III. Los Tres Hermanos
K-Town, el enclave coreano de la ciudad, se encontraba al noreste. Una estilizada pagoda de piedra y madera, policromada en rojo y azul, servía de símbolo de bienvenida al hervidero de gente que frecuentaba cada día aquella pequeña porción de Asia. Los edificios principales y más conocidos estaban situados en la primera línea; aventurarse en las embarulladas callejuelas centrales, sembradas de brillantes y abigarrados letreros, era toda una odisea para quienes no estuvieran familiarizados con su trazado.
No era ese el caso de Mìcheal, que acababa de emerger de la boca de metro más próxima con su uniforme de camuflaje: el pelo rubio recogido bajo una gorra, las manos en los bolsillos, gafas oscuras, camiseta azul de manga larga, a pesar del calor, y vaqueros anchos. Aunque hacía más de dos años que el joven no ponía un pie sobre aquellos adoquines de tonos grises que pavimentaban la avenida de la entrada, los recuerdos lo asaltaron al instante. Imágenes de visitas pasadas, de caminatas junto al que siempre fuera su anfitrión, su guía y su amigo…
«—No muchos saben que este pedazo de tierra junto a la pagoda es especial. Tienes que hacer todo el camino pisando con cuidado en los adoquines de color claro. Si pones un solo dedo en los oscuros, despertarás a la Bestia del Submundo, y ella clavará en ti su ojo somnoliento cuya mirada atraviesa la Tierra. Entonces estarás metido en un buen lío, porque la Bestia, que otorga buena suerte a través de los sueños de los que se alimenta, se desperezará, buscará algo más sustancioso para comer y devorará la suerte que te pertenece.
—¿Me ves pinta de mocoso idiota? Que no tengo diez años, fantasma. Eso no hay quien se lo crea.
—Mírame a mí, yo nunca piso las piedras oscuras, ¿a que no? ¿Por qué te piensas que soy un tipo afortunado?».
Munro sonrió con nostalgia mientras sus pies se posaban inconscientemente en los cuadrados apropiados. Idéntica melancolía destilaron sus ojos, ocultos tras los cristales oscuros, al detenerse sobre la pagoda que marcaba el paso de su mundo cotidiano a otro más exótico. Para alguien que jamás había cruzado una frontera, era la experiencia más cercana a viajar al extranjero que podía disfrutarse.
Todo seguía igual. El instinto lo llevó enseguida al lugar que buscaba, no muy lejos de la pagoda roja y azul y del camino de adoquines que un día, varios años atrás, había sentenciado su suerte.
K-Town contaba con restaurantes, comercios pintorescos, almacenes de todo tipo y establecimientos cuyos artículos eran selectos y costosos. Tras la fachada de mármol negro y las lunas blindadas de aquella tienda en concreto se disponían algunas piezas exquisitas de joyería tradicional, objetos elaborados en jade, malaquita, turquesa y otras piedras semipreciosas, pero lo que la hacía estar más solicitada entre los entendidos era su oferta de antigüedades asiáticas. Su catálogo era el más exclusivo, y los empleados se ofrecían a remover cielo y tierra para satisfacer los encargos privados de sus clientes. Además contaba con el valor añadido de su joven gerente de veintiocho años, el cual era una fuente inagotable de conocimientos, hablaba varios idiomas con una fluidez admirable y derrochaba un encanto sin parangón. Más de una cliente ambicionaba adquirirlo a él, y no las joyas y objetos delicados de la caja fuerte. Y era el hijo del dueño, por añadidura. Y tan apuesto…
El culto, encantador, atractivo y adinerado gerente salió de su despacho a buen paso, tras recibir el extraño recado de alguien que deseaba verlo «para continuar la conversación de anoche». A duras penas encajaba en aquel reino de las antigüedades, con su traje de corte moderno y su camisa de Prada color gris perla. Al cruzar el arco de piedra del pasillo localizó enseguida a la otra persona que desentonaba en aquella atmósfera, un chico cohibido de gafas oscuras y gorra, con mangas tan largas que le cubrían las puntas de los dedos. Mìcheal. Se quedó sin aliento.
Cuando reaccionó, sus labios se convirtieron en una línea fina y tensa. Susurró a la encargada que no debían molestarlo bajo ningún concepto, tomó al muchacho por el antebrazo, poniendo buen cuidado en que la tela se interpusiera en todo momento entre la piel de ambos, y lo arrastró hasta el interior. En un piso superior había un apartamento vacío que también pertenecía a su familia. Hacia allá se dirigió, con el invitado a remolque, y cuando estuvieron dentro cerró bien la puerta. Munro se quitó las gafas y deslizó la gorra hacia atrás, con lentitud, esparciendo los desordenados cabellos rubios sobre sus hombros. Sus ojos azules se atrevieron a enfrentar la rasgada mirada oscura de Jang.
—Ho-Jun…
El altísimo coreano no había despegado aún los labios. Estudiaba al guapo y transformado joven en el que se había convertido el muchachito de dieciséis años que dejara atrás al marcharse. Los ojos aguamarina, al menos, seguían siendo los mismos, grandes y hermosos, bordeados por sedosas pestañas doradas. Era su expresión la que había cambiado.
—¿Sabe Faulkner que has venido? —preguntó. Mìcheal negó y se recogió un mechón rubio tras la oreja. Ese gesto tan casual y familiar capturó la atención de su compañero, que lo contempló embelesado. Avivaba agradables memorias y, a la vez, lo enfurecía, sin que alcanzara a saber por qué. Presa de la frustración, salvó la escasa distancia que los separaba y lo sujetó por los codos.
—¡No deben verte aquí, Mìcheal! ¿Confraternizando en casa del enemigo? ¡Deberías haber sido más discreto!
—Yo… Tu viejo teléfono ya no está activo, y pensé que podrías estar en este lugar, y…
Jang apretó los dientes, arrastró al joven hasta una silla y lo lanzó sobre el asiento. Este ahogó un gemido y se revolvió como si, en lugar de un cojín, lo hubiese obligado a ocupar una cama de clavos.
—¿Qué te sucede?
—Owen no se alegró mucho al ver que habías regresado, y menos aún cuando le dije que quería saludarte. Me… —Bajó la cabeza, muy turbado—. Durante toda la noche me ha…
La mirada oscura se endureció hasta el extremo. La voz armoniosa se volvió cortante al pronunciar:
—¿No es suficiente con tener que verte con él, Mìcheal? ¿También has de venir a torturarme?
El rubio alzó la vista y lo miró. Había tal angustia en su rostro que Jang se arrepintió al instante de sus palabras; lo que no consiguió fue librarse de la impotencia que sentía por no poder tomarlo en sus brazos y tranquilizarlo sin que lo atenazara el miedo a hacerle daño. Haciendo acopio de todo su autodominio se acuclilló frente a él, colocando las palmas de las manos sobre las rodillas cubiertas por los anchos vaqueros.
—Lo siento, Mìcheal, no es culpa tuya en absoluto. Es que me resulta muy duro que las cosas terminasen así.
—No, soy un imbécil. Cuando te conocí, solía contártelo todo, y mi mente retrasada se ha quedado atascada en aquellos pocos meses que pasamos juntos hace tres años. Tú ya tienes bastantes obligaciones sobre tus espaldas, no necesitas que te agobie con más. No… no pensé lo que hacía al venir. Me voy.
Aunque hizo ademán de levantarse, Jang no se lo permitió. Dejó las manos fijas sobre sus rodillas, los ojos prendidos en su rostro, como si estuviera memorizando sus facciones.
—Después de tres años sin verte, lo último que deseo es que te marches. —El más joven tragó saliva. Su mano embutida en la larga manga rozó con suavidad la que reposaba sobre su pierna—. Mìcheal, ¿te trata bien? ¿Te hace daño?
—No —negó, decidido a no darle motivos de preocupación—. El hueso duro de roer soy yo, él se mata por hacerme feliz.
—Entonces, ¿por qué no lo pareces?
—Porque esto no es ninguna broma —respondió, tras una pausa—. Tú y yo estamos en bandos opuestos, y tarde o temprano tendremos que…
No pudo continuar. Jang acarició su antebrazo con cuidado.
—¿Piensas que yo sería capaz de levantar mi arma contra ti?
—No tienes elección.
—¿Por qué crees que me marché? Admito que no soportaba la idea de verlo contigo, es cierto, pero mi principal motivación fue evitar el conflicto entre nuestras dos facciones. Me mantuve ocupado en este tiempo; tan ocupado, que evité tener que pensar. Y, de repente, llegó el día en que no tuve más excusas para demorar la vuelta. Los míos me presionaban, la sangre me llamaba… Supongo que no podemos cambiar lo que somos. He de confesar, además, que la posibilidad de verte de nuevo no dejó de rondarme por la cabeza.
—Y te he decepcionado.
—¿Decepcionarme? ¿Después de ver al hombre en el que te has convertido? —El asiático resopló, curvados sus labios en una sonrisa melancólica—. Faulkner es un bastardo que no se merece la suerte que tiene. En fin, el destino me repartió estas cartas y tendré que jugar con ellas. No, no podemos cambiar lo que somos, Mìcheal, pero yo jamás podría hacerte daño. Y si se diera el caso de que todos los tuyos fueran borrados de la faz de la Tierra y solo quedases tú, te doy mi palabra de que idearía alguna argucia para protegerte.
Munro suspiró. No le gustaba perderse en ominosas visiones del futuro, cuando lo único que quería era disfrutar de aquella calidez que tanto había echado de menos.
—Los primeros meses después de que te marcharas solía venir a buscarte —dijo—. Me escapaba cuando podía y rondaba por aquí, pisando con mucho cuidado los adoquines claros, porque no quería gafarlo todo otra vez. Habría dado cualquier cosa para que nuestras vidas hubiesen seguido igual. Creía que, aunque estuvieses enfadado por mi culpa, aunque no quisieras verme, al final me perdonarías. Siempre le achaqué a la Bestia lo que ocurrió aquel Día Marcado, ¿sabes? La Bestia del Submundo devoró mi suerte, haciendo que Owen me abordase antes que tú, y yo perdí al mejor amigo que tenía. Y todo, pensaba, debido a que aquel anochecer me había distraído y había pisado, sin querer, uno de los cuadrados oscuros.
Jang apenas daba crédito a lo que oía. Que el muchacho recordara una de sus mil fabulitas destinadas a entretenerlo, que se culpara de que Faulkner lo hubiese iniciado dándole alas negras, que se figurara que él tenía el menor motivo para censurarlo…
—Ah, no, no te preocupes, Ho-Jun. —El joven sonrió, adivinando lo que pensaba su compañero—. Sé que era un ingenuo. Pronto me di cuenta de que no tenía sentido cargar con la responsabilidad y que, al marcharte, habías actuado de la manera más noble. Entonces dejé de venir. Junto con el deseo de volver a verte siempre vivió el temor de que regresaras.
»A veces imagino cómo habrían sido las cosas si tú me hubieras encontrado primero aquel día. Eras mi amigo, mi hermano mayor, y no me veías como Owen. Él siempre me dice que se sintió atraído por mí desde el principio, a diferencia de ti, que…
—Creo que obras a la ligera atribuyéndome sentimientos altruistas que no creo que tuviese, Mìcheal.
Jang se incorporó y encaró a Munro, sus rostros tan cerca que casi se tocaban. La expresión nostálgica del más joven se tornó ansiosa al sentir que la mano del asiático se deslizaba a lo largo de su brazo, hasta el hombro, y bajaba por su pecho y su costado, siempre cuidadosa, siempre compuesta, asegurándose de que el tejido no dejara de interponerse entre ellos…, pero proclamando a gritos su deseo.
De repente se detuvo, tomó aire y se apartó.
—¿Sabes lo duro que me resulta aceptar que no puedo tocarte? —Se libró de la chaqueta y la corbata y las arrojó con indiferencia sobre la mesa baja. Luego se dejó caer sobre el gran sofá de cuero color marfil—. Nunca te consideré mi hermanito, si es eso lo que piensas. Siento decepcionarte, pero yo ansiaba que llegara el momento en el que madurases, en ese sentido no era mejor que Faulkner. Bueno, qué importa ahora…
Mìcheal se levantó y caminó lentamente hasta quedarse de pie frente a él. Era aún más atractivo de lo que lo recordaba. Pese a ser más o menos de la misma edad que Owen, e igual de enorme, aparentaba varios años menos. Sus rasgos eran más delicados; sus pestañas, largas y espesas, bordeaban sus ojos como un trazo de color azabache; el arco de su labio superior era pronunciado y sensual; algunos mechones habían huido de su flequillo inmaculado y se cimbreaban sobre su frente. Cada uno en su estilo, los dos Alpheh eran un regalo para la vista.
—Y ahora que soy uno de los Negros, y nadie más que Owen puede ponerme las manos encima, ¿ya no querrás saber nada de mí? —se atrevió a preguntar Munro. Parecía un crío confuso, el adolescente cándido que era cuando se conocieron. Nadie más que Jang era testigo de esa faceta del joven que muchas noches se quitaba la camiseta en una plataforma y balanceaba las caderas de forma explícita, hasta que su cuerpo se cubría de sudor.
—No seas injusto, por favor.
—Sé que lo que pido es egoísta e infantil, Ho-Jun, pero quisiera… quisiera que todo volviera a ser como antes de que te marchases.
—Eso es imposible, Mìcheal.
—¿Y no podríamos volver a ser amigos? Nos veríamos de vez en cuando, nada más. Tendría cuidado, sería discreto, jamás hablaríamos de lo que no debemos. Por favor… Te he echado tanto de menos…
Jang alzó los torturados ojos hacia él. ¿Cómo demonios se suponía que podía rehusar? Dios, se moría por abrazarlo y acariciar aquellos cabellos alborotados. Y también se moría por lanzarlo contra el sofá y desnudarlo, y…
En lugar de todo eso, se resignó a decir:
—Claro. Haré lo que pueda, te lo prometo. Te daré mi línea privada y podrás contactarme siempre que quieras. Prométeme, eso sí, que evitarás meterte en líos. —Al ver la esperanzada sonrisa en el hermoso rostro, el coreano se rindió—. Me encantaría que charlásemos un rato. ¿Encargamos algo de comida? ¿Qué es lo que te apetece? Dudo que las hamburguesas con jalapeño y salsa que devorabas entonces sigan siendo de tu agrado.
—No hay nada mejor que las hamburguesas con jalapeño y salsa mexicana. —La sonrisa de Munro se hizo aún más abierta.
—¿Puedes creerlo? Estamos en K-Town y el caprichoso caballero me hace pedir bocadillos con aderezo mexicano —refunfuñó Jang, marcando el número del restaurante en su teléfono.
El almuerzo fue muy ameno, reconoció el asiático para sí. Desdeñando trasladarse a la mesa de comedor, Mìcheal lanzó varios cojines al suelo, se instaló allí y se ocupó de relatarle a su compañero, entre mordisco y mordisco, su vida en aquellos años. Jang frunció el ceño cuando oyó que había abandonado el conservatorio. Era, en su opinión, un desperdicio de talento imperdonable, y ni siquiera se aplacó al oír que seguía tocando en casa. En cuanto a él, no había mucho que pudiera contar que no estuviese relacionado con el tema tabú. Básicamente había viajado por todo el mundo, aprovechando las ventajas de tener una familia muy adinerada que prefería que su hijo holgazanease en el extranjero, en lugar de hacerlo delante de sus conocidos en Seúl. El comercio de antigüedades solo era una más de sus muchas inversiones, y una excusa para permitir a Ho-Jun establecerse en aquella ciudad y aparentar que tenía un trabajo serio. Lo cierto era que al joven se le daba muy bien lidiar con los clientes. Las ventas en la tienda, que habían descendido de manera alarmante durante su ausencia, volvieron a remontar tras su retorno.
Era una delicia escuchar su voz suave y melodiosa cuando narraba la historia de cada objeto y ponderaba sus virtudes. Si existía una versión moderna de los cuentacuentos que recorrían antaño ciudades y pueblos, distrayendo a los aburridos ciudadanos por unas monedas, él debía encarnarla. Y el mágico efecto tenía lugar, no tanto por lo que narraba, como por la forma en la que lo hacía, por su lenguaje corporal, las inflexiones de su voz. El joven Mìcheal nunca se cansaba de escucharlo cuando se conocieron. Le alegraba saber que eso no había cambiado.
Mientras conversaban, se fue acercando poco a poco. Acabó sentado a su lado, con el costado reclinado sobre el frontal del sofá, la mejilla apoyada en la mano y el codo sobre el asiento. Jang lo contemplaba de reojo, en lucha para no perder la concentración. Apenas quedaba nada del chaval que había sido, aunque una cosa era cierta: si aún había algo, debía estar allí, asomando a través de los grandes ojos aguamarina. Las manos de Munro se posaron sobre sus rodillas. Estaba expectante, un pájaro hambriento que esperaba unas migas de pan.
—Cuéntamela, Ho-Jun —pidió—. Cuéntame la historia de los Tres Hermanos.
El coreano se sobresaltó.
—Ya debes conocerla, Mìcheal —afirmó con suavidad—. Todos los Alpheh se la transmiten a los nuevos miembros.
—Owen no me ha contado más que lo básico, supongo que se guarda toda la labia que tiene para los tribunales. Quisiera oírla de ti, por favor. Por favor, Ho-Jun…
Puede que la voz de Jang obrara maravillas, pero la de su joven compañero no le andaba a la zaga. No le quedó más remedio que asentir, y el muchacho, complacido, colocó el antebrazo sobre sus muslos y reclinó la mejilla sobre él, en una copia exacta de la postura que solía adoptar años atrás. El asiático lo contempló, incrédulo. ¿Por ventura tenía idea del martirio que eso suponía? Esos cabellos rubios extendidos sobre sus piernas, sin que pudiese alargar un dedo para rozarlos… Cuando iba a protestar, se hizo la luz en su cerebro. Aquel chico no había tocado a nadie más que a su amante en todo ese tiempo. Si para Jang era duro, ¿cuánto no debía serlo para él? ¿Quién podía imaginar la carga de tener que llevar de continuo capas de tela innecesaria que lo aislasen de todo contacto, de todo calor humano? El pensamiento lo calmó al instante. Con delicadeza, alargó la mano y la posó sobre su espalda.
—La historia se remonta a una época que nadie recuerda o, mejor dicho, que a ninguno de nosotros nos ha sido revelada. —Munro giró el cuello para mirarlo de soslayo—. ¿Qué? ¿Esperabas que comenzara con un «érase una vez, hace mucho tiempo»? Bien podría haberlo hecho. A veces tengo el firme convencimiento de que ocurrió miles de años atrás, lo cual es perturbador, a la par que adecuado. Un tiempo en el que todo era aún sencillo, en el que el dinero no se había inventado.
»En cuanto al lugar, me temo que tampoco lo conozco. Para nosotros es irrelevante la ciudad donde actuamos, ya lo sabes. Solo hay una cosa cuya ubicación es esencial, y esta varía de ciclo en ciclo. Ya llegaremos a ese punto de la historia a su debido tiempo. Baste decir que ocurrió en algún lugar habitado por hombres, quizá antes de nuestra era.
»En ese rincón desconocido vivían tres hermanos, Gelak, Beland y Nurand. No se sabe con certeza quién era el mayor ni quién el menor, y una plausible explicación al porqué de que los tres Alpheh no tengamos por costumbre reunirnos y departir amablemente sobre historia antigua es que decidirlo nos haría llegar a las manos. Los tres jóvenes habían perdido a sus padres y vivían juntos en una casa humilde a las afueras de su pueblo, en el corazón de un valle. El poblado se alzaba a orillas de un lago, y era hermoso ver el reflejo de las casas de adobe y piedra en la superficie cristalina. Cuando el agua es un bien escaso, su presencia hace el paisaje aún más maravilloso. Esa es una máxima susceptible de aplicarse a todo. Tú podrías pensar que un oasis en un valle rodeado de áridas peñas que se calentaban al rojo vivo bajo el sol no era el mejor lugar para vivir, mas cuando todo lo que conoces es tierra, arena y rocas peladas, no lo cambias por nada más.
»Aun en las noches frías, a los hermanos les agradaba caminar hasta la otra orilla del lago y contemplar el brillo de las estrellas atrapadas allá abajo y el encanto de la luna al asomarse, luciendo sus diferentes rostros. La noche de mi relato no fue diferente; ellos acudieron a la llamada de la luna llena, ocuparon su mirador favorito y se sentaron en silencio. El disco redondo flotaba en el centro y era difícil quitar los ojos de él, pues relucía igual que la plata en un manto de terciopelo negro. De pronto, uno de ellos señaló al reflejo, muy excitado.
»—¡Allí! —gritó—. ¡Hay una montaña alrededor del reflejo de la luna en el agua!
»—¿Qué andas inventando? —preguntó otro, desdeñoso—. Ahora está oscuro y no se puede ver la imagen de las peñas en el lago.
»—¡Os digo que está ahí! ¿Cómo es que no lo veis? ¡Es una montaña perfecta! Solo que —el primero volvió a estudiar la zona, extrañado por algo que no comprendía— no se refleja como es debido.
»—Eso sí que tiene gracia —aportó en tono de burla el tercero, el que no había hablado aún—. Confiesa que has estado abusando de alguna planta fermentada. ¿Y cómo debería reflejarse esa montaña perfecta que solo tú puedes ver?
»—No tiene sentido —siguió explicando, insensible a la chanza—. Las montañas son anchas por abajo y estrechas por arriba —al hablar, juntó las manos extendidas frente a su cara y formó un triángulo con la base hacia el suelo—, y cuando se reflejan en el agua se ven al revés. La montaña alrededor de la luna, por el contrario, tiene la parte ancha hacia abajo, como si estuviese sumergida.
»—Déjate de necedades, ahí no hay nada. Has debido excederte con la bebida.
»—¡No es cierto, puedo verla con la misma claridad que el disco plateado! Mirad bien, la luna está en el centro. ¡Mirad!
»El que había hablado el último propinó un codazo al segundo, animándolo a que continuara con los comentarios de mofa. Este no le prestó atención. Hacía rato que escudriñaba la oscura superficie con el ceño fruncido y la boca abierta de par en par, y presentaba un aspecto tan cómico que impulsó al otro a incluirlo en la burla. No obstante, antes de que alcanzase a hacerlo, el segundo confesó:
»—Es verdad, yo también la veo. Es una montaña sobre su base que no se apoya en ningún sitio, es como si flotara…
»El tercer hermano se impacientó, aguijoneado por la sospecha de que se habían puesto de acuerdo para gastarle una broma. Y una broma idiota, todo había que decirlo. Allí no había nada en absoluto, nada de nada.
»Pero, tras unos instantes…
»—Es… es cierto —reconoció él a su vez—, veo una silueta de tres lados. Y tiene la forma de una montaña, si bien las líneas que la componen son muy rectas. Creo… creo que es una pirámide. ¿Qué hace una pirámide dentro del agua?
»Los tres se quedaron mudos. Una pirámide, flotando sobre su base, con el rostro de la luna brillando en su centro cual ojo gigantesco… ¿Es que habían abusado todos de las bebidas fuertes? ¿Y estaban sufriendo los mismos delirios? Era difícil de entender. Cualquier persona sensata habría aceptado la imposibilidad de que se hubiese materializado una pirámide en el fondo del lago, cuando aquella misma mañana no había ninguna. Tan cierto como que el sol salía de día.
»Y he aquí que a uno de ellos le dio por alzar la vista al cielo.
»Una pirámide en el fondo del lago era un suceso casi imposible; una invertida y flotando sobre él no era casi imposible, era una soberana locura. Los tres se pusieron de pie a un tiempo, con el ímpetu de quien ha descubierto que lleva un buen rato sentado sobre brasas o escorpiones, y comenzaron a dar saltos y a señalar arriba. ¿Por qué no la veía nadie más? ¿Por qué no se agrupaba el poblado entero en la orilla a lanzar gritos estupefactos? ¡Era gigantesca!
»Era un espectáculo digno de verse. La luz de la luna llena la iluminaba, y sus contornos estaban delineados a la perfección. Semejaba ciertamente una pirámide, formada por hileras de sillares gargantuescos, lisos y brillantes. Multitud de sombras se abrían a lo largo de sus caras visibles, a la manera de ventanas. El vértice inferior era enorme y, cosa curiosa, transparente, porque la luz plateada lo atravesaba. En cuanto a la cara superior, podrían haber jurado que había algo sobresaliendo, apenas una mancha negra sobre un cielo oscuro. Fuera lo que fuese, estaba oculto a sus ojos.
»Un jinete pasó junto a ellos, un vecino que regresaba a su pueblo. Los hermanos gritaron frases incoherentes y, ya que no lograban domar a sus lenguas, optaron por señalar al cielo. El jinete los miró, miró entonces arriba, volvió a bajar la cabeza hacia ellos y se encogió de hombros. ¿Acaso estaba ciego?, pensaron. ¿Era imbécil? El tipo se cansó de perder el tiempo con los tres jóvenes que hacían aspavientos propios de dementes. Tras hacer un gesto que indicaba locura, continuó su camino. Lo mismo sucedió con un cazador, y con una pareja que buscaba un escondite para arrullarse. Había que rendirse a la evidencia: nadie más la veía. Y antes de provocar que todo el pueblo los creyese perturbados y los alejase de allí a pedradas, más les valía callarse. Pero ¡era tan hermosa! ¡Era tan increíble! Se les hacía muy duro aceptar que no podrían compartir con nadie su hallazgo.
»Ya que aquello era irremediable, el siguiente paso de su línea de pensamiento fue bastante lógico: ¿cómo llegarían hasta ella?
Jang hizo un alto en su narración para tomar un sorbo de agua, cuidándose de no rozar al joven, que alzó el rostro para indagar por qué se había detenido. La atención con la que Mìcheal lo escuchaba siempre, sin interrumpirlo jamás, sin moverse, para no molestarlo… Eso tampoco había cambiado. Sonrió, y el deseo de rodearlo con los brazos se hizo tan avasallador que tuvo que apartar la vista y retomar el hilo de la historia para distraer su mente de tales impulsos.
—¿Cómo llegarían hasta ella? —repitió el asiático—. Era una tarea en apariencia irrealizable. Ni trepando a la montaña más alta conseguirían rozar el vértice de la colosal construcción. Haría falta tener alas, las alas de un pájaro, para ver cumplido su anhelo.
»En medio de estas reflexiones, apenas advirtieron que una figura se había detenido junto al lago y los examinaba, ora a ellos, ora al cielo. Movió así el cuello un buen número de veces, hasta que los hermanos se dieron cuenta de que sus ojos siempre retornaban al punto exacto donde estaba la pirámide, de que realmente la veía. Excitados, reanudaron su algarabía, preguntando al extraño si alguna vez había imaginado algo más prodigioso. Este se limitó a sonreír, bien que apenas curvó los labios. Pasó un buen rato hasta que se dignó comentar:
»—Puesto que sois los únicos capaces de ver lo que muchos han mirado, os merecéis una recompensa. Sois libres, cada uno de vosotros, de solicitar una merced, la que sea, y os será concedida. Hablad.
»Se admiraron. ¿Bromeaba? Y si no lo hacía, ¿con qué poder les otorgaría lo que pidiesen? ¿Era un semidiós bajado a la Tierra? No parecía más que un hombre corriente, contemplando en calma la luna llena. El primero de ellos pidió, con sonrisa de suficiencia:
»—Si es cierto lo que dices, concédenos unas alas para que podamos llegar hasta la pirámide, pues no se nos ocurre otra manera de hacerlo, más que imitando a los pájaros.
»Sus hermanos rieron entre dientes y estuvieron de acuerdo. El desconocido asintió con gravedad y posó los ojos en el segundo. Aquel escrutinio mitigó la hilaridad del joven, aunque no lo inclinó a confiar en el ofrecimiento. Ahora bien, sí que le dedicó algún pensamiento al asunto y dijo, al fin:
»—Para ganarnos la vida, hemos de afanarnos en la labores de la caza. No habría nada que deseara más que un arco tan ligero y tan potente que ninguna pieza volviera a escapársenos, y un carcaj cuyas flechas fuesen inagotables, porque la madera es difícil de conseguir y su elaboración, trabajosa.
»De nuevo asintieron los otros, con una sonrisa, y de nuevo se inclinó aquel hombre con solemnidad. Y su mirada se posó entonces en el tercero, el cual la sostuvo con la boca abierta. Ya no sentía ningunas ganas de reír.
»—Yo… yo quisiera la habilidad de ser invisible ante hombres y animales. Para cazar, para esconderme cuando no deseo que me encuentren, para huir del peligro… Para ver sin ser visto, igual que esa pirámide en el cielo.
»Los hermanos ni se molestaron en corroborarlo. Aguardaban la reacción del extraño, expectantes, preguntándose si habría algo de verdad en todo aquello. Este volvió a asentir y dijo:
»—Marchaos a casa. Mañana será un día especial, en el que veréis cumplidas vuestras peticiones. Cuando lo deseéis, sabréis dónde encontrarme.
»El hombre se alejó. Ellos ya dudaban que se tratara de una broma. Había algo en él… Para empezar, veía lo que flotaba allá arriba, y había tal seriedad en sus promesas que daba que pensar. Decidieron regresar a casa y dejar pasar la noche. Y el día siguiente…
»El día siguiente fue el primer Día Marcado de la historia. ¿Qué puedo decirte que tú no conozcas? Ni hombres ni animales fueron capaces de verlos, a menos que ellos así lo eligiesen. El desconocido había cumplido su palabra, y no solo respecto a eso: consiguieron el arco más liviano y potente que jamás hubiese estado en manos de los hombres, y una provisión de flechas infinita. En cuanto a la otra petición… Eso también lo sabes, Mìcheal. Alas grises crecieron en la espalda de Gelak; blancas, en la de Beland; negras, en la de Nurand.
»En medio de tales prodigios, era difícil establecer prioridades. ¿Crees que se apresuraron a volar hasta su destino? No, se quedaron mucho tiempo allá abajo, probando sus nuevos talentos entre sus paisanos. Debo afirmar, con cierto pesar, que no lo hicieron con sabiduría y prudencia, dado que eran jóvenes y aquel poder increíble les quedaba grande. La habilidad de volar, la invisibilidad, la posesión de un arma tan poderosa… No hay que ser un lince para imaginar que las usaron a expensas de sus congéneres, y que los escrúpulos iniciales fueron disminuyendo más y más, hasta que no quedó deseo que no intentasen satisfacer, y sin que les preocuparan las consecuencias. La vida se tornó fácil… y aburrida.
»Y de nuevo volcaron sus anhelos en la pirámide. Gracias a sus nuevos dones sería sencillo llegar a ella, supusieron, y con ese ánimo emprendieron el vuelo, únicamente para descubrir que estaba más lejos de lo que habían calculado. Volaron sin pausa, rozando el borde de la extenuación, hasta que al fin, con un último batir de las magníficas alas, se posaron en una de sus ventanas. Los huecos que tan diminutos aparentaban ser desde abajo eran, en realidad, enormes. En ellos descansaron antes de buscar un acceso al interior.
»No fue fácil. Hubieron de ascender a la colosal plataforma superior, cuya magnitud no se abarcaba con la vista, y buscar con ahínco hasta hallar una entrada. Pero antes pudieron admirar lo que había en lo alto, aquella forma que apenas se vislumbraba desde tierra: una semiesfera translúcida, tan grande como todo su pueblo junto. Un prodigio más, en medio de tantos.
»Entraron. ¿Adivinas qué fue lo primero con lo que se toparon? El extraño. Daba la impresión de que conociese el momento exacto en el que iban a hacer acto de presencia, lo cual era curioso porque ¿desde dónde había espiado su llegada?
»—Bienvenidos al palacio —fue su sencillo recibimiento.
Ho-Jun Jang hizo una de sus pausas dramáticas para tomar otro sorbo de agua, y de nuevo el joven rubio que reposaba en su regazo se giró para echarle un vistazo expectante. El coreano poseía un talento innato para los golpes de efecto, aunque entonces no se sentía muy inspirado. Tenía la cabeza puesta en su narración, cierto, deseaba complacer a su audiencia, pero el corazón lo tenía en otra parte. No había ido muy lejos: estaba allí mismo, entre sus rodillas.
La reanudó, conteniendo un suspiro.
—Nunca se nos ha permitido conocer a ciencia cierta el contenido del palacio. Somos conscientes de que está más allá de cualquier portento que podamos encontrar en la Tierra, porque pasó mucho mucho tiempo hasta que los hermanos consideraran la posibilidad de centrarse en otra cosa que no fuera saciar su curiosidad con los infinitos niveles desplegados ante ellos. Lo que sí sabemos es que el piramidión es un gigantesco observatorio que apunta hacia nosotros y, a través de él, aquel extraño fue capaz de anticiparse a su llegada. En cuanto a la semiesfera, aprendieron que tenía la misma función. Era una ventana abierta, en su caso, al espacio.
»Un día en el que la atención de los hermanos estaba poco dispersa, el desconocido les mostró el mecanismo. Un cilindro enorme, dividido en secciones, se perdía en el altísimo techo de la cámara que ocupaba el interior de la estructura, bajo la torre con la semiesfera. Las secciones se estrechaban hacia la base hasta convertirse en un visor; una cabina colocada debajo permitía a una persona tenderse y asistir al gran espectáculo del espacio, oscuro, frío y, asimismo, tan lleno de vida. Para ellos era magia. Tenemos que comprender que, en aquel tiempo, los hombres no sabían ni una fracción de lo que conocemos ahora sobre el universo, y lo que conocemos ahora no merece siquiera llamarse fracción. Con todo, aquel hombre les explicó a grandes rasgos cómo funcionaba el instrumento y qué era lo que podían esperar ver. Planetas, estrellas, galaxias… Ilusiones, en muchos casos, visiones de una luz que había dejado de brillar hacía incontables años, cuyo fantasma aún refulgía en aquella imagen al otro lado del vidrio.
»El observatorio solía apuntar con obstinación a unas ciertas coordenadas, a una localización tan distante que la estrella que espiaba se veía pequeña y poco impresionante. El hombre afirmó que lo que él perseguía era un cometa.
»—¿Un cometa? —preguntaron los hermanos.
»—Cada ciento once años, un cometa cruza por delante de esta estrella. Está tan alejado que no se puede ver ni aun con la ayuda de este aparato, pero sé que está ahí, por las sutiles diferencias en el brillo y la intensidad de la luz. En el momento en que el cometa atraviesa su centro, un portal se abre entre los dos sistemas, el nuestro y el suyo. Cuando todos los cuerpos celestes entre nosotros alcancen una determinada armonía y me procuren un pasaje para cruzar…, satisfaré mi anhelo de viajar a aquel lugar.
»—¿Y por qué habrías de querer abandonar el palacio? ¿Acaso no tienes aquí todo lo que deseas? ¿Qué puede haber, en una pequeña y lejana estrella en medio del vacío oscuro, comparable a lo que te rodea?
»El extraño los miró con serenidad. Sabía a la perfección lo que había en los corazones de los hombres.
»—Deseabais acceder al palacio, mas cuando obtuvisteis los medios para hacerlo, elegisteis permanecer en la Tierra, porque vuestro deseo se había aplacado temporalmente con las mercedes recibidas. Ahora que habéis subido hasta aquí, creéis que no hay nada más allá de lo que hoy disfrutáis, pero vendrá el día en que vuestros ojos apunten en la misma dirección que los míos. Pues bien, tened presente un detalle para cuando llegue ese momento: el portal solo se abre para una persona.
»El hombre estaba en lo cierto, los hermanos no le prestaron mayor atención. La pirámide invertida y sus maravillas habían colmado sus aspiraciones. Por eso no recordaron el intervalo en el que el cometa habría de pasar ante la estrella, y por eso no asistieron a la apertura del portal, ni al instante de increíble fortuna en el que su anfitrión vio cumplido su deseo de cruzar al otro lado.
»Y pasaron más años. No me preguntes cuántos, lo ignoro; muchos, muchísimos. Y el tiempo dio de nuevo la razón al desconocido cuando los hermanos empezaron a lanzar ojeadas curiosas a la cámara del observatorio. Probaron a tenderse en la cabina, a juguetear introduciendo coordenadas, a observar cinturones de estrellas, sistemas binarios, hermosas y mortales supernovas. Al final, las coordenadas siempre volvían a marcar el punto en el que la discreta estrella aguardaba al cometa, puntual cada ciento once años. Ellos lo analizaban todo, pensativos. Casi se oían los dientes de los pequeños engranajes en su cerebro, encajando unos con otros mientras elucubraban.
»—Hermanos —planteó Beland, en cierta ocasión, con su tono más rebuscado y untuoso—, no creo que vaya a ocurrir gran cosa pero, aun así, siento una ligera curiosidad, y ya que el momento está próximo y estoy seguro de que a vosotros no os importará, esperaré en la cabina a que se abra el portal.
»—¿Cómo que no me importará? —saltó, enseguida, Nurand—. ¡Por supuesto que me importa! De hecho, yo también acariciaba la idea de esperar al portal en la cámara del observatorio.
»—¿Y por qué habrías de ser tú? ¿O tú? —preguntó Gelak—. Yo llevo más tiempo que vosotros dos aguardando. ¡Me corresponde a mí usar la cabina!
»Ya supondrás que no se pusieron de acuerdo. Nadie tenía los medios de sobornar o chantajear a los otros dos, nadie pudo imponer su autoridad. ¿Cómo? Todos estaban en igualdad de condiciones. Cuando las palabras llevaron a los gritos, y estos a las manos, el silencio más cortante se impuso entre ellos. El silencio, y la desconfianza.
»Tras jornadas de tirantez intolerable, uno de ellos se escurrió con sigilo por las sombras de los innumerables corredores que comunicaban las estancias del palacio, nublada su mente con visiones de furia y violencia. Si no podía obtener lo que quería por las buenas, que así fuese, lo haría por las malas. Se apostó tras una oscura esquina y aguardó, daga en mano, a que uno de los otros cruzara por allí, uno a quien había citado previamente. Los minutos se arrastraban con lentitud y él se obligaba a hacer acopio de paciencia y a acallar sus estruendosas palpitaciones, que amenazaban con delatarlo. De repente, un ruidito captó su atención. Debía ser aquel maldito, que ya se dignaba a acudir. Contuvo la respiración, alzó la mano…
»Miró hacia abajo. Una mancha roja se extendía sobre la blanca tela de sus ropas. Qué extraño, debió pensar, concluyendo que tal contrariedad tendría algo que ver con la punta de metal que sobresalía de su pecho. Su maltrecho cerebro no dio para más, privado del oxígeno que había dejado de recibir porque el corazón se le había detenido; ya ves, un efecto secundario de las dagas de hierro. El asesino asesinado se derrumbó en el suelo del corredor sin decir una palabra. A sus espaldas, el tercer hermano se limpiaba las manos ensangrentadas en el borde de su camisa.
»¿Qué ocurrió a continuación? Pues que el fratricida cazó al otro, o quizás el otro al fratricida, ¿qué importancia tiene? La única certeza es que, el día del cometa, uno de ellos se tendió en la cabina, aguardó el momento exacto en el que se abrió el portal y… no sucedió nada. ¿Qué había dicho el desconocido? Armonía, algo de armonía entre los cuerpos celestes, significara lo que significase. Con una maldición, abandonó la cámara.
»Lo curioso es que los otros dos reaparecieron justo entonces, no muy satisfechos. Deseaban una explicación convincente, y muy convincente debía de ser para aplacar su contrariedad, pero no había mucho que explicar porque los tres habían tenido la misma idea. Como consecuencia, se miraron con renovada desconfianza y se cuidaron bien de guardar las distancias.
»Aun así, adivinarás lo que pasó, ciento once años más tarde: exactamente lo mismo. Se dieron caza y, de sus carnicerías, solo quedó uno, que fue testigo del paso del cometa y el portal, con idénticos resultados infructuosos. Excepto que, al reencontrarse los tres hermanos, nadie se molestó en pedir explicaciones, sino que se lanzaron unos contra otros hasta que uno prevaleció.
»¿Puedes imaginarte lo que son ciento once años de soledad? No, claro que no puedes, afortunado de ti. Mejor o peor, la compañía de sus hermanos era toda la que tenía, así que el tiempo transcurrió muy despacio. Cuando llegó el centésimo undécimo año, ya no sabía si lo que más deseaba era cruzar el portal o intercambiar palabras con otro ser humano. Y, de nuevo, no volvió a pasar nada, y tuvo que lidiar con el problema de evitar que los tres se asesinaran nada más verse. Había tenido muchos años para pensar, con lo que ideó un sencillo sistema de barricadas, mensajes y otras minucias, que protegieron su vida el tiempo necesario para explicarles cuán poco envidiable había sido su experiencia. Le costó todo su poder de persuasión, pero los calmó, y pronto se pusieron de acuerdo en que habían de discurrir un método más civilizado para establecer quién tendría derecho a usar la cámara. Nadie era partidario de tomar turnos, ni de echarlo a suertes, ni de volver a resolverlo con las armas. Debía ser algo más, algo diferente, algo que hiciera que valiese la pena, que diera sentido a la larga espera que implicaba cada venida del cometa.
Jang se detuvo. Cuando Munro investigó la causa de la interrupción, halló una bella y enigmática sonrisa en sus labios silenciosos. Al ver que no proseguía, preguntó:
—¿Y qué fue lo que decidieron, Ho-Jun?
—Sí, Mìcheal, ¿qué fue lo que decidieron?
—El que está contando la historia eres tú.
—Ya he hablado, hablado y hablado, es mi turno de disfrutar tu voz. —La protesta del joven fue atajada por el gesto de Jang de llevarse un dedo a la boca—. Compláceme, por favor.
Mìcheal se mordió la cara interna de la mejilla. Con todo, se incorporó, alzó el rostro —que no los ojos— hacia su compañero y eligió con extremo cuidado las palabras con las que retomaría el relato.
—Los hermanos volvieron a mirar hacia abajo, después de tantos años —el coreano asintió, complacido por ese comienzo—, y decidieron que harían a los humanos… partícipes de su secreto e instrumentos para determinar un ganador. Habían aprendido muchas cosas durante su estancia en el palacio, así que elegirían… avatares entre ellos, almas que se reencarnarían cada ciento once años, que compartirían sus dones, que serían prácticamente inmunes a las heridas y a las enfermedades y que competirían entre sí hasta que solo quedase una facción… Y esa facción otorgaría la victoria a su señor. Y el número de almas sobre la Tierra, que siempre se repite, fue fácil de escoger: ciento once.
»A partir del primer año del ciclo, esto es, justo después del paso del cometa, nuestras almas comienzan a reencarnarse, una tras otra, año tras año, con cierto componente de azar en el juego del que formamos parte. Nacemos siendo humanos normales e ignorantes. Los primeros en tomar conciencia de su identidad son siempre los Alpheh, si bien no son necesariamente los primeros en nacer. Son los únicos con rango y color asignado a través de los siglos, y quienes localizan y despiertan a todos los demás en los Días Marcados. Y gracias a ellos nosotros abrimos los ojos y nos unimos a uno de los bandos, los Nurandeah, los Gelakeah, y los Belandeah. Los Negros, los Grises, los Blancos.
»Sí; al igual que nuestros señores en el palacio, tenemos nuestros días especiales. Nos hacen sentir poderosos, porque nos volvemos invisibles a voluntad ante los humanos, pero también vulnerables, ya que hay dos cosas que acaban con nuestras vidas: el fin del ciclo… y una hoja blandida por uno de los nuestros durante un Día Marcado.
Jang lo escuchaba con atención. Más que a la historia en sí, que conocía mucho mejor que él, a la manera en que la contaba, las palabras que utilizaba, la soltura y la seguridad que iba adquiriendo poco a poco, a medida que avanzaba. Mìcheal tenía una voz suave y sensual que armonizaba con el resto de su persona, y oírlo era un placer. El coreano se preguntaba cuántas personas en el mundo eran conscientes de ello.
—No siempre despertamos los ciento once en cada ciclo —continuó el joven narrador—. En algunas ocasiones los Alpheh no nos encuentran, en otras la partida ya está sentenciada antes de que lo hagan. Es un gran don que seamos capaces de extender las alas; a cambio, hemos de dar lo mejor de nosotros para traer la victoria a nuestra facción. Si lo conseguimos, nuestro señor tendrá la oportunidad de descubrir qué hay más allá de las estrellas y, cuando cruce el portal, los que lucharon por él en ese ciclo accederán al palacio sobre el lago. Y nada de lo que hay aquí abajo es comparable a lo que allí nos espera.
—¿Y si nuestro señor no consigue atravesar el portal, Mìcheal?
—Entonces… el palacio se moverá a una nueva localización, sobre un nuevo lago, y el ciclo comenzará de nuevo, hasta que uno lo consiga.
—Pero nunca nos es dado recordar nuestras vidas pasadas, ¿no es extraño? Es posible que, hace cientos de años, tú y yo ya mantuviésemos esta conversación; tú, apoyado sobre mi regazo, con tu pelo rubio extendido sobre mis rodillas; yo, escuchando, complacido, y acariciando tu espalda… o quizá algo más, si en aquella vida habíamos sido amantes.
Munro frunció el ceño en una mueca de congoja. Jang se arrepintió al instante de sus palabras.
—Perdona, eso no ha sido muy afortunado. Olvida que lo he dicho.
—No, no importa, tienes razón. Cualquier cosa es posible, si lo pensamos. Ciento once almas, siempre las mismas, encontrándose una y otra vez…
El asiático tuvo en la punta de la lengua añadir «no siempre las mismas». Había una posibilidad, una pequeña posibilidad, de que algunos de los elegidos se perdieran en el viaje y fueran sustituidos por otros hasta completar el número. Ahora bien, si Faulkner no se lo había contado, no creía que a él le correspondiese hacerlo.
—¡Mierda, qué tarde es! —exclamó el más joven, fijándose en el reloj de diseño que colgaba de la pared—. Y yo te he tenido todo el santo día apartado del trabajo y pendiente de mis estupideces.
—Cálmate, Mìcheal, hoy soy todo tuyo. —El muchacho sonrió—. Bueno, ya es la hora de la cena, ¿qué tal si ahora elijo yo? —Acompañó esta frase con una mueca burlona en la que enseñó todos los dientes—. Y después podemos acercarnos al lago, dando un paseo a la luz de la luna creciente. ¿Qué me dices?
Munro saltó, estiró tanto la manga derecha que la dejó colgando de su mano y se la tendió a su anfitrión. Este la contempló unos segundos y luego la tomó con cuidado para levantarse, no sin antes permitirse una pequeña distracción visual con el hombro desnudo que el cuello ladeado de la camiseta había descubierto.
—Y me sobraban asuntos que atender para poder concentrarme en Fundamentos de Composición o en Historia Universal de la Música —contaba Mìcheal más tarde, tras la cena—, así que me decidí por lo que era realmente práctico. Pero ya te he dicho que no lo he dejado, ahora toco en casa. ¡Ah! Y bailo en el Under 111, por si quieres venir a…
El joven se calló de golpe. No tenía claro si quería que Ho-Jun lo viese vestido con unos simples pantalones y meneando las caderas en la plataforma de una sala tecno.
—Sí, el Under 111. El nombre es una curiosa coincidencia, ¿no es cierto?
—Bueno, sí que lo es. Conozco al dueño y no tiene nada que ver con nosotros.
—Y dices que bailas. ¿Eres un animador?
—Eh… —Mìcheal ocultó su incomodidad tras un cigarrillo. Su compañero lo observó mientras lo encendía.
—No sabía que fumaras.
—Perdona, no me atrevía a encender uno en tu piso, y solo eché uno rápido en la entrada del restaurante, y mi resistencia tiene un límite y…
—Ya veo. Así que has dejado el conservatorio, fumas y bailas en un club.
—Estás decepcionado —sentenció tras una pausa amarga.
—No. Es tu vida, son tus elecciones, el tabaco no supone ninguna diferencia y… confieso que siento mucha curiosidad por verte bailar. —Munro espió su expresión y comprobó que era calmada y sincera—. Ah, el lago de noche… Lo echaba mucho de menos.
Estaban en el parque Veldt, el más grande de la ciudad, y su principal pulmón verde. Al estar emplazado en el centro y, por lo tanto, rodeado de tráfico por los cuatro costados, impactaba mucho más el contraste del asfalto con sus plácidos caminos de grava, sus amplias áreas de césped, sus monumentos y plazas y, sobre todo, el enorme lago en el que habían construido una isla artificial. Aunque ya era tarde y las puertas estaban cerradas, cualquiera de los Alpheh sabía arreglárselas para tener libre acceso al recinto.
Jang y Munro se apoyaron en la barandilla metálica que rodeaba la zona este del lago. La noche estaba en calma y la superficie del agua reflejaba el cielo como un espejo, apenas alterada por algún que otro chapoteo. La luna creciente brillaba bajo la sombra de la isla, un ojo entreabierto sobre un fondo negro.
Una figura plateada en medio de una pirámide.
Los dos buscaron en el cielo, donde la silueta oscura del palacio se recortaba sobre el panorama nocturno de la ciudad. Ahora era una simple imagen, un espejismo suspendido allí, en algún lugar, y que aún no podían alcanzar. Quizás un día…
Alguien más deambulaba por el parque, a cierta distancia. No miraba al lago, que ya había visto decenas de veces, ni a la luna reflejada en él, ni al cielo; clavaba los ojos en las figuras que conversaban. Se centraba, en concreto, en la más baja, en el joven de la gorra que hacía bailar una brasa anaranjada desde su cintura hasta sus labios en penumbra.
El espía no se movió ni un centímetro en tanto permanecieron allí, y los siguió cuando volvieron a ponerse en camino. Sin embargo, antes de abandonar el lugar alzó la vista al espacio sobre la isla, al punto donde flotaba el espejismo de la pirámide. Deseaba gritar a pleno pulmón, maldecir hasta quedarse ronco. En lugar de eso, tuvo que tragarse la bilis y contentarse con sisear, para quienquiera que lo oyese desde el transparente piramidión:
—Pero ¿a qué cojones estáis jugando ahora, hijos de puta?