Era el día del segundo parcial de Semiología. Yo estaba en la carrera de Letras, en la Universidad de Buenos Aires. Antes de entrar en la correspondiente carrera que uno elige (y en su correspondiente Facultad), tiene que cursar un año de preparación llamado CBC, Ciclo Básico Común. Está formado por seis asignaturas en total, que dependen de la carrera que hayas elegido. Si te ponés las pilas, lees cuando tenés que leer y estudiás cuando tenés que estudiar, joya. Si no, te jodés. Por suerte, yo era aplicado. Podría no ser muy inteligente, pero leía y estudiaba. Y por eso me iba muy bien.
En ese parcial de Semiología sabía absolutamente todo. Y a veces, saber tanto puede conllevar problemas. Eso fue lo que me sucedió.
El parcial era larguísimo. Teníamos dos horas para hacerlo, muy poco tiempo. Además de ser aplicado, era nervioso. En los parciales solía relajarme, pero en aquel momento tenía los pelos de punta. Se nos acababa el tiempo y en la puerta estaban los chicos de la siguiente clase, que también tenían que rendir examen. En resumidas cuentas, nos echaban del salón.
La clase comenzaba a las nueve de la mañana. El edificio del CBC al que concurrí está ubicado en Villa Urquiza, justo en la estación Drago de la línea de trenes Suárez/Mitre. Como yo vivía en Ballester, para llegar al CBC me tomaba el tren. Desde casa hasta la estación Ballester a veces iba caminando. Pero como eran diez cuadras las que separaban mi casa de la estación, había oportunidades en que me tomaba el colectivo 237. No recuerdo si ese día fui caminando o en colectivo, pero eso no es algo relevante. La cuestión es que, como al bajar del tren tenía un poco de hambre, me compré una botella de Sprite. No podía hacer el parcial con una hamburguesa en la mano.
Mientras escribía acerca de implicaturas escalares, subjetivemas y deixis, tomaba un sorbito de Sprite. Naturalmente, al rato me dieron ganas de ir al baño. Y esto, sumado a que el parcial era eterno (y a que yo sabía mucho y escribía y escribía a tal punto que me empezó a doler la muñeca), no hizo más que contribuir a exaltar mis pobres nervios. Cuando por fin terminé el examen entró la tropa que aguardaba afuera. Había acabado justo a tiempo. Metí la botella de Sprite en la mochila y corrí hacia el baño. Hice lo propio y volví a bajar. Abajo, en la entrada del edificio, estaba el grupito de compañeros con el que me hablaba.
—Gabi, te chorrea la mochila —me dijo Sofía, una de las chicas, a la que yo conocía porque vivía a la vuelta de mi casa.
Y bueno, como ya debés imaginarte, en mi nerviosismo, había guardado la botella de Sprite mal tapada. Mi mochila era una gran laguna pegajosa y dulzona. Mi libro de Semiología estaba empapado, así como mi cuaderno y, lo más importante, mi celular. Lo primero que hice fue prenderlo. Funcionaba. Yo, feliz, no me preocupé.
El asunto es que esa misma tarde se quedó sin batería y cometí el estúpido error de ponerle el cargador y darle corriente. Eso no necesita mucha explicación; en la pantalla (ni la marca ni el modelo vienen al caso, pero era uno de gama media, con cámara y reproductor de MP3) vi un chispazo de luz blanca y… el celular pasó para el otro lado y se fue con Víctor Sueiro.
Al otro día, el sábado, yo tenía que ir al cumpleaños de una chica llamada Cecilia. Era una compañera de Pensamiento Científico con la que me hablaba y que parecía haberse fijado en mí. Era linda, con el pelo lacio y castaño, largo, y los ojos cafés. Me había mandado un mensaje de texto el día anterior (el jueves), invitándome a su fiesta, que consistía en «tomar el té». Yo, que siempre he sido muy mal pensado, interpreté lo siguiente: tengo pileta, traé traje de baño, va a haber mucha marihuana, cerveza y vodka. Y no te olvidés los forros.
Su SMS decía algo así como:
Gabi, te aviso, por si no te acordás, que el sábado es mi cumple y estás invitado. Entre las 16:30 y las 17 hs. te espero en mi casa, para «tomar el té». Ojalá puedas venir. Besos. Ceci.
También incluía su dirección. Cecilia vivía a pocas cuadras de la estación de tren de San Andrés. Desde Ballester a San Andrés hay dos estaciones. Y como el tren de la línea Mitre, del ramal Suárez, juega un papel importante en la historia, voy a contarte, por si no estás familiarizado, el orden de las estaciones.
Es así: José León Suárez (que es una zona un tanto peligrosa, porque está llena de villas), Chilavert, Villa Ballester (donde vivía yo), Malaver, San Andrés (donde vivía Cecilia), San Martín, Miguelete, Pueyrredón (el límite entre la Ciudad de Buenos Aires y la Provincia), General Urquiza (la estación del barrio donde viví hasta los diecisiete años), Drago (donde está el CBC), Belgrano R., Colegiales, Ministro Carranza, 3 de febrero y Retiro (la terminal, que está en el centro de la Ciudad de Buenos Aires).
La casa donde trabajaba mi mamá estaba a una cuadra de la estación de Urquiza.
Ese viernes en que estropeé mi celular mi madre me dio dinero para ir a comprar otro, haciéndome jurar que le devolvería la plata cuando volviera a trabajar en la heladería. En la estación de Ballester había un local chiquito de una de las compañías de telefonía móvil y allí pregunté si mi teléfono tenía arreglo. No sé si el tipo me mintió o exageró, pero dijo que el equipo jamás quedaría cien por ciento bien. Y, teniendo en cuenta que yo lo había enchufado, había que ver si no se le había jodido la cámara de fotos. En resumen, me convenía comprar uno nuevo.
Si alguna vez se te moja el celular, por favor, te lo ruego, no le conectes el cargador. Si prende, si vive, dejalo al sol una semana para que se seque completamente. Y ahí sí, cargalo y sé feliz. No hagas como hice yo.
El tipo del negocio (un local minúsculo, con apenas un escritorio y tres estantes donde exhibían los equipos) me dijo que podía ofrecerme mi mismo celular (el mismo modelo) a ciento cincuenta pesos. No lo tenía ahí, en el local; yo debía ir hasta el centro de Buenos Aires, donde un amigo suyo tenía su propio negocio. La idea me sedujo, quería quedarme con un poco de la plata que me había dado mi mamá y en verdad mi teléfono me gustaba. De manera que me fui hasta el centro. Me tomé el tren hasta Retiro y en un poco más de media hora ya estaba en la terminal. A todo esto, eran aproximadamente las cinco de la tarde de un tibio viernes de noviembre. Pasé por la plaza San Martín, por el hotel Sheraton y preguntando un poco llegué hasta la dirección que me había dado el tipo de Ballester.
Era un edificio, y lo que más raro me pareció era que el local estaba ubicado en un departamento. Me sonaba a ilegalidad, pero yo me aseguraría de que el celular funcionara bien antes de llevármelo. El edificio era alto, de más de quince plantas, y estaba bien cuidado. Estaba ubicado en una calle estrecha (la mayoría de las calles del centro de Buenos Aires lo son), entre un estacionamiento y otro edificio de departamentos. No era una zona donde hubiese negocios. Había autos estacionados en la calle y los colectivos pasaban a menos de dos metros de mí.
El edificio señalado tenía un cartel donde decía que estaba custodiado. Creo que me tranquilicé un poco; si el sitio estaba custodiado por la policía, no podía llevar a cabo actividades ilegales, ¿no? Bue, quién sabe. Me acerqué y miré a través del vidrio de la puerta. Vi un pasillo largo y los ascensores. Toqué el portero eléctrico. Un hombre dijo «¿sí?» y yo le respondí que quería comprar un celular. La puerta chirrió, la empujé y entré.
El local estaba en el noveno piso, de modo que tomé el ascensor. Las escaleras se ubicaban al fondo, pero nueve pisos de escalones no era una distancia que hubiese querido subir caminando. Estaba cansado. Me dolían la espalda y las piernas de haber estado tanto tiempo de pie en el tren. Y de haber caminado todo el trecho. En el ascensor vi que tenía las mejillas sonrosadas. Yo soy muy pálido y el calor del verano me tenía a maltraer. Cuando hacía calor se me sonrojaban las mejillas y parecía que llevara puesto rubor, como las chicas. Lo odiaba, aunque el maquillaje no era algo que desdeñara del todo. A veces me delineaba los ojos de negro, el párpado inferior. Y como tengo los ojos claros, se me veía bien. Recuerdo que ese día vestía unos jeans que me llegaban hasta un poco más abajo de las rodillas y una remera negra, lisa. Calzaba unas zapatillas negras con líneas rojas, que mi mamá me había regalado para mi cumpleaños.
Llegué al noveno piso. Había puertas a mis dos costados. El departamento al que tenía que ir era el F, y estaba exactamente detrás de mí. Toqué el timbre. Un hombre me abrió la puerta. Justo en ese momento salía otro tipo.
—Pasá —me dijo el dueño del local.
—Hola —saludé yo.
Miré el departamento. El salón era amplio y estaba bastante iluminado. Al fondo, frente a la puerta de entrada, había un balcón. A pesar de que había cortinas, se veía la ciudad, chiquita y gris. El cielo estaba de un color celeste intenso y sin nubes, pero en el horizonte, perdida entre tantos edificios, se veía una bruma oscura de smog. Bueno, no voy a comparar el cielo de Buenos Aires con el de Shangai, pero que hay smog, lo hay. Smog y un poco de contaminación visual. El piso era de madera y estaba bastante pulido. Las paredes eran de color té con leche y había un par de cuadros colgados. En el medio del salón había un mostrador amplio de formica negra. Detrás del mostrador se veían un montón de cosas colgadas: auriculares de PC, joysticks de Play Station, memory cards, reproductores de MP3 y MP4, etc. En el mostrador había una computadora portátil encendida, una impresora Hewlett Packard, un calendario, un teléfono, un juego de llaves y una pila de papeles.
—Decime —me dijo el tipo, sentándose detrás del mostrador y señalándome la silla que tenía enfrente. Yo me senté y lo miré. Tenía entre treinta y cinco y cuarenta años. Era morocho, flaco, alto y llevaba barba de tres días. Vestía unos vaqueros azules, normales, y una remera de Patricio Rey.
—Te cuento —comencé—. Se me mojó el celular y en un local de Ballester me dijeron que acá podía conseguir el mismo.
Saqué mi bien amado teléfono del bolsillo y se lo mostré. El tipo hizo un gesto raro; levantó las cejas y junto los labios, como si fuese a silbar. Después meneó la cabeza.
—Ese flaco que se fue recién se llevó el último.
Me quise matar. Había ido hasta el centro para nada.
—¿Y… qué otros tenés? —le pregunté.
No tenía en mente gastar toda la plata que me había dado mi vieja. Y tampoco podía decirse que llevara mucha.
—No, no hay más teléfonos. Ese flaco se llevó el último.
Me mordí el labio y asentí. Comencé a ponerme de pie.
—¿Y no hay acá otro local donde vendan celulares? —Hice un gesto con la mano, como queriendo decir «en este edificio». Él sonrió, como divertido, y dijo que no—. Bueno, gracias —dije, con voz de resignación. El tipo dijo «chau pibe», yo salí por donde había entrado y cerré la puerta.
Suspiré, me dirigí hasta el ascensor y apreté el botón. Entonces escuché una voz masculina, grave, un poco ronca.
—¿Querés un celular?
Me sobresalté y me di la vuelta. El hombre que había hablado estaba justo detrás de mí. Lo primero que pensé al verlo fue que estaba muy bueno. Tenía los ojos del color de esos mares del Caribe que no sabés si son verdes o azules, el pelo era negro y lacio. Sus rasgos eran afilados pero atractivos. Vestía una musculosa negra y unos vaqueros celestes con roturas.
—Sí… —respondí, frunciendo el ceño. No tenía ni idea de cómo ese tipo lo sabía y eso me asustó un poco. Había salido de la nada, se había materializado a mi lado. De pronto sentí más hambre de la que ya tenía. Una oleada de aroma a cigarrillo me subió hasta la nariz. Yo no fumaba, pero había ciertos cigarrillos de los que me gustaba el olor. Ese era uno de ellos. El tipo se lo llevó a la boca y ¡no soltó ni una pizca del humo!
«Te vas a morir de cáncer de pulmón», pensé.
Él dejó caer una risa con la boca cerrada, de esas que se producen solo haciendo vibrar las cuerdas vocales.
—Vení, vamos a mi local.
Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó. Se dio la media vuelta y caminó hasta el fondo del pasillo semiiluminado. Era más alto que yo, probablemente medía más de un metro noventa. Aprecié que tenía el pelo algo largo; llevaba una colita diminuta en la nuca. Tenía pinta de metrosexual. O de gay. Eso me puso nervioso. A través de la tela de la musculosa podía verle la marca de los omóplatos, como si fuesen pequeñas alas. Tenía la espalda ancha y una contextura fuerte, robusta. Pero no era gordo, para nada. En el bolsillo trasero del jean se le notaba el paquete de cigarrillos.
El hombre sacó una llave y abrió la puerta del departamento A. Sostuvo la puerta, invitándome a pasar primero. El gesto me pareció tan caballeroso como innecesario. Apenas hube entrado, me quedé de piedra. ¡El departamento estaba vacío!
—Todavía no me instalo —explicó como si nada, sacando otro cigarrillo.
La caja era de veinte Lucky Strikes. Los más caros. Yo sentí un cosquilleo en el estómago a causa de la inquietud. Primero, el hombre aparecía atrás mío de la nada. Ahora, me traía a un departamento vacío. Si era un loco e iba a matarme, rogué que al menos no me dejara morir virgen. Pero ese era un pensamiento estúpido y yo podía no haberme dado cuenta de que él había llegado subiendo (o bajando) las escaleras y la explicación de no haberse instalado aún tenía sentido si el hombre llevaba la llave del departamento.
—¿Y… vendés celulares? —pregunté. Él sonrió de medio lado. Tenía una sonrisa un poco sarcástica, divertida. Me gustaba. El departamento A era muy parecido al F, con la diferencia de que la cocina estaba expuesta; tenía una barra como la de los bares, pero, como ya dije, todo estaba vacío.
Parpadeé. Había algo en la barra. Un celular. Un celular bastante parecido al mío. Inmediatamente me toqué el bolsillo.
—Probalo. Vas a ver que funciona bien. Si te convence, te lo podés llevar.
Yo caminé hasta la barra y lo agarré. Pesaba lo mismo que el mío, lo que quería decir que tenía puesta la batería. Mantuve presionado el botón de encendido y en la pantalla apareció el logo de la compañía móvil.
—Está liberado —dijo él.
Que un celular esté «liberado» quiere decir que podés ponerle un chip de cualquier empresa. Mi viejo chip ya estaba en la basura. El tipo de Ballester me había recomendado que no usara los accesorios de un teléfono viejo en uno nuevo.
El hombre agarró el teléfono de línea que estaba en la cocina y marcó un número. El celular que yo tenía en la mano comenzó a vibrar, emitiendo una suave musiquita. Sonreí. ¡Funcionaba!
—Probá la cámara, el MP3… —exclamó el hombre, apoyándose contra una pared, chupando del cigarrillo como si fuera la cosa más deliciosa del mundo. Obedecí; saqué una foto, que salió perfecta, y conecté los auriculares. Diez puntos. Todo funcionaba de maravilla.
—¿Cuánto está? —pregunté, tratando de ocultar mi emoción.
—Cinco pesos —respondió él, soltando el humo en círculos. Yo fruncí las cejas. Había oído mal, seguro.
—¿Cómo? —repliqué, mirándolo. Él bajó la vista hacia mí y yo de repente me sentí muy chico e indefenso. Lo cual era casi una tontería, porque ese hombre no parecía llevarme más de unos cuatro o cinco años. Le calculé unos veintipico.
—Cin-co-pe-sos —silabeó, mostrándome la mano abierta. Sí, cinco. Cinco dedos, cinco pesos. ¡Ese tipo estaba loco!
—Escuchame, flaco —le dije con voz serena, acercándome. Él levantó sus cejas y yo vi que eran muy negras y delgadas, como si se hubiese pasado horas frente a un espejo depilándoselas, tratando de que fueran perfectas. Y tal vez fuera así—. ¿Cinco pesos este celular? A mí me costó más de trescientos.
Él se encogió de hombros.
—Pero a mí me estás comprando solo el equipo. Y no está en caja. No tiene el cargador, ni los auriculares, ni el cable USB, ni el manual. Te llevás el celular así como está, desnudo. Y, obviamente, no te voy a hacer una factura.
Bueno, yo ya me había dado cuenta de eso, pero ¿cinco? ¿Cinco pesos?
Sin decir nada más, saqué la billetera de la mochila y le extendí un único billete. San Martín, con la cara verde como un alien, contemplaba con rostro severo la batalla dibujada en tinta violeta. El hombre agarró el billete con la mano izquierda (con la derecha sostenía el cigarrillo), se lo guardó en el bolsillo y volvió a apoyarse contra la pared. En ese momento, no sé por qué, se me vinieron a la cabeza los pactos con el diablo.
—Que te vaya bien —dijo, a modo de saludo, de despedida.
—Chau, gracias —contesté yo, algo contrariado. Abrí la puerta y me fui. Lo último que percibí antes de salir del departamento A de aquel edificio fue el aromático sabor del Lucky Strike.