabeza.
—Me han llegado rumores de que los apotecarios de Barcelona han regresado —explicó—. Me ha parecido curioso y me ha alegrado. Los Salvador siempre habían sido grandes profesionales.
—No son ellos —replicó el alemán—. Es un descendiente. El arte de la familia se perdió con el apellido. El tipo ha leído algunos de los libros de sus abuelos y ya se cree un alquimista. Pero no tiene ni idea de nada, no sabe con qué está tratando. Su estupidez no supone ninguna amenaza para la Cámara. Al menos, no por ahora.
—Pero… está produciendo espíritu potencial —insistió—. Tengo un par de viales en casa.
—Sí…, respecto a eso… —Jules miró de reojo al boticario que se había mantenido en un discreto segundo plano, sin saber si marcharse o quedarse, testigo involuntario de conversaciones demasiado personales. En ese momento, Jean-Louis se estiró como accionado por un resorte y tragó saliva de forma evidente.
—Ahora mismo iba a enviarle un mensajero, Monsieur Servais —se apresuró a aclarar—. No teníamos ni idea de lo que sucedía. Nosotros, al igual que usted, habíamos dado por sentado que se trataba de un heredero directo. Alguien de confianza, como su familia antes que él. Si Monsieur Steimberg no hubiera tenido la gentileza de advertirnos…
Jules alzó un dedo y el discurso del farmacéutico se frenó en seco.
—El elixir funciona —informó con sencillez—. Pero la extracción no es pura, hay… restos de alma impregnados en el espíritu, puede tener algunos efectos secundarios bastante desagradables. Nada importante para alguien como tú —añadió con desdén—. Después de todo, tú eres la obra original del gran Paracelso. Pero los segundones como nosotros somos algo más delicados y podría ser… muy problemático.
—Estos novatos —comentó con una mueca—. Todos se creen maestros tras la primera vez. Y dime, Monsieur Segundón, ¿este misterioso heredero ha sido capaz de realizar el ritual egipcio?
—No será porque no lo haya intentado —contestó—. Pero no, tiene los libros, pero ambos sabemos que no todo lo que dicen los libros es verdad y que no todos los ingredientes se encuentran en una botica, ni siquiera en una tan bien provista como la de su familia. Eso sí, sabemos que tienen al menos tres piedras. Seguramente las tendrán metidas dentro de un bote sin saber ni siquiera qué son, pero es bueno saberlo por si alguna vez necesitáramos repetir el ritual. ¿No crees?
—No cuentes conmigo para ello. Hace tiempo que mi deuda quedó saldada.
—Sí —admitió—, aunque… —Alzó de nuevo una de las tierras rojas—. El pacto que hiciste con la Cámara incluía que nada de alquimia. Ni rituales, ni transmutaciones, ni siquiera pastillas para la tos.
—La Cámara me da menos miedo que lo que me pasará si dejo de tomar el elixir. Solo ha sido moneda de pago —insistió y añadió a sus palabras cierto tono de súplica—. Jules, por favor.
Jules clavó en él sus ojos grises. Hubo un tiempo en que esos ojos brillaban con vitalidad y energía; ahora, en cambio, parecían muertos.
«Tienes ojos de pez», dijo para sí. Pero no era momento para la soberbia. Si tenía que suplicar para salvar su vida y la de Philippe lo haría. ¿Problemas de ego? Jules se equivocaba. Clauzade nunca había tenido problemas de ego, tenía tanto y era tan fuerte que podía permitirse dejarlo en un rincón oscuro y frío, y recogerlo más tarde, más brillante y más grande que nunca. Así que Clauzade suplicó, suplicó en silencio mientras sus ojos imploraban con los gritos que nunca daría. Apeló a la amistad, a los recuerdos, a los secretos compartidos, a los errores en común y lo hizo todo con una mirada.
—Te creo —aceptó Jules tras el silencioso minuto que duró su escrutinio—. Pero dame todas las sigillatas.
—¡No hay más! —se defendió Clauzade y se apresuró a meter las manos en el bolsillo.
—¿Seguro?
—¡Ey! —exclamó ofendido cuando el alemán le sacó las manos con malos modos y revisó él mismo el contenido del abrigo. Jules esbozó una sonrisa triunfal cuando sacó la bolsita de cuero que contenía las otras píldoras de tierra roja. Clauzade se colocó bien la prenda y apretó los dientes. Lo que su viejo amigo había robado era el tiempo que había fabricado para Philippe—. Aprovéchalas —escupió con desdén—. Son auténticas, y de buena calidad. No están hechas por segundones con ínfulas de grandeza.
—Siempre fuiste el mejor, Gorrión —admitió su amigo—. Quizá por eso el maestro me eligió a mí.
—Te eligió a ti porque necesitaba más alguien que se la chupara que alguien a quien enseñar —replicó con amargura.
—Nunca necesitaste a alguien que te enseñara. No querías maestros, no los necesitabas. No tenías miedo a equivocarte.
—Cometí muchos errores —aceptó—, y aprendí de todos ellos, por eso soy el más sabio.
—¿Eso te consuela cuando miras al muchacho?
Por una vez, Clauzade se quedó sin palabras. El golpe de Jules le había noqueado. Y lo sabía, claro que lo sabía. Gerard siempre era un tema recurrente en cada encuentro. ¿Le consolaba? ¿Qué pensaba cuando miraba a Gerard? Recordó su conversación la noche anterior, los celos de él y su miedo. Su expresión aterrorizada cuando le recriminó lo que él había considerado un chantaje sentimental. Aprender de los errores era una buena teoría, pero… ¿qué había aprendido de lo que sucedió con Gerard? ¿Acaso no había llegado allí dispuesto a repetir lo mismo con Philippe?
—Sí —admitió con voz cansada—. Gerard me recuerda que el amor no es más que una forma de egoísmo. Y que nada bueno nace de la avaricia. ¿Se ha acabado el interrogatorio? ¿Puedo irme ya o quieres registrarme más a fondo? ¿Quieres que me desnude para ti y ponga el culo en pompa?
—No me des ideas —respondió Jules con cierto aire de superioridad—. No te hagas la víctima, no va contigo. Eres tú quien ha incumplido las normas. Deberías agradecerme que esto no llegue a la Cámara.
—¡Oh, amable señor, tan generoso! Tanto altruismo sin duda tendrá una recompensa —exclamó con otra profunda reverencia.
—Eres un payaso —gruñó despidiéndole con un gesto de desdén—. Algún día te darás cuenta de que la vida no es placer y diversión.
—Te equivocas —replicó Clauzade desde la puerta—: la vida es exactamente eso. El resto solo es… pasar el rato.
—Ha sido desagradable —dijo Liu-Xin arrugando la nariz como si algo oliera mal.
—¿Tú crees? —repuso Clauzade con un gañido nervioso mientras subía al coche. Una vez dentro sacó una pieza de arcilla roja con el sello de un gorrión estampado. La última que le quedaba, rescatada in extremis cuando metió las manos en el bolsillo, justo antes de que Jules se abalanzara sobre él.
—¿Al hospital? —preguntó Liu-Xin.
—Sí —contestó ensimismado sin dejar de mirar la pequeña pieza—. Espera, ¡no! —rectificó—. Antes tengo que pasar por casa. Creo que hay alguien a quien debo una disculpa y una explicación.
«Me lo has prometido», recordó de nuevo. Pero tuvo que admitir que una parte de él esperaba que Philippe no cumpliera esa promesa. Así no volvería a tener la tentación de cometer lo que sería su segundo gran error.