4. La caja de Pandora
Sumisión.
Haz de mí lo que se te antoje.
ERIC
—Quiero follar contigo.
Coño.
Acababa de soltárselo, así sin más.
No me extrañó para nada la cara que puso.
Me quedé embelesado, contemplándolo durante unos breves y preciosos instantes. Aquel muchacho era una increíble mezcla exótica, una belleza oriental de felinos ojos rasgados y altivos pómulos, pelo negro como el carbón y figura delgada y de aspecto elegante. Sus sorprendentes iris verdeazulados, de tonalidad imprecisa, me observaban con una colérica desconfianza.
Joder, cabreado estaba aún más guapo.
—Bueno, dime algo, ¿no? —Me impacienté ante su prolongado mutismo.
Sus enérgicos pasos resonaron en las baldosas de la acera cuando el chico se giró bruscamente y reanudó su camino, dejándome plantado. Mi polvo soñado se alejaba y yo no estaba dispuesto a perder aquella maravillosa oportunidad.
—¡Eh, espera un momento!
Siguió caminando impasible, ignorándome con deliberada osadía. Encima era orgulloso, cualidad que yo también apreciaba mucho en mis selectos amantes. Sobre todo cuando lo dejaban a un lado y se me ofrecían sin remordimientos.
—¿Acaso no me recuerdas? Estuve en el Koi…
No, claro que no podía recordarme. Durante todo el rato que estuvimos allí, había tenido los ojos vendados. No obstante, al oírme vaciló. Una milésima de segundo. Aproveché para alcanzarlo y agarrarlo del brazo, obligándolo a detenerse. Nada más sentir el contacto se revolvió como una fiera, apartándome airadamente de un iracundo empellón.
—¡No me toques! ¡No vuelvas a tocarme! ¡No sé de lo que me estás hablando!
Respiraba deprisa, evitaba mirarme a los ojos y se había ruborizado de forma brusca. Mentía descaradamente. Lo sabía tan bien como yo.
—Puede que ahora pretendas pasar por un empollón universitario, con tus gafas de niño bueno y tus insoportables aires de principito encantado. —Me incliné amenazadoramente sobre él, acercándome a su oído para poder moderar a mi antojo la arrolladora intensidad de mi voz—. Pero no finjas. Ambos sabemos perfectamente lo que te gusta.
Reaccionó como esperaba, aunque no de la manera en que me hubiese gustado.
—¡Vete a la mierda, gilipollas!
Alzó el puño dispuesto a golpearme, acorralado como un ratoncillo asustado frente al gato hambriento. Y yo, que de niño había participado activamente en casi todas las peleas de mi distrito, intercepté su brazo sin el menor esfuerzo sujetándolo fuertemente por la muñeca. De forma inesperada, exhaló un doloroso gemido y se dobló hacia delante. Sabía que no le había hecho ningún daño, pero tampoco parecía un truco. Lo entendí enseguida cuando vi las marcas rojizas bajo su jersey arrugado.
—Lo siento… —farfullé, casi arrepentido. Casi.
Se supo definitivamente descubierto, y fue como si en ese preciso instante hubiese despertado a una nueva realidad. Una realidad oscura que él se esforzaba en mantener oculta bajo frágiles capas de ropa. Creo que ambos viajamos al mismo tiempo a la macabra sala del Koi. Cegado, sometido, con las muñecas colgando del techo y su espalda convertida en un lienzo pálido surcado de dolor. El terrible susurro del látigo acariciando su miedo, el olor a cuero, a sexo y a sudor. El suplicio al que se opuso aquel desesperado grito de rabia contenida.
Mi voz.
Nuestras miradas chocaron de forma vibrante, dorado contra turquesa inexplicable. La evidencia estaba escrita en nuestros rostros y no hubo necesidad de palabras. Sus ojos se posaron de forma inconsciente sobre mis largos dedos, los mismos que había lamido de forma tan descarada y obscena. De pronto volvió a sonrojarse con violencia, removiéndose nervioso. Quizá, porque en ese momento ya no estaba desnudo, atado y humillado, reducido únicamente a obedecer.
En ese momento parecía un chico de lo más normal y corriente.
—¿Qué es lo que quieres? —susurró, cortante como el filo de un cuchillo.
—Ya te lo he dicho: follar contigo.
—¿Y si no? —tanteó, sospechando que no sería tan fácil.
Aquella salida tan obvia desbarató mis improvisados planes, porque mi ego y yo no habíamos previsto ni siquiera la remota posibilidad de que pudiera negarse. A ver, uno tiene que ser sincero, ¿no? Tampoco es que pecara de engreído, pero sabía perfectamente lo que veía cuando me miraba al espejo.
Cualquier niñato en su sano juicio estaría encantado de poder catarme.
—Un polvo, tío, un revolcón. Vamos a mi piso, follamos un rato y luego cada uno sigue su camino. —Sentí que era necesario aclarárselo.
El chico entornó los ojos con recelo, gesto que resultó harto curioso porque ya los tenía bastante almendrados de por sí. Arrugó el entrecejo y frunció aquellos labios pálidos y sensuales que desde hacía cuatro días me traían por la calle de la amargura.
—Yo no follo gratis.
«La hostia».
Alcé un brazo en dirección a mi cabeza, frotándome la frente con la palma de la mano como siempre hacía cuando estaba nervioso. Jamás hasta la fecha había tenido que pagar por un polvo, y tampoco estaba muy predispuesto a tener que empezar a hacerlo. Solo por curiosidad, decidí seguirle el juego.
—¿Cuánto cobras?
Me miró de arriba abajo con una leve sonrisa burlona. Despectivo. Altanero. Y eso que el puto era él.
—Me temo que no podrías permitírtelo.
—¿Acaso tienes el culo de oro? —Me defendí, entre ofendido y cachondo. Rara mezcla.
—No me gusta follar con cualquiera.
—¿Nueve carcamales en traje de ejecutivo entran en la definición de «cualquiera»?
—Me pagaron —dijo como si aquello fuese lo más simple del mundo.
—¿Por veinte pavos me la chupas diez minutos?
—Tengo una idea mejor: dame los veinte pavos y te largas de una puta vez a tu casa a meneártela un rato, pensando en mí.
—Eso ya lo hice el domingo. —Esbocé una enorme sonrisa nostálgica—. Y gratis.
Durante un leve, brevísimo instante, le temblaron las comisuras de los labios. Hubiera jurado que casi estuvo a punto de echarse a reír. Tenía un autocontrol admirable.
Y un culo de infarto, ya que me acordaba.
—¡Mierda! —se quejó de pronto, observando un punto impreciso por encima de mi hombro.
Me giré al instante y vi un autobús urbano, normal y corriente, pasar de largo por la desierta parada del campus. El precioso objeto de mi desenfrenada lujuria volvió a fruncir el ceño y me apuntó al pecho con su dedo índice, obsequiándome con unos cuantos golpecitos de advertencia.
—¿Estás contento, tarado mental? Por tu culpa tendré que volver andando.
—Puedo llevarte, si quieres.
Me sentí halagado cuando lo consideró unos segundos, mirándome con aquella suspicacia que ya empezaba a antojárseme familiar. Era orgulloso, terco y arrogante, pero siempre tenía mucho cuidado con no bajar la guardia y permanecer en todo momento a la defensiva. Parecía un manso gatito gruñón, el cual te arrancaba la piel a tiras en cuanto te veía acercarte.
—Te llamabas Eric, ¿no?
—Veo que te acuerdas. —Sonreí, francamente encantado—. ¿Y tú?
—Chris.
Aquello me sorprendió. Esperaba un nombre algo más extravagante, acorde con su aspecto físico tan singular. Pero Chris era… ¿Cómo decirlo? El típico nombre de un culebrón.
Chris.
Chris.
Ay, Dios, Chris.
Tenía que follármelo a toda costa, aunque mi vida dependiera de ello.
—Bueno, ¿nos vamos?
CHRIS
Un Bentley.
Aún no podía creérmelo.
No es que me gustasen los coches caros, ni me sintiera impresionado por ellos. Mi tío Rusell, sin ir más lejos, dedicaba sus ratos libres a coleccionar ediciones limitadas de los últimos modelos deportivos. Dormía encima de un par de Ferraris, un Lamborgini, un Cadillac y varios Lexus. Lo que me intrigaba sobremanera era cómo aquel cateto ignorante tenía semejante poderío automovilístico entre sus zafias manos.
Al principio había intentado darme un poco de conversación, pero mis secas y escuetas contestaciones habían acabado por desanimarle, así que nos encontrábamos sumidos en un agradable silencio amenizado de fondo por la emisora de radio que siempre estaba tan de moda. Dado lo extraño de la situación, he de admitir que me encontraba relativamente cómodo en aquel asiento de cuero, abrazándome la mochila contra el pecho y mirándome las rodillas.
Qué bueno estaba, el condenado.
Tenía el pelo castaño miel, casi rubio y con algunas mechas, nada que ver con mi aburrida y sosa melena oscura. La línea de su mandíbula era fuerte y arrogante, puramente masculina e impecablemente afeitada. Sus labios, amplios y carnosos, enmarcaban una boca de blanquísimos y perfectos dientes. Tenía unos ojos grandes, despiertos y curiosos, con unos iris de suave color castaño moteados de reflejos dorados. Si a todo eso le sumabas un cuerpo de escándalo, un culo de pecado y una personalidad arrolladora, tenías como resultado a uno de los seres vivos más atractivos de la Tierra.
Y yo, a su lado, me sentía insignificante.
—¿Dónde me has dicho que era? —preguntó distraído.
—En Sutton Place.
—Vaya. —Silbó—. Un barrio de ricachones, ¿eh?
Me limité a encogerme de hombros, sin darle mucha importancia. Noté que, mientras Eric conducía aquel enorme coche con soltura, a ratos me miraba de reojo.
«Quiero follar contigo».
Tenía que ser una broma de mal gusto.
Era imposible que se hubiese fijado en mí.
A menos que…
Enseguida deseché la idea. Él no sabía nada sobre el sadomasoquismo, o de lo contrario no le habría gritado al viejo para que pararan de zurrarme. Había estado en el Koi aquella noche, así que seguramente sabría de sobra cómo había acabado la sesión. No conté las veces que me forzaron, pero a juzgar por el estado tan lamentable con el cual llegué a mi casa, nueve me parecían pocas. Y, si Eric había estado presente, tal y como afirmaba, seguramente habría participado…
Me sonrojé nuevamente, como un idiota, al mismo tiempo que se me escapaba un entrecortado suspiro. Apreté aún más la mochila y me encorvé sobre ella, como si quisiera fundirla con mi cuerpo. No, no había sido buena idea subirme en aquel coche.
Él lo había visto todo.
—¿Ocurre algo? —me preguntó, al darse cuenta de que me había movido.
Llevaba el pelo cuidadosamente engominado, pero en algunos puntos del flequillo el gel fijador se había secado del todo y los revoltosos mechones rubios le caían desenfadados por encima de la frente.
Mierda.
Mierda.
Era perfecto.
Lo que estaba a punto de hacer era arriesgado, vergonzoso y humillante, pero necesitaba saberlo. No me preguntéis la razón. Tenía tan poco fundamento como cualquiera de mis otros motivos.
—¿La otra noche…? —Decidí no mirarlo—. ¿La otra noche te acostaste conmigo?
Vale, aquel eufemismo no era del todo correcto, pero él lo entendió. Las palabras adecuadas hubiesen resultado demasiado cruentas en aquella circunstancia.
—No.
Abrí los ojos con fuerza, hasta que me dolieron los párpados. Creedme, no es nada fácil intentar convertir un par de estrechas rendijas en dos canicas perfectamente redondas.
—Me fui —siguió explicándome sin que yo se lo pidiera—. Antes de que empezaran.
—¿Y ahora quieres disfrutar tu parte?
A veces, mi boca iba mucho más rápida que mi mente. Pero Eric no pareció ofenderse, sino todo lo contrario. Dibujó una sonrisa maliciosa y me evaluó con astucia, aprovechando que acabábamos de detenernos en un semáforo.
—Yo ya te he dicho lo que quiero.
—¿Tienes dinero?
—Estás obsesionado, ¿eh?
—Cuestión de negocios.
—La mayoría de los chicos de tu edad basan sus «negocios» en barrer las palomitas del suelo del cine, servir aritos de cebolla en algún búrguer de mala muerte o descargar las cajas de conservas de un supermercado —me recordó, con una fina ironía no exenta de amabilidad—. Permíteme la tremenda osadía de preguntarme por qué un muchacho que asiste a la prestigiosa Universidad de Nueva York, viste sencillo aunque con ropas caras y vive en Sutton Place necesita prostituirse por dinero, si no es por placer.
—No es asunto tuyo.
—Cierto —concedió sin poner objeciones.
El coche de atrás pegó un bocinazo y entonces nos dimos cuenta de que el semáforo ya se había puesto en verde. Eric le sacó el dedo por el retrovisor y masculló una blasfemia. Yo aún no tenía carné de conducir y, como salía muy poco, todas las avenidas y calles me parecían iguales. Quizá fue por eso por lo que, demasiado tarde, me di cuenta de que habíamos entrado en uno de los heterogéneos barrios de Queens.
—¡Ey! —protesté, alarmado—. Esto no es…
—¿Disneylandia? —Eric se rio—. No temas. Parece mucho peor de lo que es en realidad.
Se detuvo frente a un modesto bloque de apartamentos, estacionando el reluciente Bentley entre dos abarrotados contenedores y una boca de incendios. Sacó unas llaves pequeñas del bolsillo interior de su cazadora y las hizo tintinear ante mis narices.
—Bienvenido a mi humilde morada.
—¡Me has engañado! —le espeté furibundo, dándole una súbita patada al salpicadero.
—Tienes dos opciones: o subir conmigo o quedarte en la calle y, francamente, yo de ti no correría ese riesgo. Así vestido y con ese aspecto tan fino, aquí cantas más que unas zapatillas viejas.
El muy capullo tenía razón, por supuesto.
—¿Vas a pagarme? —insistí, de muy mal humor.
—Solo tengo veinte dólares, ya te lo he dicho antes. Aunque estoy plenamente dispuesto a sacrificar mi comida de esta semana por revolcarme contigo.
Incluso parecía que lo decía en serio.
Sin darme cuenta, lo seguí airado hasta la misma puerta de su edificio.
—¡¿Por qué?! —le espeté iracundo, interponiéndome entre él y la cerradura—. ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?
«¿Por qué coño tienes que mirarme así, como si de verdad te gustara?».
Me había acorralado yo mismo, quizá de manera consciente.
Contuve un débil jadeo de sorpresa cuando Eric se inclinó inesperadamente sobre mí, aplastándome contra la puerta. Estaba tan cerca que sus labios casi rozaban los míos y, pese a que no era ningún quinceañero inexperto, aquella proximidad tan íntima me paralizó. Viré los ojos lentamente hacia el lado izquierdo, siguiendo el misterioso camino de su dedo índice estirado. Me rozó suavemente el labio inferior, un inofensivo contacto que hizo que se me erizase hasta el último pelo de la nuca.
—¿Subes? —me ofreció por última vez, con un sugerente susurro.
Me encerraría en su habitación. Me arrancaría la ropa y me arrojaría sobre su cama, completamente desnudo. Se las apañaría para inmovilizarme cuando intentase oponer resistencia. Me mordería con aquellos dientes blancos de anuncio de pasta dentífrica. Me violaría. Me follaría sin parar, como una bestia, ignorando mis gritos de súplica.
Subí.
ERIC
Era uno de esos días en que el maldito ascensor había decidido no funcionar, así que tuvimos que subir los cuatro pisos andando. Cuando al fin llegamos a mi apartamento, Chris jadeaba por el esfuerzo. Yo, por otras cosas. Lo lancé al interior, más que invitarlo a entrar, y cerré la puerta de un fuerte golpe empujándola con el pie.
No le di tregua y me abalancé sobre él, que no me demostró la menor resistencia.
Fui directo a su cuello, a morder esa pálida piel con avaricia. Le agarré por el pelo para echarle la cabeza hacia atrás. Jadeó, de forma entrecortada, cuando mis dientes le arañaron la yugular. Apreté un poco, lo justo para sentir sus manos tironeando desesperadamente de mi jersey. Saqué la lengua y tracé un húmedo camino hasta la parte de atrás de la oreja, atrapando aquel blando lóbulo de carne para empezar a succionar.
Era deliciosamente sumiso, y se dejaba hacer.
Aunque me moría de ganas, me abstuve de besarlo en los labios. Aún recordaba su extraña reacción en el Koi cuando aquel hombre lo había intentado, y precisamente en aquellos momentos yo no estaba dispuesto a sufrir un rechazo.
A trompicones, lo guie hasta mi habitación.
Volví a encerrarle repitiendo la misma operación con la puerta, pese a que nadie podría interrumpirnos. Solo lo hice para dejarle bien claro que ya no podía escapar de allí.
Era mío.
Era mi presa.
—Desnúdame —le ordené—. Pero no uses las manos.
Sus ojos, toda su expresión, habían cambiado. Daba la morbosa impresión de que haría cualquier cosa que le pidiera. Se inclinó hasta rozar con sus labios el dorso de mi mano, provocándome un agradable escalofrío. No tenía dudas, reparos o inhibiciones. Agarró el extremo de la manga con sus dientes y tiró de ella, mientras yo doblaba ligeramente el codo para facilitarle la tarea. Repitió la misma operación con la otra manga y mi cazadora cayó al suelo hecha un pequeño montón arrugado. Le tocaba el turno a mi camisa, la cual ostentaba siete pequeños aunque eficaces botones. Chris se enderezó despacio, insinuante, colocándose justo enfrente. Era menos corpulento que yo, pero apenas nos llevábamos unos pocos centímetros. Conociendo perfectamente aquel jueguecito, él mismo entrelazaba sus manos a la espalda para evitar la tentación. Me miró, con un amago de burlona sonrisa escondida entre sus húmedos labios.
Comenzó a pelear con el tercer botón, pues yo jamás me abrochaba los dos primeros.
Su lengua era ágil, intrépida. Sentí algo minúsculo y duro, y me di cuenta de que estaba perforada por una pequeña bola de metal. Su candente aliento chocó contra mi pecho, su saliva humedeciendo la fina tela que se me pegaba a la piel. El botón cedió y sentí un leve pellizco en la tetilla cuando él me mordió. Arañaba el erecto pezón con sus dientes, para después succionarlo con fuerza hasta causarme dolor. Gemí sin poder evitarlo, pero no precisamente por ese motivo. Tenía la polla tan sumamente dura que parecía que iba a reventar.
—Sigue —lo apremié con la voz enronquecida.
Uno a uno los botones se fueron abriendo y, cuando llegó al del abdomen, Chris se arrodilló frente a mis piernas. No sé si él también estaba impaciente, pero mordió con fuerza y lo arrancó de un brusco tirón.
—Lo siento —dijo de forma nada convincente.
Dejé que la camisa resbalara lentamente por mis brazos, mientras él jadeaba absorto justo en el mismo borde de mi pantalón. Sacó la lengua con estudiada lascivia, humedeció sus labios y trazó una mojada línea de saliva entre mis caderas.
Casi se me doblaron las piernas.
Alzó los ojos para observarme sin ningún atisbo de pudor, provocativo y seguro de sí mismo. No se parecía absolutamente en nada al tímido y huraño muchacho que había subido al coche. Sus ojos no abandonaron los míos y, osadamente impertinente, agarró entre sus pequeños incisivos la gruesa lengüeta de mi pantalón.
Decir que a esas alturas yo ya estaba enormemente excitado era quedarse corto. Aquel muchacho travieso encarnaba la mismísima lujuria con piernas. La forma en que entornaba ausente sus ojos rasgados, cómo el aire se colaba agónico y ruidoso entre sus firmes labios, su aparente docilidad. El corazón me latía con demasiada fuerza. Me estremecí violentamente cuando el níveo rostro de Chris rozó imperceptiblemente mi erección mientras tiraba de mis pantalones hacia abajo.
Todo era demasiado lento.
En mi cabeza aún quería hacer muchas cosas, pero mi cuerpo ya no estaba dispuesto a esperar.
—¿Necesitas que te trate con suavidad? —le pregunté entre jadeos.
—Ni siquiera lo intentes —me advirtió.
Tomé sus negros cabellos entre mis manos, tiré hacia arriba y lo obligué a ponerse en pie, al mismo tiempo que lo empujaba rudamente contra mi trampa mortal. Chris tropezó con el borde y cayó de espaldas, aterrizando entre las sábanas revueltas. Sí, vale. La mayoría de días ni me molestaba en hacerme la cama.
Me saqué las deportivas nuevas pisándome la parte de atrás, de esa forma que hace que a las madres se las lleven los demonios y te griten durante horas. Me desembaracé también de los pantalones y los calcetines, por aquello del viejo mito sobre ofrecer una imagen apetecible y sexy. Con mi notable calentón desafiando seriamente el nivel de elasticidad de mis boxers, observé que Chris también había empezado a desnudarse. No hubo misterio, porque ya le había visto todo lo que el ojo humano era capaz de ver, pero aun así me encantó ser el único testigo de las múltiples maravillas que ofrecía ese concupiscente cuerpo privilegiado.
Ambos nos miramos en completo silencio durante unos eternos segundos.
—Vamos, sírvete. —Con todo el descaro del mundo, Chris se abrió de piernas asumiendo inmejorablemente su papel.
Faltaba una hora y media para ir a recoger a Adam de la guardería, tiempo más que suficiente para inventar toda clase de perversiones.
Recordé que yo todavía llevaba los calzoncillos puestos.
CHRIS
La tenía grande, de eso no me cabía ninguna duda.
Eric me miraba como un pasmarote, plantado en calzoncillos en mitad de la habitación. Y yo cada vez entendía menos cosas.
Mi acompañante tenía la piel bronceada, propia de quien solía hacer deporte al aire libre o pasarse el verano entero en las abarrotadas playas de Long Island. Hacía años que yo no iba a la playa. La última vez habíamos salido de excursión con el colegio y, debido a mi extrema palidez natural, volví a mi casa con la cara roja y más chamuscado que un bistec pasado de vueltas. Me dio incluso fiebre y las quemaduras no me dejaron dormir en varios días, pero eso no fue lo peor. Empecé a despellejarme como una serpiente vieja mudando la piel, así que, entre eso y mis ojos rasgados, en mi clase empezaron a llamarme «lagartija». Supongo que el mote me iba bien, porque también era muy escurridizo.
Eric seguía observándome, como si nunca hubiese visto un tío en pelotas. A mí ya me lo había conocido todo, así que no debía de ser por eso. Y, si ya era guapo vestido, desnudo no tenía comparación. Me pregunté si aquellos abdominales tan perfectos no serían fruto de mi desbordante imaginación.
Pero seguía sin entenderlo.
Aquel era el cuerpo prohibido de un dios, y yo tan solo podía ofrecerle unos escasos sesenta y tres kilos de esmirriada carne. Me obligué a recordar por qué estaba allí, completamente desnudo sobre una cama extraña.
Y no, no lo hacía por placer.
Siempre por dinero.
¿Me pagaría?
Tenía mis dudas al respecto, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
—Vamos, sírvete. —Me abrí de piernas para no postergar el momento, para que no olvidase lo que había ido a hacer allí.
Y si yo mismo me comportaba como una puta, tenía la remota esperanza de que los demás también me tratasen como tal.
Eric se quitó los calzoncillos a la velocidad de la luz, y entonces pude confirmar definitivamente todas mis sospechas respecto al tamaño. En circunstancias normales me habría encantado, pero después de lo del sábado mi culo aún no estaba para muchas fiestas. No obstante, aún confiaba en poder salir airoso de aquella peliaguda situación.
Se tumbó sobre mí en la cama, acomodándose entre mis piernas. Su polla rígida se frotó contra la mía y contuve la respiración. No es que yo estuviera demasiado excitado, porque me faltaba algo crucial, pero tampoco quería ofenderlo haciéndole creer que no me ponía en absoluto. Es más, si me lo imaginaba enfundado en cuero y con un látigo en la mano prácticamente tenía mi fantasía erótica hecha realidad. Quizá me vio algo distraído, porque me dio un pequeño mordisquito en la mandíbula mientras estiraba el brazo para abrir el cajón de su mesilla de noche.
—¿Va todo bien? —me preguntó amablemente.
—Sí.
Sacó un condón envuelto en el típico sobrecito plateado y un bote de lubricante. No pude dejar de fijarme en que estaba casi vacío, señal inequívoca de cuál era uno de sus pasatiempos favoritos. Con esa habilidad inconsciente que te otorga la práctica, abrió el preservativo con los dientes y se las apañó para ponérselo con una sola mano. Apoyaba todo su peso en el brazo izquierdo. Su abultado bíceps me rozaba la mejilla. Abrió el tapón del lubricante y se humedeció los dedos.
—No hace falta. —Lo detuve de pronto.
—Pero así te dolerá.
Bueno, se trataba precisamente de eso, pero no encontré la manera más adecuada de explicárselo sin que pensara que estaba a punto de tirarse a un enfermo. La mayoría de la gente teme al dolor, lo considera un mal presagio y hace cuanto puede para alejarlo de sus vidas. En la mía siempre había estado muy presente y, tal y como se hace con un viejo amante, yo recurría a sus brazos invisibles cada vez que me sentía perdido.
—No importa. Hazlo ya.
Eric me miró a los ojos y entonces me pareció atisbar una pequeña chispa de comprensión en los suyos. No les daba directamente la luz del sol, así que lucían de un color avellana claro. Se inclinó sobre mí, acomodando el antebrazo sobre el colchón. Encogí las piernas y las alcé hasta abrirme por completo, haciendo lo que mejor se me daba.
Lo sentí de forma suave, casi temerosa, jadeando escandalosamente sobre mi oído cuando mi esfínter aprisionó su carne y la arrastró al interior. Pese a que estaba más o menos preparado, apreté las mandíbulas y contuve un quejido, tensándome sin querer. Mi rígido cuerpo me devolvió la afrenta en forma de dolorosa punzada, todas aquellas heridas ardiéndome al simple contacto de las sábanas. Eric empujó un poco más, arrancándome un involuntario gemido.
—Tendré cuidado con tu espalda —me susurró de repente con ternura.
¿Cómo se había dado cuenta?
No me esperaba aquello, porque yo no estaba nada acostumbrado a que los demás malgastaran su tiempo preocupándose por mí. Eric era observador y seguramente sabía que debía sentir molestias en aquella postura, pero tampoco me había pedido cambiar de posición, intuyendo que lo que yo quería era que no se me viesen las marcas.
El trasero me ardía, quejándose por aquella forzada intrusión. Eric hizo un rápido movimiento y hundió las caderas contra mis nalgas, penetrándome hasta el fondo. Cerré los ojos con fuerza y grité, crispando mis dedos sobre las sábanas. Ambos nos quedamos inmóviles, jadeantes. Era agradable sentir la sudorosa y cálida piel de Eric junto a la mía.
Casi estuve tentado de abrazarlo, pero me contuve.
Eric me acarició la frente con su barbilla, sacó la lengua y lamió de mis sienes un par de silenciosas lágrimas que se me habían escapado debido al dolor. Luego hundió la cara en la curva de mi cuello, me besó cariñosamente detrás de la oreja y empezó a moverse.
ERIC
Salí despacio, para darle tiempo a que se acostumbrara. Aquel pequeño viciosillo me había dado a entender exactamente lo que quería y, aunque la idea de causarle daño a alguien aún no la entendía del todo, si Chris quería que lo hiciera yo estaría plenamente dispuesto a complacerle.
Su interior era cálido y posesivo. El corazón seguía latiéndome con fuerza, pese a que aquello era algo habitual en mi vida diaria. Tenía la suerte de poder follar varias veces a la semana, a veces incluso varios días seguidos si me echaba algún rollete esporádico. Lo que no era normal, y que había supuesto un maravilloso cambio, era que la persona que tenía debajo llegase a gustarme tanto como me gustaba Chris. Sentía unos deseos enfermizos de encerrarlo, encadenarlo a mi cama y quedármelo para siempre.
Si aquello se parecía un poco al cielo, no me habría importado morirme.
Pasé un brazo bajo su nuca para hacer que estuviese más cómodo y, al mismo tiempo, poder acercarme aún más a él. Su húmeda erección se frotaba contra mi abdomen. Mis embestidas eran potentes y certeras, profundas. Lo notaba estremecerse una y otra vez. Los ojos entrecerrados, la boca ligeramente abierta regalándome unos lascivos jadeos al oído.
Chris no me estaba pidiendo delicadeza, me pedía dolor.
Busqué a tientas y le atrapé un pezón entre mis dedos, el que no tenía perforado, apretándolo con fuerza. Se le escapó otro grito y arqueó la espalda, aferrándose de forma inconsciente a mis hombros.
—Más, Eric, más…
Mentiría si dijera que su entrecortada súplica no me puso cachondo hasta rozar los peligrosos límites de la cordura. Veréis, cuando te dedicas a follar por mero pasatiempo, hay una regla de oro que todo aspirante a soltero empedernido tiene siempre muy presente: el propio disfrute. Es una escasa hora de sexo donde solo buscas pasar un buen rato, con la inestimable certeza de que no le debes nada a nadie. Yo lo estaba disfrutando, vaya que sí. El simple hecho de saber que era Chris quien estaba bajo mi cuerpo incrementaba aún más las furiosas ganas que tenía de correrme.
Entre imprecisos jadeos, Chris me agarró del pelo y tiró hacia atrás. En otras circunstancias quizá habría pensado que lo hizo para tener libre acceso a mi cuello, pero tan solo me estaba guiando y yo me apresuré a obedecerle. Hice lo propio y le agarré por los suyos, ejerciendo una férrea presión que le impedía moverse. Con la mano libre volví a capturar su pezón y, al mismo tiempo que tiraba de la irritada carne, bajé la cabeza y mordí su clavícula con fuerza.
Gritó, extasiado.
Estuve a punto de volverme loco.
La piel me ardía insoportablemente y yo solamente quería fundirme con aquel cuerpo pálido y esbelto que se abría para mí. Mi polla salía casi entera para después volver a empalarlo con brusquedad, estremeciéndolo por los rudos golpes. Desde luego que debía dolerle, y de eso no me cabía ninguna duda. Parecía que todo el aire del mundo no bastaría para apaciguar mis agotados pulmones, ni toda el agua para aplacar mi sed. Ni toda la comida para sustituir aquella devastadora sensación de vacío que imperaba en mi estómago. Solo me lo había follado una vez, pero ya era plenamente consciente de que en cuanto se fuera me ahogaría, perecería de hambre o de sed. Busqué con urgencia su polla y comencé a masturbarlo frenéticamente, dominado por una mutua necesidad.
Lo quería.
Lo quería para mí.
Solo mío.
Mío.
—¡Ah, joder, joder! —Lo escuché gemir con impotencia.
Hice un último esfuerzo y aumenté el ritmo hasta que fui incapaz de seguir manteniendo los ojos abiertos. Sentí perfectamente las violentas contracciones de su trasero ondulando sobre mi carne cuando a Chris le sobrevino el orgasmo y me arañó la espalda de forma despiadada, apretándose desesperadamente contra mí. Cayó lívido, jadeante y exhausto, observándome lascivo a través de sus ojos entrecerrados. Yo lo embestí dos, tres, diez veces más, cortándole la respiración a cada golpe. Apoyé mi frente sobre la suya, sintiéndome caer en un precipicio oscuro y gimiéndole prácticamente sobre los labios.
No, no lo besé.
Chris me dedicó una leve sonrisa descarada, tierna y expectante.
Me corrí, claro.